Zahara

A la muerte de don Enrique, rey de Castilla, surgió un grave litigio por los derechos hereditarios de la Corona entre los partidarios de doña Juana, supuesta hija del rey, y doña Isabel, hermana de don Enrique.

Después de los funerales del monarca, Isabel se hizo proclamar reina y la guerra estalló entre los dos bandos.

Castilla, inmersa en una guerra fratricida, se apresuró a firmar treguas con Granada.

Fue un largo periodo de paz de más de cinco años, durante el cual, los desocupados hombres de al-Zegrí causaron no pocos quebrantos y alborotos en las calles y zocos de la medina. Sus constantes reyertas y bravuconadas amedrentaban a la pacífica población; y su hábito ancestral del pillaje, les llevó a cometer numerosos actos de latrocinio. El pueblo clamaba contra los desmanes y la tiranía de aquella tropa que se comportaba como auténticos bandidos. Y se alzaron voces denunciando que el lugar de aquellos mercenarios debía estar en la frontera y no en el palacio del sultán. Cierto día, antes de que finalizase la tregua, llegó a Granada una embajada de Castilla compuesta por una pequeña comitiva de caballeros ataviados de capas blancas y luciendo sobre su pecho una cruz roja en forma de puñal. Al frente de ellos iba un joven arrogante cubierto de una bruñida armadura, que desde su montura miraba con desdén a los curiosos que se agolpaban a su paso. Se trataba del comendador de la Orden de Santiago, Juan de Vera. Los castellanos se encaminaron a la Alhambra a pedir audiencia al sultán. Mas Abu-l-Hasan se encontraba cazando en las Alpujarras, y no los recibió hasta pasados diez días.

Vera y sus compañeros fueron alojados en las magníficas salas de huéspedes del palacio, donde se les dispensó un trato exquisito. Mas ni el lujo fastuoso de la Alhambra ni la esmerada hospitalidad con que fueron tratados, atemperó el áspero carácter de los cristianos. Cuando, al fin, los embajadores fueron conducidos ante el emir, Juan de Vera le notificó de forma altiva, que Granada debía retornar al vasallaje de Castilla abonando las 12000 doblas de rigor, acudiendo a Cortes cuando fueran convocadas y retribuyendo los tributos atrasados en dinero y cautivos como sus antepasados hicieran puntualmente como vasallos del rey de Castilla. Y remató su discurso exigiendo el tributo en doblas de oro de ley, pues el dinar se consideraba en Castilla una moneda devaluada. Las insolentes palabras del cristiano, constituían para el emir un ultraje intolerable. Sin esperar a que el trujamán tradujese las últimas palabras del rumi, Abu-l-Hasan se puso en pie y con voz enérgica respondió al emisario: «Os he recibido en la creencia de que traíais una proposición de paz y, después de tantos años, venís a exigir un tributo inicuo, como un derecho adquirido. Con gran orgullo y presunción reclamáis una supuesta deuda contraida por nuestros antepasados y de la que ni yo ni mi pueblo somos responsables. Recordad que hubo un tiempo, en el que vuestros reyes pagaron tributo a los nuestros.

Somos un pueblo pequeño, mas orgulloso y valiente. Decidle a vuestros soberanos que Granada no admite imposiciones ni paga tributos, y que nuestras espadas están afiladas y prestas para defender nuestro honor. Confiamos en Allah Todopoderoso. Él favoreció a las armas de nuestros antepasados y de Él esperamos nos conceda la victoria y nos libere de vuestras amenazas». Cuando los embajadores de Castilla abandonaron la Alhambra, todos fuimos conscientes de que Granada tendría que prepararse para la guerra, y presentíamos que la batalla que íbamos a librar sería definitiva.

El resultado final de la contienda civil en Castilla, se había decantado a favor de doña Isabel, y ésta había contraído matrimonio con el heredero al trono de Aragón. La unión de ambos reinos constituía una fuerza temible. Castilla se sentía fuerte y su reina, imbuida de un furioso fanatismo religioso, tenía como objetivo prioritario emprender una Cruzada contra Granada, hasta arrojar a todos los musulmanes al mar.

Nuestro emir, Abu-l-Hasan Alí ibn Saad ¡Allah se apiade de él! qué no poseía precisamente un carácter sosegado ni le faltaba valor, no quiso permanecer impasible hasta que los cristianos desencadenasen el ataque y decidió ser él, quien descargara el primer golpe.

La ocasión se le presentó cuando recibió en audiencia a una comisión de mercaderes de Medina Runda con su alcaide, Ibrahim ibn al-Haqím, a la cabeza, que venían a pedir amparo al sultán ante los desmanes y fechorías que las tropas cristianas cometían en sus tierras, robando y arrasando los campos, sin respetar la tregua. Las incursiones de las huestes cristianas eran continuas y no había caminos seguros. El robo de ganado llegó a tal punto, que en la comarca de Ronda el comercio de la lana se hacía imposible y escaseaba alarmantemente el abastecimiento de carne.

—Roban nuestros animales, incendian nuestros campos y se refugian en la fortaleza de Zahara —se lamentaban amargamente los mercaderes.

Abu-l-Hasan escuchó con mucha atención las quejas de los rondeños, y les prometió poner remedio a sus males.

El sultán concibió un plan, propio de su osado carácter: Apoderarse del castillo que servía de guarida a aquella tropa de ladrones.

La fortaleza de Zahara había sido tomada por los cristianos 74 años atrás, y era considerada un puesto estratégico, en un lugar agreste de difícil acceso, en la frontera de Ronda.

El emir consultó a los astrólogos y éstos le aseguraron que las estrellas le eran propicias.

Al alba de una fría mañana de invierno, con gran sigilo, salimos de Granada una columna de caballería, compuesta por los feroces mercenarios de Ahmed al-Zegrí y un escogido cuerpo de jinetes del ejército real, así como la mesnada de mi señor Ridwan, que acompañaba al sultán como lugarteniente.

Antes de partir, Rashid nos informó de que la operación se llevaría a cabo con la mayor cautela posible, ya que los estrategas que la planearon consideraron que el asalto a una fortaleza como Zahara, enclavada sobre un risco, como un nido de águilas, solo sería posible con un ataque por sorpresa.

Nos desplazábamos a marcha rápida por caminos apartados. Acampábamos en el bosque, evitando villas y poblados. Sin apenas tomar respiro, llegamos al imponente macizo de Grazalema. Allí se nos unió una tropa de caballeros de Ronda, ávidos de tomarse cumplida venganza por las tropelías y saqueos que habían padecido. Ocultos por la espesa vegetación, avanzamos silenciosos a través de bosques de pinos, encinas, alcornoques y castaños. Los parajes de estas sierras poseen una belleza singular. En columna de a uno, pasamos cautelosos por sinuosos desfiladeros, que transcurrían entre paredes cortadas a pico y abismos que se abrían a nuestro paso en abruptas simas, en las que se precipitaban violentas torrenteras. Sobre nuestras cabezas, el cielo poderoso estaba rasgado por el vuelo errático de las aves de presa. Y en las profundidades de los sombríos barrancos, crecían las sabinas, los pinsapos y los algarrobos. En el horizonte, suspendidas en escarpados riscos, se recortaban las siluetas de las atalayas que vigilan los silenciosos valles del guadi Laqqa (Guadalete).

Lentamente, descendimos por una vereda hasta un bosque asentado sobre un campo de tréboles. Después de bordear una cresta rocosa, apareció a lo lejos, sobre la cima de un peñasco de apariencia inaccesible, la maciza torre de la fortaleza de Zahara. A los pies del castillo, yacía la villa sobre la empinada ladera de una montaña rocosa, protegida por una muralla provista de un matacán. Abu-l-Hasan ordenó acampar en el bosque y esperar a la noche para lanzar el asalto. A pesar del intenso frío, se prohibió encender fuego. Dos patrullas salieron, de forma discreta, a inspeccionar el recinto fortificado y localizar el lugar más idóneo para escalar. Al atardecer, un oficial se presentó en el campamento acompañado de un pastor, que decía conocer un acceso secreto a la villa. Según el cabrero, los ochenta hombres de armas que defendían la fortaleza, habían relajado la vigilancia para celebrar la fiesta cristiana de la Navidad, lo que favorecía llegar hasta la pendiente donde se encontraba un escondido pasadizo que daba acceso al recinto.

Las patrullas informaron de los impedimentos naturales, por los muchos desniveles del terreno y escabrosas pendientes, que impedían aplicar las escalas de asalto. La parte más fortificada se encontraba al mediodía, donde la muralla estaba provista de voladizos con vigías apostados tras las saeteras. El muro más inaccesible era el de la muralla de poniente, que se alzaba sobre un talud tajado.

El pastor proponía guiar a una patrulla hasta un portillo secreto, al que se accedía a través de un angosto tajo, por donde el alcaide, don Gonzalo Arias de Saavedra, solía abandonar la ciudadela de forma clandestina. Amparados por la oscuridad de la noche, varios hombres ágiles y fuertes, podrían introducirse en el recinto amurallado, sorprender a los centinelas y abrir la única puerta de la que disponía la villa.

El sultán dio por bueno el plan y se decidió ponerlo en práctica al oscurecer.

Umar ibn Sadûm y Walid ibn Muza, dos capitanes de probado valor y destreza, acompañados cada uno por tres escaladores de su plena confianza, fueron los elegidos.

La noche era negra y desapacible. Abu-l-Hasan ordenó levantar el campamento y acercarse sigilosamente, hasta las faldas del peñasco. Nada se oía, sino el mugir del viento y el azote de la lluvia. Los habitantes de la villa parecían dormir, agotados por los festejos de la Navidad. En el castillo reinaba la tranquilidad, los centinelas y los escuchas estaban más preocupados por protegerse de las inclemencias del tiempo que por vigilar un campo, donde la oscuridad y la furia del viento les impedía ver u oír algo. Guiados por el pastor, los dos capitanes y los escaladores se arrastraron sobre el suelo hasta llegar al pie de las murallas. Poco después, desaparecieron por una pendiente.

Con la vista puesta en la fortaleza, la caballería del emir esperaba expectante la señal de los escaladores. De pronto, entre las sombras de la noche, emergió el pastor. Ante nuestra alarma, él nos tranquilizó. Todo iba bien y habían llegado sin contratiempo al lugar indicado, mas los hombres elegidos eran demasiado corpulentos para introducirse por un tragaluz, que servía de respiradero al pasadizo, desde el cual se podía descorrer el cerrojo del portillo. De inmediato se presentó voluntario mi amigo Alí; que con su diminuto cuerpo y su agilidad felina parecía el hombre indicado para aquella misión. Todos le deseamos suerte y Ahmed al-Zegrí le despidió con un abrazo. Después, partió con el guía y yo les seguí con la vista hasta que se los tragó la negrura de la noche.

Larga y tensa fue la espera, la lluvia nos resbalaba por el rostro y el frío nos atenazaba los músculos. Mientras, unas sombras se deslizaban en el interior de la ciudadela y cuando el primer centinela sorprendido intentó dar la alarma, un cuchillo le rebanó el cuello ahogando su grito. Uno a uno fueron degollados los vigías. Los escaladores tomaron posiciones en la torre de la puerta de la ciudadela, pasando a cuchillo a los confiados y somnolientos centinelas. Las puertas crujieron entre el ruidoso chirriar de los goznes, y el portón del recinto amurallado se abrió de par en par. Un silbido estridente cruzó la noche y Ahmed al-Zegrí al frente de sus hombres inició el ataque. Los mercenarios, estimulados con la perspectiva de un cuantioso botín, penetraron en la villa a sangre y fuego. Cuando los soldados que dormían oyeron el estruendo de la caballería granadina, acudieron prestos a sus armas, mas los gomeres, mezclados en las sombras de la noche, subieron al castillo y sin darles tiempo a organizar su defensa, se precipitaron sobre los aturdidos cristianos, causando una gran carnicería. Detrás de la carga de los jinetes beréberes, Abu-l-Hasan y su lugarteniente Ridwan Venegas entraron en Zahara con sus escoltas. Una oscuridad densa se extendía por toda la villa. La silueta de un soldado, espada en mano, apareció sobre un adarve seguida de una figura tocada de un turbante, que le atacó por detrás asiéndole el cuello con una mano y clavándole un puñal en el corazón con la otra. El cuerpo se retorció entre los brazos del atacante, que lo dejó caer desde la muralla.

De repente, comenzaron a arder algunas casas. Las maderas crepitaban bajo la pertinaz lluvia. En la lúgubre penumbra, las llamas lanzaban resplandores siniestros sobre el cielo plomizo. La tropa se entregó al pillaje. Los africanos, de sangre caliente, buscaban ansiosamente a las mujeres. A mi alrededor sonaban los gritos de los soldados y los alaridos de las víctimas. Observé cómo los vecinos de la villa, con las ropas de dormir, abandonaban sus casas despavoridos y subían enloquecidos por las empinadas callejuelas en busca de refugio en la fortaleza, mas los mercenarios de al-Zegrí les cortaban el paso y los pasaban a cuchillo. El débil resplandor en los ventanales de la iglesia atrajo mi atención. Las pesadas puertas del templo se encontraban sobre el pavimento con las bisagras arrancadas. Crucé el umbral del santuario, y tras una nube de polvo vislumbré el fulgor oscilante de las velas que alumbraban el retablo de tonalidades doradas. Bajo las bóvedas resonaban las voces de los soldados. Sobre el suelo, aparecían esparcidas las imágenes caídas y astilladas. Oí a los hombres de al-Zegrí gritando en su lengua beréber, reían y bromeaban mientras despojaban al templo de sus tesoros. Algunos se vestían con las ricas capas, bordadas de oro, que los sacerdotes cristianos utilizan en sus ceremonias.

Las primeras luces del alba, dejaron ver la magnitud de la masacre. Abu-l-Hasan se mostró horrorizado y ordenó parar la matanza. Las estrechas escalinatas de las calles de Zahara aparecían sembradas de cadáveres de hombres, mujeres y niños. Los mercenarios de al-Zegrí se habían excedido y el sultán lamentó con aflicción la mortandad de la población civil.

En la plazuela, delante de la iglesia, rodeada de las humeantes ruinas de las casas circundantes, fueron agrupados los supervivientes. Transidos de frío se apiñaban ancianos, mujeres y niños medio desnudos, salpicados de sangre y ceniza. En sus rostros se reflejaba el terror de aquella noche trágica y muchos de nosotros nos sentimos conmovidos. Abu-l-Hasan ordenó que proporcionaran ropas y alifafes a los más desprotegidos, y se tratase con el máximo respeto a todos los cautivos.

Dejando 150 hombres para su defensa, el sultán abandonó Zahara camino de Medina Runda.

La noticia de la conquista de Zahara se extendió con rapidez, y los habitantes de Ronda se engalanaron para aclamar al victorioso emir, que les libró del enemigo que tanta ruina les había causado. A las puertas de Medina Runda, una multitud nos recibió entusiasmada, lanzándonos flores y vitoreando al emir:

—¡Que la bendición de Altísimo caiga sobre nuestro señor Abul-Hasan Alí, el Victorioso! —gritaba el pueblo alborozado. El alcaide Ibrahim ibn al-Haqím nos agasajó en su palacio y ordenó enviar palomas mensajeras a Granada con la noticia de la victoria.

Cuando desde lo alto de un torreón, dirigí mi vista a las colosales rocas calizas que sustentaban las murallas sobre un profundo abismo, pensé que no había otra ciudad semejante en el mundo. El alcaide declaró tres días de fiesta y desde la mañana a la noche, panderos, laudes, tamboriles y dulzainas amenizaban los juegos y danzas de la población. En las plazas, en torno a las mezquitas, mercaderes, alfaquíes y mendigos, gentes de toda condición se mezclaban alegremente disfrutando de los manjares y diversiones de los festejos. Cantos, risas y gritos de júbilo llenaron la medina de una alegría contagiosa. Aunque, entre el tumulto, no faltaron las disputas y las peleas. Lo que vino a demostrar cuán verdad era lo que se decía de los rondeños: son ingeniosos, alegres, amantes de la música y la danza, mas también orgullosos, valientes y no exentos de cierta bravuconería y genio violento; de tal manera que hay un dicho popular que reza: «en Ronda no hay fiesta sin reyerta».

Antes de partir, el sultán nombró a Ahmed al-Zegrí walí de Ronda con plenos poderes sobre la comarca de la frontera occidental y el encargo de que ante la posible represalia que los cristianos pudieran tomar contra Zahara, acudir en su defensa. Este nombramiento contrarió enormemente al alcaide, que veía cómo un gobernador nombrado personalmente por el sultán, le hacía perder poder e influencia en una ciudad en la que los Banu al-Haqím habían gobernado desde hacía muchos años con poder absoluto.

El emir consideró que los aguerridos hombres de al-Zegrí eran la fuerza adecuada para defender la agreste frontera de Ronda. Los esforzados beréberes eran hábiles en tender trampas y emboscadas, jinetes sagaces que gustaban de hostilizar al enemigo con cabalgadas e incursiones audaces.

El regreso triunfal a Granada estuvo jalonado por cientos de campesinos que, a ambos lados del camino, vitoreaban el paso de la comitiva y nos ofrecían toda clase de regalos: cestos de frutas y almendras, gallinas, leche y miel.

En la Vega, salió a nuestro encuentro un mensajero de la Alhambra, que traía una grata noticia para el sultán. Zoraya le había dado un nuevo hijo varón, al que se le impondría el nombre de Nasr.

Una multitud vociferante se apiñaba delante de Bab Ilbira. Tras cruzar el arco de la puerta de la ciudad, observamos las calles atestadas de gente entusiasmada aclamando al emir. Mezclados en una muchedumbre ruidosa destacaban los alfareros y tejeros levantando sus manos cubiertas de barro, también los tintoreros con sus rostros manchados de tintes, los curtidores, los silleros, los caldereros, los rudos leñadores. Todos se apiñaban a ambos lados de la calle dejando paso a la comitiva y gritando loas al Emir de los Creyentes. En el barrio de los Zanatas, retumbaban los tambores de fiesta. La población del Albaycín bajó en tropel, hasta el puente al-Tay, para aclamar a su soberano. Unos pasos delante de mí, observé las anchas espaldas del sultán cubiertas por su amplia capa grana, que marchaba a la cabeza de la tropa. Abu-l-Hasan levantaba su mano derecha saludando al pueblo y su figura esbelta y bizarra evocaba la de los míticos guerreros, que conquistaron medio mundo para el Islam.

El viernes se celebró una ceremonia oficial en la mezquita real de la Alhambra, a la que asistió el sultán y toda la nobleza. Causó cierta curiosidad, la presencia del príncipe heredero Abu Abd Allah, que ya contaba 19 años, alto, delgado, de carácter reservado. Se dice de él que no ha heredado el temperamento enérgico de su madre ni el genio guerrero de su padre, y sí el carácter bondadoso y pacífico de su abuelo Saad.

Antes del rezo de la plegaria, Abu-l-Hasan escuchó complacido el vibrante sermón del Qadí al-Yama'a que terminó con estas palabras: «¡Gloria a Allah, el Único y Grande que ha concedido al Islam esta victoria! ¡Honor a los soldados que, en su nombre, han reconquistado Zahara! y ¡Largos años de vida a nuestro Señor, el Emir de los Creyentes Abu-l-Hasan Alí ibn Saad al-Muyahid que ha devuelto la dignidad a este pueblo tantas veces humillado!». Mas los días de gloria pasaron y una calma tensa invadió Granada. Los granadinos miraban al cielo y solo veían el nubarrón amenazante de la guerra. Todos temíamos la reacción de los cristianos por lo de Zahara. Los santones hacían predicciones terribles, augurando que la sangre y las ruinas de Zahara caerían sobre nuestras cabezas; y que la fanática reina de Castilla llamaría a la Guerra Santa contra los musulmanes y su venganza sería terrible. El desasosiego del pueblo se contagió a los altos funcionarios de la Corte, y éstos aconsejaron al sultán despachara emisarios pidiendo ayuda a los emires de Fez y Tremecén.

El bullicioso pueblo de Granada, se tornó taciturno ante la incertidumbre de un futuro que se adivinaba pleno de fatídicos presagios. Nadie se aventuraba a salir de la ciudad. En aquel crudo invierno apareció el temible fantasma del hambre. Durante días sopló un viento gélido que heló los campos. Las bajas temperaturas mantenían la nieve endurecida sobre los caminos, y de las ramas de los árboles frutales colgaban afilados carámbanos. La caza, siempre abundante en esta tierra, comenzó a escasear; tanto los animales de montería como los de madriguera perecían de inanición o debilitados por la falta de alimento eran presa fácil de los lobos. Las calles aparecían semidesérticas, y en los zocos solo los más afortunados podían adquirir productos a unos precios desorbitados.

Al extinguirse la luz del día, las familias se recluían en torno al fuego del hogar para conjurar el miedo y los malos augurios. Las noches se poblaban de sombras misteriosas y desde los adarves de las murallas nos llegaban las voces de alerta de los centinelas vigilando a un enemigo, que se presentía ávido de sangre acechando en la oscuridad.

En aquel invierno maldito, la desgracia se abatió sobre mi familia. Mi anciana madre no consiguió superar el dolor que le causó la pérdida de Layla. Y su vida, debilitada por los años, se apagó suavemente, como la llama de una lámpara sin aceite. Casi al mismo tiempo, mi esposa Maryam enfermó de un mal terrible, que le producía fiebre y un dolor intenso en el pecho que le impedía respirar. Zubayda, solícita, no se apartaba de su lado, preparando compresas frías para mitigar la calentura, y leche de cabra caliente mezclada con aceite de almendras para aliviar la expectoración. El tiempo había cerrado la brecha, que la rivalidad por ser madres había abierto entre ambas y poco a poco el recelo dio paso a la complicidad y a una relación solidaria entre ellas. Los hijos de Zubayda gozaban del cariño de Maryam, quién volcó en los pequeños Zahir y Ahmed todos sus anhelos maternales. Cuando la felicidad parecía completa, los genios envidiosos y malignos, ¡que Allah confunda!, llenaron mi casa con las hieles de la amargura y el dolor.

Los accesos de tos que sufría Maryam, se producían cada vez con más frecuencia. Sus ojos enrojecidos y llorosos, sus labios resecos y su frente febril perlada de sudor, nos conmovían. Una noche, con la voz entre cortada y el pecho tembloroso, Maryam pidió una jofaina sobre la que arrojó un esputo sanguinolento. Asustado, pedí ayuda Samuel ibn Yehudah.

El médico judío vino a mi casa a visitarla y prescribió inhalaciones de tomillo silvestre para limpiar las vías respiratorias y calmar la tos. Y para combatir las flemas, compuso un bebedizo de resina arábiga mezclada con miel.

Los remedios de Ibn Yehudah ayudaron durante un tiempo, y Maryam experimentó cierta mejoría, mas de pronto el mal se agravó y asistimos impotentes al final de sus días. Mi alma estaba herida y mi cuerpo cansado por las continuas noches de insomnio. Una tarde, cuando el sol comenzó a hundirse tras la muralla de la Vieja Alcazaba, supe que su fin había llegado, su rostro macilento pareció recobrar vida y de su boca entreabierta salió un profundo suspiro. Temblando me incliné sobre su rostro y sus mejillas me devolvieron el frío glacial de la muerte. Zubayda y otras mujeres me obligaron a salir del aposento, mientras ellas lavaban el cadáver. Cuando regresé a la sala donde habían colocado el cuerpo de Maryam, envuelto en un lienzo blanco, contemplé por última vez su rostro sereno que parecía sonreír y sus negrísimos cabellos esparcidos sobre los hombros impregnados de atr, el perfume de los muertos.