Revuelta en el harén

Cuando pasado el estío regresé a Medinat Garnata, me encontré que la ciudad era un hervidero de chismes y rumores. Se hablaba de una revuelta en el harén a causa de una rumiyya. Se comentaba que el sultán estaba hechizado y pretendía repudiar a la sultana Fâtîma la Horra, para casarse con una concubina cristiana. A la hora del crepúsculo acudí, temblando de emoción, al puente del Qadí. Esperé hasta agotar el día buscando una señal que me guiase hasta mi amada Maryam, mas cayó la noche y con ella la desesperanza. Mirando las oscuras aguas del Darro, me preguntaba que habría pasado. El delirio que produce la fiebre, da una idea de la agitación que hizo presa en mi ánimo. Temí perderla para siempre.

A lo largo de aquella noche, ni un solo instante pude sosegarme en mi lecho. Hasta mí llegaban los recónditos y misteriosos sonidos nocturnos. Cuando mis ojos fatigados percibieron el pálido resplandor del amanecer, me rendí al sueño.

Mi madre me despertó con gritos que ponían de manifiesto su preocupación: «¡Hijo despierta, despierta! ¡Dios mío, otra vez la guerra! ¡La guerra entre hermanos! ¡Allah nos castigará por esto!» Aturdido por la modorra pregunté:

—¿Qué ocurre ummi (madre)?

—Hijo mío, Fâtîma la Horra ha sido expulsada de la Alhambra. Hay tumultos en el Albycín. ¡Que Allah nos proteja! Pedí a mi madre una jofaina con agua para mojarme el rostro. Me vestí a toda prisa y me dirigí a la casa de mi amo. Las calles de la medina estaban desiertas. Por el contrario, en el palacio de los Venegas reinaba un gran bullicio: sirvientes corriendo de un lado para otro y soldados que entraban y salían con las armas prestas. En las caballerizas encontré a Rashid. Él me puso al corriente de lo que estaba aconteciendo. Según mi maestro, la sultana Fâtîma, cegada por los celos, había intentado envenenar a la favorita del sultán, por lo que éste ordenó que la Sayyida fuera apartada del harén y recluida en el palacio de Dar al-Horra. Partidarios de Fâtîma promovieron disturbios en el Albycín, mas las tropas del sultán atacaron con dureza a los insurgentes, dejando las calles del Barrio de los Halconeros sembradas de cadáveres.

Abu-l-Qasim Venegas se encontraba en la Alhambra reunido con el sultán. Su hermano Ridwan permanecía en la casa y se hacía informar de cuanto ocurría en Palacio por medio de correos. Todos los representantes de la nobleza se hallan congregados en el Mexuar. Pero había una ausencia que se hacía notar, nada menos que el visir Ibrahim ibn al-As'ar. Entre los reunidos cundía la preocupación y se preguntaban dónde podría estar el jefe de los Abencerrajes.

En la casa de los Venegas, las órdenes eran mantenerse alerta hasta que la situación estuviera bajo control. Rashid no se apartaba de nuestro amo a la espera de noticias.

Por el momento sólo cabía esperar. Recostado sobre unos haces de heno, me uní a los palafreneros que se disponían a dar cuenta de una sabrosa harisa de garbanzos, ajo y aceitunas. El calor del establo, invitaba al sosiego y una vez que llenamos la panza, todos caímos en un profundo letargo.

Me desperté sacudido violentamente por Rashid reprochándome mi actitud negligente:

—¡Cómo puedes dormir cuando Granada está en pie de guerra! —y dirigiéndose a los adormilados palafreneros gritó—: ¡Y vosotros también arriba, partimos hacia Málaga!

—¿Qué... a Málaga? ¿Por qué a Málaga? —preguntaron atónitos los caballerizos.

—Os lo diré en pocas palabras. Acaba de llegar la noticia de que los Abencerrajes encabezados por el visir Ibrahim ibn al-As'ar se han sublevado en Málaga, por lo que ellos consideran un ultraje a la Sayyida, y han proclamado emir, al príncipe Abu Abd Allah al Zagal. El sultán ha nombrado como nuevo visir a nuestro señor Abu-l-Qasim, y éste ha dispuesto que su mesnada ocupe la vanguardia de la tropa que va a marchar sobre la ciudad rebelde. La noticia nos dejó mudos. Con los ojos abiertos por la sorpresa, algunos exclamaron: «¡Otra vez los malditos Hijos del Talabartero (Abencerrajes), que Allah los confunda!

Abu-l-Hasan, rodeado de su fiel guardia palatina bajo el mando del fiero Ahmed al-Zegrí, se puso al frente de un poderoso ejército que partió hacia Málaga, decidido a aplastar la rebelión que ya se había extendido a otras poblaciones de la costa. Los hermanos Venegas y sus hombres, como habían prometido, íbamos en un lugar destacado a la cabeza de las tropas del sultán. El camino, muy agreste, transcurría entre montañas y senderos donde el viento cortaba como una daga. Después de cabalgar por inhóspitos ventisqueros, alcanzamos el cálido valle del Vallis. No menos cálido fue el recibimiento que nos dispensaron sus habitantes, los pastores acompañaron nuestra marcha tocando el rabel, y a las puertas de la ciudad de Vallis (Velez-Málaga), sus gentes nos ofrecían naranjas y dátiles almibarados mientras vitoreaban al emir gritando: «¡Allah bendiga y alargue la vida de nuestro Señor Abu-l-Hasan el Victorioso!».

Desde lo alto del cerro donde se alza el castillo, avistamos el azulado mar. A unas siete leguas se levanta Medina Malaqa. Los que la conocen dicen de ella que sus inexpugnables murallas protegen una urbe opulenta y floreciente. Se dice que sobre los torreones de su imponente Alcazaba, florecen jardines colgantes. Y que frondosos sauces, palmeras y naranjos sombrean sus zocos y plazas. En las fértiles tierras, que la rodean, abundan los viñedos, los olivos y las higueras; y el lino, la seda y el algodón hacen fluir caudales de oro a la ciudad.

Abu-l-Qasim Venegas se brindó voluntario para ir a Málaga y tratar con al-Zagal la manera de evitar la confrontación entre los dos hermanos. El sultán estaba furioso y clamaba venganza, no quería tratos con los rebeldes, su deseo era aplastarlos como a viles gusanos. Venegas apeló a los lazos de sangre, no deseaba que el brillante reinado de Abu-l-Hasan se viera empañado por la indignidad de una guerra fratricida, y que el cautiverio o la muerte del Príncipe Valiente pesara en la conciencia del emir y en el sentimiento del pueblo; suplicó al sultán por el perdón del príncipe, por cuanto tenía la sospecha, de que al-Zagal era víctima de las añagazas y arteras maquinaciones de los Abencerrajes. Abu-lQasim Venegas, se propuso mediar en el conflicto y se dirigió al emir con estas palabras:

—¡Señor!, con el debido respeto. Os ruego me deis licencia para solventar, de forma pacífica, este asunto con vuestro hermano. Soy consciente del peligro que entraña ir a Málaga, mas no hace al caso exponer mi vida si con ello se evita una guerra entre hermanos, que Granada no se puede permitir, con un enemigo tan poderoso acechando en la frontera.

Las sensatas palabras y la valerosa disposición de su visir, hicieron recapacitar al sultán, quién, sin embargo, se resistía a poner en peligro la vida de su hombre de confianza. Venegas insistía en qué, por la amistad que le unía a al-Zagal, solamente él tenía alguna posibilidad de hacer recapacitar al príncipe y conseguir su sumisión. Abu-l-Hasan accedió al fin, mas le puso una condición: solo dispondría de un día para hacer entrar en razón a su hermano; si al alba del segundo día no estaba de vuelta sano y salvo, el ejército del sultán entraría en Málaga a sangre y fuego. Abu-l-Qasim Venegas no perdió más tiempo y, haciéndose acompañar de tan solo dos jinetes de su escolta, partió raudo hacia Medina Malaqa.

La espera se hizo tensa, éramos muchos los que temíamos por la vida del visir. Desde las almenas del castillo, Ridwan Venegas, con el rostro preocupado, pasó el día oteando el camino por el que su hermano partió hacia Málaga. Al rayar el segundo día, no había noticias de Abu-l-Qasim.

El sol se levantaba cinco varas por encima del horizonte, cuando Abu-l-Hasan ordenó a sus generales ponerse en marcha hacia Málaga. Al medio día, nos acercábamos a la alquería de Bezmiliana (Rincón de la Victoria) y los adalides, que nos precedían, informaron de un grupo de hombres a caballo que, bordeando la costa, se dirigía hacia nosotros. Pronto los tuvimos a la vista. No eran más de veinte, y a la cabeza distinguimos la esbelta silueta de al-Zagal y a su lado la robusta envergadura de Abu-lQasim Venegas. El príncipe no portaba armadura ni casco de guerra. Una recia brisa, procedente del mar, agitaba sus cabellos sobre su rostro.

El semblante del emir se iba tornando severo y pálido, a medida que nos acercábamos a la comitiva de su hermano. En una llanura arenosa, éste ordenó parar a su séquito. En medio de un intenso silencio, en el que solo se escuchaba el piafar de los caballos y el aleteo de las banderas, al-Zagal se adelantó a sus caballeros. Separados por unos pocos pasos, los dos hermanos quedaron frente a frente con los rostros tensos e inmóviles. Cada uno parecía querer leer en la mirada del otro, las razones por las que se había llegado a aquella situación. Todos observábamos la escena con interés febril. Discurrió un tiempo que nos pareció una eternidad y entonces, los músculos rígidos del rostro de al-Zagal se aflojaron, su labio inferior comenzó a temblar; presa de una emoción incontenible bajó del caballo y con los ojos inundados de lágrimas, se arrodilló ante su hermano, confesó su culpa, si bien hizo responsables a los Abencerrajes, y pidió clemencia. El emir se inclinó sobre su montura y tomando a su hermano de los hombros, en un gesto de magnanimidad lo perdonó, fundiéndose ambos en un cálido abrazo. La tropa sin poder contener la emoción prorrumpió en vítores.

Abu-l-Hasan agradeció públicamente el buen servicio prestado por su visir Abu-l-Qasim Venegas, y le recompensó otorgándole la alcaldía de Velez-Málaga. Ese mismo día, el sultán regresó a Granada, no quiso entrar en la ciudad sublevada ni tomar represalias contra sus habitantes; mas ordenó a Ahmed al-Zegrí y sus hombres castigar a los culpables. Los temibles Gomeres, siempre ávidos de pelea, penetraron en Málaga y allí se entregaron con saña a la búsqueda, por toda la ciudad, de los cabecillas de la sublevación, es decir los Abencerrajes y sus partidarios. La represión contra los miembros del linaje rebelde fue atroz. Hubo algunos que lograron huir, recibiendo asilo en tierra de cristianos, acogidos por las familias nobles de Aguilar y Medina Sidonia. El antiguo visir y cabecilla de la revuelta, Ibn al-As'ar y un buen número de sus seguidores, tras ver frustrada su tentativa de huir por mar, fueron alcanzados en la playa por los mercenarios de al Zegrí y pasados a cuchillo, excepto Ibn al-As'ar que, cargado de cadenas, fue conducido a Granada por una horda de guerreros embriagados de sangre y excitados por la matanza, que entraron en la capital lanzando gritos de victoria y exhibiendo sus lanzas adornadas con las cabezas de sus víctimas.

Al desdichado Ibrahim ibn al-As'ar lo llevaron a la Alhambra y el sultán lo puso en manos del verdugo.

La ejecución se llevó a cabo al día siguiente al amanecer, ante la nobleza que fue convocada a presenciar el ajusticiamiento. En la Sala de la Justicia, ocupando un lugar preeminente, a la derecha del sultán, se encontraba al-Zagal. La luz pálida del alba reverberaba por las arcadas, provocando un efecto espectral a la Sala. En la claridad lechosa de la mañana, las columnas de mármol blanco parecían desvanecerse en una neblina gélida que se reflejaba en la palidez de los rostros de los testigos.

Ibn al-As'ar fue obligado a arrodillarse ante el verdugo. El bruñido alfanje centelleó. Un corte limpio cercenó el cuello del que surgió, impetuoso, un chorro rojo que salpicó a su ejecutor. La cabeza del Abencerraje, con los ojos empañados por la muerte, rodó hasta los pies del sultán dejando tras sí un reguero de sangre sobre el blanco mármol del pavimento, mientras el cuerpo del reo permanecía arrodillado unos instantes antes de desplomarse definitivamente.

La rebelión se daba así por sofocada y el reino se dispuso a gozar de un tiempo de paz y sosiego.

Durante varias jornadas consecutivas, recorrí el solitario Barrio de los Almorávides. La casa de Maryam parecía deshabitada. Por fin, un día, vislumbré una señal de vida en un ventanuco, por el que se divisaba un atisbo de luz. Me acerqué y, tras la celosía, descubrí la silueta de una mujer que se recortaba en el fondo oscuro de la habitación. Llevaba velo y se mantenía erguida con la mirada fija sobre mí. Se diría que me estaba esperando. Me quedé quieto. Temía que si me movía, ella desaparecería. Así permanecimos un tiempo que no puedo calcular. Traté de tranquilizarla con la mirada, cuando oí su voz queda:

—¿Qué quieres de mí? ¿Por qué me sigues?

No podía ver su rostro, mas en sus ojos había destellos de cristal que contenían una infinita tristeza.

—¿Maryam? —pregunté con la voz quebrada por la emoción.

—¿Cómo sabes mi nombre?

Me aproximé a la ventana y dejándome llevar por la pasión susurré:

—Hace tiempo que tu nombre lo llevo grabado a fuego en mi mente y en mi corazón. Te busco porque tu ausencia me hace vivir en el infierno. Hoy, al verte, tengo celos de mis ojos y mi pecho es una brasa. He venido a hablar con tu padre para pedir tu mano.

Maryam bajó la vista y las lágrimas humedecieron el velo.

—Mi padre ha muerto —dijo entre suspiros.

Mirándola a los ojos prometí no dejarla sola en su desgracia, llenar su vida, unirme a ella hasta la muerte.

Maryam callaba, mas en su mirada había tanta amargura y era tal mi turbación, que no encontraba las palabras para consolarla. Ante su silencio le pregunté si acaso estaba comprometida o si, tal vez, servir al sultán le impedía comprometerse.

Ella negó con la cabeza y con voz apenada me relató su desgracia:

—Ya no pertenezco al servicio del sultán. Al ser repudiada la Sayyida, fui despedida por Rayham, jefe de los eunucos. Desde entonces, mi padre y yo nos vimos condenados a la miseria y a implorar la caridad de la gente. Una humillación que la frágil salud de mi padre no soportó. ¡Allah se apiade de él! Ahora estoy bajo la tutela de mi tío Abu Yazid, el vendedor de esteras, quien me obliga a cantar en el zoco para atraer clientes a su negocio. Sus ojos humedecidos me conmovían.

—Te suplico que no llores. Hablaré con tu tío, pediré tu mano y te haré la mujer más dichosa del mundo —afirmé rotundo.

—Mi tío es un hombre sumamente codicioso y no dará el consentimiento, si no es a cambio de una buena dote.

—Con la ayuda de Allah el Todopoderoso, iré en busca del tesoro del rey Salomón, si es necesario, para complacer a tu tío y conseguir tu mano.

Aquellas palabras cargadas de ingenuidad y osadía obraron el milagro. Sus ojos, hasta entonces apagados, se iluminaron con una leve sonrisa. Y en ese momento, me sentí el hombre más dichoso de la tierra.