Alhama

Como se temía, el ataque de los cristianos no se hizo esperar. Apenas dos meses después de la conquista de Zahara, atacaron donde nadie lo esperaba. No lo hicieron en la frontera de Ronda ni intentaron reconquistar Zahara. Los infieles, en un golpe de audacia, se apoderaron de una de las ciudades más hermosas del reino: Alhama, a tan solo cinco leguas de Granada.

Alhama es un vergel protegido de los vientos, donde Allah, ¡loado sea!, ha hecho brotar caudales de cálidos manantiales de aguas curativas, junto a un río de cristal que transcurre por una campiña de frondosas alamedas, donde la belleza serena del paisaje sosiega el espíritu y el cuerpo se solaza seducido por los deleites de una tierra que invita a la indolencia.

El noveno día del mes de Muharram del año 887 de la Hégira (28 de febrero de 1482), un día antes de la fiesta de la Ashura, un jinete, con el caballo a punto de reventar, llegó a la Alhambra pidiendo ayuda para Alhama. Un ejército de dos mil jinetes y cinco mil peones, amparados en la oscuridad de la noche, habían asaltado la ciudad que dormía confiada en la fortaleza de sus murallas y en los abruptos tajos que la rodean. La situación era desesperada, se luchaba de forma cruenta por las calles de la medina. Las mujeres y los niños defendían sus casas, lanzando aceite hirviendo por las ventanas a los invasores. Si no llegaban pronto refuerzos, la caída de aquella importante plaza en manos del infiel era irremediable.

La noticia causó estupor. El emir reprochaba indignado a sus generales, cómo era posible que un ejército de siete mil hombres cruzase la frontera, llegando hasta el mismo corazón del emirato, sin ser descubierto. Abu-l-Hasan lanzaba venablos contra el alcaide de Alhama, que había dejado desguarnecida la ciudad para asistir a una boda en Vélez.

Urgía formar un ejército para socorrer Alhama. En las mezquitas, abarrotadas de fieles, los alfaquíes animaron a reclutar miles de voluntarios, con vibrantes sermones: «No olvidéis las palabras del Profeta. En el Corán está escrito, Allah, ¡loado y ensalzado sea!, prefiere a los que luchan por defender las tierras del Islam, exponiendo sus vidas y sus bienes, a los que permanecen en sus casas aferrados a sus posesiones. Allah el Justo colocará a los primeros muchos grados por encima de los segundos y a los que pierdan su vida y sus bienes en la yihâd, se verán recompensados con creces en el Paraíso. No flaqueéis en combatir al enemigo infiel, la guerra es dura y está llena de sufrimientos, mas nuestros enemigos sufrirán mucho más, pues carecen de la fe y la esperanza de Allah, en verdad Grande y Poderoso».

Cuando los alfaquíes llamaban a la Guerra Santa, un impulso de fervor místico prendía en todas las capas sociales de las que salían voluntarios dispuestos a dar sus vidas por Allah.

En poco tiempo, el sultán dispuso de un gran ejército de hombres deseosos de combatir al infiel.

La desesperada situación en que se encontraba Alhama, no permitía perder un instante. Dejando el gobierno de la nación a su visir Abu-l-Qasim Venegas, el emir decidió ponerse al frente de sus tropas, de la que también formaba parte el hermano del visir, mi señor Ridwan Venegas. Una vez más, los hermanos Venegas ejercían la tarea que el destino les había deparado: Abu-l-Qasim el político y Ridwan el guerrero.

Aquella mañana desapacible, con rachas de viento helado del norte, la explanada de la al-Musara se quedó pequeña para alojar al numeroso ejército allí congregado. Largas filas de soldados de infantería, pertrechados de hachas, picos, palas y azagayas, con ballestas y aljabas repletas de dardos, esperaban impacientes la orden de marchar. Los jinetes, sobre briosos caballos, ocupaban el centro de la explanada. Los que no podían sostener un arma: lisiados, ancianos y niños se acercaban a los soldados a darles ánimos. Desde lo alto de mi cabalgadura, podía contemplar la corriente humana que pululaba a mi alrededor.

Los músicos reales anunciaron con atronadores redobles de tambor, la salida de los estandartes de la mezquita y la llegada del sultán.

Flanqueado de sus generales, el emir hizo su entrada solemne en la explanada sobre un espléndido caballo blanco, ceñido de una coraza forrada en terciopelo carmesí y cubierto por un casco de acero cincelado. Los soldados rugieron enardecidos al ver a su señor.

Antes de dar la orden de partir, Abu-l-Hasan, desenvainando su espada damasquinada, dirigió unas palabras a la tropa: «¡Fieles del Profeta! recordad que el paraíso pende de la hoja de vuestra espada. ¡Adelante contra los infieles! ¡Liberemos Alhama! ¡La ilaha il-la Allah!».

Un grito ensordecedor salió de miles de gargantas: ¡Allahu aqbar! Entre los vítores del pueblo, tomamos el camino de Alhama. Los hombres de a pie apretaron el paso para combatir el intenso frío. Los de a caballo cabalgábamos con el cuerpo encorvado a fin de protegernos de un viento cruel. La noche anterior había nevado y fuertes ráfagas de aire gélido del norte soplaban a nuestras espaldas. Los copos caídos sobre el camino, moteaban la tierra de endurecidas manchas de hielo.

Cuando desde lo alto de una loma, avistamos las murallas de Alhama, una banda de aves negras sobrevolaba los torreones bajo unas nubes violáceas que se condensaban sobre el castillo. Al aproximarnos a la ciudad, quedamos llenos de espanto ante lo que se ofrecía a nuestra vista. Los cristianos se habían hecho dueños de la villa y habían arrojado, desde las almenas, los cuerpos de los defensores. Un gran número de cadáveres yacía al pie de los muros, siendo devorados por una manada de perros asilvestrados y aves carroñeras. El emir consternado ordenó recoger los cuerpos a fin de darles sepultura. Para ello, fue necesario alancear a los perros y dispersar a saetazos a las aves que se resistían a soltar sus presas.

Indignados ante semejante ultraje a los muertos, los soldados, poseídos de una furia salvaje, se lanzaron al asalto por diferentes puntos de manera desordenada, sin paveses protectores, haciendo oídos sordos a las voces de mando de sus capitanes, que se esforzaban inútilmente por moderar el ardor de una tropa enloquecida.

Presos de un frenesí descontrolado, los hombres de a pie colocaron las escalas, trepando por ellas con el cuchillo entre los dientes, dispuestos a vengar la afrenta.

Los cristianos, bien pertrechados para la defensa, rechazaban a los desordenados atacantes, que caían despeñados a los profundos barrancos que rodean parte de la ciudad.

Tras el primer asalto fracasado, Abu-l-Hasan intentó ordenar su hueste y mandó atacar a sus mejores hombres, logrando coronar algunas torres, mas los esfuerzos de estos guerreros valientes y disciplinados fueron estériles. Apercibidos los cristianos de los movimientos de la tropa granadina, los esperaban con sus espadas prestas matando a hierro a cuantos alcanzaban los adarves. Se hizo de noche, y el sultán tuvo que reconocer el fracaso del asalto. Reunido en su tienda con los generales, el emir decidió asediar la ciudad y rendirla por hambre y sed. Conocedor de que la villa se surtía de agua en las márgenes del río, ordenó destruir el acueducto que conducía el líquido elemento hasta la ciudad. Al percatarse los cristianos de que podían verse privados de aquel recurso vital, salieron armados de espadas y lanzas a impedir la maniobra de los granadinos. En el cauce del río, se trabó un feroz combate cuerpo a cuerpo. Los hombres, metidos en el agua hasta el pecho, descargaban temibles cuchilladas y furiosas lanzadas contra sus adversarios. La corriente arrastraba los cadáveres y el río se tornó rojo. Los cristianos se vieron superados y los que escaparon con vida huyeron a refugiarse tras las murallas.

Pocos días después, los aljibes que poseía la ciudad se agotaron y los sitiados, durante la noche, salían con odres a surtirse del elemento que tanto necesitaban. Mas nuestros centinelas, apostados cerca del río, abatían con certeros disparos de ballesta a los sedientos rumis.

A medida que pasaban los días, afloraron algunos problemas imprevistos entre los nuestros. Pensando en una conquista rápida, el ejército de Abu-l-Hasan había partido de Granada con escaso abastecimiento de alimentos. En poco tiempo el pan se agotó y los soldados, a falta de hornos, comían harina cocida en las brasas de las hogueras. Hasta que llegasen los abastecimientos desde Granada, fue necesario restringir la comida y las frías noches en el campamento, con el estómago vacío, eran una tortura. Justo el día en que se cumplía un mes de asedio, llegó un correo que sembró la zozobra entre la tropa, cuarenta mil peones y ocho mil jinetes cristianos, que se habían congregado en Antequera, habían cruzado la frontera y se dirigían a Alhama. Los vigías alertaron de que, si bien el rey no iba al mando de la tropa, ésta la formaban las mesnadas de los señores más importantes de las comarcas de Jaén, Córdoba y Antequera; así como los cruzados de la Orden de Calatrava y una numerosa hueste del poderoso señor de Sevilla, el duque de Medina Sidonia.

La alarma y la preocupación cundió entre los nuestros. La llamada de la reina de Castilla a la Guerra Santa, aplacó los resentimientos y las discordias entre los nobles castellanos, y éstos habían formado un gran ejército para romper el cerco de Alhama. Los cristianos nos superaban en número y sus hombres estaban frescos y con moral de victoria. Abu-l-Hasan temiendo verse entre dos fuegos o que le cortasen el camino que le comunicaba con Granada, tomó la decisión de levantar el campo y retirarse. Con el rostro contraído, el emir regresó a la Alhambra y en los brazos de Zoraya intentó endulzar la amarga retirada. Mas su espíritu altivo estaba demasiado herido y no encontraba reposo ni sosiego. Se dice que perdió el apetito y el sueño.

Los generales atribuyeron el fracaso a la falta de preparación de muchos soldados reclutados apresuradamente, y a la premura con la que se había planeado el asalto.

La decepción de la población fue inmensa. Era la primera vez, que una campaña dirigida personalmente por el sultán fracasaba. Granada entera lloró la pérdida de Alhama.

El quebranto que supuso perder esta importante plaza fue colosal. El emir empeñó su honor y llamó a levas. Había que recuperar Alhama a toda costa y en ello se invirtieron esfuerzos y energías sin límite. Se efectuaron requisas muy cuantiosas. Hubo que recaudar más y más impuestos y gran cantidad de víveres con qué aprovisionar a una tropa de cinco mil jinetes y diez mil peones.

La campaña de Alhama estaba resultando muy costosa y aunque un cierto malestar crecía entre el pueblo, la mayoría comprendió que se trataba de una causa justa.

Con la firme convicción de que esta vez conseguiría el triunfo, Abu-l-Hasan, al frente de su poderoso ejército, puso por segunda vez cerco a Alhama.

Llegados ante los muros de la ciudad sitiada, la hueste granadina comenzó a batir la plaza con empeño. Los capitanes, mostrando gran diligencia y bravura, se pusieron a la cabeza del ataque, alentando con su ejemplo a los soldados que se lanzaron al asalto con enorme empuje.

La guarnición de Alhama, reforzada con hombres y víveres, se mantuvo firme y las continuas oleadas de asaltantes fueron rechazadas una tras otra. Así transcurría el día y Abu-l-Hasan asistía impotente a un nuevo fracaso. Cuando empezó a oscurecer, el emir llamó a su tienda a los generales para planear el asalto durante la noche. Los capitanes escaladores que habían triunfado en Zahara, Umar ibn Sadúm y Walid Ibn Muza estudiaron el terreno y eligieron un paraje escabroso e inhiesto, que los cristianos tenían más desguarnecido, por tratarse de un precipicio que ellos creían inaccesible. Cuarenta esforzados escaladores mandados por los dos avezados capitanes se mostraron dispuestos a acometer la arriesgada empresa.

Envueltos en las espesas tinieblas de la noche, los pundonorosos asaltantes se apercibieron de escalas y cuerdas, y se aventuraron por los peligrosos y profundos tajos. Apoyando las escalas y maromas en los riscos y peñas salientes, los bravos escaladores lograron, de forma sigilosa, trepar hasta lo alto de los baluartes donde sorprendieron a los desprevenidos centinelas, que antes de que dieran la alarma pasaron al otro mundo. Los asaltantes corrieron hacia las puertas de la medina, mas se toparon con un cuerpo de guardia que, al verlos, corrió despavorido dando gritos de alarma. Al percatarse nuestros generales, que los cuarenta escaladores habían conseguido su objetivo, ordenaron el asalto de las murallas por diferentes sitios a la vez. En los adarves se luchaba cuerpo a cuerpo. La carnicería fue atroz. El eco de los gritos de los heridos resonaba entre los riscos, y el golpe seco de los cuerpos despeñados salía desde las profundidades de los barrancos.

Los sitiados lograron romper las escalas y ochenta de los nuestros quedaron aislados dentro de la ciudadela. Resueltos a pelear con heroica perseverancia, los granadinos se agruparon en la plaza mayor trabando un encarnizado combate contra los cristianos que, con fiero vocerío, les rodearon en un estrecho círculo. En la refriega hubo pérdidas por ambas partes y la contienda se prolongó hasta que el último musulmán cayó cosido a puñaladas. Cuando con las primeras luces del alba, Abu-l-Hasan observó cómo los cristianos arrojaban por las murallas los cuerpos de los valerosos escaladores, y comprobó que había perdido los mejores hombres de su ejército, lanzó un grito de dolor que provocó la estampida de una banda de cuervos que acechaban los cadáveres desde la copa de los árboles. Una y otra vez, maldecía a los infaustos hados que le habían acarreado tanta desgracia. Arrebatado de furia convocó a sus generales y ordenó emprender contra Alhama un asedio implacable.

Pero el cerco se prolongaba y los asediados no daban muestras de rendirse, lo que descorazonaba a muchos soldados. Un día, a través de un vigía de frontera, nos llegó una noticia alarmante: un enorme ejército, portando cruces y estandartes, había cruzado el río Genil por Istiya (Écija) y se dirigía a socorrer Alhama. A la cabeza de la tropa marchaba el mismísimo rey Fernando. El emir convocó a consejo a sus hombres de confianza para escuchar sus opiniones ante esta nueva situación. Unos eran partidarios de enfrentarse al enemigo, por superior que fuese, ya que nos encontrábamos en territorio musulmán, lo que nos permitía pedir refuerzos y eso nos favorecía. Otros eran del parecer, que era demasiado tarde para recibir ayuda. Y enfrentar la cansada y diezmada tropa granadina al poderoso ejército del rey cristiano sería catastrófico. Ambos bandos defendían con ardor sus posiciones y cuando más encendido estaba el debate, llegó un correo procedente de Granada que puso fin a la discusión.

El mensajero era portador de una carta del visir Abu-l-Qasim Venegas en la que comunicaba al emir que, aprovechando su ausencia, el partido Abencerraje había encabezado una revuelta para destronarlo.

Una vez más, Abu-l-Hasan se vio obligado a levantar el asedio de Alhama, para salvar el trono.

El rey Fernando entró en Alhama entre el entusiasmo y júbilo de los sitiados. Después de reforzar los muros y torreones, llenar los almacenes de víveres y consagrar las mezquitas al culto cristiano; relevó la guarnición con tropas de refresco y salió con sus huestes hacia la Vega, talando campos, destruyendo alquerías, almunias y almazaras; devastando cuanto halló a su paso, sembrando el terror y la ruina en todas partes.

Los cristianos querían asegurar el abastecimiento de Alhama, y para ello era imprescindible conquistar Loja, la llave de acceso a la Vega.

Dejando tras sí un reguero de sangre y fuego, el rey Fernando puso sitio a Loja. El ejército cristiano, compuesto por seis mil jinetes y quince mil peones, se asentó en el valle del guadi Xanili (Genil) entre viñedos y olivares.

Desde las almenas de su castillo, el astuto alcaide de Medina Louxa, Alí al-Attar, observó cómo los cristianos acampaban entre colinas, acequias y barrancos de forma qué entre ellos no podían observarse ni socorrerse. La caballería de Fernando se había situado a lo largo de un angosto valle que les impediría desplegarse con rapidez. Antes de que los cristianos tuviesen tiempo de organizar el cerco, Alí al-Attar, que contaba 78 años, mas conservaba el vigor de sus años mozos, salió al frente de tres mil hombres y atacó al escuadrón donde ondeaban los estandartes de la Orden de Calatrava. Antes, el alcaide había ordenado a parte de su caballería y los hombres de a pie, emboscarse en las huertas y colinas que dominan el valle. Los cristianos, sorprendidos, blandieron sus armas y se aprestaron para el combate. A la cabeza de los rumis, destacaba un joven que cubría su brillante armadura con una sobreveste donde lucía la llamativa cruz colorada de Calatrava. Suponiendo, acertadamente, que se trataba de Rodrigo Girón, maestre de la Orden, los lanceros se arrojaron sobre él y aunque la coraza protegía su pecho, una lanza le penetró por la escotadura del brazo y le atravesó el corazón. Acudieron en su auxilio varios jinetes y el veterano al-Attar dio orden de retirada. El retroceso era un ardid, y cuando los cristianos perseguían a los que creían fugitivos, la caballería emboscada les atacó por la retaguardia. Los soldados cristianos, hundidos en las charcas y enredados en la espesura de los huertos, sucumbieron ante los aguerridos lojeños, que armados de hachas y puñales salían entre los árboles y al grito de ¡Allahu Aqbar! atacaban por todas partes, en un terreno que ellos conocían como la palma de su mano. Los cristianos huían despavoridos en total desorden. Los hombres de Alí al-Attar, conducidos magistralmente por el viejo guerrero, consiguieron una gran victoria, tomando un buen número de prisioneros y armas. Y a punto estuvieron de capturar al rey Fernando, que pudo huir gracias a que varios caballeros ofrecieron generosamente sus vidas por salvar a su rey. La victoria de Alí al-Attar sobre el temible ejército cristiano, elevó la fama del astuto y valiente alcaide que había librado a su ciudad de los sanguinarios rumis, demostrando que el ejército de Castilla no era invencible.

En Granada, la noticia se recibió con alborozo. Al fin llegaba una buena nueva. El anciano alcaide de Loja había humillado al poderoso rey cristiano. Algunos se resistían a creerlo, mas los correos que llegaban procedentes de Medina Lauxa lo confirmaban y los vigías, desde las atalayas, contemplaron cómo las huestes de Fernando se batían en retirada hacia la frontera.

Granada respiró aliviada y las gentes recobraron parte de la alegría y la confianza en sí mismos, que habían perdido. Mas no todos participaban de aquél júbilo, los Abencerrajes utilizaron el éxito de al-Attar, como arma arrojadiza contra el sultán. El valor de un anciano alcaide enfrentándose y venciendo a los cristianos, ponía en evidencia la humillante retirada de Abu-l-Hasan en Alhama. Los Banu al-Sarraj y sus partidarios sembraron el descontento entre los granadinos por los elevados impuestos que soportaban para mantener una campaña de desastrosos resultados, poniendo de manifiesto la incapacidad del sultán para reconquistar Alhama.

Hasta la Alhambra llegó el rumor de que en el barrio del Albaycín circulaban grupos de gente armada, y que en el palacio de Dar alHorra se estaba fraguando una conspiración.

Cerciorado el sultán de la complicidad de la Sayyida y el príncipe heredero en la conjura, tuvo que tomar una decisión muy dolorosa para él: arrestar a su hijo y confinarlo en la torre del Qadí. La rebelión brotó en el barrio de los Halconeros y una muchedumbre vociferante rodeó el palacio de Dar al-Horra aclamando al príncipe heredero y pidiendo su liberación. Alentados por la sultana, los revoltosos se dirigieron, armados de cuchillos, a la torre del Qadí, con la intención de liberar al príncipe. Antes de que cruzaran el río, la guardia africana se enfrentó a la turba. El choque fue muy violento y la batalla se convirtió en una matanza a discreción. Ciegos de furia, los soldados del sultán sembraron el terror entre la población y en poco tiempo restablecieron el orden en el levantisco barrio del Albycín.

Los fracasos de Alhama, las discordias de los nobles, el descontento del pueblo y las intrigas familiares hicieron mella en el ánimo del sultán, que cayó presa de una profunda melancolía. Zoraya, aconsejada por los médicos, convenció a su esposo para que juntos se trasladaran, unos días, a disfrutar de la hermosa campiña de los Alijares, uno de los palacios más bellos que poseía el sultán. Apartado de las preocupaciones del gobierno, en aquel lugar cargado de los sanos efluvios de las flores silvestres, gozando de la caza y de la compañía de sus seres más queridos, se vería aliviado de la tristeza e inquietudes que tanto le afligían. Era verano y Granada padecía un calor infernal bajo un sol inclemente. Los granadinos mirábamos esperanzados las cumbres nevadas de la sierra, esperando que la montaña nos aliviase con un soplo de brisa fresca, mas no se movía ni una hoja y un bochorno plomizo aplastaba la ciudad.

La comitiva real se dispuso a abandonar la Alhambra, camino de los Alijares, cuando el sol emergía por el horizonte amenazando con sus rayos de fuego. Una corte de lacayos, secretarios, caballerizos, halconeros y eunucos precedían a la familia del emir, que era escoltada por la guardia palatina. Rodeada de sirvientas y esclavas, Zoraya y sus hijos Saad y Nasr ocupaban el centro de la comitiva a lomos de dóciles acémilas. El sultán y su primo el príncipe Yahya al-Nayyar, montando sendos corceles, les seguían a poca distancia. Abu-l-Hasan pasó por delante de cuantos acudimos a las puertas del palacio, con la mirada perdida en la lejanía, rodeado de los fornidos escoltas ataviados de plateadas corazas y cubiertos con cotas de malla. He de confesar que me causó una honda impresión el cambio que se había producido en el emir. Su espléndida figura había perdido vigor, cabalgaba ligeramente encorvado, sus ojos de fuego aparecían apagados, hundidos en las cuencas, y en la masa negra de su barba se mezclaban numerosas hebras blancas. Un país dividido en bandos irreconciliables, una poderosa casta de nobles que no olvidaba los agravios a que se habían visto sometidos por su desmedida ambición, el príncipe heredero encarcelado por orden de su padre, la sultana repudiada con el honor herido, rumiando su venganza en su prisión dorada de Dar al-Horra, el erario público empobrecido a causa de la guerra y la amenaza latente de un ataque de los cristianos. Tal era el estado en que se encontraba Granada, cuando el visir Abu-l-Qasim Venegas se hizo cargo del gobierno del reino.

Los Abencerrajes no podían soportar que el sultán hubiera depositado toda su confianza en el renegado, dejando los asuntos de estado en manos de su enemigo más encarnizado, que de este modo se convertía en el hombre más poderoso de Granada. El visir se sabía blanco de las iras del poderoso clan, mas contaba con suficientes apoyos para hacer frente a las insidias de los Banu al-Sarraj. Sólo había una cosa que le preocupaba y le hacía vulnerable: la seguridad de su familia. Si alguno de sus hijos caía en manos de los partidarios de la sultana, éstos lo utilizarían como moneda de cambio para liberar al príncipe.

Tomando como pretexto el intenso calor que sufría la capital, los hermanos Venegas decidieron alejar de la corte a sus mujeres e hijos. La familia Venegas, fuertemente custodiada, se dirigió a Vélez, ciudad de la que era alcaide y señor, el visir.

Algún tiempo después de la ausencia del sultán, algunos alfaquíes del partido Abencerraje hicieron correr el bulo de que el emir había contraído una grave enfermedad, de cuyo origen no era ajeno el visir. Cada vez se oían más voces pidiendo qué, si el sultán estaba enfermo, el príncipe heredero debía asumir el poder. Una noche, contando con la complicidad del alcaide Yusuf ibn Qumasa, sobornaron a los carceleros y el príncipe Abu Abd Allah se evadió de la prisión. Los Abencerrajes, que habían urdido el plan, huyeron con el príncipe a la ciudad de Guadix. El visir y su hermano Ridwan partieron raudos hacia los Alijares a informar al emir de la evasión del príncipe.

Nuestro señor Abu-l-Hasan no dio excesiva importancia a la huida del heredero, y hasta cierto punto lo consideró conveniente, presumiendo que, con el alejamiento de su hijo de Granada, se evitaba un foco de intrigas en la Corte. Mas el visir se mostraba visiblemente inquieto y manifestó al sultán su preocupación por la delicada situación en que se encontraba el país. Abu-l-Qasim Venegas creía conveniente el regreso inmediato del emir a Granada, a fin de acallar los rumores de su enfermedad, que algunos utilizaban en beneficio propio.

El sultán que, en la apacible armonía de la maravillosa naturaleza de los Alijares, había recuperado el ánimo y serenado su espíritu, aceptó volver a Granada, aunque como gran aficionado a la cetrería, invitó a su visir y amigo a permanecer unos días compartiendo unas jornadas de caza.

Cada día, el emir nos conducía por parajes maravillosos donde azores y gerifaltes, en vuelo bajo, atrapaban conejos y faisanes. Por la tarde en campo abierto, nos situábamos sobre una colina rodeada de extensas llanuras plagadas de charcas, donde acudían a beber cientos de torcaces y patos, que los veloces peregrinos capturaban. Al final de cada jornada, se celebraba un banquete en el que se servían las piezas abatidas.

El sultán se encontraba feliz y no mostraba ninguna premura por volver a Granada. Por el contrario, durante el tiempo que el visir permaneció en los Alijares, accediendo a los deseos del sultán, se mostraba inquieto y preocupado. Al fin, durante uno de aquellos banquetes, Abu-l-Qasim Venegas acordó con el emir partir al día siguiente a la capital.

El sol ya estaba alto haciendo sentir su implacable furia, cuando abandonamos los Alijares. Ridwan Venegas y sus escoltas, que habíamos tomado la delantera, al divisar las torres de la Alhambra, vimos extraños movimientos de gente sobre las almenas. Mi amo picó su montura y todos le seguimos al galope. Bordeando la muralla del campo de los Aljibes, escuchamos un enorme vocerío. Seriamente intrigados, nos dirigimos a la puerta de la Loma. En ese momento, vimos aparecer un contingente de jinetes que abandonaba la ciudad. Se trataba del escuadrón de africanos, encargados de la guardia y custodia del palacio durante la ausencia del sultán. El capitán, con hondo pesar, nos relató cómo la noche anterior, los Abencerrajes habían entrado en el barrio del Albaycín y en el palacio de Dar al-Horra proclamaron como emir de Granada al príncipe Abu Abd Allah.

La población del Albaycín aclamó al nuevo emir y una turba de hombres armados capitaneados por Ibrahim ibn al-Barr y Yusuf ibn Qumasa se enfrentaron a los guardias leales a Abu-l-Hasan en una lucha feroz. Se combatió con ardor durante toda la noche, mas los conjurados que contaban con refuerzos de Guadix y Loja, terminaron por apoderarse del Alcázar y al amanecer los partidarios del príncipe hacían tremolar sus banderas sobre las torres de la Alhambra.

Mi señor, incrédulo, quiso cerciorarse de cuanto acababa de oír y nos ordenó avanzar hasta el barranco de al-Qabía. Al aproximarnos a las murallas, observamos las almenas repletas de una tropa que nos insultaba y agitaban unas lanzas donde habían clavado las cabezas de los partidarios del sultán; entre ellas se distinguía claramente el cráneo rapado de Rayham. Esta vez el astuto jefe de los eunucos no pudo escapar a la terrible venganza de Fâtîma la Horra.

Abu-l-Hasan se mostró dispuesto a entrar en Granada, convencido de que su sola presencia bastaría para reducir a los insurrectos, mas los hermanos Venegas, con buen criterio, le hicieron ver la necesidad de alejarse del alcance de las tropas rebeldes. Al atardecer, un pequeño ejército formado por la guardia palatina, el escuadrón de africanos y la hueste de los nobles Venegas, dimos escolta al sultán y a su familia hasta el castillo de Mondújar, en el valle de Lecrín.