La granada partida

La noticia de la sedición se propagó como el fuego. Sidi Yahya al-Nayyar, alcaide de Almería, y el príncipe Abu Abd Allah al Zagal, gobernador de Málaga, se presentaron en Mondújar a rendir pleitesía al sultán, poniendo sus espadas al servicio de su causa.

El emir se encontraba abatido. Cuantos tenían acceso a su presencia comentaban el profundo cambio que había sufrido. Su rostro avejentado mostraba la tristeza y la apatía de su ánimo. Al-Zagal propuso a su hermano trasladarse a Málaga donde recibiría lealtad y vasallaje de los grandes señores y alcaides de la comarca sur, desde la Axarquía al cabo de Gata.

Al día siguiente, al amanecer, partimos de Mondújar con la comitiva real. Después de un descanso en el castillo de Frigiliana, donde pernoctamos, llegamos a Medina Malaqa en medio de la oscuridad de una noche sin luna. Los malagueños, portando cientos de antorchas, nos flanquearon el camino hasta la Alcazaba. Parte de la tropa fuimos alojados en la fortaleza de Jebel Faruh (Gibralfaro). Aquella noche, el bramido bronco del viento chocando contra el oleaje del mar, me mantuvo insomne. Antes del amanecer, encaramado en la torre más alta del castillo contemplé la inmensa alfombra del mar que se perdía en el horizonte y de la que surgía una ligera bruma. Había en el aire algo suave y fresco que invitaba a inspirar profundo. Cuando el sol iluminó el firmamento, la masa de agua se transformó en un campo gris con destellos metálicos y unos objetos casi irreales se balanceaban ingrávidos entre las brumas. A medida que la claridad se intensificó, quedé extasiado ante el prodigio que se producía ante mis ojos: la inmensa masa blanquecina se tornó de un azul intenso, cruzado por trazos de verde turquesa.

La luz de Málaga posee un magnetismo que te atrapa como la mirada de una hurí. Recordé que en esta ciudad vive mi tío Abd Allah y un nombre de mujer, que había permanecido callado en mi corazón, afloró de pronto a mis labios: ¡Jawhara! Con nostalgia evoqué momentos inolvidables de mi adolescencia, y una punzada de dolor atravesó mi pecho. ¿Por qué la mente se empeña en hurgar en las heridas del corazón? ¡Jawhara! ¡Jawhara! tu nombre está impregnado del recuerdo dulce del deseo y la amargura del desengaño.

Una vez que se instaló en Málaga la nueva corte, el reino quedó partido en dos regiones. En la Alhambra, el príncipe Abu Abd Allah Muhammad gobernaba la zona norte, desde Loja hasta Guadix. Y en Málaga, su padre Abu-l-Hasan Alí era dueño de la zona sur desde Ronda hasta Almería.

Se tenían noticias de que los cristianos advertidos de la división de los granadinos, se aprestaban a emprender una Cruzada contra los musulmanes. A requerimientos de la reina Isabel de Castilla, el Gran Alfaquí de Roma declaró la guerra santa, ordenando a todos los reyes y grandes señores de la Cristiandad, contribuir con el subsidio necesario para formar un gran ejército. La alerta era máxima, sabíamos que los alcaides cristianos de Jerez, Morón y Archidona, con gente armada de a pie y a caballo, se estaban congregando en la frontera cerca de Antequera. Un día, llegaron a Málaga varios jinetes procedentes de las montañas, que decían haber escapado milagrosamente a la muerte, y contando cosas espeluznantes de un ejército de cruzados que habían entrado a sangre y fuego en la Axarquía.

El príncipe al-Zagal pidió licencia a su hermano el emir, para ponerse al frente de sus hombres y expulsar a los cristianos de las tierras de Málaga. Al-Zagal disponía de una tropa de jinetes aguerridos y disciplinados, que mantenía en constante actividad al mando de su hombre de confianza, el general Ibrahim al-Zanatí. A él se unió mi señor Ridwan Venegas con su hueste y un contingente de Gomeres huidos de Granada, así como las mesnadas del jeque Abu Abd-l-Maliq señor de Lijar, las tribus de los Banu al-Hasan de Berja, el alcaide del castillo de al-Munaqqab (Almuñecar) y los señores de Nariyat (Nerja), Qumaris (Comares) e Istabbuna (Estepona).

Abu-l-Hasan nombró a su hermano capitán general de sus ejércitos.

Guiados por los expertos montañeses de la al-Xarqiyya, nos internamos por los tortuosos caminos de los montes de Málaga. Desde lo alto de un áspero cerro, divisamos las pardas nubes de humo que marcaban el rastro de los cristianos. En las cumbres de la sierra, encontramos a varias familias de campesinos que, huyendo de los fieros cristianos, se refugiaron con sus rebaños y utensilios domésticos en las cuevas de una escarpada montaña. Se trataba de gente humilde, en su mayoría, pastores y criadores de gusanos de seda. Con el rostro desfigurado por el miedo, aquellas gentes nos contaron cómo una noche, unos hombres vestidos de blanco, luciendo en su pecho una cruz en forma de espada, presos de una furia demoniaca, asaltaron los caseríos prendiendo fuego a las casas y torturando a sus moradores. A las mujeres embarazadas les abrían el vientre y les sacaban los fetos. A los hombres les cortaban las orejas y para divertirse, les hacían correr por el bosque y, siguiendo el reguero de sangre de sus víctimas, los cruzados les perseguían para matarlos y exhibirlos como trofeos de caza. Nos mostraron a un muchacho, de unos dieciséis años, a quién los bárbaros rumis habían desorejado y que, gracias a la fortaleza de sus piernas, logró burlar a sus perseguidores, librándose así de una muerte cruel.

—¿Decís que llevaban sobre el pecho una cruz en forma de espada? —inquirió al-Zagal.

—Así es, mi señor —contestó el muchacho.

Con el rostro descompuesto, el príncipe comentó con los dientes apretados:

—Son los malditos caballeros de la Orden de Santiago. Una secta de fanáticos ebrios de odio y crueldad.

Al-Zagal los conocía bien. Durante su exilio en Alcalá la Real, el Conde de Cabra le dio protección, dispensándole la consideración y el respeto propios de su rango, mas en alguna ocasión tuvo que soportar la mirada hostil de los cruzados de Santiago que visitaban al Conde y que, incluso en su presencia, no ocultaban la aversión que sentían hacia los musulmanes realizando gestos despectivos y profiriendo palabras que destilaban un odio mortal a los «moros», que es como los cristianos llaman a los seguidores del Profeta. Al caer la noche, al-Zagal, Ibrahim al Zanatí y Ridwan Venegas trazaron el plan de ataque. Con las primeras luces del día, el príncipe y su aguerrida tropa, junto con los alcaides de los castillos de la costa se dirigirían a la entrada de la Axarquía para cortar la retirada y atacar al enemigo por la espalda. Mi señor Venegas y las huestes de los jeques de las sierras de Lijar y Gador, así como un escuadrón de Gomeres emboscados en las cumbres con un contingente de ballesteros y lanceros, sorprenderían a los cristianos en el valle del río Jabonero.

Guiados por los pastores, buenos conocedores de aquellos parajes, nos internamos en lo más fragoso de la sierra. Desde un altozano cubierto de pinos, observamos un camino que culebreaba hasta un caserío donde los rescoldos de un fuego quemaba los restos de unas cabañas. Mi señor ordenó a una patrulla inspeccionar el lugar. No encontraron supervivientes, tan solo los cadáveres mutilados de unos ancianos a quienes sus achaques o el peso de sus años no les habían permitido ponerse a salvo. En su ciego afán destructivo, los cristianos seguían quemando y devastando cuanto encontraban a su paso, sin reparar en que el humo de las hogueras delataba su posición.

Ocultos tras unas enormes rocas, en la cima de un cerro que dominaba el valle, no tuvimos que esperar mucho tiempo para ver aparecer a unos jinetes que formaban la avanzadilla del ejército cristiano. Les seguían un contingente mayor de hombres a caballo y una numerosa tropa de infantes. Detrás venían las bestias de carga con vituallas y el ganado robado. Los rumis avanzaban en gran desorden, parte de la tropa se dispersaba en busca de aldeas para saquearlas, otros se internaban en el valle para bañarse en el río. Nuestros arqueros tras los peñascos, con los arcos tensados, esperaban la orden de disparo. Transcurrieron unos momentos de enorme tensión hasta que Ridwan Venegas gritó: «¡Disparad! ¡Abatid a esos malditos!».

Entre gritos y lamentos, los cristianos sorprendidos intentaban huir trepando por las laderas del valle, mas alcanzados por las saetas, caían resbalando por los barrancos. Mi señor Ridwan ordenó el despliegue de la caballería, atacando a la hueste enemiga por diferentes puntos. A la vista de nuestros jinetes, el tumulto y la confusión se apoderó de los cristianos. La mesnada de Sidi Ridwan, capitaneada por Rashid descendimos del cerro y atravesamos las filas enemigas sembrando el terror y la muerte a nuestro paso. Los hombres de a pie pretendían salvarse arrojándose al río. Ocultos tras los cañaverales, algunos soldados, muy jóvenes, desorientados y paralizados por el miedo lloraban como niños. De pronto, nos vimos rodeados por un ejército de capas blancas. El maestre de la Orden de Santiago y sus caballeros, resoplando dentro de sus pesadas armaduras, con los ojos desorbitados nos atacaban con furia. En nuestra ayuda acudió un contingente de Gomeres que en una maniobra envolvente destrozó a la caballería de los cruzados de Santiago. Viéndose atrapados entre dos fuegos, el maestre y otros caballeros buscaron la salida de aquel laberinto mortal huyendo hacia el pueblo de Cútar, sin saber que allí caerían en la celada del príncipe al-Zagal.

Comenzaba a oscurecer, cuando los gritos de victoria de nuestra tropa resonó en el valle, sembrado de cadáveres. Durante la noche, el campo se cubrió de hogueras y a su alrededor los soldados, exultantes, reían y cantaban por la victoria obtenida. Al rayar el nuevo día, los vigías descubrieron un grupo de jinetes cristianos que, extraviados, vagaban por un sendero próximo a nuestro campamento. Los Gomeres salieron a su encuentro. Apostados en la ladera de una colina, contemplamos cómo los africanos rodeaban a los rumis y éstos, atemorizados y perdidos, no ofrecían resistencia. Tan solo el que iba al mando de ellos, afirmado en los estribos de su montura con la espada desenvainada, parecía dispuesto a vender cara su vida. Ante aquel gesto de valentía del cristiano, mi amo montó en su caballo y al galope se dirigió al lugar de la contienda. Todos le seguimos. Con grandes voces ordenó a los Gomeres envainar sus espadas, al tiempo que les recriminaba el querer cebarse con una tropa tan inferior en número. Ridwan Venegas cruzó el cerco y dirigiéndose al valeroso capitán en su lengua, le propuso batirse en duelo y si vencía, él y sus hombres quedarían en libertad. El cristiano sin dudar un momento aceptó el reto. La bruñida armadura y la celada dorada del hombre que mandaba a los cristianos, delataban que se trataba de un noble. Musulmanes y cristianos formamos un círculo y en medio quedaron los dos jinetes mirándose fijamente a los ojos, con las espadas desnudas. Los caballos, nerviosos, caracoleaban sin perder la cara de su oponente. Ridwan Venegas hizo girar a su montura y se colocó de espaldas al sol. Entonces su espada centelleó y la punta del arma rayó el peto acorazado del cristiano. Éste contraatacó con varios mandobles, mas sus movimientos eran lentos y Venegas desviaba con facilidad las acometidas de su adversario. Cuando mi amo pasó a la ofensiva, su enemigo dio muestras de cansancio y su defensa era cada vez más precaria. Un golpe seco en el hombro del cristiano le hizo tambalearse, el caballo levantó las manos lanzando un estridente relincho y el rumí cayó de espaldas sobre el suelo. Ridwan Venegas desmontó de su corcel y se dirigió al caído que permanecía inmóvil, conmocionado.

—Reconoce tu derrota o eres hombre muerto —le espetó mi señor, poniéndole la punta de su espada en el cuello.

—Me declaro vencido en buena lid —balbució el cristiano.

—Desde este momento eres mi prisionero y como tal te ordeno que te identifiques. Necesito saber a quién he vencido.

—Mi nombre es Juan de Silva, Conde de Cifuentes.

—Bien, puedes levantarte.

Mientras varios escuderos ayudaban a ponerse en pie al maltrecho conde, Ridwan Venegas, dirigiéndose a su tropa, amenazó con la pena de muerte a todo aquel que injuriase o vejase a los vencidos. Después, se dirigió a los cristianos en castellano y les hizo saber su condición de cautivos, conminando a todos aquellos cuyas familias dispusieran de recursos necesarios para pagar el rescate se dieran a conocer, ya que el resto de los prisioneros serían vendidos en subasta pública.

De entre la tropa cristiana, siete caballeros dieron un paso al frente. Se trataba de don Pedro de Silva, hermano del Conde de Cifuentes; don Bernardino Manrique; don Juan de Robles; don Juan de Pineda y don Juan de Monsalve así como los alcaides de Morón y Antequera. Todos ellos caballeros nobles y ricohombres de Castilla.

Hacia el mediodía, sobre las lomas grises de la Axarquía apareció al-Zagal al frente de sus hombres que, ebrios de alegría hacían tremolar las banderas apresadas al enemigo y conduciendo, atados, a un gran número de prisioneros.

Entre abrazos y gritos de júbilo celebramos el reencuentro con nuestros compañeros y nos felicitamos por aquella gran victoria sobre los cristianos. Al realizar el recuento de víctimas, nosotros contamos algunos heridos mas no habíamos perdido ni un solo hombre, mientras que las pérdidas del enemigo ascendían a cientos de muertos y a mil trescientos prisioneros, de ellos más de cien eran caballeros de linaje. Aunque lamentamos que entre éstos no se encontrara el odiado maestre de Santiago, Alonso de Cárdenas, quién al parecer había logrado escapar.

Exhibiendo las banderas y los caballos enjaezados con los ricos arneses de los vencidos, entramos en Málaga. El pueblo prorrumpió en gritos y vítores al ver pasar por sus calles al príncipe al Zagal, al frente de un ejército victorioso, cargado con el botín de guerra.

Abu-l-Hasan recibió a su triunfante hermano a las puertas de la Alcazaba. Al-Zagal besó las manos del emir y éste le estrechó entre sus brazos en medio del contento de los soldados que alzamos nuestras armas en señal de triunfo. Los ojos del sultán estaban húmedos y su mirada turbia parecía perdida. Pensé que sería producto de la emoción, mas a mi lado un halconero real me comentó que desde hacía algún tiempo, nuestro señor el emir estaba aquejado de un mal que le producía un lagrimeo continuo y, cuando salía a cazar, le impedía ver con claridad el vuelo de Basir, su halcón favorito.

A los nobles cristianos, que esperaban el pago por su rescate, se les encerró en el castillo de Gibralfaro, a excepción del Conde de Cifuentes, que como cautivo de los Venegas fue trasladado a la residencia de éstos, donde se le trató con la hospitalidad digna de un huésped ilustre. Los soldados de baja condición fueron conducidos a las mazmorras de la Alcazaba.

Por los prisioneros de familias nobles se pidieron cantidades exorbitantes. El rescate de alguno de ellos se llegó a fijar en un millón de maravedíes. En las negociaciones intervino como alfaqueque un personaje siniestro, que años más tarde, con solo mencionar su nombre haría temblar a los granadinos: Francisco Ximénez de Cisneros. ¡Que Dios se apiade de él!