El año de azrael

Desde que en Castilla reinaba Enrique IV, había cambiado la estrategia de la guerra. Contra la voluntad de sus nobles, que preferían la guerra de desgaste, con escaramuzas fronterizas que les proporcionaban un suculento botín; el monarca castellano decidió formar un gran ejército y efectuar incursiones en territorio musulmán. Así, entró en la Axarquía, taló la Hoya de Málaga y después se dirigió a Granada devastando la Vega. Lo que obligó al sultán a aceptar treguas, pagando parias.

El príncipe heredero, Abu-l-Hasan, se mostraba indignado con la política pacifista de su padre y alardeaba de que, cuando él ocupara el trono, Granada no pagaría más tributos a Castilla. Presumía ante sus amigos de haber saqueado la frontera de Jaén, mientras su padre firmaba treguas pagando las ya clásicas 12.000 doblas y liberando a 600 cautivos.

Como quiera que siempre hay aduladores deseosos de medrar divulgando confidencias, las aceradas críticas del príncipe llegaron a oídos del sultán, quien ordenó al heredero presentase ante él.

Reunido en el Mexuar con el consejo de ancianos de los linajes nobles, el emir recriminó a su hijo su egoísmo y presunción al querer ganar prestigio y fama personal, a costa de gastar hombres y energías en cabalgadas inútiles en la frontera, mientras el ejército cristiano atacaba el mismo corazón de Granada. Y le puso como ejemplo a su joven hermano Abu Abd Allah que, luchando bravamente, al frente de sus tropas, había conseguido detener el avance de los cristianos en la Vega. El emir prohibió a su hijo mayor abandonar Granada sin su permiso.

El príncipe jamás perdonaría a su padre aquella humillación, y en su ánimo quedó para siempre un amargo sentimiento de haber sido tratado injustamente.

En su incursión en la Vega, los cristianos habían quemado grandes extensiones de campos de cultivo, robado miles de cabezas de ganado y devastado huertas y alquerías. El invierno se presentaba sombrío con los graneros vacíos y gran escasez de animales. A esto, las fuerzas de la naturaleza se confabularon contra los granadinos y una lluvia espesa, que crepitaba día y noche sobre el empedrado de los callejones, inundó casas y tierras de labor. Las aguas del Darro subieron peligrosamente, cubriendo de limo la parte baja de la medina.

Las gentes miraban al cielo con temor y los astrólogos, coincidieron en anunciar que aquellas catástrofes se debían a la proximidad de una conjunción planetaria.

Los adivinos predijeron grandes calamidades, por tratarse de la conjunción más temible: cuando los planetas Marte, Júpiter y Saturno coinciden en el décimo cuarto grado de Acuario; entonces, la atmósfera se corrompe y enfermedades incurables atacan a hombres y animales.

Las lluvias constantes, echaron a perder los pocos sembrados que habían escapado a la furia de las hordas cristianas. En aquella tierra anegada, las semillas se pudrieron y sobrevino una hambruna como hacía años no se recordaba. Los caminos se tornaron más peligrosos, los viajeros eran asaltados por bandas de forajidos desesperados. Miles de ratas hambrientas invadieron la ciudad y la población, mal alimentada, fue presa fácil de las enfermedades. Y, pronto, apareció la temible peste bubónica.

En las largas noches de aquel invierno, los lobos bajaron de la montaña y merodeaban por los cementerios, atraídos por el hedor de los cadáveres. En las plazas y zocos el iluminado Alí Macer, vestido de harapos, con el dedo índice señalando al cielo, pedía penitencia y oración para aplacar la ira divina: «Está escrito —clamaba ante la multitud que temblaba de frío y hambre—, Granada será castigada. Allah pide venganza por nuestros pecados. Solo el fuego podrá purificar esta ciudad corrompida». A fin de evitar el contagio, los Venegas se trasladaron a su finca de la loma de la Higuera, mas para el anciano visir fue demasiado tarde, la epidemia ya había inoculado el ponzoñoso mal en su cuerpo y los esfuerzos de Ibn Yehudah por salvarle la vida resultaron inútiles.

La familia Venegas y todos sus servidores lloramos la muerte del venerable patriarca, tan querido por todos. Fue enterrado con honores de Gran Visir, y al funeral acudieron los principales miembros de la nobleza, encabezados por el príncipe Yahya alNayyar.

La peste trataba por igual a nobles y plebeyos. Nadie estaba a salvo de su influjo maléfico.

Coincidiendo con las predicciones de los astrólogos, en el cielo se produjeron fenómenos inexplicables que llenaron de pavor y zozobra a la población. Durante varias noches consecutivas apareció, sobre las torres de la Alhambra, un cometa horrible. Semejaba una cabeza humana de cuya boca salían lenguas de fuego. Al amanecer desaparecía y la nieve del monte Solayr se tornaba roja.

Yusuf al-Baljí era el astrólogo más reputado de Granada, sus predicciones siempre se cumplían, y el sultán lo mandó llamar a su presencia para que le revelase el significado de aquellos prodigios. Al-Baljí le dijo a Saad, que el cometa representaba a la bestia de la conjura con sus lenguas de fuego acechando su Palacio. La nieve roja significaba la sangre que costaría matar al monstruo, y le hizo una advertencia: debería guardarse cuando, al final del año, la Luna Llena entrara en la constelación de Virgo.

La noche en la que se produjo la temida conjunción planetaria, Azrael, el ángel de la muerte, desplegó sus alas negras y su sombra, cual densa niebla, se posó sobre la ciudad. Las gentes se encerraron en sus casas, perfumaron sus ropas y quemaron maderas olorosas para combatir la corrupción del aire. Una oscuridad asfixiante oprimía a la ciudad y en medio del silencio sobrecogedor que envolvía a la medina, se oyeron unos alaridos que parecían salir del infierno. Los más escépticos creyeron que se trataba de aullidos de lobos, mas la mayoría los identificó con la escalofriante llamada del Ángel de la Muerte. Atenazados por el miedo, nadie pudo conciliar el sueño oyendo el sonido lúgubre de la trompeta de Azrael.

Cuando la noche, al fin, plegó su manto de negra bruma y los primeros rayos del alba despertaron a la ciudad de su mal sueño, los granadinos descubrieron la tragedia. Algunos de sus vecinos colgaban de las ramas de los árboles de sus huertos y otros desaparecieron durante la noche y, después de varios días, el olor putrefacto que desprendían los aljibes, delató que se habían arrojado a los pozos. Nadie supo el motivo de estas muertes. ¿Se habían vuelto locos y se suicidaron? Jamás se llegó a descubrir. Tras el crudo invierno, llegó la primavera llenando el campo de flores y alegrando con su luz y su calor los corazones. Una mañana, los pregoneros de la Corte anunciaron que la princesa Fâtîma había dado a luz un niño.

Después de tantas desgracias, el pueblo celebró con regocijo la noticia del nacimiento del primer hijo varón del príncipe Abu-lHasan. Mas la alegría duró poco, pues se consideró de mal agüero que, el mismo día y a la misma hora del nacimiento del príncipe, la mujer de un sahumador del barrio del Albycín, diera a luz una criatura muerta con dos cabezas, hermafrodita y con los pies en forma de pezuña. Esto último ponía de manifiesto que aquel niño era un Efrit.

Conmocionado por este suceso, Abu-l-Hasan ordenó a los más prestigiosos sabios versados en astrología confeccionar la carta astral de su hijo. Éstos vaticinaron al infante una larga vida exenta de enfermedades, un carácter afable y comunicativo, poco dado a la ira y proclive a la benevolencia e investido de una intuitiva sapiencia para gobernar. Los astrólogos ocultaron los aspectos negativos; mas poco tiempo después se supo que la posición de los astros indicaba claramente que su reinado sería muy desgraciado y que, aquel niño, sería el último emir de la dinastía Nasrí. La predicción secreta de los adivinos corrió imparable de boca en boca, de casa en casa por toda la ciudad. El incierto destino del pequeño príncipe causó preocupación y temor entre la gente sencilla que, presintiendo el negro signo de los al-Ahmar, comenzaron a denominar al recién nacido: al-Zuguybi (el Desdichado). Al pequeño infante se le impuso el nombre del Profeta: Muhammad, añadiéndole la «kunya» Abu Abd Allah, con lo cual su nombre era idéntico al de su tío, al que se le conocía con el apelativo de al-Zagal (el Valiente).

Con motivo del nacimiento de su nieto, el sultán levantó el arresto que pesaba sobre su hijo Abu-l-Hasan y le autorizó a efectuar una incursión en tierra de cristianos; con el encargo de conseguir un buen botín de cereales y ganado que paliase la escasez de alimentos que padecía Granada.

Se había elegido un momento propicio. Los espías del sultán informaron de que el rey de Castilla estaba retirando tropas de la frontera granadina para entrar en guerra contra Aragón. Al frente de doscientos hombres de a caballo y ochenta bestias de carga, el príncipe Abu-l-Hasan salió en busca de un triunfo que le resarciera de los amargos días de su humillante arresto. Abu-l-Qasim Venegas quiso mostrar su afecto al príncipe, al que le unía una gran amistad, aportando a la expedición treinta jinetes de su mesnada, entre los que yo me encontraba, a las órdenes de su hermano Ridwan.

Informados de que la frontera sevillana era la más desprotegida, nos dirigimos a las feraces tierras de Istabba (Estepa). A las puertas de Medina Aryiduna (Archidona), salió a recibirnos su alcaide Ibn Ibrahim, quien rindió pleitesía al príncipe y nos agasajó con toda clase de atenciones.

El caíd de Archidona ofreció a Abu-l-Hasan un contingente de cien jinetes, al mando de los cuales puso a un joven capitán llamado Ahmed al-Haizar.

Camino de la frontera, cruzamos una extensa vega donde destacaba el sinuoso perfil de una inmensa roca en forma de cabeza humana, cuyo rostro miraba al cielo. Todos observamos llenos de curiosidad al extraño peñasco sin sospechar que, poco tiempo después, aquel paraje sería testigo del dramático y cruel final de Ahmed al-Haizar.

Según pudimos saber, la hija del alcaide de Archidona estaba locamente enamorada del apuesto Ahmed, mas el taimado alcaide, le puso al frente de la tropa con la aviesa intención de que no volviese con vida. Para ello, sobornó a un ballestero a fin de que le diese muerte en la primera escaramuza; ya que había prometido su hija al riquísimo alcaide de Alhama.

Como quiera que el tal ballestero era un lenguaraz fanfarrón, una noche, trastornado por el cannabis, se fue de la lengua y el siniestro plan llegó a oídos del príncipe, quien mandó ejecutar al felón. El joven Ahmed volvió sano y salvo a Archidona, mas la joven enamorada, que conocía las intenciones de su padre, huyó con su amado hacia Antequera. El implacable alcaide los persiguió hasta darles alcance en las márgenes del guadi al-Talyra (Guadalhorce). Acosados y sin esperanza, los dos jóvenes se encaramaron al enorme peñasco, se fundieron en un tierno abrazo y juntos se lanzaron al abismo, ante los atónitos ojos de sus perseguidores. El desdichado padre volvió a Archidona sumido en la aflicción. Y los cuerpos de los jóvenes fueron enterrados al pie de la roca, a la que, desde entonces, se le denomina con el nombre de «Peña de los Enamorados». Mas continuemos con el relato de nuestra incursión en territorio cristiano.

Después de una larga cabalgada entre frondosos olivares, acampamos junto al río Yeguas. La tarde era calurosa y busqué la sombra de un olivo para descansar de la agotadora marcha, donde un grupo de soldados se divertía escuchando a un veterano nâzir contar sus aventuras amorosas. El suboficial, al que todos llamaban al-Deb (el Lobo), tenía la nariz aplastada por un golpe de almádena que le daba un aspecto brutal; desde su oreja anillada, le cruzaba el rostro una enorme cicatriz; y su sonrisa sardónica mostraba unos dientes afilados como los de un lobo. Un joven soldado le preguntó:

—¿Nâzir, cómo son las rumiyyas en la cama?

—¡Muchacho! Las cristianas tienen la piel blanca como la leche, sus labios son dulces como las cerezas y sus pechos saben a miel. ¡Un verdadero manjar para disfrutar después de una batalla! Tú mismo lo comprobarás cuando crucemos esas montañas —dijo señalando la oscura silueta de la Sierra de los Caballos. Aquella noche, fuimos muchos los que soñamos con los dulces labios y los pechos de miel de las rumiyyas.

Al día siguiente, sin encontrar resistencia, penetramos en territorio enemigo. Efectuando cabalgadas rápidas sobre las desprevenidas aldeas diseminadas en una fértil vega, arrasamos campos, saqueamos graneros, secuestramos mujeres y asaltamos alquerías que nos proporcionaron un enorme botín en aceite, grano y ganado. Mas aquel reguero de fuego y destrucción que dejábamos a nuestro paso, estaba lejos de producirme el entusiasmo que veía en aquel ejército entregado al pillaje. Siempre consideré una villanía saquear y quemar las casas de los indefensos campesinos. A pesar de la orden de entregar cuanto se consiguiera en el botín, observaba cómo muchos soldados ocultaban, bajo sus ropas, alhajas y monedas de oro. La tropa podía tomar a las mujeres; solo se respetaban a las de condición noble, para pedir rescate o ser destinadas al harén del sultán.

La primera escaramuza, en la que encontramos una fuerte resistencia, tuvo lugar en un arrabal de Estepa, defendido por 150 lanceros que lucharon bravamente, dando muerte a treinta de los nuestros; mas pronto tuvieron que sucumbir ante nuestra superioridad numérica. La represalia fue terrible, no hicimos prisioneros, las casas fueron reducidas a cenizas y de las ramas de los árboles colgaron los cuerpos mutilados de los lanceros, cuyas cabezas y atributos masculinos adornaban los arzones de muchos de nuestros jinetes.

Entre espesas nubes de humo negro, me encontré con el temible al-Deib, quien me ordenó que le siguiera hasta una casa que aún no había sido pasto del fuego.

—En esa casa —me dijo con su sonrisa lobuna— he visto refugiarse a dos «palomitas».

La vivienda había sido saqueada y parecía deshabitada. El nâzir me señaló una escalera que terminaba en un pajar. Presa de un extraño frenesí, al-Dib subió al granero y comenzó a apartar los haces de mies, que se amontonaban bajo un cobertizo, hasta que aparecieron las cabezas de dos muchachas que nos miraban con los ojos desorbitados por el terror. Parecían hermanas y no tendrían más de trece años. «El Lobo» agarró por los cabellos a la que parecía mayor y la hizo salir del escondite, mostrando un robusto cuerpo de campesina. Ambos rodaron por el suelo y aunque él logró colocarse encima, la muchacha era fuerte y se defendía con arañazos y mordiscos, hasta que el nâzir extrajo la daga de su cinturón y la introdujo bajo las ropas de la joven. Al sentir el frío acero en su piel, la muchacha se quedó rígida. La afilada cuchilla desgarró la saya y dejó al descubierto la blancura inmaculada del cuerpo palpitante de la doncella. La punta del cuchillo bordeó unos pechos breves que culminaban en unos pezones rosados, encrespados hacia el cielo. Lentamente, el acero bajó por el ondulado vientre y se enterró entre los muslos, obligando a la muchacha a abrir las piernas.

El nâzir comenzó a agitarse violentamente sobre el cuerpo inerte de la adolescente. Aquello era tan vil, como alancear a una gacela muerta. Incapaz de seguir contemplando aquel acto infame, me dirigí a la puerta. En ese instante, oí a mis espaldas un grito desgarrador. Entonces, observé horrorizado cómo del costado de la joven brotaba un inmenso chorro de sangre, al tiempo que el desalmado al-Deib resoplaba sobre el cuerpo moribundo de su víctima. El canalla la había acuchillado mientras la gozaba. Una vez que hubo satisfecho sus instintos salvajes, limpió el arma en las ropas de la cristiana y con el rostro congestionado y los ojos inyectados en sangre me dijo:

—Muchacho, nunca dejes a tus espaldas a un enemigo vivo, aunque sea una mujer. Cuando termines con la otra mátala. Quedé atónito al ver a aquel suboficial comportarse como un vulgar asesino. ¿Acaso había olvidado que el Corán prohíbe matar a las mujeres? En la guerra, los hombres se vuelven locos y su crueldad supera a la de las fieras.

Me acerqué a la otra muchacha que permanecía acurrucada en su escondrijo sollozando, con el rostro oculto entre las manos. Me incliné sobre ella y le acaricié los cabellos con la intención de calmarla, pues temblaba de pies a cabeza. El amuleto que colgaba de mi cuello rozó su frente y ella alzó los ojos suplicantes. Unos ojos castaños enormes de cierva asustada.

—No temas —le dije en castellano—. No te haré daño, ni permitiré que nadie te lo haga.

La besé en la frente y me quedé montando guardia a la entrada de la casa.

Cargados con un rico botín en oro y plata, paños, sedas, grano y numerosas cabezas de ganado, el príncipe tomó la prudente decisión de regresar a Granada, pues los guías observaron movimientos de tropas cerca de Osuna. Al parecer, la noticia de nuestras correrías había cundido con rapidez por los términos de Arcos, Marchena y Écija y los cristianos se estaban agrupando en aquella ciudad.

Sobrecargados con un pesado botín, nuestra marcha era lenta e irregular. Poco después de haber iniciado la retirada, observamos la presencia de unos jinetes que nos seguían sigilosamente. Su número no nos inquietaba, mas nos preguntábamos qué pretendían.

Comenzaba a inclinarse el sol, cuando vadeamos, de nuevo, el río Yeguas. Con la intención de pasar la noche, acampamos al pie de un cerro en cuya cima se alzaba la solitaria silueta de un madroño, junto a una vieja atalaya donde se apostaron los centinelas. Abul-Hasan ordenó que una patrulla explorara los alrededores y averiguara quiénes eran aquellos jinetes que nos seguían. El sol se ocultaba lentamente tras la sierra de los Caballos, cuando los centinelas, desde el cerro del Madroño, nos alertaron de un gran número de hombres a caballo y a pie que nos cerraba el camino de retirada. No parecía que el ataque fuese inminente, habían acampado detrás del cerro y todo apuntaba a que esperarían al día siguiente.

Comencé a imaginar cómo aquel dulce paisaje, pronto se tornaría en un horrible campo de batalla. Las lomas aparecían moteadas de madroños en flor y las manchas rojas de las amapolas salpicando un campo pletórico de intensas tonalidades verdes hacía presagiar, si Allah no lo remediaba, la sangre que se derramaría sobre aquella bellísima campiña.

Al caer la noche sobre el campamento, sonó la espléndida voz del negro Ibn Labib llamando a la oración. Después, algunos hombres separaron los terneros que fueron sacrificados para la cena. Apenas habíamos empezado a saborear la exquisita carne de los becerros, cuando las inquietantes noticias que trajeron los exploradores, nos quitaron el apetito. No nos íbamos a enfrentar a una pandilla de campesinos mal organizados. Al mando de la misteriosa hueste que nos seguía, iba un jinete de pesada armadura, que uno de los guías, un cristiano renegado, reconoció como el temible hijo del conde de Arcos, Rodrigo Ponce de León. Y no estaba solo, a su tropa se había unido un numeroso contingente de infantes y caballeros a las órdenes de Luis de Pernia, alcaide de Osuna.

El miedo me atenazaba las tripas y en la boca sentía un sabor amargo. Me aterraba imaginar que podía morir y que mi cuerpo, pudriéndose en el campo, fuese devorado por los perros. Después de la cena, el príncipe se reunió con sus hombres de confianza a deliberar la estrategia a seguir. La noche era negra, sin luna, y algunos oficiales propusieron al príncipe aprovechar la oscuridad para escapar del cerco a través de la sierra. Mas para eso sería necesario desprendernos del ganado y parte de la carga que nos impedía movernos con rapidez. Abu-l-Hasan rechazó el plan, pues no quería regresar a Granada huyendo del enemigo y con un pobre botín.

Yo contemplaba taciturno la profunda negrura del campo sin horizonte de la que surgían los murmullos de los soldados, el tintineo de las escudillas, el susurro de una oración. Junto a mí, un soldado veterano, de barba entrecana, sacó el Corán de un precioso tahalí de cuero repujado y, a la luz de una fogata, comenzó a leer. A fin de templar mis nervios, decidí pasear y me mezclé con la tropa. Algunos soldados sentados en corros charlaban y reían despreocupados, otros permanecían pensativos junto a sus armas. Un grupo de jóvenes escuchaba las «proezas» de al-Deib; el nazir me hizo señas para que me acercase, yo seguí mi camino. Las hogueras se iban apagando y los hombres se rendían al sueño. Cuando regresé a mi sitio, el soldado de barba entrecana había terminado la lectura del Corán y miraba embelesado el firmamento. El cielo, tachonado de estrellas, mostraba una belleza deslumbrante. El viejo soldado, al percatarse de mi desvelo, me preguntó:

—¿Tienes miedo?

—Es la primera vez que entro en combate. Temo morir lejos de mi familia.

—La muerte llega cuando tiene que llegar. Allah dirige el trayecto de todos los dardos. Nuestro destino está prescrito y nadie morirá en ningún otro lugar ni hora que no sea la fijada por Allah ¡honrado y ensalzado sea!

Con la voz serena de aquel hombre de fe, resonando en mis oídos, me quedé dormido contemplando las estrellas que adornan las puertas del paraíso.

Me despertó el estrépito de unos soldados que acarreaban piedras para construir un parapeto. En medio de la oscuridad distinguí la corpulenta silueta de Rashid, su poderosa figura y su aplomo me infundían confianza.

En la oración del alba, imploramos al Todopoderoso protección y valor.

Dando escolta a nuestro amo, Sidi Ridwan, nos dirigimos a la tienda del príncipe, rodeada de soldados que montaban guardia en torno a un fuego. Rashid y yo nos unimos a ellos. Instantes después apareció el príncipe cubierto de una brillante armadura. Los tímidos rayos de la aurora prendían en los eslabones de su cota de malla, lanzando suaves destellos. Ante la mirada inquieta de cuantos le rodeaban, Abu-l-Hasan mantenía el rostro sereno, aunque pensativo.

Desde el cerro del Madroño, los centinelas vigilaban los movimientos del campamento cristiano. Todo parecía tranquilo. El príncipe rodeado de varios oficiales subió a la atalaya y vio a sus enemigos. Todos bajaron espantados de su número. Un capitán comentó:

—Durante la noche han recibido refuerzos. Parecen gente del Conde de Cabra.

—¿Por qué no atacan? —preguntó Ridwan Venegas. Rashid le anunció:

—Son tantos que no precisan el ataque por sorpresa. Lo harán cuando ellos lo juzguen conveniente, tal vez esperen a que el sol esté lo suficientemente alto para que no deslumbre.

—¡Estaremos preparados! —exclamó un joven oficial, desenvainando su espada.

Un arif acompañado de un campesino irrumpió en el séquito e inclinándose ante el príncipe manifestó:

—Señor, este pastor afirma conocer un camino secreto por el que podríamos burlar el cerco.

Abu-l-Hasan echó un vistazo a su alrededor esperando una respuesta de sus hombres de confianza.

Un veterano general tomó la palabra:

—Cuando la paloma logra escapar de las garras del azor, es éste el humillado y aquella la victoriosa. Si me permitís un consejo, alteza, esperar aquí nos perjudica y enfrentarnos a un enemigo tan poderoso no nos favorece, por tanto, huir no sería, en este caso, un acto de cobardía sino de astucia.

Las palabras del arraez quedaron en el aire en medio de un silencio denso, que fue roto por las voces de los centinelas: «¡Nos atacan! ¡Nos atacan!»

Todos corrimos a ocupar el puesto que en el plan de defensa nos habían asignado. Subí a mi caballo y me agrupé en torno a mi señor, junto a Rashid, siempre a su izquierda, al lado del broquel, a fin de evitar el choque de nuestras armas.

La voz valerosa del príncipe resonó en el campo:

—¡Soldados! Hoy tenemos la difícil tarea de enfrentarnos a un enemigo más numeroso que nosotros. A su fuerza hemos de oponernos con astucia y bravura, y si Dios quiere, venceremos. ¡Que Allah nos proteja! Allahu aqbar!

- Allahu aqbar! —gritamos con todas nuestras fuerzas. Los cristianos se acercaban galopando con las lanzas en ristre. Cuando estuvieron tan cerca, que podíamos distinguir sus rostros, los arqueros les lanzaron una andanada de saetas. Gran número de atacantes rodó por el suelo, otros avanzaron a galope hasta chocar con nuestras lanzas en un alboroto ensordecedor. De pronto, me vi encerrado en un infierno de sangre y muerte. Rodeado de un ruido espantoso. Los cascos de los caballos golpeaban el suelo, haciendo temblar la tierra. Los hombres que caían eran pisoteados como uvas. Gruñidos, relinchos, gritos, maldiciones y alaridos lo llenaban todo.

En medio de la carnicería, observé a un joven guerrero cristiano que, ciego de ira, remataba sin piedad a uno de los nuestros. El mancebo, imberbe y de cuerpo robusto, tenía rojo y rizado el cabello y el rostro hoyoso. En su brazo izquierdo sostenía una rodela en cuyo centro lucía un león. Se trataba de Rodrigo Ponce de León que con grandes gritos clamaba venganza por la muerte de su hermano.

El destello de una espada cruzó mi vista como un relámpago. La hoja desnuda avanzaba en línea recta hacia mi pecho. La figura de un hombre sobre un caballo enloquecido arremetía contra mí. Un giro instintivo de mi cintura esquivó el golpe y el escalofriante acero pasó rozando mi hombro. La inercia del golpe fallido echó al jinete hacia delante y la delgada hoja de mi espada se hundió en la garganta de mi enemigo que, antes de desplomarse, lanzó un grito horrible mientras intentaba taponar con una mano la herida, de la que brotaba un torrente de sangre.

Envalentonado, cargué con violencia contra un grupo de cristianos que habían cercado a mi señor. Logré dar una estocada en la cadera a un corpulento jinete que enarbolaba una enorme espada con ambas manos, al sentirse herido, quiso lanzarse sobre mí, mas el soldado de barba entrecana le envistió con su lanza, por un costado y lo derribó. Con una sonrisa de triunfo en su rostro me gritó: «¡Aún no ha llegado tu hora!» . Al tiempo que izando el brazo me mostró el Corán.

El combate se recrudeció, los aceros chocaban furiosos y de las bocas de los combatientes salían gritos desesperados y maldiciones, mientras la tierra se cubría de sangre. Mi señor Ridwuan Venegas, sobre su imponente caballo de guerra, luchaba con furor suicida. A su lado, Rashid peleaba como un tigre derribando a derecha e izquierda a cuantos le acosaban. Los heridos se multiplicaban y nuestros hombres caían uno tras otro. Sentí un mazazo en la cabeza, la vista se me nubló y caí del caballo. Entre una gran polvareda, que me asfixiaba, vi a Jasiyn pataleando con los intestinos fuera. Aturdido, noté que la sangre corría por mi frente y me cubría un ojo. En medio de aquel fragor intenso, me puse a buscar mi espada a cuatro patas; mas entonces, un brazo poderoso me levantó del suelo y me ayudó a encaramarme a la grupa de su montura. Percibí el olor del sudor del jinete que me izaba, mas no podía ver su rostro.

—¡Vamos, agárrate bien a mí! —gritó el caballero.

Entonces, reconocí a mi salvador.

—¡Rashid, que Allah te bendiga! —exclamé agradecido aferrándome al fornido rifeño.

Galopando a brida suelta, Rashid se dirigió hacia un bosque de encinas por el que huían en retirada los hombres del príncipe. Un grupo de jinetes cristianos se cruzó en nuestro camino para impedir la huida. Bramando como un toro, Rashid descargó un mandoble sobre el que parecía el jefe, partiéndole el cráneo. Amedrentados ante aquella fuerza salvaje, los cristianos volvieron grupas y se alejaron.

Asido al cuerpo de Rashid, apoyando mi dolorida cabeza contra su espalda, iniciamos una cabalgada frenética a través de un bosque sombrío, oyendo los estremecedores graznidos de los cuervos, que acudían al festín.

Una vez que nos adentramos en territorio granadino, los supervivientes del desastre, nos fuimos reagrupando cerca de una alquería. Todos presentábamos un estado lastimoso. Algunos mostraban cortes en el rostro y profundas heridas en su cuerpo, y eran muchos a los que les faltaba una oreja, un brazo o los dientes. Observé la mano del príncipe teñida de rojo. Bajo la desgarrada cota de malla que cubría su brazo izquierdo, corría un hilo de sangre que goteaba entre sus dedos. Los hospitalarios habitantes de la alquería acudieron solícitos con zaques de agua con la que lavar nuestras heridas y apagar la sed atroz que nos abrasaba la garganta. La cabeza me dolía como si un ejército de demonios pataleara mi cerebro; al palparme el rostro, percibí que lo tenía cubierto de sangre reseca. Siguiendo nuestro rastro, llegaron varios caballos sin jinete. Rashid me señaló un negro peceño de ojos brillantes.

—Ese caballo es el de mi amigo Amin ibn Masud, murió a mi lado atravesado por una lanza. Puedes quedarte con él. Es un caballo noble que ha tenido una buena doma.

Me acerqué al animal que me miró fijamente. Le tranquilicé susurrándole palabras cariñosas, mientras le acariciaba las crines. Al examinarle los ijares, reparé en algo que colgaba del arzón. Con gran pesar, reconocí el precioso tahalí del soldado de barba entrecana. Antes de que abandonásemos la alquería, la noticia de nuestra derrota ya corría por toda Granada. Aquel fracaso perjudicaba al príncipe sobre manera, minaba su prestigio militar y le hacía perder influencia en una corte donde se alimentaba una seria rivalidad con su hermano al-Zagal. Mas lo peor de aquel año aciago, aún estaba por llegar.

Hacía ya algún tiempo que el sultán sospechaba de las arterías y extraños tratos en que andaban los Abencerrajes con el rey de Castilla cuando, a través del alcaide de yebel Tariq (Gibraltar), los Banu al-Sarraj consiguieron que el monarca castellano recibiera a una embajada del sultán meriní de Fez que le invitó a cazar leones en África. Aquella extraña amistad entre los ambiciosos Abencerrajes y el rey de Castilla no podía traer nada bueno. Poco tiempo después de que el rey cristiano cruzara el Estrecho y visitara Sebta (Ceuta), el alcaide de Gibraltar se vendió a los cristianos y entregó la ciudad al duque de Medina Sidonia.

Cuando aún no se había repuesto el emir de la triste pérdida de yebel Tariq, llegó la noticia de la caída de Medina Aryiduna en manos de los caballeros de la Orden de Calatrava. La pérdida de Archidona fue muy dolorosa para Saad, que sentía un cariño especial por la ciudad donde había sido proclamado emir. Un golpe demoledor que a los Abencerrajes produjo una satisfacción malsana, ya que por el modo en el que se habían desarrollado los acontecimientos, les proporcionaba la ocasión de erosionar el poder de un emir al que detestaban.

Los detalles de la muerte cruel de los moradores de Archidona, pasados a cuchillo sin piedad mujeres, ancianos y niños, así como el trágico final de su alcaide, despeñándose desde el castillo para no caer vivo en manos de los cristianos, fueron utilizados por los Banu al-Sarraj para excitar el furor de las masas contra el sultán. Al que acusaban de negligente, por no haber acudido en socorro de la importante plaza.

Los amotinados ocuparon las mezquitas y las turbas, clamando venganza, amenazaban con asaltar el palacio del sultán. La Guardia de los Renegados aplastó la insurrección, y la sangre de los insurgentes cubrió las calles de Granada.

A fin de llegar al fondo de la subversión, el sultán ordenó al sahib al-Shurtâ (jefe de la guardia palatina) la detención de los cabecillas del partido Abencerraje, verdaderos instigadores de la revuelta. Acusados de alta traición y mantener relación secreta con Castilla, los Abencerrajes fueron sometidos a tortura hasta que confesaron, ante el Qadî al-Yama'a, haber urdido una conjura encaminada a derrocar al emir. Esa misma noche, mientras una terrible tormenta se abatía sobre Granada, entre el estruendo de los truenos y el resplandor incendiario de los relámpagos, los dos miembros más prominentes del clan, uno de los cuales era el visir Abu Abd Allah ibn al-Sarraj, fueron degollados y sus cabezas expuestas en las torres de la Alhambra.

La muerte de los Abencerrajes causó una profunda impresión entre la población. Los granadinos temían que estas ejecuciones fomentarían el odio y la venganza de esa poderosa familia, como así ocurrió.

La violenta reacción de los ofendidos no se hizo esperar. Los Abencerrajes, congregados en Málaga, alzaron como emir a Yusuf ibn Ismail, un anciano que había ocupado el trono de forma fantasmagórica durante el turbulento reinado de Muhammad el Zurdo.

Los Abencerrajes consiguieron, inmediatamente, el apoyo de Castilla y el nuevo emir logró ocupar, con tropas cristianas, toda la zona occidental del emirato y poco tiempo después la misma Granada.

Saad perdía el trono, la noche en que la Luna Llena entró en la constelación de Virgo