Fâtîma la horra y zoraya la rumiyya

A primera hora del día, cuando la deslumbrante luz de la mañana inundaba los patios, pugnando por penetrar en las alcobas a través de los ajimeces del harén, las concubinas se dirigían al hammam.

Perfumes de néctar de jazmín, nenúfar y azahar; esencias de la India y Arabia, conseguidas a través de los eunucos que se enriquecían con los caprichos de las más coquetas, se escapaban por las celosías y claraboyas de los baños, llenando el aire de exquisitas fragancias. En la Sala del Reposo, cremas, afeites y toda clase de ungüentos aromáticos eran aplicados por las esclavas sobre los cuerpos desnudos de las concubinas.

En las estancias más recónditas quedaban las menstruantes, lejos de la mirada del sultán, soportando con dudosa resignación el periodo impuro.

Con la elocuencia de Sahrazad, Maryam me narraba cómo transcurría la vida en las cámaras íntimas del palacio. Gracias a sus detalladas descripciones, mis ojos podían ver a través de los suyos lo que acontecía en las estancias prohibidas de la Alhambra. Privilegio del que un hombre no castrado jamás podría gozar, ya que si algún desdichado burlaba la vigilancia de los eunucos y se introducía en el gineceo, el castigo que recibía era peor que la muerte: al infractor se le arrancaban los ojos y le cortaban la lengua; lo primero como castigo a su profanación y lo segundo para que no pudiese contar lo que sus ojos habían visto.

Maryam me desveló que aquel lugar, que yo tenía por voluptuoso y paradisiaco, era en realidad un nido de intrigas, celos y mezquindades; donde todos buscaban la obtención de prebendas a costa del desprestigio de sus adversarios.

La rivalidad entre las concubinas por disputarse los favores del sultán y alcanzar el rango de umm walad (princesa madre) no tenía límites; la falta de escrúpulos por eclipsar a las competidoras les llevaba a la insidia, la calumnia e incluso el asesinato. Muchas de ellas eran portadoras de venenos, sortilegios o hechizos que provocaban desfallecimientos inesperados o enfermedades incurables a la rival.

Sobre todos estos altercados gravitaba con todo su peso, el inmenso poder de la Sayyida, a quién nada quedaba fuera de su control y para ello contaba con la ayuda de Rayham, el taimado jefe de los eunucos, que la servía con fidelidad perruna.

La Sayyida, Fâtîma bint Muhammad la Horra, era una mujer hermosa de piel morena, de amplias caderas y rostro anguloso y enérgico; la boca grande y carnosa se fruncía en un rictus altivo; el abundante kohl alrededor de sus ojos acentuaba la dureza de su mirada y el fuego de sus pupilas amedrentaba y fascinaba a la vez. La Horra intuyó pronto que la pasión que despertaba en el sultán la cautiva de Martos, representaba un peligro mayor que el acostumbrado arrebato pasajero, que su esposo solía mostrar por una concubina recién llegada al harén. Rayham le había informado de que la rumiyya gozaba de privilegios impropios de una vulgar concubina. Poseía aposento privado y disponía de esclavas con dedicación exclusiva a su servicio, por órdenes directas del sultán. Los celos agriaron el carácter, ya de por sí fuerte y autoritario, de la Sayyida. Sus temidos ataques de ira se hicieron más frecuentes y terribles, sometiendo a castigos ejemplares a quien osaba contrariarla. Envuelta en velos de seda, dejando tras sí un intenso rastro de perfume de sándalo y al frente de una corte de siervas de probada lealtad, que la tenían informada de cuantos chismes corrían por el harén, Fâtîma la Horra recorría las estancias con paso enérgico, haciendo tintinear las numerosas pulseras de oro con que adornaba sus carnosos brazos, dando órdenes, hostigando a la servidumbre, buscando sorprender la negligencia de alguna esclava a la que hacía azotar sin piedad.

La cautiva cristiana se llamaba Isabel de Solís, mas el sultán eligió para ella el nombre de Zoraya. Se dice que, al verla por primera vez, Abu-l-Hasan exclamó: «¡Hoy mis ojos han visto al Lucero del Alba brillar en pleno día! Allah, ensalzado sea, ha querido que Zoraya, la estrella de la mañana, la más bella del firmamento, ilumine mi palacio».

Zoraya estaba rodeada de una servidumbre de doncellas y esclavas escogidas por el sultán, para que velaran por su seguridad y complacieran sus caprichos y deseos más ínfimos. Entre ellas, había varias cautivas cristianas que hablaban su lengua y que la acogieron con grandes muestras de cariño. Ellas se ocuparon de mostrarle las estancias reservadas del harén, divirtiéndose al oír pronunciar a Isabel los nombres árabes, que ellas ya dominaban. La magnificencia de la Alhambra impresionó sobremanera a la joven cristiana. El lujo de las estancias del palacio la hacían enmudecer de asombro. Sorprendida contemplaba cómo personajes, vestidos con fastuosos ropajes, se inclinaban en corteses reverencias a su paso. Tupidas alfombras de lana, con vistosos dibujos vegetales y geométricos en colores de indescriptible belleza, cubrían el pavimento de las salas. De los techos colgaban las yeserías de mocárabes goteando en forma de estalactitas doradas. Las paredes aparecían adornadas con versos de poetas andalusíes y preciosos bajorrelieves policromados. Y en los patios, el agua corría por canales de bruñido mármol, deslizándose por un bosque de columnas de alabastro, que desembocaban en bellísimas fuentes en forma de leones de cuyas fauces brotaba el líquido cristalino. Los jardines, rebosantes de flores y plantas aromáticas, estaban poblados de aves exóticas y, entre la maraña de rosales, arrayanes y mimosas, pájaros de plumaje multicolor cantaban en preciosas jaulas doradas.

El primer día de su estancia en Palacio, el dulce y melodioso sonido del laúd de Maryam fue el encargado de despertar a Zoraya del profundo sueño, propio de sus 16 años. La cautiva con los ojos aletargados se revolvió entre las sábanas y observó a través del transparente tul del baldaquino cómo varias esclavas, portando aguamaniles con agua de rosas, bandejas de frutas y pastelillos de queso y miel, irrumpían en su aposento y se postraban respetuosamente en torno a su cama. Un tanto desconcertada, la cristiana se sentó sobre el lecho cuando una doncella, de dulce rostro y mirada inteligente, se acercó a ella y la saludo en su lengua con estas palabras: «Tened confianza, mi señora. Sé cuán extraño resultará para vos esta nueva vida, mas yo estoy aquí para servios. Mi nombre es Qatr al-Nadâ (Gota de Rocío) y he sido elegida por nuestro señor, el sultán ¡qué Allah guarde!, para cuidar de vos y ayudaos en todo lo que preciséis».

Al oír estas palabras, el recelo se borró de su mirada y Qatr alNadâ pasó a presentarle a las siervas que formarían su séquito: Jalwa, la encargada del vestuario; Dhabyah, maestra de ceremonias, experta en las costumbres y el protocolo de la Corte; Un'm, su nombre significa delicia, y haciendo honor a él, aquella muchacha deliciosa, de rostro alegre y ojos risueños, se encargaría de divertirla con juegos, acertijos e historias legendarias que sabía narrar de forma magistral; Hind, cuyas prodigiosas manos dominaban el arte del masaje y el maquillaje; Umara, la maestra de árabe; y Ladda, la joven negra que, como fiel guardián, permanecería a su lado día y noche pendiente de todos sus deseos y necesidades.

El día señalado para hacer su presentación ante el sultán, Zoraya, guiada por sus doncellas, fue conducida al hammam. En la sala templada, le ofrecieron dátiles y agua con esencia de menta. Cuando las esclavas comenzaron a desvestirla, la cristiana cerró los ojos y se dejó hacer. De los braseros, ascendía una sutil fragancia de benjuí. Y la luz danzarina de una lámpara apenas iluminaba la estancia donde unas esclavas medio desnudas tendieron a la rumiyya y la rociaron con agua tibia. Tres mujeres comenzaron a darle masajes hasta adormecerla en la grata penumbra de la sala, donde solo se oía el murmullo del agua y las dulces notas del laúd. En aquel estado de somnolencia, manos expertas llevaron a cabo la depilación completa de todo el cuerpo, incluido el pubis. A continuación, pasaron al cuarto del agua caliente. Densos velos de vapor envolvieron los cuerpos sudorosos de las esclavas. Rayos de luz tornasolada caían en cascada desde la cúpula, a través de las claraboyas en forma de estrellas. Cuidadosamente, Zoraya fue sumergida en una pila de mármol cubierta de pétalos de rosas. Al salir del baño, su belleza deslumbraba. El agua chorreaba sobre su piel de nácar. Los hombros, redondos y proporcionados, aparecían semicubiertos por una melena oscura con reflejos dorados, derramándose sobre la espalda hasta el angosto talle. Las caderas se enmarcaban en dos curvas de armoniosas proporciones. Las esclavas se apresuraron a cubrir su cuerpo con un grueso albornoz y la acompañaron hasta la Sala del Reposo donde la sentaron sobre una alcatifa de terciopelo.

Hind, la ungió con aceite de nenufar y algalia de la India, aromatizó sus cabellos con esencia de cardamomo, iluminó la piel con albayalde y coloreó levemente sus mejillas con arrebol. Los ojos los sombreó con carbón de mirto y le pintó en las manos y los pies los signos de la suerte con alheña.

Poco después, se presentó Jalwa seguida de varias sirvientas portando en sus brazos vestidos, joyas y aderezos para que la cristiana eligiera el que fuera de su agrado. Escogió una túnica de seda turquesa de amplias mangas, bordada en oro, con botones de perlas. Y ciñó su talle con un ancho cinturón de pedrería. Al cuello se colgó una sarta de collares de coral y ámbar. Se calzó los pies con unos zapatos de tafilete bordados de tafetán verde. Sobre la cabeza, Hind le colocó un tocado compuesto de perlas y esmeraldas que cubría parte de la frente, y del que pendía una perla, en forma de lágrima, entre sus cejas. Cuando Qatr al-Nadâ le puso delante el espejo, la joven cristiana se vio tan bella que sus ojos se iluminaron con una sonrisa y en su rostro se disipó la tristeza de su cautiverio.

A continuación, Dhabyah le instruyó sobre las reglas que rigen el protocolo. Cuando, escoltada por los eunucos, se presentase ante el sultán, tendría que realizar las inclinaciones protocolarias, siempre con la mirada baja y una leve inclinación de cabeza para agradecer el regalo. El sultán solía ofrecer un presente a la concubina elegida y Umara le haría aprender las palabras árabes necesarias en esta clase de rituales.

Comenzó la ceremonia, y todo transcurría según lo previsto, cuando ocurrió algo inesperado. Apenas se habían cerrado las puertas de la sala, los eunucos salieron cuchicheando como viejas cotorras. Al parecer, el sultán había roto el protocolo y, sin esperar a que la concubina fuera presentada, Abu-l-Hasan se acercó a Zoraya y, en un gesto jamás visto, acarició la mejilla de la joven y poniéndole la mano bajo la barbilla la hizo mirarle a los ojos al tiempo que le musitaba palabras poéticas: «Cuando levantas la mirada —susurró el emir con ternura— las estrellas palidecen eclipsadas por el brillo de tus ojos y la nieve que corona las montañas envidian la blancura de tu piel. Los genios te han hecho tan bella, como los ángeles que acompañaron al Profeta en su místico viaje al paraíso».

El sultán ordenó a los eunucos que le dejasen a solas con la cautiva y mandó anular todas las audiencias hasta nueva orden. Después, ambos desaparecieron y no se les vio durante días. El visir andaba con el ceño fruncido, pues el emir se había despreocupado de los asuntos de gobierno y los documentos pendientes de firma se amontonaban en el Mexuar.

Un revuelo de comentarios y chismes penetró como una ráfaga de viento fresco en pleno estío en el mundo hermético del harén, y un susurro corrió de boca en boca por las estancias del palacio: «una bellísima cristiana había hechizado al sultán con sus encantos».

Al cabo de un tiempo, se les vio en el jardín del al-Arif.

Embelesados, ignorando al mundo, henchidos de felicidad, paseaban su dicha por el huerto de los naranjos, escuchando el murmullo del agua, perdiéndose en un denso jardín de helechos, adelfas y azaleas.

Se dice, que cada día el sultán regala a Zoraya una joya a cuál más bella, cubriendo sus brazos con ajorcas de oro y sus dedos con anillos de zafiros, rubíes y diamantes.

Cuando Rayham, tras una profunda reverencia, abandonó la sala privada de la Sayyida, las esclavas observaron amedrentadas cómo los ojos negros de la sultana desbordaban una furia que las hizo temblar. Su voluminoso cuerpo, apoyado sobre los mullidos almadraques, se agitaba inquieto. Sus puños se aferraban a los almohadones en un intento por contener la ira. Las esclavas estaban pendientes de que no faltasen en la bandeja los pasteles de almendra, que a la Sayyida le gustaba comer sin parar cuando su carácter estaba contrariado. Con la mirada perdida y los dientes apretados mascullaba sus pensamientos: «Aquel desgobierno no se podía tolerar. Había intentado varias veces hablar con el emir, mas éste no la recibía; y ahora Rayham le traía una noticia inquietante: «Zoraya estaba encinta».

Y no era lo peor verse postergada por una concubina. Si el fruto bastardo de aquella cópula resultaba ser un varón, podrían peligrar los derechos al trono de su hijo. La dinastía Nasrí no podía verse adulterada por el hijo de una rumiyya. Había que impedirlo a toda costa. Cuando un sultán se volvía incompetente o idiota, no había más remedio qué, por el bien del país, apartarlo del poder. Sabía que para sus planes, podía contar con sus fieles Abencerrajes y con el visir Ibn al-As'ar; por el contrario, tenía en su contra a los Legitimistas y por tanto a los Venegas, esa familia de renegados que, practicando la adulación, se habían adueñado de la voluntad del emir. Y como antiguos cristianos, no verían con malos ojos que en el trono de Granada se sentara el hijo de la rumiyya».

En el entorno de Zoraya comenzaron a ocurrir cosas extrañas. Umara, la maestra de árabe, enfermó repentinamente de cuartanas. Una mañana, en la que Jalwa se disponía a ordenar el vestuario, descubrió horrorizada una víbora en el baúl que contenía los vestidos de Zoraya. Un tiempo después, Dhabyah, al pisar un peldaño en el que alguien dejó caer unas gotas de aceite, la hizo resbalar por una escalera, rompiéndose una pierna. Mas cierto día, Maryam fue testigo del acontecimiento que llenó de horror a todo el harén, y cuyas consecuencias hicieron tambalearse al emirato. Hacía varios días que Zoraya acusaba de forma intensa las molestias del embarazo. La comida le producía náuseas. Las esclavas se esmeraban en servirle los mejores manjares, mas su estómago lo rechazaba todo, incluso el agua de menta. Una tarde en qué, como de costumbre, había rehusado, sin probarlos, todos los platos, una esclava le ofreció una bandeja de buñuelos de hojaldre rellenos de vainilla y nueces, su pastel preferido. Zoraya agradeció el gesto con una sonrisa, mas con la mano hizo un movimiento de rechazo. La favorita del sultán había adelgazado y se encontraba un tanto deprimida. Un'm, la narradora de cuentos, pidió a Maryam que tocase algo alegre para levantar el ánimo de la Señora y Qatr al-Nadâ, en un intento de animarla a comer, tomó un buñuelo y saboreándolo con glotonería exclamó: «¡Señora, está delicioso!». Apenas terminó de decir estas palabras, todos observaron con horror cómo, en un gesto desesperado, abría la boca para expulsar el bocado. Su rostro se desfiguró en una mueca horrible y se tornó pálido, y después adquirió un tono cerúleo. Su cuerpo se dobló y quedó tendido en el suelo entre terribles espasmos. Qatr al-Nadâ murió al instante.

A continuación se desató un tremendo alboroto, gritos, voces, carreras de eunucos y esclavas. Zoraya, muy pálida, fue sacada de la sala por los eunucos. Rayham, con voz estridente, comenzó a dar órdenes y a tomar decisiones para restaurar el orden. Arrestó a varias esclavas y las sometió a tortura.

Era evidente que el veneno iba destinado a Zoraya. Rayham era el máximo responsable de la seguridad del harén ante el emir y tendría que rendir cuentas de lo ocurrido descubriendo al culpable.

Todos los indicios apuntaban a la sultana, mas el jefe de los eunucos hizo todo lo posible para torcer la versión de los hechos a fin de salvar a la Sayyida y a sus cómplices, entre los que él se encontraba. Para ello era necesario deshacerse de los testigos. A Maryam se le retiró el salvoconducto que le permitía el acceso a Palacio y fue despedida. Rayham borró toda huella que pudiera involucrarle. Pero una esclava, que trabaja en las cocinas, se fue de la lengua más de lo conveniente. El astuto Rayham olió el peligro y para salvar su pellejo, traicionó a la Sayyida y se convirtió en el principal delator. El eunuco maniobró con habilidad y no sólo salvo el cuello, sino que salió reforzado, aumentando su influencia en la Corte. Mientras, en Granada se desataba una caza de hechiceras y envenenadoras. Las torturas surtieron efecto y las delaciones llenaron las mazmorras de sospechosos.

Fâtîma la Horra fue repudiada por el sultán y expulsada de la Alhambra, siendo recluida en el palacio de Dar al-Horra, en el barrio del Albaycín, donde los partidarios de la Sayyida se levantaron en armas.

Los Abencerrajes consideraron causa de guerra el ultraje que el sultán infirió a su legítima esposa, hija del gran Muhammad el Zurdo, y se declararon en rebeldía en Medina Malaqa, proclamando emir al hermano del sultán.

Las rebeliones del Albaycín y Málaga fueron ahogadas en un baño de sangre y el visir, que era el cabecilla, fue ejecutado; mas el escurridizo Rayham se ganó la voluntad del sultán y mantuvo su alto cargo de Fatâ al-Qebir.