El sultán Yusuf ibn Ismail firmó treguas con los rumis y se declaró vasallo del rey de Castilla. Viejo y enfermo, Yusuf dejó el gobierno en manos de los Abencerrajes, y éstos comenzaron a acariciar su sueño secreto: sentar en el trono de la Alhambra a un al-Sarraj.
Sin embargo, los granadinos no soportaban la presencia arrogante de los soldados cristianos en las calles de la medina, escoltando a las numerosas embajadas de Castilla, que eran recibidas con gran boato por el anciano sultán.
Los Abencerrajes, que habían levantado al pueblo contra Saad acusándole de ser demasiado indulgente con los enemigos del Islam, ahora confraternizaban con éstos y toleraban que, los mismos que habían pasado a cuchillo a los desdichados moradores de Archidona, se exhibieran altivos por las calles de Granada luciendo en sus pechos y estandartes la odiada cruz de Calatrava. Los alfaquíes se sintieron engañados y el pueblo comenzó a aborrecer a los ambiciosos Abencerrajes; esa familia que, pese a su origen humilde, descendientes de un sencillo talabartero, desprendía un orgullo de casta con el que despreciaban a todos aquellos que no servían a sus intereses.
Los granadinos echaban de menos al bondadoso Saad que, en poco tiempo, logró reclutar un ejército de voluntarios con el que recuperó el trono, expulsando de Granada al sultán títere y a los Abencerrajes. Éstos se hicieron fuertes en Ilyûra (Íllora). Allí prendieron de nuevo las ascuas de su resentimiento y comenzaron a tramar una nueva conspiración. Para ello se valieron de su aliada, la princesa Fâtîma.
El nuevo jefe del partido Abencerraje, Ibrahim ibn al-As'ar, por mediación de la princesa, logró entrevistarse en secreto con el príncipe heredero Abu-l-Hasan. Fâtîma convenció a su esposo de la conveniencia de aquella entrevista, de vital importancia, por las noticias que hasta ella habían llegado, a cerca de una conspiración contra él.
El astuto Abencerraje deslizó en los oídos del príncipe la falsedad de que su anciano padre, decepcionado por el descalabro que Abu-l-Hasan había sufrido en el cerro del Madroño y escandalizado por la vida disipada del primogénito, demasiado inclinado a las fiestas y a los placeres del harén, había decidido abdicar en favor de su segundo hijo, el austero, Abu Abd Allah Muhammad al-Zagal.
Ibn al-As'ar brindó a Abu-l-Hasan el apoyo de todo el clan para luchar por su causa.
Persuadido el príncipe heredero por el Abencerraje, de que su ascensión al trono corría peligro si no se actuaba pronto, una noche, acompañado de Ibn al-As'ar y un puñado de hombres fuertemente armados, se introdujo en las estancias privadas del sultán, con la complicidad de Rayham, jefe de los eunucos.
Una vez dentro del harén, el príncipe mandó llamar al sahib al Shurtâ y, cuando éste estuvo ante él, los hombres del príncipe lo apresaron, le pusieron un cuchillo en el cuello y le dieron a elegir entre perder la cabeza o prestar juramento de fidelidad al nuevo emir. El jefe de la guardia palatina no dudó en la elección y juró fidelidad a Abu-l-Hasan. A fin de probar la veracidad del juramento, Ibn al-As'ar ordenó al jefe de la guardia arrestar al sultán. El todavía aterrorizado sahib al-Shurtâ convocó a los oficiales de la guardia y, al frente de ellos, se dirigió a los aposentos reales. En mitad de la noche, el anciano sultán fue sacado de su lecho y llevado al castillo de Xalaubinya (Salobreña).
A la mañana siguiente, los Abencerrajes habían tomado los puntos estratégicos de la ciudad y, en la Alhambra, proclamaron a Abu-l-Hasan emir de Granada.
Alguien alertó a al-Zagal, de que su hermano le había declarado proscrito por considerarle culpable de la conspiración para arrebatarle el derecho al trono. Al-Zagal logró huir de Granada y se refugió en Qala'at Yahsob (Alcalá la Real), donde recibió asilo del Conde de Cabra.
A pesar del éxito del golpe de estado, Abu-l-Hasan topó con el rechazo de los alfaquíes y ulemas que no estaban dispuestos a reconocerle como Emir de los Creyentes, mientras viviera su anciano padre. Y el ortodoxo imán de la Gran Mezquita, Abd Allah ibn Umar, en el sermón del viernes, se declaró leal vasallo del muy amado y venerable emir Abu Nasr Saad.
Cuando, apenas, un año más tarde murió el destronado sultán, su hijo, Abu-l-Hasan, ordenó que fuese enterrado en la Rauda de la Alhambra con honores regios; mas la sombra de la sospecha, sobre su repentina muerte, se extendió por toda Granada. Una vez concluidos los funerales de su padre, Abu-l-Hasan convocó a los grandes señores de todos los confines del emirato a Madinat Garnata, a fin de celebrar con gran pompa su ansiada coronación.
En el Mexuar, el emir se reunió con su visir Ibrahim ibn al-As'ar y los representantes de la nobleza para discutir que actitud tomar respecto al exiliado príncipe Abu Abd Allah al-Zagal. El jefe del partido Legitimista, Abu Said ibn al-Amin, era partidario de la reconciliación y de evitar más enfrentamientos entre hermanos. Por el contrario, el partido Abencerraje no lo creía conveniente y su jefe, Ibn al-As'ar, afirmaba que, en estos asuntos, la benevolencia era un error, pues cuando los miembros de una familia se disputan el poder, el parentesco sucumbe a la ambición y el cariño se torna en rencor.
Abu-l-Qasim Venegas, del partido Legitimista, le replicó que en una contienda, solamente el más fuerte posee el privilegio de practicar el perdón, que es, sin duda, el mejor remedio contra el resentimiento del débil, pues no hay que olvidar que el vejado nunca duerme y, siempre, mantiene afilada y presta la espada del desagravio. En vista de que los dos partidos se mantenían firmes en sus posiciones, el sultán le pidió al general Mansur al-Ghafir su opinión al respecto. Y el militar, con gesto preocupado, advirtió a la asamblea que la tregua con Castilla había concluido, y que los rumis podían utilizar al joven al-Zagal como un factor de discordia para dividir a los granadinos, lo que nos haría más vulnerables.
Después de oír a todos sus consejeros, Abu-l-Hasan se inclinó por el perdón y ordenó redactar una carta ofreciendo a su hermano la reconciliación, invitándole a que se uniera a los festejos de la coronación.
Mi señor Abu-l-Qasim, como principal impulsor de la concordia entre los dos hermanos, se ofreció a ir hasta Qala'at Yahsob y entregar personalmente el mensaje a al-Zagal.
Venegas preparó con todo detalle la embajada que tendría por misión convencer al príncipe de su regreso a Granada. Había que elegir cuidadosamente a la tropa que daría escolta a la comitiva; convenía que estuviera compuesta por soldados disciplinados y de buena estampa, que causaran admiración en los dominios del Conde de Cabra. Y, al mando de ellos, debía ir un general que no levantara recelos en el príncipe.
Se optó por un contingente de treinta jinetes beréberes de la tribu zanata a las órdenes de un arraez de gran prestigio, Ibrahim al Zanatí, un guerrero místico, de costumbres ascéticas y vida espartana. Su rostro enjuto, su fría mirada, su nariz aguileña y su barba afilada confirmaban su carácter duro y enérgico. Un hombre de plena confianza de al-Zagal.
El noble Abu-l-Qasim Venegas, como portador de la carta del sultán, se hacía acompañar por una escolta de diez hombres, entre los que yo me encontraba, al mando del eficaz Rashid ibn Talib.
Un emisario se adelantó tres días a nuestra partida, con el fin de preparar el camino a la embajada y anunciar al príncipe la llegada de la comitiva.
Aún era noche cerrada cuando partimos con dirección a la frontera de Jaén. Pronto, el sol iluminó un campo de olivos plateados que resplandecían sobre las lomas, y el camino discurría entre suaves colinas y tierras labradas de viñedos donde unos campesinos nos miraban con recelo. Para aquellos hombres sencillos, cuyo trabajo tenaz y paciente hacía fructificar la tierra, la visión de los grandes señores, cabalgando sobre corceles ricamente enjaezados y rodeados de soldados ávidos de rapiña, siempre les amedrentaba. La vida les había enseñado que del poderoso no podían esperar nada bueno; todo les pertenecía: tierras, casas y hasta sus hijos que, apenas eran hombres, se los llevaban a la guerra y muchos no volvían jamás y los que regresaban lo hacían lisiados o mutilados. Por si esto era poco, el humilde campesino, con demasiada frecuencia, tenía que echar mano del menguado aceite de sus odres, del pan de su artesa, incluso de las exiguas monedas de su cofre para pagar los elevados impuestos que le exigía su señor. Y si a un noble le sorprendía la noche y decidía pernoctar en la alquería, el campesino tenía que dormir en el suelo para cederle el jergón a su aristocrático huésped.
En el lejano horizonte se recortaba la silueta azul de las sierras que delimitaban la frontera, cuando el sol llegó al cenit y comenzó a arrojar fuego sobre nuestras cabezas. El aire quemaba y no se movía ni una brizna de viento. Ibrahim al-Zanatí consultó con Abu-l-Qasim Venegas y decidieron acampar en un sombreado valle, al que se asomaba la fortificada villa de al-Muqlín (Moclín). Rodeada de sierras y esparcida sobre la escarpada ladera de un cerro, se asentaba esta estratégica plaza, protegida por formidables murallas y al amparo de su poderosa Alcazaba.
Nos disponíamos a acampar, cuando un alguacil bajó del cerro, donde se encontraba el castillo, rogando a Sidi Abu-l-Qasim Venegas aceptase la invitación del caíd a visitar la fortaleza. Mi señor aceptó de buen grado y al punto nos dirigimos a la ciudadela, donde fuimos recibidos por un ejército de criados, que se hizo cargo de nuestras cabalgaduras y nos ofrecieron agua fresca y comida.
El caíd era un hombre gordo de unos sesenta años, de mirada astuta y barriga prominente. Para nuestra sorpresa, estaba al tanto del objetivo de la embajada y propuso a mi señor esperar allí a al Zagal, pues una partida de sus hombres ya se encontraba en Alcalá la Real para escoltar al príncipe en su camino de regreso a Granada.
Al parecer, las noticias corrían raudas y aquel viejo zorro cuando supo que el sultán había decidido rehabilitar al príncipe proscrito, se apresuró a informar a al-Zagal ofreciéndole su adhesión y hospitalidad.
A mi señor Venegas no le agradó el descarado oportunismo del caíd, por lo que le agradeció su invitación y accedió a pasar allí la noche, mas le indicó que, a la mañana siguiente, partiríamos hacia Qala'at Yahsob, pues era portador de una carta del emir que debía entregar cuanto antes al príncipe.
El caíd insistió en que, al día siguiente, estaba previsto que al Zagal llegase a al-Muqlín, donde sería agasajado como huésped de honor en el castillo.
Mi señor, sorprendido, no daba crédito. El caíd, entonces, ordenó llamar al mensajero que nos había precedido y, en efecto, éste confirmó las palabras del caíd y nos aseguró que el príncipe Abu Abd Allah ya había abandonado Qala'at Yhasob y se encontraba de camino a al-Muqlín.
Al día siguiente y a lo largo de la mañana, se fue congregando a las puertas de la ciudad una muchedumbre que contemplaba con admiración a los treinta guerreros zanatas que esperaban la llegada del príncipe, en perfecta formación.
Algunos curiosos se apiñaban junto a la muralla, buscando la sombra que les protegiera del ardiente sol, mientras comentaban la magnífica alineación de corceles y jinetes montando a la jineta sobre sillas con perilla y borrén elevados, de brillantes corazas y amplias capas carmesí extendidas sobre las grupas de sus espléndidas monturas. Ibrahim al-Zanatí vigilaba atentamente a sus hombres. Éstos, cual estatuas ecuestres, sin mover un solo músculo, aguardaban impasibles bajo los rayos incandescentes que caían del cielo.
Los chiquillos reptaban entre las piernas de los adultos para colocarse en primera fila, y ver de cerca a ese príncipe que todos llaman: «El Valiente».
Un anciano pasó junto a mí y oí como le decía a su nieto señalando a los zanatas: «Son guerreros africanos, que vinieron del Mabreb a luchar contra los infieles». El anciano leyó al niño la divisa de la dinastía Nasrí que, en letras doradas, adornaba el banderín que portaba un nazir: «Wa-lâ galiba illâ-Llah» (Sólo Dios es vencedor).
Los niños contemplaban extasiados a aquellos guerreros de mirada fiera, tocados de blancos turbantes que portan enormes lanzas y empuñan adargas de piel de onagro.
Cerca del mediodía, desde las atalayas que vigilan la frontera, el humo de las almenaras anunció la llegada del príncipe. Las miradas se dirigieron expectantes al valle y, al poco tiempo, vimos cómo un bizarro jinete, acompañado de un pequeño grupo de lanceros, tomaba el camino que conducía a al-Muqlín.
Al-Zagal venía escoltado por una docena de hombres de armas del caíd. Antes de que el príncipe culminase la empinada cuesta que da acceso a la ciudad, mi señor Abu-l-Qasim Venegas, salió, a pie, al encuentro del príncipe, a quién besó la mano. Al-Zagal, montado sobre un soberbio alazán, se inclinó para recibir la carta del sultán, su hermano, de manos del noble Venegas. El caíd, encabezando una comitiva de notables, le entregó al príncipe las llaves de la ciudad y un esclavo negro le ofreció un aguamanil con esencia de azahar.
De la garganta de Ibrahim al-Zanatí salió una orden atronadora, y sus hombres se colocaron en formación de revista.
Erguido sobre su montura, de paso elástico y elegante, al-Zagal inició la marcha seguida por las miradas atónitas de la multitud. El perfil aguileño del príncipe va pasando lentamente delante de los soldados, que contienen la respiración al sentir la penetrante mirada que emana de una faz de rasgos duros, aunque dotados de una extraña belleza. Aquel rostro de águila posee una expresión salvaje imposible de olvidar. Viste una sencilla túnica listada y, a la espalda, ciñe una espada en bandolera. Al rebasar al último soldado de la formación, se oyó la voz del almuédano llamando a la oración del Duhr (Medio Día) y el príncipe expresó su deseo de orar en la mezquita.
Cuando entramos en la ciudad, nos recibió una multitud lanzando vítores al príncipe. Telas multicolores colgaban del alféizar de las ventanas. Tras las celosías, se adivinaban sombras femeninas observando discretamente a la comitiva que, a duras penas, se abrió paso por las estrechas callejuelas.
En el umbral de la mezquita, el príncipe fue recibido por el imán, un anciano de largas barbas y la frente encallecida por las postraciones de la oración. Tras las abluciones preceptivas, descalzo y con la mirada baja, al-Zagal se dirigió lentamente hasta el mihrab. El templo es pequeño y muchos fieles tienen que seguir la oración desde el exterior. Siguiendo el ritual, los torsos se inclinaron formando un mosaico variopinto de túnicas.
Desde la mezquita, nos trasladamos al castillo donde el caíd agasajó al príncipe con un magnífico banquete. Concluido éste, el príncipe mostró su deseo de continuar su camino y los habitantes de al-Muqlín nos despidieron aclamando a al-Zagal hasta las puertas de la medina, donde, el griterío de un montón de chiquillos y los lamentos de un buen número de lisiados y mendigos que pedían caridad con las manos extendidas, nos acompañó un trecho fuera de la ciudad, hasta que mi señor Venegas les lanzó unas monedas, y aquellos desdichados quedaron atrás disputándose el dinero.
Cabalgando sobre un páramo reseco, la tarde transcurría lenta y pesada. El sol se fue transformando en una bola roja que pendulaba sobre las colinas. Una banda de grullas cruzó el cielo hacia Oriente. Comenzaba a caer la noche, cuando los caballos, barruntando la cercanía de la ciudad, avivaron el trote. Al coronar una loma, bajo un cielo amarillento, descubrimos entre los tules grises del anochecer los torreones de las murallas de la «Medina Roja» enredada en una vegetación esmeralda.
A menos de un cuarto de legua de la ciudad, el camino se iba ensanchando en una avenida empedrada y, a nuestra derecha, dejamos la cerca torreada que protege el cementerio de Sahal ibn Maliq.
Al cruzar Bab Ilbira, nuestros oídos se llenaron con el ruido de la medina. El aire vibraba de voces, sonidos metálicos, fragancias de comida y especias. De los figones salían humaredas que esparcían el olor denso del aceite mezclado con grasa de carnero. En los zocos, los clientes discutían acaloradamente el precio de la mercancía, en medio de una algarabía donde era imposible entenderse.
Entre el tintineo de los buriles de los grabadores, los golpes contundentes de los caldereros y los gritos de los pregoneros, la comitiva pasó sin que la población apenas nos prestara atención, harto acostumbrada a la incesante procesión de altos dignatarios que, por aquellos días, se dirigían a la Alhambra.
La presencia de al-Zagal en la Corte, no por anunciada dejó de causar revuelo. Algunos veían en él un peligro inquietante para la estabilidad del emirato. Era, decían, como meter una antorcha en un pajar. Otros bendecían su presencia, pues le consideraban un caudillo valeroso, que llegaba en un momento crucial, para ponerse al frente de un gran ejército capaz de enfrentarse a los cristianos.
El prestigio del que gozaba al-Zagal entre la tropa, preocupaba en grado sumo a la princesa Fâtîma. Sabía que su cuñado no solo poseía valor sino también una inmensa ambición. Ello, la llevó a aconsejar a su esposo que se deshiciera de él. «Viene con ansia de venganza —le dijo al Sultán—. He visto el rencor en sus ojos. Te cree culpable de la muerte de tu padre y nunca te perdonará que te hicieras con el poder. Mientras tu hermano esté en Granada, será como dormir con un escorpión bajo la almohada».
Para no contrariar a la sultana, siempre apoyada por el poderoso clan Abencerraje, Abu-l-Hasan tomó la decisión de alejar a al Zagal de la Corte y le nombró gobernador de Málaga.