Bajo los arcos de herradura de las puertas de Medina Malaqa, al-Mariyya, Lauxa, Guad al-Axat, Bastha, Runda o al-Monaqqab, salieron en dirección a Medinat Garnata: alcaides, gobernadores, embajadores y adelantados, convocados al juramento y coronación del nuevo emir.
Era tal el número de dignatarios y nobles invitados a la ceremonia, que solo se les permitió la compañía de dos ayudantes. Yo tuve la fortuna, junto a mi maestro Rashid, de asistir a tan importante acontecimiento como escolta de mi señor Sidi Ridwan Venegas.
En busca de las migajas del festín, también llegó a Granada una plaga de mendigos, mutilados, sarnosos, ciegos, jorobados y contrahechos. Las calles y zocos de la medina estaban infestadas de pordioseros pregonando a voz en grito sus dolencias, acosando a los transeúntes con sus lamentos y mostrando sus horribles llagas, muchas de ellas fingidas.
Varios días antes de la fiesta de la proclamación oficial, toda la ciudad y en especial la ciudadela de la Alhambra se engalanaron para acoger a los invitados con una recepción solemne de gran esplendor.
El día de la coronación, todos los asistentes fueron convocados en el Salón del Trono. Al contemplar aquella Sala magnífica, quedé sobrecogido por la majestuosidad y lujo del lugar: los zócalos de cerámica multicolor, las yeserías policromadas, los bellos epígrafes de leyendas coránicas sobre los muros, la imponente techumbre representando los siete Cielos del Paraíso con el trono de Allah en el octavo, y sustentado por los Cuatro Árboles de la Vida; hacían que el visitante se sintiese conmovido y anonadado ante tanta fastuosidad y belleza.
Al fondo de la Sala, sobre un estrado, aparecía, vacío, el trono de madera de cedro con incrustaciones de nácar y marfil. A la derecha del estrado, el príncipe Abu Abd Allah Muhammad, de cuatro años, cuidado por un viejo eunuco, permanecía sentado sobre un almadraque de seda. El infante, un tanto desconcertado, mira con curiosidad cuanto le rodea, soportando con seriedad impropia de su edad la larga ceremonia. Su madre, Fâtîma la Horra, tras las celosías del corredor superior, observa con ojos escrutadores cuanto acontece en el Salón del Trono. Se siente muy satisfecha, todo transcurre según sus planes y para colmo, hace apenas dos meses, ha dado al sultán un nuevo hijo varón al que han impuesto el nombre de Yusuf, en memoria de su tío, muerto en tierra de cristianos. Al lado izquierdo del trono, esperan, en pie, los familiares del emir. Ocupando un lugar destacado su hermano, el príncipe Abu Abd Allah Muhammad al-Zagal y su primo, el príncipe Yahaya ibn Salim al-Nayyar.
A ambos lados de la Sala, se congregaron los invitados de honor: a la derecha, los altos cargos del gobierno y la nobleza, el Visir, el Qadí al-Yama'a, el Zalmedina y los walíes, jeques, jurisconsultos y alfaquíes. A la izquierda: los jerarcas militares de los diferentes cuerpos del ejército regular, según sus categorías, los representantes de las cabilas beréberes y los altos funcionarios palatinos, encabezados por el corpulento Rayham, jefe de los eunucos, con su cabeza rapada y su ancho cuello de toro ceñido de cadenas de plata; junto a él, el judío Ishaq Hamon, médico personal del emir; les seguían el Katib al-Rasaid (secretario de la correspondencia real), el Sahib al-Jâzin (tesorero real), el Katib al-Ziman (administrador de rentas fiscales).
A la hora estipulada, un chambelán entró en el Salón del Trono anunciando la llegada inminente del emir.
Rodeado de altos dignatarios hizo su aparición solemne Abu-lHasan. Todos los allí presentes inclinamos la cabeza. Cuando levanté mi vista, el sultán estaba sentado, muy erguido, sobre el trono. Viste a la manera de los califas de Qurtuba: túnica blanca ribeteada de borlas doradas y capa negra recamada con hilos de plata; sobre la cabeza, un turbante blanco de brocado. Al parecer, Abu-l-Hasan pretende reverdecer los laureles de la época gloriosa de los Umayya. Valor no le falta y el pueblo y la nobleza, después de mucho tiempo, están unidos a su emir. Nadie quiere oír las voces de algunos santones, pájaros de mal agüero, que predicen un reinado desgraciado y el hundimiento del reino.
En medio de un gran silencio, el imán de la Gran Mezquita, Abd Allah ibn Umar, avanzó hasta el trono y tomó la palabra: «En el nombre de Allah, el Todopoderoso, el Clemente, el Misericordioso.
Gobernar, ¡oh Emir de los Creyentes!, precisa de una gran habilidad y una perspicacia absoluta, ya que el buen gobierno constituye el fundamento de la civilización y el camino que conduce a Allah, ¡ensalzado sea! Hoy, más que nunca, necesitamos un príncipe que sea valeroso, justo y equitativo. Que mantenga firme las fronteras, que aparte al inicuo del vejado, que haga justicia al débil frente al fuerte, que castigue al violento y al perverso. Nuestra religión es un tesoro y el emir es su guardián, para ello él debe dar ejemplo y el pueblo le obedecerá, pues es sabido que el emir que sigue fielmente las instrucciones del Corán, obliga a sus súbditos a cumplir lo prescrito. Al tomar el poder no olvidéis, ¡oh Emir de los Creyentes!, que adquirís, también, una gran responsabilidad.
Sabemos, ¡oh Gran Señor!, que poseéis las virtudes de la sabiduría y la justicia; por lo que os pedimos que aquél que se aparte de lo que el cálamo ha puesto por escrito en el Libro Sagrado, sea castigado según la Shari'a.
Que Allah, ¡honrado y ensalzado sea!, os guarde y bendiga vuestro gobierno».
A continuación, el Qadí al-Yama'a procedió a la proclamación del emir.
Abu Yazid ibn Azraq era de pequeña estatura, mas poseía una voz profunda y clara: «En el nombre de Allah, el Clemente, el Misericordioso y de su profeta Muhammad ¡sobre él sea la paz! Os proclamo Príncipe de los Musulmanes y Siervo de Allah, a vos Abu-l-Hasan Alí «al-Galib bil-Lah» (el Victorioso por Dios), señor nuestro, muy noble y excelso, el único esclarecido y aplicado, luchador heroico y animoso, glorioso y virtuoso, el puro y protector, justo magnánimo, generoso y sabio, hijo de nuestro señor el Emir de los Creyentes, el piadoso Abu Nasar Saad, hijo de Alí, hijo de Yusuf, hijo Muhammad al-Galib bil-Lah, hijo de Yusuf al-Hachach, hijo de Ismail, hijo de Abu Said, hijo de Yusuf, hijo de Muhammad Nasr al-Hazrayyî, llamado al-Ahamar (el Rojo), descendiente de Saad ibn Ubaid compañero del Profeta».
Después, el Qadí, dirigiéndose a cuantos llenaban la Sala, con voz poderosa exclamó:
—¡Que Allah, honrado y ensalzado sea, llene de esplendor el mandato del Emir de los Creyentes, Abu-l-Hasan Alí, el Victorioso por Dios, alargue su vida y perpetúe su reinado! Y todos respondimos:
—¡Hágase la voluntad de Allah, el Todopoderoso!
Uno a uno, los nobles besaron las manos del emir, postrándose ante él y pronunciando la tradicional fórmula del juramento: «Alabo pensando en ti Allah, único Dios, y juro sumisión y obediencia a mi Soberano según la norma de la Sunna».
Terminada la jura, el emir se dispuso a recibir a las distintas embajadas que venían de países remotos, cargadas de presentes. A los pies del trono se fueron acumulando: vasos de oro llenos de perlas; arquillas de madera noble de las que emanaban esencias de nardo, ámbar y algalia; botes de marfil con bisagras de plata conteniendo incienso y mirra; preciosos cofres revestidos de púrpura y forrados de raso repletos de piedras preciosas, esmeraldas y rubíes; estuches de plata con peines de oro y pinceles para aplicar colirio; azafates forrados de damasco dentro de los cuales había polvo antisudor y almáciga; animales exóticos; pájaros parlantes; espadas y dagas de bruñido acero en vainas de oro cubiertas de pedrería.
La ceremonia se alargó, pues los embajadores formulaban largos discursos, muchos de ellos en lenguas extrañas que los intérpretes tenían que traducir.
Finalizada la recepción, el sultán abandonó el Salón seguido de los nobles, y salió a la Puerta de los Aljibes para ser aclamado por la multitud que llenaba la explanada de la al-Musara. Bajo los preciosos almocábares policromados sustentados por el bosque de columnas de mármol y alabastro, que circundan el Patio de los Leones, se alinearon los comensales, invitados al banquete, sentados sobre cojines de seda de brillantes colores, en torno a las mesas cubiertas con manteles de lino y adornadas con fuentes de plata repletas de variadas frutas. A medida que caía la tarde, los retazos incandescentes del ocaso teñían las columnas de rojo corinto. Braseros, estratégicamente dispuestos, exhalaban intensos aromas de ámbar y mirra, tan penetrantes que embriagaban los sentidos. Los esclavos comenzaron a encender las lámparas y el patio se llenó de una agradable luz ambarina, producida por cientos de cirios sostenidos por candelabros de plata. Las llamas ondulantes de las antorchas y su reflejo sobre las bruñidas columnas, creaban un juego de luces y sombras absolutamente mágico.
Los turbantes de brocado de los walíes, los mantos de pedrería de los nobles, los collares de esmeraldas y zafiros de los jefes de los linajes despedían destellos de inenarrable color y belleza. Sentados ante la mesa, todos ellos se mantenían muy derechos esperando la señal del sultán. Delante de cada comensal, colocaron un aguamanil de plata con agua de rosas. Rashid y yo nos situamos detrás del asiento designado a nuestro señor. Abu-l-Hasan, con el mentón elevado y la expresión altiva, recorrió con la mirada a los invitados. Allí está la flor y nata del reino. En su rostro hay un gesto de satisfacción y orgullo, sintiendo la agradable sensación del poder por el que tanto ha luchado. Por fin, ha sido reconocido Emir de los Creyentes y Sultán de Granada.
Con voz poderosa, el sultán exclamó: «Bismil-lah!». Los invitados repetimos la invocación y una pléyade de sirvientes entró en la Sala portando fuentes de loza vidriada con reflejos metálicos, conteniendo los más variados y exquisitos manjares que yo jamás haya visto: arroz condimentado con azafrán, clavo y uvas pasas; pichones rellenos de ciruelas; alondras en salsa de puerro; liebres aderezadas con cominos, vinagre y cebollas; trozos de cordero cocidos al fuego lento en salsa de almendras y nueces. Mientras se saborean las deliciosas viandas, la orquesta de músicos ciegos del harén nos alegra los oídos con una música envolvente. Después vendrían los poetas, y al final del banquete las bailarinas, pues la vista que goza contemplando los suculentos manjares de la mesa, no debe distraerse en el cuerpo sensual de las danzarinas. Todo a su tiempo.
Frente a nosotros, el príncipe Abu Abd Allah al-Zagal charla animadamente con el Conde de Cabra, que encabeza la embajada de Castilla, don Diego Fernández de Córdoba es de trato afable y mantiene unas excelentes relaciones con el emir, del que se considera amigo. A su lado, hermético mas con los oídos alerta, se encuentra el preboste Spínola, representando al poderoso clan de los genoveses; ataviado como un pavo real, envuelto en un fino manto índigo de brocado; haciendo gala de su opulencia, consciente de su influencia y poder. Spínola es un hombre rico y poderoso que posee una alhóndiga y un palacio en el centro de la medina. Es dueño de una flota de barcos que fondean en el puerto de Málaga y muchos de los avales que se guardan en la tesorería real llevan su firma. Los genoveses son magníficos comerciantes y banqueros, proveedores de fondos, a los que el emir tiene que recurrir en numerosas ocasiones, y ejercen de intermediarios en el rescate de cautivos. Sus barcos surcan los mares cargados de algodón, plomo, cobre, alumbre, nuez de agalla para tintes, especias y perlas de Oriente. De Flandes traen paños de lino; lingotes de hierro de Aquitania y lienzos de Bretaña. Mientras de Granada exportan almendras de la Vega, seda de la Axarquía, higos, azúcar y uvas de Málaga y mármol de Almería.
Los sirvientes servían discretamente, a espaldas de los alfaquíes, vino de Vélez camuflado con zumo de granada y albaricoque. El dulce sonido de las flautas parecía serpentear entre las columnas adormeciendo los sentidos. Súbitamente, la orquesta calló y un laúd comenzó a sonar en solitario. Una voz femenina entonó una qasida de Ibn Zaydûn. Aquella voz melodiosa y cálida me llegó hasta el corazón y un deseo ardiente e inexplicable me sacudió de la cabeza a los pies. Los altos turbantes de los invitados me reducían el campo de visión a una pequeña rendija por donde, sólo, podía distinguir parte del hiyab que cubría la cabeza de la cantatriz, ceñida por una cinta de colores entrelazados. Cuando la joven terminó su canción y, tras una graciosa reverencia, abandonó la Sala, yo quedé abatido por una repentina melancolía, que intenté remediar con vino, ¡que Allah se apiade de mí! Con los platos dulces llegaron los poetas. Entre los aromas de vainilla, almizcle y canela, resonaron en la bóveda las rimas de empalagosos panegíricos. En un extremo de la mesa, observé al eunuco Rayham engullendo, con incontenible avidez, pasteles de almendra; mientras con la mirada devoraba a un joven trovador. El corpulento jefe de los eunucos parecía gozar de un apetito insaciable y así lo proclamaba su gran barriga y su enorme trasero, desbordando el almohadón donde se sentaba. Aquel personaje taimado y cruel, odiado y temido en el harén, se tornaba dulce y zalamero ante la sultana, a quién ofrecía sus servicios de soplón. El sultán le había confirmado en su puesto como Fatâ al-Qebir, por considerarle fiel a su causa y riguroso en su trabajo ya que, gracias a su celo, la indolencia de los eunucos y las malas maneras habían sido erradicadas en el harén.
Los músicos empezaron a interpretar una rítmica melodía para dar paso a las bailarinas, que entraron siguiendo el compás con el tintineo de unos diminutos cascabeles que colgaban alrededor de sus tobillos. Iban descalzas con los pies pintados de alheña. A través de los finos zaragüelles, se adivinaba la tersa piel en movimiento. Las muchachas adornaban sus frentes con colgantes dorados y en sus brazos brillaban ajorcas de plata. El reflejo de los zarcillos iluminaba la piel opalina de sus rostros, cubiertos por velos transparentes. Pronto se aceleró el ritmo de la música y las bailarinas comenzaron a danzar con voluptuosidad y gracia infinita.
Yo me esforzaba por mantener los ojos bien abiertos, mas el vino llenaba mi cabeza de brumas, los ojos se me adormecían y mi vista y oídos percibían colores y sonidos cada vez más tenues y distantes. Mi cuerpo comenzó a flotar y las bailarinas se fueron borrando en la lejanía, mientras yo volaba ingrávido por un cielo de estrellas parpadeantes.
Alguien arrojó sobre mi rostro el contenido de un aguamanil, y un enérgico manotazo de Rashid me hizo poner los pies en el suelo y volver a la realidad. Al abrir los ojos, la fiesta había concluido y los invitados comenzaban a abandonar la Sala.