La tregua

En el palacio de los Venegas se comentaba la llegada a la Alhambra de una embajada de Castilla, que tenía por objeto concertar un encuentro entre el rey cristiano y el emir.

Al parecer, al rey de Castilla le urgía la paz con Granada para emplear todas sus fuerzas en sofocar una rebelión de su nobleza. El sultán aceptó de buen grado el encuentro con el monarca cristiano y se mostró dispuesto a firmar una tregua entre iguales, sin pagar parias.

Don Enrique, rey de Castilla, había sentado sus reales en Sevilla, por lo que se acordó que el encuentro tuviera lugar en el valle del río Genil, en la frontera sevillana.

Abu-l-Hasan se vanagloriaba de que, después de mucho tiempo, Granada firmaría un armisticio sin tener que pagar tributo alguno; por lo que quiso presentarse ante el cristiano con gran pompa, escoltado por los aguerridos hombres de Ahmed al-Zegri y rodeado de la más alta nobleza: su primo el príncipe Yahya alNayyar, Sidi Ridwan Venegas y el jefe del partido Legitimista Abu Said ibn al-Amin. A su vez, todos estos grandes señores se hacían acompañar de sus escoltas y un buen número de sirvientes. Aunque el sultán entendía la lengua castellana, entre sus secretarios, incluyó al intérprete Mansur de León.

Antes de partir con la expedición, formando parte del séquito de Sidi Ridwan, encargué a mi hermano Ahmed visitar al tío de Maryam a fin de concertar el contrato de boda. Mi hermano se había casado con una rica viuda, mucho mayor que él, que le proporcionó cierta posición social. Ahmed, convertido en un acaudalado hombre de negocios, se prestó a ayudarme en la dote nupcial. El pueblo de Granada, siempre contento cuando se firmaba una tregua, nos dispensó una entusiasta despedida. A ambas orillas del río, se congregó una muchedumbre, que nos acompañó hasta las puertas de la medina, haciendo sonar panderos y tambores. Las banderas rojo-grana flameaban al viento en aquella mañana brumosa de otoño, cuando tomamos el camino de Loja. El suelo aparecía alfombrado de hojas secas y el aire soplaba cargado de humedad e impregnado del olor dulzón de los frutos sazonados. A nuestra derecha, se sucedían los picos grises de la sierra de Montefrío y frente a nosotros, pardos nubarrones asomaban amenazadores sobre montañas de granito.

El esplendor de la comitiva regia, ricamente enjaezada, despertaba la admiración de los habitantes de las poblaciones por donde pasábamos. Sobre todos, sobresalía la esbelta figura del emir, montando un soberbio caballo blanco, sobre una silla guarnecida de plata, vistiendo una marlota de Damasco y un albornoz de pelo de camello. A su derecha, cabalgaba el príncipe al-Nayyar y detrás los nobles y el séquito real. Los palafreneros, junto a los caballos de dobladura, cuidaban con esmero el regalo del sultán al rey de Castilla: dos sementales de sangre árabe enjaezados de terciopelo carmesí, con arzón de plata y arneses ornados de pedrería.

Detrás de los últimos jinetes, nos seguía un tropel de buscavidas: birleros, pícaros, prostitutas, sanadores y cartománticos.

Habíamos dejado atrás las tierras de Tayarat al-Yabat (Tájar), cuando, poco antes de ponerse el sol, rodeada por una sierra de tierra caliza y protegida por una muralla circular, emergió Medina Lauxa (Loja), cuna del sabio, historiador y poeta Abu Abd Allah Muhammad ibn al-Jatib, tan admirado por mi abuelo. Ibn al-Jatib describió la tierra donde nació con estas palabras: «Es risueña y de aspecto fascinador, posee un río de copiosa corriente con frondosas arboledas agitadas por la brisa y encantadores jardines y fuentes. En esta tierra se encuentran cuantas delicias se pueden apetecer, caza abundante, viñedos cuyos racimos de uvas adornan cual collares de oro los cuellos de las vides y hermosas mujeres que curan los males del corazón. Tantos son sus encantos, que los ojos del enemigo la contemplan con codicia».

El alcaide de Loja, el noble Alí al-Attar, nos recibió a las puertas de la ciudad, ofreciéndonos su hospitalidad. El emir y los nobles se aposentaron en la Alcazaba y la tropa fue alojada en diferentes casas de la ciudad.

Aquella noche, durante el banquete que Alí al-Attar ofreció al sultán, se concertó el casamiento del príncipe heredero Abu Abd Allah Muhammad con la hija del alcaide, la bella Umm Faray (Moraima).

Al día siguiente, partimos de Loja siguiendo el curso del río en dirección a poniente. Poco después, sobrevino una tormenta que anegó el camino. Durante toda la jornada, cayó agua sin cesar y la tropa empapada y hambrienta no hallaba lugar de acomodo para acampar. Al final de la tarde, cesó la lluvia e hicimos alto a orillas de un arroyo; algunos soldados lograron encender hogueras con leña seca que encontraron en el bosque, en las que asaron las viandas y pudimos secar nuestras ropas.

El tercer día de marcha, amaneció soleado y bordeando el guadi Xanili (Genil) nos dirigimos a la frontera.

En una planicie en la que el valle del río se ensanchaba entre dos bancales, divisamos el campamento cristiano. Medio centenar de jinetes, con los pendones de Castilla tremolando al viento, salieron a nuestro encuentro. De entre ellos, un pequeño grupo de caballeros se aproximó lentamente a nosotros. Un hombre, que montaba a la jineta un caballo rojo y vestía una yubba magrebí, echó pie a tierra y dio la bienvenida al emir. Se trataba del Condestable de Castilla, don Miguel Lucas de Iranzo. Después de los saludos pertinentes, precedidos de los abanderados, nos dirigimos al campamento; allí los soldados cristianos habían formado dos hileras por donde pasamos hasta la tienda real. Al punto apareció, rodeado de nobles y vasallos, el rey de Castilla. Don Enrique era de elevada estatura y se movía con cierta torpeza. Abu-l-Hasan desmontó e hizo ademán de besarle la mano, mas el castellano no lo permitió y con los brazos abiertos acogió al emir en un efusivo abrazo. El rostro del monarca quedó frente a nosotros apoyado sobre el hombro del emir. El rey cristiano era un hombre avejentado, al que se le adivinaba cierta apatía. De su ancho rostro colgaban, flácidas, las mejillas rosadas, y llamaba la atención su nariz aplastada. Bajo el sombrero de terciopelo verde le asomaban unos mechones de pelo rubio ceniciento. Sus ojos azules e inquietos escrutaban al sultán. Ambos debían de haber cambiado mucho desde que cazaran juntos en los bosques de Segovia, cuando el joven Abu-l-Hasan era rehén de los cristianos. Durante aquel tiempo, compartieron su gran afición por la caza, trabando una buena amistad. Don Enrique gustaba de los usos y costumbres árabes y en la Corte mantenía una guardia de mercenarios musulmanes, reclutados en Granada.

En la tienda del rey de Castilla, se celebró un banquete servido a los soberanos con boato y rigurosa etiqueta. Para el ágape, Abul-Hasan se cambió de vestimenta y lucía una túnica carmesí y una capa grana, cubriéndose con un turbante blanco. Por su parte don Enrique vestía un jubón acolchado de brocado cuyas mangas y cuello estaban ribeteadas de piel de marta cibelina, calzas de raso azul y un manto de terciopelo gris. Los nobles ejercían el ministerio áulico, ofreciendo los manjares a uno y otro soberano en fuentes de plata.

Concluido el banquete, se procedió a rubricar el tratado de paz que quedó redactado en estos términos:

«En el nombre de Dios, Clemente y Misericordioso. Sepan cuantos esta carta vieren y oyeren, que Nos, Abu-l-Hasan Alí ibn Saad, siervo de Allah, príncipe de los musulmanes y sultán de Granada, Málaga, Almería, Ronda, Loja, Guadix, Baza y todos sus términos, accedemos gustoso a concertar con Vos augusto soberano don Enrique IV Rey de Castilla, de León, Toledo, Galicia. Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén, del Algarbe, Señor de Vizcaya y la Molina, una paz basada en la sinceridad y en la lealtad, por dos años a partir de la fecha de este documento. En virtud del cual, haremos cesar los daños y correrías de que vuestras tierras y lugares pudieran ser objeto por parte de los nuestros, y no daremos ocasión ni permiso para que ningún vasallo nuestro los lleve a cabo, ni por tierra ni por mar.

Y Vos por vuestra parte, seréis igualmente fiel y leal, manteniendo una alianza de paz con Nos y haréis cesar los daños y depredaciones contra todos nuestros territorios y vasallos en la tierra y en el mar.

Accedemos, igualmente, a que vengan a nuestras tierras todos los que deseen comerciar en cualquier clase de mercancías. Se les permitirá exportar cuantos artículos deseen y obtendrán completa seguridad sus personas y sus bienes, sin más que satisfacer que los obligados derechos en las aduanas con arreglo a la costumbre.

Y así mismo, todos los mercaderes que desde nuestro país se dirijan al vuestro, gozarán de absoluta seguridad de sus personas y sus bienes; y les será permitido exportar de vuestro territorio toda clase de mercancías, sin añadir ningún nuevo impuesto a los ya establecidos.

Aquí terminan las condiciones y os damos nuestra promesa formal y firme de cumplirlas, siempre que Vos las cumpláis en la forma que se hace constar en este documento. A Dios ponemos por testigo entre Nos y Vos; a Él que es el mejor testigo.

Y para que así conste, ponemos nuestra firma y sello, en testimonio de que suscribimos las condiciones en él contenidas.

Escrito el décimo cuarto día del mes de Du-l-hiyya del año ochocientos setenta y cinco de la Hégira».

La firma del tratado de paz se celebró con una fiesta, donde los miembros de ambos séquitos confraternizaron, y en un ambiente alegre y cordial, el rey cristiano tomó un laúd y haciendo gala de su magnífica voz, nos deleitó con varias canciones.

Para el día siguiente, se acordó organizar una montería. Al amanecer, todo estaba dispuesto y la jornada se mostraba propicia para una gran cacería. El cielo limpio de nubes, permitía que un sol radiante iluminase los infinitos colores del otoño. El verde intenso de los pinos armonizaba con el oro cárdeno de los robles y entre los ocres del hayedo sobresalía el amarillo intenso de los chopos.

Cabalgando sobre arrogantes palafrenes, musulmanes y cristianos compitieron en destreza persiguiendo y alanceando jabalíes, lobos y venados. Un enorme jabalí, acosado por varios jinetes, se metió en el río. Para evitar su huida un joven montero cristiano, aligerándose de sus vestiduras, se arrojo al agua tras él, mas el animal se revolvió atacando a su perseguidor. Abu-l-Hasan, al observar el peligro que corría el muchacho, se adentró en las turbulentas aguas con su caballo, hasta mojar los estribos, alcanzando a la fiera con su lanza y rematándola con su espada. La acción del sultán fue celebrada con vítores por todos los que presenciamos la escena.

Al atardecer, varias decenas de piezas cobradas yacían inertes sobre la pradera. Tan pronto como oscureció, grandes hachones ardiendo por todas partes, iluminaron a una horda de hombres cubiertos de sangre y vísceras que desollaban y descuartizaban a los animales para ser asados en las hogueras.

La noche era hermosa y apacible; en los dos bandos se comió hasta el vómito. Con la panza llena comenzaron los cánticos y los gritos acompañados del sonido metálico de escudillas y calderos que los soldados hacían chocar entre sí, armando un gran alboroto. Para amenizar la pesada digestión, entre la soldadesca se inició una reñida competición de eructos y flatulencias, a cuál más sonoras, entre risotadas y canciones obscenas.

El vino hizo presa en los cristianos que apenas podían caminar, haciéndolo muchos a cuatro patas mientras cantaban maliciosas coplas en las que se mofaban de su rey, comparando los poderosos atributos de los sementales árabes, que el emir le había regalado, con la escasa potencia viril de don Enrique.

Se produjeron reyertas en las que resultaron varios heridos. Y el banquete pudo terminar en una batalla campal, por causa de unos soldados borrachos que profirieron insultos contra el Profeta, ¡con él sea la paz!, y mezclaron en las escudillas de la tropa granadina carne de jabalí, animal impuro para los musulmanes. Para evitar un baño de sangre, tuvo que intervenir la guardia del rey y del emir a fin de restablecer el orden entre los dos bandos. Mi amigo Alí, que había actuado activamente en imponer la paz entre los revoltosos, me propuso dar un paseo en aquella cálida noche de luna llena. Hacía ya algún tiempo que no nos veíamos y teníamos muchas cosas que contarnos. Caminando por la orilla del río, observamos cómo algunos hombres desaparecían entre los árboles acompañados de las prostitutas. De pronto, cuando todo parecía estar en calma, nos sorprendió un tumulto de soldados gritando en torno a un gigante que sostenía sobre sus hombros a un asno que lanzaba furiosos rebuznos. Aquel hombre colosal, mas parecía un oso, tanto las manazas como sus robustos brazos aparecían cubiertos de pelo. Su larga cabellera y la barba hirsuta ocultaban un rostro, donde destacaban dos ojos rojizos como candiles entre la espesa pelambrera. Aquella bestia humana amenazaba con lanzar el burro al río, mientras un pobre desgraciado le imploraba que no lo hiciera. La algarabía era infernal. El hombre que suplicaba lo hacía en árabe, mientras que los soldados y el gigante gritaban en castellano. Intenté mediar haciendo de trujamán mas nadie me escuchaba. Alí, mucho más resolutivo, se abrió paso entre los soldados y sacando la daga, se la puso al gigante en la barriga. La corta estatura de mi migo quedaba en evidencia al lado de aquella mole inmensa, mas la hoja desnuda de su cuchillo desprendía un brillo que helaba la sangre. Bajo la sombra del gigante, Alí se mantenía tenso, como un alacrán con el aguijón presto para clavárselo a su víctima. El vocerío cesó, sólo el burro continuaba rebuznando de forma atroz. Alí apretó la punta de la daga en el voluminoso vientre del gigantón y con el brazo libre le indicó que liberase al asno. El hercúleo cristiano depositó lentamente, casi con delicadeza, al pobre animal sobre el suelo. Al inclinarse, nos llegó su aliento que apestaba a vino agrio. Oprimiendo aún más el arma contra el vientre del rumi, Alí pidió al hombre que se lamentaba en árabe, que le explicase el motivo de aquel alboroto.

—¡Señor! Yo soy un humilde curandero de Zafarraya, que siguiendo a la comitiva del sultán, nuestro Señor, he llegado hasta aquí dispuesto a remediar los males del cuerpo y del espíritu de todo aquél que sea menester. Algunos de estos soldados me pidieron ayuda para curar a un hombre que había resultado herido en una reyerta; el pobre desgraciado sangraba abundantemente por el muslo y la hemorragia era tal, que amenazaba con llevarlo al otro mundo. Yo le apliqué uno de mis ungüentos mágicos, y en el acto cesó el flujo de sangre; entonces estos hombres se lanzaron sobre mí para arrebatarme mis pócimas mágicas. Intenté calmarlos diciéndoles que dispondrían de mis remedios si lo hacían de uno en uno, mas ellos no me entienden, pues yo no hablo su lengua. En cuanto a éste —dijo dirigiéndose al gigante—, me derribó del burro, me golpeó y de no haber sido por tu intervención, habría arrojado mi asno al río con todos mis pertrechos, por lo que te estoy infinitamente agradecido.

Sin abandonar la expresión tensa y vigilante, Alí se dirigió a los cristianos y me pidió que tradujese sus palabras: «Diles que el curandero les venderá, por el precio que él estipule, los remedios que necesiten, mas tendrán que ponerse en fila y por este orden serán atendidos». Al gigante le conminó a que desapareciese de allí, si no quería ver sus intestinos esparcidos en el río. Mientras yo traducía sus palabras, Alí recorría los rostros de aquellos hombres con una mirada desafiante y feroz.

Los soldados hablaron entre sí y entre murmullos formaron una fila. El curandero sacó de las alforjas varios tarros y orzas de barro y nos propuso a Alí y a mí compartir las ganancias del negocio si permanecíamos junto a él, protegiéndole de aquellos bárbaros. Aceptamos su propuesta y con las armas prestas flanqueamos al de Zafarraya. Yo, además, hacía las veces de intérprete.

Poco a poco, se iban sumando hombres a la fila, ya que el sanador tenía remedios para toda clase de males: grasa de lagarto para el reúma, espliego y almácigo para fortalecer el estómago, palo de áloe para aligerar el vientre, grano de saúco contra las flemas, polvo de alumbre para cortar las sangrías, eméticos contra el veneno, saumerios de nardo silvestre y jengibre para combatir las jaquecas, carminativos de hinojo para expulsar gases, perfume de algalia extraído del ano de una gata en celo para estimular el apetito sexual.

A un amante despechado, le vendió una pócima infalible para conquistar a la mujer deseada. Se trataba de un hombre deforme, un tanto jorobado, de ojos saltones y una nariz descomunal adornada de una llamativa verruga pilosa. El curandero echó mano del afrodisiaco más potente del que disponía; sacó de una bolsa una cajita que contenía un electuario compuesto de semilla de juncia y sándacara, grasa de erizo y canela. El amante debería tomar el afrodisiaco en una noche de luna llena, metérselo en la boca mezclándolo con su saliva y después pegárselo al pene. Al amanecer, antes de la salida del sol, desprendería el ungüento del miembro y lo introduciría en el interior de un pastel de miel, que enviaría a su amada. Con el primer bocado, el efecto sería inmediato y la dama se le entregaría presa de una pasión desenfrenada. El narigudo pagó el elixir mágico con una medalla de plata. El curandero no se fiaba de la moneda de los cristianos y exigía el pago en especie, de esta manera su bolsa se fue llenando de anillos, cadenas de oro y plata, aljófares, brazaletes, colgantes, broches, amuletos y otras prendas de desigual valor.

Comenzaba a clarear cuando despachó al último cliente, entonces volcó la bolsa de cuero y dividió el contenido en tres montones, repartiéndonos en partes iguales las suculentas ganancias. En el camino de regreso, me sentía dichoso con mi bolsa repleta de abalorios. Ciertamente no era el tesoro del rey Salomón, ¡con él sea la paz!, mas confiaba en que contribuiría a aumentar la dote y a ablandar el duro corazón del tío de Maryam.