El reto de don diego

La buena estrella de Abu-l-Hasan brilló con inusitada intensidad, durante los primeros años de su reinado. Granada tenía un emir aguerrido y enérgico que deseaba revivir los años gloriosos del Islam andalusí, que reorganizó su ejército, reforzó la defensa de las fronteras, frenando las incursiones de los cristianos, lo que permitió el impulso de la producción agrícola, el comercio, la artesanía y el negocio de la seda.

Por el contrario, Castilla se encontraba sumida en la anarquía. Hasta Granada habían llegado los ecos del descontento de algunos nobles con su rey, don Enrique, al que tenían por débil y afeminado. Éste, temeroso de la alta aristocracia, se rodeó de advenedizos, a los que encumbró a lo más alto, para escarnio de los nobles de sangre. A esto, se añadió un escándalo que desencadenó la guerra entre la nobleza: La reina había dado a luz una niña cuyo padre, se rumoreaba, no era el rey, sino uno de aquellos advenedizos, convertido en favorito del monarca.

Abu-l-Hasan se aprovecha de la debilidad de su enemigo y organiza algaradas, escala castillos y arrasa los campos. Se ve obligado a subir los impuestos para mantener un poderoso ejército en pie de guerra, mas las tropas granadinas, bien abastecidas y con su emir a la cabeza, saquean las ricas tierras de Murcia y Jaén sin que Castilla, inmersa en luchas internas, sepa reaccionar. Algunos nobles cristianos intentan oponer resistencia, mas enredados en las discordias sólo son capaces de realizar aisladas cabalgadas. El Conde de Cabra se mantiene al margen de la contienda y sus territorios son respetados por un pacto de aliado que mantiene con el emir.

Después de cada incursión en territorio enemigo, Abu-l-Hasan hacía desfilar a sus tropas, en una brillante parada militar, exhibiendo el botín conseguido ante la población de Granada, que le aclamaba entusiasmada.

Fue por aquel tiempo, cuando los granadinos fuimos testigos de un suceso que ponía de manifiesto la disensión entre los nobles castellanos.

El hijo del Conde de Cabra, enemistado con el poderoso señor don Alonso de Aguilar, le retó por cartel de desafío a singular combate y duelo en campo abierto. El de Cabra pidió al emir campo neutral en Granada, y éste se lo otorgó gustoso. Abu-l-Hasan, entendido como pocos en asuntos de honor y muy versado en las reglas de caballería, dispuso en su palacio ricos alojamientos para los contendientes. Así mismo, nombró jueces y designó como trujamán al escribano Mansur de León, un cristiano renegado, quien debería consignar la relación verídica de los lances.

Don Diego Fernández de Córdoba emplazó a don Alonso de Aguilar señalándole lugar, día y hora del reto, y acudiendo a continuación con lujosa comitiva a Granada.

Llegado el día crítico, la explanada de la al-Musara se llenó de un gran número de granadinos, ansiosos por contemplar cómo aquellos cristianos solventaban sus rencillas en el campo del honor. Sobre un estrado, el emir y los nobles presidían el acto. Éstos se hallaban divididos y se cruzaban apuestas por uno u otro contendiente.

A la hora prevista, apareció don Diego armado con todas las piezas, montando un precioso alazán. Con gentil apostura y graciosos escarceos de su corcel, paseó el palenque sin que apareciese el de Aguilar. Entonces ordenó a un faraute que llamase a grandes voces a su contrincante y, aunque esto se repitió durante un buen rato, no hubo respuesta de su competidor. Así transcurrió la mañana, mientras cundía la desilusión entre todos nosotros, al ver cómo se frustraba lo que prometía ser un torneo interesante. Mas don Diego no quiso marchar sin ridiculizar a su enemigo y antes de abandonar el recinto, hizo que un escudero atase una tabla, en la que habían pintado el rostro de don Alonso, a la cola de su caballo; picó espuelas y a galope tendido arrastró la efigie hasta hacerla astillas. Este gesto no gustó a algunos nobles, partidarios de don Alonso. Y entonces un sobrino del visir, no pudiendo aguantar el ultraje al ausente, empuñó sus armas y montando un brioso corcel saltó al palenque y plantó cara al cristiano. La audacia del impulsivo joven causó sorpresa y expectación. Entre murmullos, los nobles opinaban de modo diverso, la plebe gritaba y los jueces no sabían a qué atenerse en un caso tan imprevisto.

Don Diego, en el centro de la explanada, ajustó su adarga al pecho y el acicate a punto.

Entre el público había diversidad de pareceres, el desorden crecía y el sultán daba muestras de estar encolerizado. Abu-l-Hasan ordenó a un alguacil poner orden. Pronto saltó al campo un heraldo tocando una trompeta, con lo que consiguió acallar el griterío. Restablecido el orden, el sultán mando ejecutar a espada a aquel majadero que había causado semejante tumulto, irrumpiendo sin permiso en un acto presidido por el emir e infringiendo las leyes de caballería.

Apenas el alguacil terminó de publicar el atroz decreto, don Diego desmontó de su caballo, se acercó al estrado donde se encontraba el sultán, hincó una rodilla en tierra y suplicó al emir el perdón del joven caballero. El sultán no pudo por menos que aplacar su ira y otorgar la merced que le imploraba su noble huésped. Dado por terminado el duelo, el escribano Mansur extendió diligencia del acto y puso el proceso en manos de los jueces, quienes pronunciaron sentencia, declarando, según derecho de armas, vencedor a don Diego Fernández de Córdoba y vencido a don Alonso de Aguilar.