Al concluir la tregua, los guerreros beréberes estaban ávidos de pelea. Aquellos hombres entregados al ejercicio de las armas contra el infiel, a duras penas soportaban el tiempo de armisticio que les privaba del deleite de cabalgar por los azarosos territorios de la frontera, donde ganaban fama y fortuna.
A petición de sus generales, Abu-l-Hasan destacó una fuerte columna de caballería, al mando de bizarros caudillos, para que realizaran una operación de castigo, en la comarca de la odiada Orden de Calatrava.
El Conde de Cabra, aliado del sultán, facilitó el paso de la tropa granadina por Alcaudete. Los jinetes africanos cayeron por sorpresa sobre las villas de Santiago y la Higuera, capturando un rico botín de acémilas y ganado. Entraron a sangre y fuego en los términos de Porcuna y Martos, saqueando iglesias y monasterios, apoderándose de gran cantidad de objetos religiosos de oro y plata. Victoriosos y altivos volvieron a Granada, exhibiendo como trofeo a más de cuatrocientos cautivos, ganado y recuaje, así como un rico tesoro en metales preciosos.
La respuesta de los cristianos no tardó en llegar. El aguerrido Rodrigo Ponce de León, al frente de su hueste, tomó por sorpresa la estratégica villa de Cardela.
En Granada causó gran conmoción la pérdida de aquella fortaleza, considerada la avanzada del reino, ante cuyas murallas siempre habían fracasado los innumerables intentos que los rumis hicieran por poseerla. Pronto se formó un numeroso contingente de voluntarios que, con más entusiasmo que orden, se apresuraron a partir alegremente a la reconquista de Cardela. La expedición fue un fracaso. Más de la mitad de los hombres perdió la vida a manos de los cristianos, quienes pusieron en fuga a los supervivientes, que regresaron a Granada llenos de vergüenza y oprobio.
Abu-l-Hasan prometió venganza y se aprestó de inmediato a reunir su tropa para recuperar Cardela.
Cuando al mando de su ejército, el sultán estuvo ante la ciudad, comprobó que los cristianos habían construido matacanes de madera en las almenas y reforzaron las murallas con grandes piedras y argamasa. Los defensores, bien abastecidos de víveres y municiones, se asomaban desafiantes por el torreón de la fortaleza, armados hasta los dientes. Sin arredrarse ante tales obstáculos, Abu-l-Hasan ordenó el asalto de la ciudadela. Las campanas, que los cristianos habían colgado en el alminar de la mezquita, tocaron a rebato y una nube de dardos, bolas de fuego y piedras cayó sobre los asaltantes. Para cubrir a éstos del fuego enemigo, nuestros arqueros tensaron con sus pies los formidables arcos de largo alcance lanzando, con gran destreza, una andanada de flechas incendiarias.
Ahmed al-Zegri, a la cabeza de sus gomeres, logró llegar hasta las puertas de la villa y las prendió fuego. Los temibles guerreros africanos rompieron las defensas y penetraron en la ciudadela, sembrando el pánico entre sus habitantes. En medio de lamentos horrorosos y confuso griterío, algunos cristianos se arrojaban desde las almenas huyendo de los afilados aceros de los gomeres; otros se refugiaron en la fortaleza. Allí resistieron deforma heroica. Tras varios días de agotadora lucha, rodeados de enemigos y con su alcaide herido, los cristianos izaron la bandera de parlamento. Bernal Díaz, alcaide de la plaza, pidió se respetase la vida de sus soldados a cambio de la rendición. Abu-l-Hasan, magnánimo, aceptó el trato y dejó en libertad a aquellos hombres, que tan bravamente habían luchado.
El pendón de Granada volvía a ondear sobre los baluartes conquistados. La mezquita fue desposeída de todos los símbolos del culto cristiano, y el emir presidió en ella una oración de acción de gracias. Satisfecho, el sultán alzó sus reales y, cargado con las campanas de Cardela, entró triunfante en Granada.
Los éxitos militares se sucedían sin parar, Cieza, Villacarrillo, las tierras de Murcia, Jaén y la comarca de Antequera fueron testigos de las victoriosas cabalgadas de los jinetes granadinos. Abul-Hasan está en el cénit de su esplendor. Granada florece próspera. Las arcas del estado están repletas de los tesoros obtenidos en las conquistas. El espíritu del Islam se cumple. Los castillos se fortalecen y se amplían las fronteras. Después de mucho tiempo, un príncipe andalusí es temido y respetado por los reyes cristianos.
Abu-l-Hasan, altivo y orgulloso, quiso mostrar su poderío con una gran Parada militar en la explana de la al-Musara, como jamás se había visto. El sultán ordenó que siete mil jinetes y cincuenta mil infantes desfilaran, luciendo sus mejores galas, ante él y su pueblo así como de las representaciones extranjeras acreditadas en Granada.
Con aquella demostración de fuerza, el sultán pretendía infundir temor a sus enemigos y justificar ante sus súbditos los elevados impuestos que padecían.
Delante de Bab al-Godor se levantó un lujoso pabellón, desde el cual el emir y los nobles pudiesen presenciar el desfile. Convocados a participar en la Parada militar, llegaron los principales caballeros del reino con sus huestes, sobre corceles bellamente paramentados. Sobresalían por el lujo y esplendor de sus armas los señores de la comarca de Grazalema y la Axarquía, así como los de la Almijara y el valle del Almanzora luciendo bruñidas armaduras y primorosas espadas con pomos de marfil y esmaltes dorados e inscripciones coránicas gravadas sobre las afiladas hojas de doble filo, y portando bellas rodelas con incrustaciones de oro, plata y lapislázuli.
El décimo noveno día del mes de Zul-Hijja del año 882 de la Hégira (24 de marzo de 1478), amaneció bajo un cielo limpio y brillante. Era el principio de la primavera, mas el sol calentaba con la fuerza del estío. Desde muy temprano, los granadinos acudieron a la colina de la Sabiqa desde todos los puntos de la ciudad. Los más madrugadores se aseguraron un buen sitio junto a la explanada de la al-Musara. Provistos de vituallas, se aposentaron bajo los árboles y, a fin de hacer más llevadera la espera del comienzo del desfile, organizaron alegres zambras acompañándose de laudes, panderetas y caramillos. Poco a poco, los alrededores de la explanada se vieron abarrotados de espectadores. Algunos muchachos se habían encaramado a los árboles. La gente comía, bebía, cantaba y reía. El sol picaba fuerte y los aguadores hacían buen negocio.
Cuando una apretada comitiva, compuesta por miembros de la nobleza, se aproximó a la tribuna y el emir apareció sobre el estrado, estalló una explosión de júbilo entre la multitud. Yo formaba parte del séquito del visir Venegas y su hermano Ridwan, a quien escoltamos hasta el lugar de honor.
Los rayos del sol se filtraban a través del pabellón real esparciendo en el interior de la tienda una luz dorada que envolvía al sultán y a los nobles. Echados sobre almohadones de seda, el emir y sus invitados se dispusieron a contemplar el desfile, entre bandejas de plata repujada colmadas de pasteles confitados y copas de cristal conteniendo zumo de naranja y jarabe de fresas enfriados con nieve traída, a lomos de acémilas, desde las Montañas del Sol.
La guardia palatina, con las enseñas rojas de los al-Ahmar flameando sobre un mar de lanzas, rodeó el pabellón real entre los vítores de la multitud. Las mujeres alentaban a los guerreros africanos con canciones y gritos beréberes.
En los cobertizos, a la entrada de la explanada, encontré a mi amigo Alí ocupado en mantener tranquilos y limpios a los corceles, bellamente enjaezados, hasta que llegara el momento de su participación en la gran Parada. Mas los caballos se mostraban extrañamente excitados y Alí parecía contagiado del nerviosismo de los animales. Su rostro, por lo común alegre, mostraba un gesto severo. Cuando me acerqué a él, me comentó preocupado:
—Si Dios no lo remedia, esto no acabará bien.
—¿Qué quieres decir? —repuse intrigado.
Con el dedo índice me señaló la montaña.
—Mira allí —sobre las cumbres de la sierra asomaba una nube blanca, que semejaba la cabeza de un gigante—. Si Allah no hace girar el viento, esa nube desatará la furia del infierno sobre nosotros.
Aunque sabedor del conocimiento que Alí poseía sobre los fenómenos de la naturaleza, su predicción me pareció exagerada. Nada hacía presagiar que ocurriría algo semejante. El sol brillaba radiante y un cielo sereno se extendía hasta el infinito, como un inmenso tapiz azul.
La Gran Parada dio comienzo. La muchedumbre rugió de entusiasmo, cuando irrumpieron en la explanada los atabaleros, a cuyo ritmo de tambor desfilaba el primer contingente de infantes. Los resistentes hombres de a pie portaban largas lanzas e iban provistos de pesadas rodelas reforzadas de hierro; se protegían la cabeza con un capuchón de mallas cubierto por un turbante rojo. Les seguían los ballesteros, los hacheros y azadoneros. La infantería andalusí, con su paso bizarro, fue aclamada con frenesí. Ante los ojos asombrados de los granadinos, fueron pasando aquellos valientes guerreros, armados de afilados dardos, ballestas, azagayas y alfanjes, dispuestos a luchar por el Islam y Granada. Después que pasaron los cincuenta mil infantes se hizo un receso para almorzar.
A primera hora de la tarde, se reanudó el desfile. Y entró en escena la caballería: siete mil caballeros armados a la «jineta», con corazas cortas, cascos dorados, sillas árabes, adargas arqueadas de cuero de buey, lanza corta y estribo alto.
Primero desfilaron los representantes de las tribus árabes: qaysíes, ansaris, yemeníes y gassaníes, altivos y orgullosos de pertenecer a las antiguas familias descendientes de los compañeros del Profeta. A continuación, los africanos provenientes de las tribus: tinganiyya, ziyaníes y ajisiyya. Un contingente de arqueros sinhayíes, a lomos de camellos, despertó la curiosidad y el entusiasmo de los granadinos.
Montados sobre briosos caballos blancos, con paso majestuoso, pasaron los arrogantes zanatas, de elevada estatura y porte bizarro, metidos en sus corazas plateadas y sus picudos cascos de acero, semejantes a gigantes de hierro. Después, los gomeres, menos corpulentos, aunque más ágiles, protegidos de petos de cuero, cubiertos con almófares y cascos cónicos, de mirada ardiente y fiera, blandiendo sus lanzas de roble delgadas y mortíferas. Y los temibles gusat o voluntarios de la fe, con sus ropajes negros, ceñidos por anchos cinturones tachonados de clavos de plata de los que pendían afilados cuchillos, y empuñando resistentes adargas de piel de antílope sahariano.
Al aparecer en la explanada los jinetes andalusíes, los granadinos vitorearon a sus paisanos con ardor. Fue en ese momento cuando el sol se apagó. Todas las miradas se dirigieron al cielo. Con horror contemplamos una gran nube negra que cubría el firmamento, sumiendo en la oscuridad el campo de la Sabiqa. Todo sucedió con una rapidez inusitada. Los pájaros huyeron exhalando gritos lastimeros. Los caballos, puestos de manos, lanzaban relinchos salvajes. Los jinetes se veían impotentes para dominar a sus monturas, y eran arrojados de sus sillas por las bestias desbocadas.
En las entrañas de un denso nubarrón reventó la tempestad, y un viento huracanado, con la fuerza de un titán, destrozó la tienda real. Un estruendo sobrecogedor retumbó en el valle, y una culebra de fuego se desprendió de las negruzcas nubes y se enroscó en las torres de la Alhambra. Entre ensordecedores truenos y rayos que desgarraban el cielo, una tromba de agua y granizo se precipitó sobre nosotros.
La guardia palatina ayudó al emir y a los nobles a huir de aquel infierno por la puerta de los Aljibes.
En la al-Musara reinaba el caos. Los soldados poseídos por un terror supersticioso que no podían contener, corrían despavoridos y temblorosos de un lugar a otro, buscando un sitio donde guarecerse. En medio de un ruido espantoso y gritos desgarradores, los más débiles, eran arrollados por una muchedumbre enloquecida, donde algunos, para abrirse camino, no dudaron en utilizar el cuchillo.
Gracias a Allah Misericordioso, entre el tumulto, encontré a Rashid que haciendo valer su enorme fuerza y su poderosa envergadura se abría paso, quitándose de en medio cuanto se le ponía en el camino, hasta llegar a los establos donde habíamos dejado nuestras cabalgaduras. Bajo la tenue techumbre del cobertizo, contemplamos sobrecogidos cómo la terrible tempestad descargaba incesantes torrentes de agua que desbordaban la explanada y se precipitaban por el barranco de la Sabiqa.
Comenzaba a anochecer y la tormenta parecía perder fuerza, cuando escoltamos al visir y a su hermano hasta su palacio. Al cruzar al-Qantara al-Qadí, vimos con espanto que varios árboles, arrancados de cuajo, taponaban el puente formando una presa. En la parte baja de la medina, las gentes huían despavoridas de las mugientes aguas del río desbordado. Por las empinadas y tortuosas calles del Rabad al-Bayyazín, irrumpían aluviones de agua arrastrando piedras y barro. Las mujeres y los niños lloraban presos del miedo, y los hombres, con el rostro sombrío, observaban cómo cerezos, higueras y naranjos, abatidos por la furia de la avalancha, pasaban por delante de sus casas, arrastrados por la corriente.
Antes de que las tinieblas cayeran sobre el Albaycín, conseguí llegar a mi casa, empapado hasta los huesos. Encontré a mi madre llorando, mientras Maryam y Zubayda la consolaban con toda clase de atenciones y palabras de aliento. El motivo era que mi hermana Layla, en compañía de otras muchachas, había ido a la Sabiqa y no había regresado. Los pequeños Zahir y Ahmed, hijos de Zubayda, permanecían asustados en la cocina acurrucados junto al fuego. Maryam me comentó que alguien le había dicho a Layla que yo participaría en la Gran Parada, y ella no quería perderse, por nada del mundo, ver a su hermano desfilar ante el emir. Fue una noche cargada de incertidumbre y miedo, oyendo el silbido del viento y el quejido de la lluvia resbalando sobre las paredes. Quiso Allah que cesara la tempestad y las aguas retenidas que se habían salido de madre, inundando los barrios más próximos al río, rompieran varios puentes saliendo de la ciudad; lo que evitó que toda la medina quedara anegada.
Con las primeras luces del día, me llegué hasta la casa de mi hermano para comunicarle la noticia de la desaparición de Layla. Ahmed se hizo acompañar de varios sirvientes y todos juntos iniciamos la búsqueda de nuestra hermana. Las calles aparecían cubiertas de un lodo denso y viscoso. Sobre las aguas detenidas, yacían ramas desgajadas, ovejas y gallinas muertas, así como enseres domésticos destrozados. Bajo el fango, se agitaban animales irreconocibles. Cuando el sol comenzó a calentar, un olor sofocante convirtió los callejones en enormes letrinas. Una plaga de moscas azules revoloteaba sobre los cadáveres y su desagradable zumbido era interrumpido por los lamentos de quienes habían perdido su familia y sus casas en aquella tragedia. Con el corazón oprimido por la angustia, me acerqué a los cuerpos embarrados, que la corriente había arrastrado hasta el pie de las murallas de la Alcazaba Vieja; reconocí a algunos vecinos: al anciano Abu-lWalid el barbero, a Maliqa abrazada a sus dos hijos pequeños, a Abd-l-Aziz el alfarero. Mas ninguno de aquellos cadáveres era el de mi hermana.
Caminé poseído por la inquietud y la congoja por las calles de la medina. A la puerta de la alhóndiga de Ibn al-Muwalí, encontré a una muchacha que lloraba desconsolada sobre el cadáver de una mujer. Con un trozo de tela, la joven lavaba el rostro de la desventurada, adornado de tatuajes beréberes. Las ropas embarradas y rotas de la muchacha dejaban ver parte de sus encantos. El rasgado hiyab apenas cubría su larga cabellera negra. Era una de las prostitutas que solía merodear por la taberna del Rumi, en el barrio Mozárabe. La yariyya no cesaba de gritar: «¡Safiyya! ¡Safiyya! ¿qué haré sin ti? ¡Tú eras cuanto tenía! ¡Allah me ha castigado!». Me introduje por las angostas calles de la Alcaicería, donde los mercaderes se lamentaban a gritos de su desgracia. Sus tiendas estaban anegadas y habían perdido todas las ricas telas de brocado y cendal e innumerables fardos de seda de la India, Persia y China. Inclinados sobre el barrizal, los comerciantes recogían apenados aderezos de perlas, corpiños de terciopelo y broches de filigrana cubiertos de fango.
Crucé el campo de la Sabiqa sembrado de cadáveres. Allí solo había devastación, muerte, y un silencio lúgubre roto por los graznidos de las aves necrófagas. Los árboles caídos interferían los caminos y la vegetación ocultaba cuerpos desfigurados que comenzaban a descomponerse.
Regresé a mi casa descorazonado. Mi hermana Layla, como otras muchas víctimas de aquel terrible diluvio, desapareció para siempre. La tormenta nos la arrebató y ni siquiera nos dejó el consuelo de lavar su cuerpo y darle sepultura según el precepto del Corán. ¡Que Allah se apiade de ella!
Durante muchos días, los habitantes de Granada clamaron doloridos por la pérdida de sus familiares. Y cuando el pueblo, abrumado por la desdicha, más necesitaba del amparo y consuelo de sus gobernantes, éstos hicieron oídos sordos y se abandonaron a las diversiones y placeres que su rango les permitía. El sultán se ocultó en su palacio, solazándose con las delicias del harén y las fiestas que los cortesanos le organizaban.
En las mezquitas, los alfaquíes comenzaron a señalar al sultán como culpable de la catástrofe: «El engreído Abu-l-Hasan —decían— ensoberbecido por los éxitos militares, se ha olvidado de Allah y de la divisa de sus antepasados, que cuando alcanzaban la victoria, humildemente exclamaban: wa-lâ galiba illâ-Llah! (sólo Dios es vencedor). ¡Allah es Grande y ha mostrado su inmenso poder, el día de la gran Parada!».
Por aquellos días, la voz que más se escuchaba en toda la ciudad, desde el barrio del Albaycín hasta la plaza de Bab al-Ramla, era la del imán Muhammad ibn Abd al-Barr, que con sus vehementes discursos enardecía a la muchedumbre, acusando al sultán de ocupar demasiado tiempo en satisfacer los deseos de la concubina cristiana y abandonar al pueblo en su desgracia. El imán, alentado por sus fervientes seguidores, en un acto de osadía, se presentó a las puertas de la Alhambra al frente de un buen número de incondicionales, un día en el que el emir se disponía a celebrar una partida de caza. Cuando apareció Abu-lHasan sobre un precioso alazán, portando en su mano izquierda, enfundada en un guante de cuero, un magnífico halcón, Ibn Abd al-Barr le salió al paso y, con potente voz, comenzó a recriminarle el no prestar oídos a un pueblo que gemía y lloraba su desgracia.
—Los creyentes —proclamó el imán— se escandalizan de pagar altos tributos destinados a sufragar las fiestas de la Alhambra, mientras el pueblo está de luto.
El sultán, sorprendido, quedó mudo. La guardia aprehendió al provocador. En medio de un gran silencio, el capitán de la guardia con la espada desenvainada esperó órdenes. Abu-l-Hasan con voz profunda ordenó:
—Dejadle libre.
Entre exclamaciones de incredulidad por parte de cuantos presenciaron la escena, el imán y sus seguidores abandonaron el lugar con la mirada desafiante.
Aquel suceso envalentonó aún más a Ibn Abd al-Barr, que lo tomó como una prueba de debilidad del sultán, reanudando sus incendiarias proclamas por toda la ciudad.
—El emir ha hecho oídos sordos a mis palabras, que están inspiradas en el Libro Santo —clamaba Ibn Abd al-Barr con voz vibrante—. Abu-l-Hasan entregado a los placeres del harén, ha dejado el gobierno del país en manos de sus favoritos. Sus oídos solo oyen los consejos de los renegados y su voluntad está dominada por los caprichos de la concubina cristiana. En la Alhambra, la música de las zambras no deja oír la voz del almuédano. En las fiestas de la Corte el vino corre a raudales y los nobles se entregan al desenfreno, emulando a las rameras y compitiendo con las concubinas por atraerse los favores de un sultán envilecido. Fue tal la agitación que las palabras del imán producían entre el pueblo, y de tal manera se acrecentaba el tumulto popular, que el emir, advertido por sus consejeros de que Ibn Abd al-Barr era un agitador al servicio de Fâtîma la Horra, decidió cortar de raíz lo que amenazaba con convertirse en una rebelión.
Abu-l-Hasan mandó un emisario al imán y le invitó a subir a la Alhambra con sus principales seguidores, a fin de oír sus sabios consejos y convenir la manera de dar satisfacción a sus deseos, puesto que les consideraba hombres piadosos, versados en leyes y mensajeros del pueblo.
Apenas el imán y sus acompañantes pisaron el umbral del Palacio, fueron apresados y decapitados. Sus cuerpos fueron arrojados a la fosa del muladar y sus cráneos, clavados en picas, izados sobre las almenas de la torre de las Cabezas, a la vista del pueblo, para escarmiento de los rebeldes.