El ocaso

Mientras Málaga celebraba los festejos por la victoria de la Axarquía, Abu-l-Qasim y Ridwan Venegas decidieron visitar a sus mujeres e hijos en Vélez. Al ponernos en camino, yo me ilusioné con la idea de que alguien me daría allí alguna noticia de mi familia. Hacía ya casi un año que había salido de Granada y, en mi ausencia, Zubayda y sus hijos carecían de medios para subsistir. Me preguntaba ¿qué habría sido de ellos?

Mas a Vélez no llegaban muchas noticias de Granada, y las pocas que llegaban no eran buenas. A todos nos llenó de zozobra cuando un correo nos informó de que los Abencerrajes habían confiscado los bienes de nuestros amos y saqueado su palacio. Embargado por un sentimiento de añoranza, siempre que disponía de tiempo libre, cruzaba la puerta de la medina que daba acceso al camino de Granada y allí dejaba volar mi pensamiento, soñando con el regreso a mi casa. Desde que el reino estaba dividido, la vía que comunicaba con la capital, se había convertido en un paraje apenas transitado por algunos mercaderes, que se aventuraban a hacer negocios en los dominios del príncipe rebelde. Una tarde, vi a lo lejos que se aproximaba por el solitario camino una recua de acémilas. Se trataba de una caravana de mercaderes que se dirigían a Málaga. Uno de ellos, bajó de su mula y se apartó del grupo para orinar. Esperé a que se aliviara y, cuando me acerqué a él, le pregunté si venían de Granada.

—No, venimos de Loja —respondió.

—Y, ¿cómo están las cosas por allí?

—Toda la ciudad está de luto y sus habitantes lloran amargamente la muerte de su alcaide.

—Alí al-Attar era ya muy anciano y Allah ¡loado sea! habrá querido llevárselo a su lado —comenté resignado.

—Por tus palabras deduzco que aquí aún no ha llegado la noticia del infausto suceso, que ha llenado de luto y estupor a todo el reino.

—Ignoro de qué infausto suceso hablas.

El mercader con gesto sombrío me informó:

—El príncipe Abu Abd Allah y su suegro, el noble alcaide de Loja, han perecido a manos de los cristianos en la frontera de Córdoba.

Las palabras del mercader me dejaron atónito. A grandes zancadas subí la cuesta del camino que lleva a la ciudad y me encaminé a la casa de mi señor, mientras en mi cabeza se mezclaban la turbación y la incredulidad.

En la residencia de mis amos, coincidí con la llegada de un emisario del sultán, convocando a los Venegas a una reunión urgente en la Alcazaba. Raudos partimos hacia Málaga.

Por el camino nos preguntábamos qué consecuencias podía traer la muerte del príncipe. Tal vez había llegado el momento de que el sultán recuperara el trono de Granada; aunque los Abencerrajes intentarían impedirlo proclamando emir al joven Yusuf. Al llegar a Málaga, toda la ciudad se hacía eco de la noticia: Al parecer los Abencerrajes, recelosos del triunfo de al-Zagal en la Axarquía, consideraron necesario realizar alguna hazaña que diera gloria y fama al príncipe Abu Abd Allah, y así desvanecer el prestigio y las simpatías que Abu-l-Hasan y su hermano al-Zagal habían despertado entre los granadinos por su brillante victoria sobre los cristianos. Con este propósito, el príncipe al frente de siete mil infantes y mil caballeros, a los que se unió su suegro Alí al-Attar con quinientos jinetes, se dirigieron a la frontera de Córdoba. Mas al otro lado del río Genil, los cristianos les estaban esperando emboscados en las sierras de Lucena. El desastre fue tremendo, los granadinos se vieron sorprendidos por un ejército que se lanzó sobre ellos como una jauría de lobos rabiosos. Las tropas del príncipe emprendieron la huida dejando cinco mil muertos en el campo de batalla, entre los que se encontraban los mejores y más nobles guerreros de Granada.

En Málaga todos permanecíamos en alerta, esperando el resultado del consejo de nobles convocado por el sultán. Al llegar la noche, se mantenían reunidos en la Alcazaba sin que trascendiera nada al exterior.

El impetuoso Rashid se lamentaba de perder un tiempo precioso. En su opinión había que aprovechar el vacío de poder y la confusión que reinaba en Granada, para dar un golpe de mano y apoderarse de la Alhambra.

A media noche, los centinelas subieron a la Alcazaba pidiendo licencia para abrir las puertas de la ciudad a una embajada procedente de Granada. Los embajadores solicitaban una audiencia urgente al sultán. Conducidos a su presencia, los emisarios entregaron al emir un documento firmado por el zalmedina y el qadí al-Yama'a, en el que en el nombre del pueblo de Granada, proclamaban y acataban como «Emir de los Creyentes» a nuestro amo y señor Abu-l-Hasan Alí ibn Saad, rogándole que regresara cuanto antes a la capital y tomara posesión del trono que legítimamente le pertenecía.

El que iba al mando de la delegación tomó la palabra y después de narrar la trágica derrota del príncipe Abu Abd Allah en al-Yussana (Lucena) y el dolor y llanto que produjo en Granada, confirmó la muerte del valeroso alcaide de Loja, Alí al-Attar, mas reveló que el príncipe, al que se creía muerto, había sobrevivido, aunque fue hecho prisionero.

Esta noticia sorprendió a todos y levantó un fuerte murmullo en la sala. El emisario pidió calma y rogó al sultán que le permitiese continuar. Abu-l-Hasan alzó el brazo y se hizo el silencio. A continuación invitó al embajador a seguir la narración.

«...Cuando se supo que el príncipe se encontraba en poder de los cristianos, la Sayyida Fâtîma despachó una embajada a Castilla ofreciendo una enorme cantidad de oro por la libertad del príncipe. Mas las calles de Granada estaban desbordadas de gente pidiendo remedio para tantos males y haciendo pública manifestación de restituir el trono a su auténtico dueño y señor: Abu-lHasan Alí ¡qué Dios guarde! ¡Mi Señor! —dijo el emisario dirigiéndose al sultán—. Granada entera os aguarda impaciente». Esa misma noche se empezó a preparar todo lo necesario y al día siguiente la comitiva se puso en marcha hacia Granada, encabezada por los embajadores.

El sultán, acompañado de su visir Venegas, aparecía sonriente halagado en su orgullo.

Por donde quiera que pasábamos, éramos recibidos con vítores y manifestaciones de entusiasmo. Todos nos sentíamos dichosos de volver a casa.

La primavera estaba en todo su esplendor y la Vega, rebosante de verdor y flores, parecía engalanada para dar la bienvenida al emir. Olía a romero y azahar. Y desde el río llegaba un aire denso saturado de aromas primaverales. A los costados del camino, los granados en flor, mecidos por una tenue brisa, dejaban caer los pétalos a nuestro paso cubriendo el suelo de una alfombra carmesí. En Granada, el pueblo salió a la calle para aclamar a su Señor. Con gran pompa y honores, Abu-l-Hasan volvió a ocupar el palacio de la Alhambra.

Los Abencerrajes habían abandonado la ciudad y Fâtîma la Horra se retiró discretamente a su antiguo palacio del Albaycín. El visir y su hermano Ridwan se instalaron en las dependencias destinadas a ellos en la al-Hamrâ. Sus mujeres e hijos quedaron en Velez, hasta que su residencia fuera debidamente restaurada y acondicionada, pues todo el palacio había resultado gravemente dañado en el asalto y saqueo sufrido por los sicarios de Ibrahim ibn al-Barr y Yusuf ibn Qumasa.

Cuando Zubayda me vio aparecer, me miró como si fuera un fantasma. Después de unos instantes de desconcierto, se tapó el rostro con las manos y prorrumpió en un profundo llanto. Todas las privaciones, temores y penas contenidas durante mi ausencia, brotaron en un torrente incontenible de lágrimas. Dejé que se desahogara y me acerqué al pequeño Ahmed, que me miraba asombrado junto a su madre, le acaricié la cabeza y le ofrecí una bolsa de higos de Málaga, que comenzó a comer con fruición. Entre sollozos, Zubayda me contó su angustia por mi ausencia, su miedo y el desamparo de su soledad.

—Cuando los Banu al-Sarraj se apoderaron de la ciudad —dijo con voz temblorosa— sus soldados buscaron casa por casa a los partidarios de los Legitimistas. A los que encontraron, les arrojaron a las mazmorras y saquearon sus hogares. Muchas casas del barrio sufrieron el atropello de los esbirros del visir Ibn alBarr. Un día, unos hombres de mirada hosca me obligaron a abrir la puerta y de forma grosera revolvieron toda la casa en busca de dinero y joyas. ¡Se llevaron los pocos dinares que habíamos ahorrado! —exclamó sin poder contener las lágrimas—. Nos quedamos en la más completa miseria, de tal manera que nos vimos obligados a mendigar comida en el zoco. A la vista de nuestra penuria económica, nuestro vecino Abu Musa el alarif, que Allah lo bendiga, contrató a Zahir como aprendiz. La paga es exigua, mas con mucho esfuerzo e ingenio conseguimos comer todos los días. Hoy tenemos caldo de gallina —dijo mostrándome una olla de barro donde hervían unos huesos en un líquido oscuro.

—Tranquilízate mujer, ya pasó todo, a partir de ahora no os faltará de nada. Hoy comeremos carne en abundancia —dije haciendo sonar las monedas de mi bolsa.

Acto seguido saqué dos dirhams y se los entregué a Ahmed para que fuese a la casa de Ibn Abbad, el criador de gallinas, a comprar un buen capón.

Apenas el muchacho hubo desaparecido, tomé a Zubayda por la cintura y la conduje al dormitorio.

El cautiverio del príncipe Abu Abd Allah torció el curso de la guerra. Las armas quedaron, por el momento, en reposo y comenzó a trabajar la diplomacia.

Entre la Sayyida y el sultán se entabló una pugna frenética por conseguir la liberación del príncipe, con intereses opuestos. Fâtîma y los Abencerrajes pretendían liberarlo para proclamarle emir, mientras que el sultán quería tenerlo bajo su custodia y así evitar una nueva división del reino.

Abu-l-Hasan llamó al banquero genovés Spínola y le pidió que se desplazara hasta Córdoba, a la cabeza de una embajada cargada de regalos, donde debía entrevistarse con el Conde de Cabra para que éste intercediera ante el rey Fernando y le hiciera llegar la petición de entrega del príncipe cautivo. A cambio, el sultán ofrecía la liberación de todos los nobles que fueron hechos prisioneros en la Axarquía. Y como prueba de buena voluntad se concedió la libertad a don Juan de Pineda que formaba parte de dicha embajada.

Mientras tanto, se supo que la sultana Fâtîma mantenía correos con Castilla, donde daba instrucciones precisas para conseguir la libertad de su hijo y pedía a los reyes cristianos ayuda militar para derrocar al sultán; lo que enfureció a Abu-l-Hasan, que decretó el destierro de la Sayyida a Almería.

El genovés, a pesar de sus dotes de perspicaz negociador, regresó a Granada con las manos vacías. Las proposiciones del sultán fueron rechazadas y se le indicó, que en los planes del rey Fernando no entraba la idea de poner en libertad al príncipe. Mas en Córdoba se encontraba también una embajada de la sultana, y al sagaz Spínola no le pasó inadvertido el trato de favor que se le dispensaba al jefe de esa expedición: el inefable Yusuf ibn Qumasa.

La enfermedad que el sultán había contraído en los ojos era incurable. Entre susurros se supo que el emir se estaba quedando ciego y esto le había agriado el carácter. El sultán no soportaba la idea de perder la vista. Los médicos aguantaban con paciencia sus insultos y reproches por su incapacidad para detener el mal. Yafar, el nuevo jefe de los eunucos, elegía a las esclavas más bellas y diligentes en el arte de la danza y la interpretación, para que actuaran en las fiestas que los cortesanos le organizaban. Mas nada de esto le complacía, atormentado por la idea de que pronto se vería privado de aquellos placeres.

Revelándose contra el infortunio, el sultán no estaba dispuesto a renunciar a la caza, su gran pasión. Y si ya no podía disfrutar observando el vuelo majestuoso de sus aves de cetrería, mientras le quedara algo de vista, no se privaría del placer de internarse en el bosque y cabalgar acompañado de sus veloces galgos. Hasta que cierto día, en el que galopaba por un espeso encinar, una rama le golpeó en el rostro y le hizo caer del caballo fracturándose la espalda. Entre horribles dolores, fue llevado por los monteros a palacio, donde los médicos le hacían ingerir infusiones de cáñamo para mitigarle el sufrimiento.

A pesar de los esfuerzos del sabio hakím Ishaq Hamon, la salud del sultán se deterioraba. Las lesiones de la espalda eran graves y cada día el médico comprobaba cómo los estragos del mal socavaban las fuerzas del paciente. Le prescribía reconstituyentes mezclados con miel y sustancias opiáceas para adormecer los dolores, mas en su fuero interno sabía que aquello valdría de poco.

El declive del emir era patente e inexorable. El fornido guerrero, victorioso, amante de los placeres de la mesa y el harén, veía con desesperación cómo perdía sus portentosas facultades y se acercaba a su final.

Un día, Abu-l-Hasan con el rostro alterado por el dolor, apoyado en mullidos almohadones, recibió la noticia de que su hijo, el príncipe Abu Abd Allah, había sido liberado por los cristianos, y los Abencerrajes le habían proclamado emir en Almería. Mas fueron las humillantes y duras condiciones que el príncipe había aceptado por su libertad, lo que le hizo palidecer de ira: Abu Abd Allah se declaró vasallo de los reyes de Castilla y Aragón con la obligación de acudir a Cortes cada vez que fuese llamado; se comprometió a pagar un tributo anual de 12.000 doblas de oro y a liberar a 400 cautivos; y las ciudades y tierras donde él gobernara darían paso seguro y mantenimiento a los ejércitos del rey Fernando cuando éste hiciera la guerra a su padre el sultán de Granada. En garantía del cumplimiento de estas condiciones, Abu Abd Allah había dejado como rehén de los cristianos a su hijo, el infante Ahmed de cinco años.

Presa de un ataque de furia desatada, Abu-l-Hasan maldijo a su hijo por traidor y ordenó al Qadí al-Yama'a declarase proscrito al príncipe.

El emir mandó a su hermano al-Zagal ponerse al frente de su ejército y aplastar la rebelión de Almería, con el encargo de traer al príncipe vivo o muerto.

Fue aquella una época desgraciada, donde el reino, herido de muerte, se enzarzó, una vez más, en la guerra perversa de las intrigas y las conjuras. Una gran agitación dominaba a la nobleza organizada en facciones opuestas. Unos apoyando al padre, otros al hijo. La forma más rápida de debilitar al enemigo, es fomentar la división interna del adversario y esto fue lo que hizo el astuto rey Fernando al poner en libertad al príncipe Abu Abd Allah. Los musulmanes absortos en sus propias disputas se olvidaron de la yihâd y los cristianos se aprovecharon para apoderarse, sin apenas resistencia, de Álora, Alozaina y Setenil.

Al-Zagal entró a sangre y fuego en los territorios insurrectos y, pronto, todas las poblaciones de la comarca de Almería que prestaban obediencia al príncipe rebelde, se tornaron adictas a la causa del emir. Al llegar a las puertas de Medina al-Mariyya, una comisión de alfaquíes se presentó ante al-Zagal para pedir clemencia y evitar más derramamiento de sangre entre hermanos. Al-Zagal les hizo ver cómo las condiciones y compromisos que el príncipe Abu Abd Allah había contraído con los infieles, le convertían en instrumento y juguete del rey de los cristianos y un traidor a su patria y a su religión, por lo que debía de ser castigado. Los alfaquíes impresionados por estas palabras, declararon que el joven príncipe no merecía sentarse en el trono, mostrándose dispuestos a colaborar en su derrocamiento. Para ello, se comprometieron, al llegar la noche, a abrir las puertas de la medina al ejército del emir de Granada. A media noche, los alfaquíes cumplieron su palabra y las huestes del sultán entraron en la plaza. Cuando los hombres del gobernador quisieron reaccionar ya era demasiado tarde. La guardia que se enfrentó a los atacantes fue aniquilada y la tropa granadina ocupó la ciudadela y la Alcazaba. Al-Zagal subió al Alcázar en busca del príncipe. Con la espada desnuda recorrió varios aposentos sin hallarle. De pronto, la Sayyida Fâtîma salió a su encuentro gritándole toda clase de improperios y asegurándole que si buscaba a su hijo, éste no se encontraba allí. Al-Zagal cruzó la estancia y se dirigió a una puerta que permanecía cerrada. La Horra se interpuso en su camino, impidiéndole el paso. En una explosión de ira, al-Zagal la apartó de un manotazo, abrió la puerta y se encontró con el joven príncipe Yusuf. Ciego de cólera, descargó su rabia sobre el infante y le hirió de muerte.

El príncipe Abu Abd Allah, prevenido de la presencia de su tío, había huido en compañía de su visir Ibn Qumasa y una escolta de sesenta caballeros hacia Córdoba, donde pidió asilo. Yusuf pagó injustamente por las culpas de su hermano y su muerte causó un profundo dolor al emir. Desde entonces, un corrosivo sentimiento de culpabilidad torturaba al sultán día y noche hasta hacerle perder la razón. Los demonios del remordimiento se introducían en su cerebro turbando su sueño, su respiración se alteraba, sus brazos se debatían contra fantasmas invisibles, sus cabellos se erizaban y en el silencio de la noche, los lamentos de Abu-l-Hasan se podían oír en las estancias íntimas de la Alhambra. En los corredores del harén, los eunucos cuchicheaban sin atreverse a entrar en la cámara del sultán y las concubinas atemorizadas escrutaban tras las celosías de las alcobas. Sólo Zoraya e Ishaq Hamon permanecían al lado del emir y su cuerpo sudoroso y fatigado no volvía a recuperar la calma hasta sentir la mano cálida de Zoraya sobre su frente.

Mientras tanto, los ejércitos de Castilla cercenaban sin parar las comarcas occidentales del reino. Al sultán, envuelto por las tinieblas de su ceguera y poseído de una profunda melancolía, se le ocultaban las tristes noticias que cada día traían los mensajeros: los cristianos se habían apoderado de Zahara, Casares, Cardela y Montecorto. Poco después llegaron noticias de la pérdida de Coín y todos los pueblos de la sierra de Gaucín y Villaluenga y días más tarde se conoció la caída de Cártama.

El emirato se desmoronaba y parecía haber entrado en un periodo de deterioro similar al que experimentaba su emir.

El avance del ejército cristiano parecía imparable. Al enterarse al Zagal que los rumis acechaban Málaga, acudió desde Almería a socorrerla.

La noticia de que Medina Malaqa estaba en peligro llegó también a Ronda, y el gobernador Ahmed al-Zegri no dudó un instante y se unió a al-Zagal para defenderla. Mas apenas el caudillo beréber abandona Ronda, el alcaide Ibn al-Haqím negocia en secreto con el Marqués de Cádiz la entrega de la ciudad. A pesar de las cautelas, la noticia cunde por la villa y los rondeños, que son gente bravía, se opusieron a la vergonzosa entrega de su ciudad, levantándose en armas contra el alcaide.

Cada día, por las puertas de Málaga, entraba una riada de familias cargadas con sus enseres procedentes de las villas y poblados del valle de Cártama. Todos buscaban refugio tras las murallas de la próspera y bien fortificada Medina Malaqa. Las gentes huían despavoridas ante el terror y la crueldad que el rey Fernando empleaba con las ciudades conquistadas, donde las casas eran arrasadas y sus habitantes, en condición de esclavos, eran repartidos como botín de guerra entre los vencedores.

Los vecinos de la pequeña población de Banu al-Maqix, defendieron con bravura su ciudad hasta que la superioridad del ejército cristiano les obligó a deponer las armas. Confiando en la magnanimidad del rey cristiano, al que expresaron su total sumisión e imploraron su generoso amparo, se rindieron. Mas una vez efectuada la entrega de la villa, el despiadado Fernando ordenó pasar a cuchillo a todos los varones. A las mujeres y niños se les permitió salir del pueblo con sus pertenencias. Después, todas las casas fueron incendiadas, y cuando los desdichados fugitivos, con los ojos anegados de lágrimas, tomaron el camino del destierro, una horda de soldados cristianos cayó sobre ellos y les degollaron y robaron cuanto llevaban consigo.

Los cristianos estimulados por las continuas conquistas e impacientes por lograr, lo que ellos creían, una fácil victoria; avanzaban a paso rápido hacia Málaga. Al-Zagal les sacó de su error, haciendo honor a su apodo, salió a su encuentro y trabando una sangrienta escaramuza, en la que murió un gran número de cristianos, desbarató el avance del ejército de Castilla. El rey Fernando, que iba al frente del grueso de la tropa, al ver el ardor y coraje con que los nuestros defendían su territorio, desistió de su propósito y se retiró hacia la frontera.

Terminada la contienda, Ahmed al-Zegri regresó a Ronda. Cuando tenía a la vista las torres de la medina, descubrió con desesperación cómo un inmenso ejército asediaba la ciudad y unas máquinas infernales lanzaban bolas de fuego contra las murallas. Al-Zegri ordenó a una patrulla de exploradores inspeccionar sobre el terreno, la manera de penetrar en la ciudad sitiada.

Los exploradores regresaron con el ánimo abatido. No encontraron ni un solo resquicio por donde burlar el cerco; y relataron con todo detalle cómo las tropas de los señores de Córdoba, Écija y Carmona habían acampado junto a la Torre del Mercadillo; la gente del Marqués de Cádiz ocupaba la margen oriental del Guadaleví y al otro lado se habían apostado las huestes del Maestre de Alcántara y el Conde de Benavente; en el olivar a Poniente, rodeada de una extensa guardia, se encontraba la tienda del rey; completando el cerco los hombres del Condestable de Castilla y los caballeros de la Orden de Santiago; junto al puente habían instalado las máquinas de guerra y todos los desfiladeros y caminos estaban vigilados por numerosas patrullas de infantería. El incesante batir de las máquinas de guerra había destruido parte de la muralla y destrozado el aljibe, lo que dejaba sin agua a la población. Aquellos terribles ingenios, nunca vistos, arrojaban pellas de fuego. Llamas y centellas llegaban por los aires incendiando las casas en medio de estruendos que llenaban de espanto. Los valerosos defensores de Ronda viendo lo inútil de su resistencia ante un ejército tan poderoso, pidieron al alcaide Ibn alHaqím que tratase, como ya hiciera antes, las condiciones de la rendición.

Con profunda tristeza, Ahmed al-Zegri contempló impotente, izar las banderas de la capitulación.

El cobarde alcaide de Ronda fue recompensado con casas y tierras confiscadas por los vencedores. Y el bravo caudillo africano tuvo que volver grupas y regresó a Málaga, donde al-Zagal le nombró gobernador de la fortaleza de Yebel Faruh.

La Gran Mezquita estaba abarrotada de fieles. Desde hacía varios días, se había corrido la voz por toda Granada de que el viernes, en el sermón de la oración del medio día, el imán anunciaría algo importante. Y allí estaban, en la primera fila, los grandes del reino: el príncipe y primo del emir Sidi Yahya al-Nayyar, el visir Abu-l-Qasim Venegas, a su lado su hermano Ridwan, a continuación el jefe de los Legitimistas Abu Said ibn al-Amín, el Qadí alYama'a. Detrás todos los altos dignatarios de la corte y el consejo de ancianos, el zalmedina y los mandos del ejército.

La expectación era enorme, cuando el imán Abu-l-Walid Muhammad ibn al-Muradí con paso lento y gesto meditabundo subió al minbar (púlpito). Como ortodoxo cumplidor de la tradición, se colocó en el penúltimo peldaño, ya que solo el Profeta predicó desde el peldaño más alto. Todas las miradas se clavaron en el imán cuando comenzó a hablar:

«En el nombre de Allah, el Clemente, el Misericordioso. ¡La alabanza a Allah, Señor de los Mundos! Vosotros, oh creyentes, sois el orgullo de vuestra raza. Ahora formáis una nación, sois un pueblo de Dios. Vosotros, oh creyentes, sois la alegría de mi vida, porque os veo sumisos a Allah y dignos de entrar en el Paraíso. Como todos sabéis, estas palabras las dijo el Profeta ¡con él sea la paz! cuando en el desierto, encontró tristes y desolados a sus musulmanes. En estos momentos de desaliento, congoja y turbación no debemos olvidar las palabras alentadoras del «Enviado». ¡Creyentes de Allah! Nuestra patria está en peligro. La bestia infiel ha irrumpido en las tierras del Islam a sangre y fuego, sembrando el terror entre nuestros hermanos, asolando los campos, dejando tras sí un reguero de desolación y muerte. Alhama, Álora, Alozaina, Setenil, Cártama, Coín, Guacín, Alaurín, Alahí y Ronda han caído víctimas de la fiera sanguinaria y el aliento pestífero que sale de sus fauces, ya se hace sentir en Granada.

El infortunio ha querido que en estas circunstancias adversas en que se encuentra el reino, el Emir de los Creyentes, nuestro señor Abu-l-Hasan Alí ibn Saad esté enfermo e incapacitado para salvaguardar los territorios del Islam de un enemigo que, ávido de sangre, aprovecha nuestra debilidad para lanzarse sobre nosotros, como un león sobre la indefensa gacela. Es por tanto, absolutamente necesario el valor y la energía de un caudillo ilustre, que se ponga al frente de nuestras banderas, que combata con fiereza al enemigo y reprime a las hordas cristianas con espíritu de héroe. Os hablo de un varón noble, nieto e hijo de reyes: os hablo del príncipe Abu Abd Allah Muhamad ibn Saad, llamado al-Zagal, el vencedor de la Axarquía, terror de la Cristiandad».

Todos los fieles asintieron y se mostraron conformes con las palabras del imán. Las muestras de adhesión al príncipe fueron unánimes.

Desde la mezquita, el visir, el cadí y los nobles se trasladaron a la Alhambra y se reunieron con el emir, en consejo extraordinario, para hacerle ver la conveniencia de abdicar en favor de su hermano. El resultado de aquella reunión no se hizo público, mas el pueblo supo de la resolución a que se había llegado, cuando una comisión de notables partió hacia Málaga para comunicar a al-Zagal que debía trasladarse con urgencia a la capital.

La entrada del Príncipe Valiente en Granada fue triunfal. El destino quiso que cuando cruzaba la Vega sorprendiera, a un contingente de 120 caballeros de la Orden de Calatrava, que se dirigían con suministros a Alhama, y habían acampado para comer. El príncipe y su hueste arremetieron contra los sorprendidos cristianos que nada pudieron hacer ante el ataque de los aguerridos hombres de al-Zagal.

Con las cabezas de los cruzados colgando de sus arzones y un buen número de vacas, ovejas y bestias de carga arrebatadas al enemigo, Abu Abd Allah al-Zagal fue aclamado por una multitud que se apiñaba en las calles de Granada.

«¡Allah nos envía al valiente Abu Abd Allah, y su buena estrella nos librará de los rumis!». Gritaban esperanzados los granadinos. Al anochecer, recibí la orden de presentarme en la Plaza de Armas de la Alhambra y ponerme a las órdenes de Rashid, para llevar a cabo una misión secreta.

Un grupo de veinte soldados con cota de malla y con las cabalgaduras ensilladas, esperábamos expectantes en el patio. La luz oblicua de la luna alargaba nuestras sombras sobre el empedrado de la plaza. En silencio, nos cruzábamos las miradas llenas de interrogantes. Todos cuántos formábamos el pelotón éramos soldados muy veteranos, pasábamos los cuarenta años, demasiado viejos para llevar a cabo una escaramuza, que tropas más jóvenes y selectas desempeñarían mejor.

De pronto, del hueco oscuro de una puerta surgió la robusta figura de Rashid. Después de una rápida revista, en la que comprobó el estado de nuestras armas, se dirigió a nosotros con estas palabras: «Habéis sido elegidos por nuestro señor el visir para desempeñar una misión importante y que tanto para mí, como para todos vosotros supondrá un motivo de orgullo—. Hizo una pausa consciente del interés que sus palabras habían despertado en nosotros—. Se nos ha elegido para hacernos cargo de la guardia y custodia del emir y su familia. Nuestro señor el emir está enfermo y los médicos han recomendado que sea trasladado al castillo de Mondújar, y nosotros le daremos escolta esta misma noche.

No nos habíamos repuesto de la sorpresa, cuando a la luz de unas antorchas apareció una comitiva de esclavos portando unas parihuelas donde yacía el sultán. Eunucos y sirvientes rodeaban al emir. Todos lloraban, y emocionados besaban sus manos con devoción.

Abu-l-Hasan era un hombre acabado. Había perdido la salud y el poder. Ni un solo dignatario acudió a despedirle. Sólo su fiel médico judío Ishaq Hamon permanecía a su lado.

Con voz débil, el sultán repetía una y otra vez: «Ruego al Altísimo que la tragedia que hoy se abate sobre mí, no caiga sobre Granada».

Un mayordomo apremiaba a unos esclavos a cargar sobre los mulos los cofres con las pertenencias de la familia real. Abu-lHasan había expresado el deseo de partir antes del amanecer, a fin de evitar que el pueblo contemplara su triste salida de Granada.

Zoraya, cubierta con un manto de seda púrpura, apareció llena de dignidad seguida de sus doncellas y flanqueada por sus hijos. Saad, el mayor, es el retrato de su padre, alto fuerte, moreno, de mirada profunda. Nas'r, el pequeño, posee el color de piel y los ojos claros de su madre, a quién se sujeta con fuerza de la mano. El infante, con los ojos hinchados por el sueño, pregunta ¿por qué y hacia dónde partimos? Su hermano mayor le mira serio y con un ademán enérgico le hace callar.

En el umbral de la puerta, el fatâ Yafar, vestido de extravagantes ropajes, permanecía inmóvil, con los ojos húmedos. En cierto momento cruzamos nuestras miradas, aunque creo que no reconoció en mí, al joven enamorado con el que negoció un encuentro con una cantatriz. Seguramente, su pensamiento estaba más preocupado por su destino. Con la llegada de un nuevo sultán, se renovaba el harén y se nombraban nuevos fatâs.

El viaje, a lomos de caballerías, fue arduo y tétrico por ásperos caminos que arrancaban lamentos de dolor al sultán que, aunque adormecido por los sedantes, sufría con los inevitables balanceos de las parihuelas. La noche era serena y el fulgor de la luna daba al camino un brillo fantasmal. Amanecía cuando cruzamos el valle de Lecrín y en el horizonte se recortaba la silueta del castillo situado sobre una escarpada montaña cuyo abrupto camino, empinado y desigual, constituyó un severo castigo para las caballerías y agotador para todos nosotros.

Seis semanas después de nuestra llegada al castillo de Mondújar, Abu-l-Hasan se sintió desfallecer y presintiendo que el ángel de la muerte llegaría presto, agitando sus negras alas, a reclamar su alma, reunió a su familia y a sus más fieles servidores para darles a conocer su último deseo.

El sultán alargó su mano buscando la de Zoraya. Con el rostro macilento y la voz debilitada por la enfermedad le susurró: «Presiento que el camino de mi vida llega a su fin. Vivo en una noche eterna sin firmamento ni estrellas. El destino me ha privado de contemplar la hermosura de tu rostro, amada mía, bella entre las bellas, estrella luminosa del alba, y sólo me queda el consuelo del dulce sonido de tu voz y el aroma perfumado de tu aliento—. Hablar le costaba un gran esfuerzo, hizo una pausa para recuperarse de la fatiga y continuó dirigiéndose a los presentes—. Los presagios que los astrólogos marcaron en el infeliz horóscopo del nacimiento de mi primogénito, se están cumpliendo. Las estrellas señalaban la pérdida absoluta del reino y los hados decretaron que Granada caería en manos de los infieles; por lo que no deseo, cuando muera, que mi cuerpo sea enterrado en la Rauda de la Alhambra, pues mi tumba sería profanada—. Su respiración era cada vez más fatigosa, el pecho subía y bajaba acusando el esfuerzo—. Es mi deseo ser sepultado en lo más alto del yebel Solayr, a fin de que mi cuerpo repose en paz y mi espíritu vuele libre hasta el paraíso».

Nuestro Señor el Emir de los Creyentes, Abu-l-Hasan Alí ibn Saad murió en la noche del día 27 del mes de Rajab, en la que se conmemora la Laylat al-Miraj o noche de la Ascensión del Profeta junto al arcángel Gabriel a los siete cielos.

Tocaba a su fin el otoño y un viento invernal silbaba entre las almenas del castillo de Mondújar. A modo de despedida, los jóvenes príncipes se colocaron ante el cadáver de su padre, en dirección a la Qâaba, y un imán formuló la Salât al-Yanâza (Oración Funeraria). El emir yacía envuelto en un sudario de lino. Sus cabellos y barba blanca fueron ungidos con aceite de sándalo y su cuerpo sahumado con aroma de espliego. El imán, con voz serena, pronunció el taqbir, rogando a Allah por el Profeta y luego por el difunto, solicitando para él la misericordia y el perdón.

Un puñado de siervos y una veintena de viejos soldados componíamos la comitiva que, en aquella mañana ventosa, se puso en marcha hacia la montaña, con el fin de cumplir el último deseo de nuestro señor el emir.

Hombres y bestias avanzábamos penosamente, transportando el cuerpo del sultán por un sendero pedregoso, cuando al superar un altozano del camino apareció ante nosotros, velado por lechosas nubes transparentes, el imponente picacho cubierto de nieve. Los poetas árabes lo llamaron «Montaña del Sol» porque la blancura de sus nieves perpetuas deslumbra como el astro rey. Al iniciar el ascenso, las frías ráfagas de viento que bajaban aullando desde las cumbres, nos abofeteaban el rostro. Desde un enorme peñasco, nos observaba una manada de cabras salvajes, guiadas por un macho de esbelta cornamenta.

Tras una larga y agotadora marcha, alcanzamos una escarpada ladera donde los hombres de a pie resbalaban sobre la pendiente y los caballos, hundidos en la nieve, con los belfos humeantes y cubiertos de espuma se negaban a continuar. Viendo que la marcha se hacía excesivamente penosa, Rashid ordenó detenerse. En un lugar recóndito, al amparo de los vientos, allí donde mueren los últimos rayos del sol, cavamos la tumba. El cuerpo de Abu-l-Hasan Alí ibn Saad, vigésimo primer emir de la dinastía Nasrí, fue sepultado en una profunda fosa, lejos del alcance de las alimañas y de los profanadores de tumbas, de costado y con el rostro en dirección a Oriente. Que Allah ¡loado sea! se apiade de él y lo tenga en el paraíso.

Después de rezar la oración de los muertos, todos juramos solemnemente, que ninguno de los allí presentes volvería a aquel lugar, ni revelaría a nadie donde había sido enterrado nuestro señor el sultán.

Algún tiempo después, los cristianos buscaron, presos de codicia, la tumba del emir, pues corría el rumor por Castilla de que el sultán de Granada había sido enterrado en un lugar de la montaña con todos sus tesoros. Jamás lo encontraron, mas desde entonces los rumis llaman a esta montaña «Mulhacén», que es cómo los cristianos denominaban al emir Abu-l-Hasan.