Maryam

Una maravillosa tarde de primavera, mi señor Ridwan Venegas asistía a una reunión de nobles en el Mexuar y yo le aguardaba, para acompañarle a su regreso a casa, contemplando la puesta del sol desde el adarve de la maciza torre al-Qamaryya. La tarde era serena y cálida. Enormes bandas de golondrinas sobrevolaban los tejados de las mezquitas, bajo un cielo anaranjado. Las laderas de las colinas aparecían ribeteadas de flores silvestres. Y desde los cármenes del Albaycín soplaba una brisa perfumada de jazmín. De pronto, el bullicio de una fiesta, el sonido de cánticos y música me llegó desde el hermoso Patio de la Alberca.

Me habían contado que a veces, al atardecer, el sultán, rodeado de una pequeña corte de músicos, poetas y cantatrices, se solía sentar con sus concubinas en torno al estanque de dicho patio, a escuchar a los poetas y a solazarse con las dulces melodías que disipaban las inquietudes que pudieran embargar su ánimo. Creí soñar, cuando oí las notas de un laúd y la voz cálida e inconfundible de la muchacha que me hizo vibrar de emoción, en el banquete del sultán. Atraído por una fuerza irresistible, me aproximé a la muralla más próxima al patio, donde podía escuchar sin llamar la atención de los centinelas. No transcurrió ni un instante, cuando a mis espaldas sonó una voz estridente:

—¡Tú no perteneces a la guardia del sultán! ¿Qué haces aquí? Al volver mi vista, me encontré con un rostro andrógino y unos ojos pintados de kohl que me miraban con severidad. El extraño personaje lucía un extravagante turbante escarlata adornado con una pluma de pavo real, y de su elegante vestimenta se desprendía un penetrante perfume de néctar de limón. Pensé que podía tratarse de un alto funcionario de la Corte. Sus rasgos asexuados, delataban su condición de castrado.

—Sólo pretendo escuchar esa voz deliciosa, que me llena el corazón de emociones y sentimientos que no sé explicar con palabras —dije en tono de súplica.

Mis palabras parecieron sorprenderle, cambió el gesto y en voz baja me susurró:

—No te delataré. Yafar no es un soplón, mas si estás interesado en esa muchacha, sígueme y trataremos el asunto en un lugar más discreto. Con pasos mesurados se dirigió a un rincón y abrió una trampilla. A través de un pasadizo, descendimos por una estrecha escalera hasta un ventanuco, por el que se alcanzaba a ver una tercera parte del Patio de la Alberca. Sobre las aguas verdes del estanque, se reflejaban las siluetas de las concubinas y el ramaje de los arrayanes, que lo circundaban.

Después de buscar el ángulo más favorable, logre atisbar la blanca mano que acariciaba el laúd. Los dedos tañían las cuerdas con maestría y la voz acompasada entonaba una canción dedicada al sultán:

...el amor es un jeroglífico, que solo es capaz de descifrar aquél que ama.

El remedio para la melancolía no se encuentra en los libros de medicina,

sino en la compañía de la amante que cura las heridas del corazón con el bálsamo delicioso de sus caricias.

Busca en el amor apasionado, el remedio a las preocupaciones.

Recréate contemplando el cuerpo voluptuoso de tus mujeres,

las pupilas ardientes de tus esclavas,

la piel luminosa y perfumada de tus concubinas.

Si los problemas abruman tu corazón y el sueño se ha alejado de tus ojos,

besa los labios carnosos de tu favorita

que embriagan como el vino y son dulces como la miel.

El rostro de tus mujeres es bello como la Luna

y la juventud de tus esclavas resplandece como el Sol.

Aprovecha los momentos propicios

y goza del placer que ellas te brindan...

Embrujado, no podía apartar los ojos de aquella visión. ¿Quién era ella? De pronto, se inclinó sobre el laúd y vi parte de su rostro, moreno, muy joven, casi de niña, mas pleno de una femineidad floreciente. Mi corazón se puso a latir con fuerza, y entonces supe que la amaría hasta el fin de mis días. Mas ¡ay!, una barrera infranqueable me separaba de ella. Apesadumbrado, me propuse, al menos, conocer su nombre para grabarlo a fuego en mi corazón.

—¿Quién es esa muchacha, cuya voz envidiarían los ángeles? —pregunté a Yafar, que ya comenzaba a impacientarse.

—Es Maryam la Qayna. ¿Pareces muy interesado por esa cantatriz?

—Daría cuanto tengo por una mirada suya.

—Cuando se está dispuesto a darlo todo, no hay nada que no se pueda conseguir.

—No soy un hombre rico, mas por esa esclava sería capaz de empeñar mi vida. ¿Podrías, al menos, arreglarme un encuentro con ella?

El eunuco permaneció durante un rato pensativo, y al fin contestó:

—Yo soy el responsable de la seguridad de las siervas del sultán; lo que me pides entraña un enorme riesgo para mí.

—Lo sé, mas tú eres mi única esperanza. Si lo consiguieras, toda mi vida rezaré para que Allah aumente tu premio en el Paraíso.

—Además de eso, te costará un buen puñado de dinares.

—Dime el precio.

—No te prometo nada. Tendrás que tener paciencia. Confío en que seas prudente y domines el ímpetu de tu deseo. Si esto llega a oídos de Rayham, me hará azotar hasta la muerte. Dentro de siete días, poco antes de que se ponga el sol, nos veremos en la Puerta de los Naranjos. Para entonces, tendrás listos cincuenta dinares.

—¡Eso es una fortuna! —exclamé con desesperación.

—Mi vida vale más —sentenció el eunuco dando por terminada la conversación.

Yafar me llevó hasta un patio repleto de naranjos, señalándome el lugar y la hora de nuestra cita; después desapareció tras unas enormes puertas de madera de cedro, donde dos gigantescos negros, armados de formidables alfanjes, montaban guardia. Las puertas estaban bellamente labradas con estrellas de ocho puntas e incrustaciones de nácar, a través de ellas, se llegaba al harén. El misterio de aquel lugar prohibido, me producía una emoción excitante, mezcla de temor y curiosidad.

Amedrentado por la actitud amenazante de los guardias, me alejé de aquel lugar, aunque con un sentimiento claro de que mi vida no tenía sentido, si no conseguía a aquella muchacha. Al día siguiente, como cada Jueves, el sultán, asistido por el Qadí al-Yama'a y algunos miembros de su familia, celebraba audiencia pública en Bab al-Schari'a (Puerta de la Ley).

La sesión comenzaba siempre dándose lectura a unos versículos del Corán.

Situado bajo una inscripción, grabada sobre el muro que decía: «No temas pedir justicia, porque aquí la hallarás», un mayordomo anunciaba las audiencias por riguroso orden de petición. Se trataba de una ceremonia sencilla, en la que el emir conocía de primera mano los problemas de su pueblo e impartía justicia. Mas aquel día ocurrió algo inesperado. Apenas el mayordomo había tomado las instancias para leerlas ante el emir, cuando una nube de polvo irrumpió en la explanada como un torbellino. Pasados los primeros momentos de confusión, descubrimos que se trataba del mítico caudillo Ahmed al-Zegrí y su horda de mercenarios, que llegaba cargado de un inmenso botín de oro y cautivos. Aquel día conseguí ver de cerca al temible guerrero cuyo solo nombre aterrorizaba a los cristianos. Nunca olvidaré la expresión salvaje de su mirada.

Montando un semental árabe, al-Zegrí, se dirigió hasta el dosel real. De un ágil salto descabalgó y se postró a los pies del sultán. Era de corta estatura mas de complexión fuerte. Él, como todos sus hombres, viste de negro y bajo su turbante escapan mechones de pelo en apretados rizos.

La tropa de al-Zegrí se nutre de mercenarios muy aguerridos, temidos por su extremada crueldad, en su mayoría, gomeres del Rif y beréberes de Sinhaya que se cubren el rostro con un velo que solo deja ver sus amenazantes ojos de fuego. También hay antiguos esclavos sudaneses, de enorme resistencia física. Y algunos cristianos renegados huidos de la ley, carne de patíbulo que luchan por afán de lucro, junto a jóvenes aventureros en busca de fama y fortuna. Todos ellos obedecen ciegamente a su caudillo, al que temen y admiran por su fiereza y valor temerario.

De Ahmed al-Zegrí se dice, que a veces sufre ataques de furia desatada, llegando a matar con sus propias manos a quien osa ofenderle. Mas a este hombre irascible y sanguinario, sus soldados le adoran, convive con ellos compartiendo rancho, bromas y penalidades. Dotado de un inmenso valor, siempre va a la cabeza de sus hombres, renunciando a cualquier privilegio. Astuto y desconfiado, se ha revelado como un magnífico estratega en las numerosas escaramuzas que ha librado en la frontera.

La hueste de al-Zegrí es una fuerza de choque en los territorios fronterizos, compuesta por hombres curtidos en mil batallas, jinetes intrépidos e implacables que, a su paso, dejan un rastro de cadáveres insepultos, casas destruidas y campos incendiados. Tanto él como sus hombres profesan una fidelidad absoluta al sultán. Y al parecer, éste, les ha hecho venir a la Corte porque desea rodearse de un ejército fiel, una fuerza disuasiva contra el poder de la aristocracia militar de los ambiciosos Abencerrajes que, insaciables, reclaman más privilegios y poder.

El caudillo beréber trae un fabuloso botín, producto de sus correrías por tierras de Jaén; donde ha entrado a sangre y fuego, saqueando palacios, iglesias y conventos.

Ahmed al-Zegrí hizo desfilar a sus hombres, mostrando el botín de guerra: Bajo un sol rutilante, candelabros de plata, cruces de marfil, vasos, bandejas y cálices de oro con incrustaciones de perlas lanzaban destellos cegadores. Un auténtico tesoro que despertó la admiración de cuantos nos encontrábamos en la explanada. Atados al arzón de sus captores, pasaron ante nosotros varias decenas de prisioneros con la mirada absorta ante su incierto destino. Con sus ropas desgarradas y sus rostros demacrados y heridos mueven a compasión. Al observarlos, me recordaron las imágenes ensangrentadas que los cristianos veneran en sus iglesias. De pronto, un rumor corrió entre la muchedumbre al descubrir, entre los cautivos, la figura de una mujer que cabalgaba erguida sobre una mula. Se trataba de una joven envuelta en una rústica capa parda. Su porte altivo delataba su condición noble, y la seguridad que mostraba sobre la montura, hacía pensar que había practicado el arte de la equitación. Al pasar frente a mí, tan cerca que podía tocarla, descubrí a una joven de rasgos perfectos. Aquel bellísimo rostro se mostraba contraído por una mueca de tristeza, y sus enormes ojos rasgados estaban enrojecidos por el cansancio y el llanto amargo de la pérdida de la libertad.

Abu-l-Hasan contemplaba complacido el desfile, hasta que su mirada se desvió hacia la joven, que con gran dignidad cabalgaba en la retaguardia. Los ojos del emir se concentraron en la muchacha. Delante de él continuaban pasando los aguerridos jinetes, mas sus ojos no los veían. El emir solo mostraba interés por la cautiva. Cuando la tuvo ante sí, al-Zegrí se la ofreció como la joya más bella y delicada del botín. La joven levantó la vista y Abu-lHasan quedó fascinado por aquellos ojos color de miel que irradiaban cálido ámbar.

Terminada la parada, la tropa se dispersó y ya me disponía a volver a mi casa, cuando sentí una mano posarse sobre mi hombro. Giré la cabeza y me hallé ante un soldado de al-Zegrí, con el rostro cubierto y unos ojos pequeños y penetrantes como puñales escrutándome de arriba abajo. En aquella mirada creí entrever a alguien conocido. Agucé la vista y me sorprendí gritando: ¡Alí, amigo mío!

Alí se descubrió el rostro y su amplia sonrisa mostró la desastrosa dentadura de mi amigo de la infancia, con el que me fundí en un efusivo abrazo.

—Era mi sueño y lo logré —dijo inflamado de orgullo—. Y ahora dime ¿qué ha sido de Qasim? Y tú, ¿te has casado?

—Qasim ayuda a su padre en el herradero de la Alcazaba Vieja. En cuanto a mí, sirvo en la mesnada de los Venegas.

Alí con tono burlón insistió:

—No has contestado a mi pregunta. ¿Te has casado o sigues persiguiendo a las cabras en las murallas de Habús ibn Maqsan? Ambos reímos recordando aquel episodio. Y ante la insistencia de mi amigo, decidí contarle la ardua tarea en que mi corazón andaba empeñado.

—Aún no me he casado, aunque sufro el tormento de un amor imposible. Es un deseo sin esperanza. Se trata de una muchacha tan inalcanzable como las estrellas.

Alí preguntó irónico:

—¿Acaso te has enamorado de una princesa?

—No, se trata de una cantatriz.

Mi amigo soltó una sonora carcajada.

—¡Escúchame Alí! —exclamé un tanto molesto—. Esa muchacha es intocable porque pertenece al sultán. A través de un eunuco he llegado a saber su nombre, se llama Maryam y es bella como la Luna.

Alí me tomó del brazo y antes de despedirse me dijo:

—Said, conozco la historia de tu familia, y parece que la historia se vuelve a repetir en cierta manera, como, cuando tu padre se enamoró de la hija del ulema. Ten confianza, tal vez encuentres una solución como él la encontró. Si Dios quiere.

- Insh' Allah —asentí resignado.

—Nos veremos pronto —dijo Alí mientras se alejaba—. Al-Zegrí ha sido nombrado Sahib al-Surtâ y, como jefe de la guardia palatina, su tropa será la encargada de velar por la seguridad del sultán y su familia. Desde hoy viviré en la Alhambra.

El mismo día que debía encontrarme con Yafar el eunuco, Alí vino a verme a mi casa. Traía el rostro radiante, consciente de que era portador de buenas noticias.

Apenas tomamos asiento sobre la pulcra estera de esparto, a la luz de la lámpara de aceite que mi madre había colocado en la hornacina, Alí comenzó a relatarme todo lo que había averiguado en el palacio del sultán a cerca de Maryam la Qayna: «Es hija de Abu Muhammad el ciego, que toca el laúd en la orquesta del harén. Maryam ha sido instruida por su padre en el arte de la música y además de tocar magistralmente el laúd, canta de forma admirable. Y ahora escúchame atentamente —continuó Alí sin poder contener su entusiasmo—. Maryam no es una esclava. Como músicos a sueldo al servicio del sultán, ella y su padre tienen la prerrogativa de entrar y salir del Palacio».

Mientras Alí me contaba la historia de Maryam, que yo escuchaba sin pestañear, mi hermana Layla colocó ante nosotros una bandeja con pan de higo y uvas pasas espolvoreadas de harina, y después se escabulló tras una cortina. Mi amigo continuó: «Cada tarde al anochecer, Maryam abandona la Alhambra y cruza el puente del Qadí guiando a su padre hasta su casa en el barrio de los Almorávides».

Las palabras de Alí iluminaron mi espíritu con la luz fulgurante de la esperanza.

—¿Es cierto lo que me cuentas? —musité embargado por la emoción.

—Tan cierto como la llama de la lámpara que nos alumbra —replicó categórico.

—He de confesarte, que intenté sobornar a un eunuco para seducirla, mas el muy ladino me exigió una fortuna que yo no puedo pagar.

—Amigo mío, los eunucos son taimados y embusteros, gente de poco fiar. Maryam no está sometida a la vigilancia de los eunucos. Si a la caída del sol vas al puente del Qadí, verás con tus propios ojos lo que te he contado.

La conversación se alargó hasta el atardecer, evocando recuerdos que de la infancia pasaron a la juventud. Yo sentía curiosidad por saber cómo era el famoso Ahmed al-Zegrí. Y Alí, con el mismo entusiasmo y admiración con que lo hacía cuando era todavía un pobre cabrero, me habló del mítico caudillo:

—Ahmed al-Zegrí es un hombre que vive por y para la guerra. Como jefe de una tropa indomable, impone su ley con ejemplos de valor o castigos ejemplares. Puede disculpar un acto de indisciplina mas jamás perdona la falta de valentía. La cobardía se paga con la vida. Sabe que la guerra para sus hombres es un juego lucrativo. Y que los mercenarios siempre están prestos a cambiar de bandera por una mejor paga; por lo que cuando las arcas del sultán se agotan y la paga no llega, al-Zegrí nos estimula con la perspectiva de un suculento botín. Entonces la guerra se convierte en un asunto exclusivamente económico, donde no hay objetivos políticos ni tácticos, sino asegurar a la tropa el prometido botín. Amparados en la oscuridad de la noche, cruzamos la frontera y asaltamos las casas de los cristianos, que aterrorizados nos entregan cuanto poseen, dinero y joyas. Nos llevamos a las mujeres más jóvenes y saqueamos los tesoros de las iglesias. El botín se reparte equitativamente y al-Zegrí no tolera riñas ni disputas.

—Y, ¿cómo ha sido el venir a vivir a la Alhambra?

—Un día, llegó un emisario real y nos informó de que el emir nos había elegido para su guardia personal, lo cual nos llenó de orgullo y acordamos presentarnos ante él con un gran botín. Para ello, antes de dirigirnos a Granada, saqueamos algunos pueblos de la frontera de Jaén y en la fortaleza de Martos capturamos a la hija del alcaide. Esa muchacha es bella como una hurí y al-Zegrí la eligió como regalo personal al sultán. Dos oficiales se encargaron de su seguridad, respondiendo con su cabeza de que la joven fuera tratada con la máxima cortesía y el más exquisito cuidado. Todos permanecíamos pendientes de ella, prodigándole toda clase de atenciones. El za'im (jefe) consideró que estaba demasiado flaca y ordenó le fuera administrada doble ración de comida a fin aumentar su peso y la redondez de sus caderas, haciéndola más deseable a los ojos del sultán, a cuyo harén iba destinada. Como te dije, nuestra suerte ha cambiado, ahora servimos en la Corte, a las órdenes directas del emir, ¡Allah esté satisfecho de él!, y no nos faltará la paga, ni tendremos que vagar por los campos, durmiendo bajo las estrellas, soportando los calores del verano y los hielos del invierno.

El sol comenzaba a declinar, cuando despedí a Alí y yo me dirigí, con el ánimo entre ilusionado y expectante, hacia el Qantara alQadí, el puente más transitado de cuantos salvan el Darro. Entre el incesante tránsito escudriñé, hasta dolerme los ojos, buscando a una joven guiando a un ciego. Esperé infructuosamente y la luz del sol comenzó a debilitarse adquiriendo un tono ceniciento, lo que aumentó mi desazón. La noche se echaba encima y estaba a punto de poner fin a mi espera, cuando descubrí a un anciano de blanca barba que caminaba junto a una joven. El viejo posaba su mano sobre el hombro de la muchacha, portando a su espalda un pequeño zurrón por el que sobresalía el mástil de un laúd.

Me propuse seguirlos. A un lado de la puerta de los Estereros, por la que se accede al barrio de los Almorávides, había un zoco con hombres sentados en cuclillas entre sus mercaderías. Un vendedor de esteras saludó al anciano y hablaron unos instantes. Al reanudar la marcha, atravesaron un pasadizo y continuaron por un tortuoso y oscuro callejón donde los perdí de vista.

Al día siguiente esperé pacientemente sobre el puente, hasta que el anciano ciego y la muchacha cruzaron el río. Esta vez los seguí de cerca. Al llegar al callejón oscuro, aceleré mis pasos para acortar la distancia y no perderlos de vista. El anciano se detuvo repentinamente y la muchacha se giró y me clavó sus ojos. Mis torpes movimientos por ocultarme, delataron aún más mi presencia. Mas como mi decisión era firme, esperé escondido hasta que reanudaron su camino y observé cómo se detenían ante una puerta pintada de azul, tras la que desaparecieron.

Siempre que mis obligaciones me lo permitían, al atardecer, me dirigía al puente y esperaba con ansiedad el momento mágico de ver a Maryam. Cierto día, al fin, logré que nuestras miradas se cruzaran y mi corazón saltó desbordado de alegría.

Mas entonces sobrevino el temido verano y con él la guerra. Abu-l-Hasan decidió realizar una incursión de castigo en la frontera, y al frente de una hueste de trescientas lanzas y mil peones, a la que nos unimos los hombres de Ridwan Venegas, asaltamos varios castillos y arrasamos la comarca de Qayyata (Quesada).

La campaña fue un éxito y volvimos a Granada con un gran botín. Poco después, los Venegas decidieron trasladarse a su casa solariega de Yegen a disfrutar de unas largas jornadas de caza en las Alapujarras.

Recuerdo cuán amargos fueron para mí, aquellos días lejos de Granada. Evocando en la distancia la imagen de una virgen que me había cautivado el corazón. Mi alma vibraba de sentimientos llenos de delicadeza y deseo, y mis labios pronunciaban su nombre sin cesar. Perdí el apetito y enfermé de nostalgia. Por las noches la fiebre me hacía delirar, mas yo rechazaba los remedios que me ofrecían, pues como dice el gran poeta Ibn Hazm: «El amor es una dolencia deliciosa y un mal apetecible, al extremo de que quien se ve libre de él, reniega de su salud y el que la padece no quiere sanar».