El médico judío

El arif, con un gesto enérgico, me entregó la espada y yo percibí un hondo sentimiento de orgullo. Aquella sencilla ceremonia significaba que se me reconocía como caballero y miembro de la guardia de la Corte.

Al ceñir el arma a mi cintura, apoyé la mano sobre la empuñadura y sentí que había alcanzado lo más alto. Sin poder contener la curiosidad, me acerqué al borde de la alberca y vi reflejada en el agua la figura de un apuesto guerrero. A mis diecisiete años, era un joven esbelto de anchos hombros y cuerpo de regulares proporciones. De mi rostro, había desaparecido la redondez propia de la niñez y se alargaba en una mandíbula enérgica, cubierta de una incipiente barba. De pronto, las aguas movedizas distorsionaron mi figura y en el espejo de cristal verde apareció, de forma fugaz, la faz cadavérica de mi padre. La visión me sobrecogió y tuve un mal presagio.

Cuando al caer la tarde, me dirigí a mi casa, a unos pasos de la puerta, llegaron hasta mí los gritos desgarrados de las plañideras. Un vecino salió a mi encuentro y me dio la noticia del fallecimiento de mi padre.

La primera vez que vi a mi joven amo, Ridwan Venegas, fue con motivo de una cacería a la que había sido invitado por el príncipe heredero, y yo fui designado por Rashid para darle escolta. Poco antes del amanecer, teníamos las cabalgaduras ensilladas y prestas para partir hacia el palacio de los Alijares, residencia del príncipe. Ridwan Venegas, seguido por Rashid, como una sombra, inició la marcha montando una yegua parda, de cabeza pequeña y hermosa grupa.

Aunque de mi misma edad, pues nacimos con apenas unos días de diferencia, mi señor parecía más joven. Su rostro aniñado traslucía un candor infantil que demandaba protección. Y su cuerpo orondo proclamaba una crianza en la abundancia y la molicie. La mañana era fresca bajo la niebla que subía del río. Gradualmente, la luz opaca del sol de invierno se abrió paso entre los sutiles velos que cubrían el cielo. Al coronar el cerro de los Alijares, la abundancia de luz celeste iluminó, a nuestros pies, el valle del Genil, donde jirones de niebla se enredaban en las choperas.

El palacio al-Hijar se me antojó de una belleza irreal; envuelto en una ligera capa de escarcha, semejaba un castillo encantado. Se dice, que en sus suntuosas salas el príncipe Abu-l-Hasan y sus amigos se solazan con bacanales, donde el vino y el hachís arrastran a orgías desenfrenadas.

La residencia del príncipe se alza en mitad de un jardín paradisiaco: gamos, pavos reales, y animales exóticos traídos de países remotos retozaban entre sauces, cedros y cipreses. Transparentes estanques, repletos de peces multicolores, reflejan la singular belleza que los circunda. Un camino, entreverado de sotos, conducía al bosque donde el sultán tenía su reserva de caza. En la explanada, delante del palacio, los jóvenes nobles, amigos del príncipe, departen animadamente. Abu-l-Qasim Venegas, hermano de mi señor, lanzaba grandes risotadas que surgían de su corpachón recio y poderoso; su cuñado, el príncipe Yahya ibn Salim al-Nayyar se muestra sonriente a su lado, luciendo orgulloso su barba rojiza, herencia de su bisabuelo Muhammad el Bermejo, y no teñida de alheña como creen algunos. También se encuentra Ibrahim ibn al-As'ar del partido Abencerraje, así como su compinche Faray ibn Qumasa. Todos bromean entre sí y parecen gozar de muy buen humor, tal vez por efecto del delicioso zebibi, el licor de pasas que beben para combatir el frío de la mañana. Ridwuan Venegas se une al grupo, mientras Rashid y yo permanecemos a una prudente distancia junto a otros escoltas y a los monteros de rehala.

Poco después, precedido de un mayordomo, y un séquito de lacayos, apareció Abu-l-Hasan. El príncipe heredero supera en estatura a todos los presentes. Su semblante risueño no oculta la dureza de un rostro de altos pómulos, suavizado por una barba negra extremadamente cuidada. Pese a su juventud, su personalidad es avasalladora, la mirada emana poder y sus ardientes pupilas infunden temor.

Tanto los jóvenes nobles, como los sirvientes nos inclinamos en una profunda reverencia.

Antes de iniciar la montería, reponemos fuerzas con unas pechugas de capón, sazonadas con ajo y cilantro, que nos sirven unos criados en bandejas de plata.

A una señal del príncipe, un montero hace sonar la trompa, y al toque lúgubre de la cuerna se produce la estampida de los caballos que irrumpe como un trueno en el sosegado bosque. Los monteros sueltan la traílla y los galgos se disparan en medio de una algarabía de gritos y relinchos.

Inmerso en aquel tumulto, me siento desorientado. Intento no perder de vista la maciza figura de Rashid, que me precede. Jasiyn obedece mis órdenes y galopa dócil en la alocada carrera. El terreno desigual oculta hoyos que ponen en peligro la estabilidad de las cabalgaduras y las ramas de las encinas y los castaños, cual brazos de estafermo, amenazan con descabalgarnos. Las voces excitadas de los ojeadores anunciaron el rastro de una pieza. Los jinetes enfilaron un sendero que conducía a una cañada. Veo cómo, delante de mí, el caballo de Rashid salta un obstáculo y, enseguida, aparece un enorme tronco cruzado en el camino. Jasiyn rehusa el salto, se detiene en seco y me arroja de la silla. Sentí el choque violento de mi cabeza contra la corteza áspera y rugosa del árbol caído. El golpe me dejó conmocionado. El brazo izquierdo había quedado aprisionado entre mi cuerpo y el madero. Cuando intento moverlo, me produce tal daño, que no puedo reprimir un grito de dolor. Rashid acudió presto en mi ayuda.

—¡Mi brazo, no puedo moverlo! —le grité dolorido. El rifeño consiguió liberar el miembro completamente torcido y, sirviéndose de mi turbante, confeccionó un cabestrillo.

—Para ti ha terminado la montería. Me temo que el brazo está roto —comentó mientras me ayudaba a levantarme. Triste y taciturno abandoné la cacería. En mi primera misión había fracasado. Temí que Rashid no volviera a confiar en mí. El viaje de regreso fue un suplicio. Cada movimiento de mi montura, me producía un dolor insoportable.

Tras doblar un recodo del camino, me encontré con un hombre que caminaba con un hatillo de hierbas sobre la espalda. Al observar la expresión de dolor en mi rostro, me preguntó si estaba herido. Le dije que me había caído del caballo, y él me pidió que desmontara y le dejase examinar el brazo.

No hablaba bien el árabe, era de mediana edad, tenía los ojos pardos y la barba rala. Vestía su cuerpo magro y menudo con un raído kaftán, y la cabeza envuelta en un descolorido turbante negro.

—Soy médico —me dijo con su extraño acento.

Me palpó el brazo y al instante percibí, que las manos de aquel hombre poseían un don especial. Las yemas de sus dedos transmitían una cálida fuerza.

Hizo que me tendiese sobre el suelo. Me agarró el antebrazo y, de un giro certero, me encajó el hueso. Después del tremendo dolor, sentí un gran alivio. Cuando me vio más calmado, recogió algunas ramas y entablilló la extremidad dañada. Con una amplia sonrisa, me indicó que ya podía continuar mi camino. Yo no sabía cómo pagar a aquel hombre su buena acción.

—No te preocupes —me dijo—. Con tu gratitud me siento pagado, pues yo soy deudor de las gentes que me han acogido en esta bendita tierra. Dentro de unos días, ven a verme, a fin de verificar la evolución de la fractura. Pregunta en el Barrio Judío por Samuel ibn Yehudah de Córdoba.

Con estas palabras se alejó por un camino de cabras que se perdía tras una loma.

Cuando pregunté en el Rabad al-Yahud por el médico de Córdoba, me indicaron el final de una calle que terminaba en un descampado donde jugaban unos niños. Uno de ellos me llevó hasta una humilde casa de barro con el techo de carrizo.

El judío me recibió afablemente y, enseguida, se interesó por el estado de mi brazo. Al dejarlo al descubierto, la inflamación había bajado y la mejoría era evidente. Tomó unas tablillas para fijar la fractura, me aplicó un nuevo vendaje y me advirtió que debía tener paciencia ya que la recuperación sería lenta.

Le entregué un par de palomas y un pastel de almendras, que mi madre había elaborado para él.

El médico me agradeció el presente mas solo aceptó el dulce. Las aves se las dio a su criado, un muchacho tullido que soplaba el fuego, donde una poción de hierbas cocía a borbotones.

—No como carne —dijo disculpándose—. Solo me alimento de verduras y de las jugosas raíces que encuentro en el campo. En la penumbra de la estancia, el fuego de la chimenea alargaba la sombra, algo encorvada, del judío hasta el techo. Sobre una de las paredes, se alineaban unos toscos tablones sosteniendo algunos libros y muchos tarros conteniendo aceites vegetales y ungüentos de diferentes colores. Por todo mobiliario, junto a un ventanuco, tenía una gran mesa sobre la que había toda clase de objetos extraños.

Al observar el médico, el interés que mostraba por aquellos artilugios, para mí desconocidos, creyó oportuno darme una explicación.

—Estos objetos son las herramientas de las que nos servimos los médicos para curar ciertas dolencias: cauterios, embudos, alambiques, escalpelos, cánulas, forceps, espéculos. Las curaciones, por sorprendentes que parezcan, no son nunca producto de la magia, ni esos instrumentos son mágicos. Todos los conocimientos que he adquirido para curar las enfermedades de los hombres, están basados en libros escritos por sabios, cuya ciencia les ha sido revelada por Dios. No hay que olvidar que, como decía el sabio andalusí Ibn Zuhr, «el médico receta, mas solo Allah ¡loado sea! cura». A pesar de haber dedicado toda mi vida a librar a los hombres de las garras de la enfermedad y la muerte, he sido perseguido e injuriado en mi tierra natal, Córdoba, donde gozaba de prestigio y reputación.

—Y, ¿cuál ha sido la causa de la persecución? —pregunté intrigado.

—La envidia y el odio a los de mi raza —contestó el judío con un rictus de amargura en su rostro—. El dedo acusador de los jueces cristianos me señaló como embaucador, obrador de hechizos y sanador de enfermedades por artes diabólicas. Mis esfuerzos por demostrar la base científica de mis conocimientos, resultaron baldíos; pues la verdadera causa de mis detractores era apoderarse de todos mis bienes. Con lágrimas en los ojos he abandonado la tierra de mis padres, mi casa y mi familia, huyendo de los fanáticos rumis que pretendían acabar con mi vida.

—Y siendo un hombre reputado, ¿no hubo nadie que impidiera tal injusticia?

—Por desgracia, la historia de los judíos en el reino de Castilla está escrita con sangre. Pues sufrimos el desprecio de los nobles, que tienen que mendigarnos el oro para financiar sus guerras; somos odiados por los pobres que ansían nuestras riquezas; aborrecidos por los intransigentes religiosos que nos culpan de la muerte de su Dios y calumniados por los ignorantes que envidian nuestros conocimientos. Desde hace muchos años somos vejados, perseguidos y asesinados sin piedad. Hay lugares en Castilla donde los judíos son obligados a llevar el aljaraz. Y cualquier motivo es bueno para acusarnos de crímenes y sacrilegios que no hemos cometido. La noticia de la muerte de un rey, la derrota de los ejércitos cristianos o la sequía de los campos son pretextos suficientes para que los cristianos tomen las armas contra los indefensos judíos y los asesinen, arrebatándoles sus posesiones, pues no hay matanza que no vaya acompañada del correspondiente saqueo.

Durante mi convalecencia, visitaba con asiduidad al médico judío, incrementando mi amistad y admiración por aquel hombre sabio. La reputación de Samuel ibn Yehudah fue en aumento, y cada vez que iba a verle, encontraba una multitud esperando a su puerta, en busca de remedio para sus dolencias: ancianos de tez amarilla y mirada mortecina, niños atacados de sarna, hombres cubiertos de llagas, mujeres encorvadas por, quién sabe qué, dolor interno. Nunca aceptó pago alguno por las atenciones que me prodigó, y cuando recobré la fuerza y la movilidad de mi brazo, me prometí a mí mismo recompensar de alguna manera su desinteresada buena obra.

La ocasión se me presentó poco tiempo después.

Como cada año al comenzar el estío, se reanudaron las hostilidades en la frontera. El príncipe Abu-l-Hasan ansioso de pelea y con la ilusión de ganar gloria caballeresca, reunió un escogido ejército de buenos jinetes y se dirigió a la frontera de Jaén. Su lugarteniente era el mayor de los Venegas, Abu-l-Qasim. Arrasando cuanto encontraban a su paso, se apoderaron de varios castillos y a punto estuvieron de entrar en Jaén, cuyo arrabal incendiaron, sembrando el pánico entre sus habitantes. El príncipe regresó a Granada cargado de un inmenso botín, aunque con muchos de sus hombres heridos, entre ellos su lugarteniente. En la conquista del castillo de Solera, Abu-l-Qasim había recibido un flechazo en la pierna. Yo me encontraba en casa de los Venegas, cuando le trajeron herido entre varios soldados. Le tendieron en su lecho, donde permanecía con los ojos cerrados y el rostro de cera, hasta que llegó un haqím, y varias sirvientas portando vendas y jofainas rodearon al doliente. La herida, un palmo por debajo de la rodilla, aparecía horriblemente desgarrada. Quien quiera que hubiese extraído la flecha no era precisamente un experto.

Los soldados me contaron que, al ser herido, Abu-l-Qasim ordenó que le arrancaran la saeta allí mismo, permaneciendo montado en su caballo hasta que el castillo fue tomado. El médico lavó la herida, la cubrió con un emplasto de hierbas y la vendó.

En días consecutivos, el haqím le visitaba sin conseguir que mejorara. A pesar de sus elaborados remedios, la herida no cerraba. El hijo del visir comenzó a temer que podía quedar tullido. Sus ataques de furia eran terribles. Fue entonces, cuando le hablé a Rashid del prodigioso médico judío que me había curado el brazo. Mi maestro se lo hizo llegar al anciano visir, quien ordenó se hiciese venir de inmediato al judío. Se me encargó que fuese a buscarlo y así lo hice, acompañando al médico de Córdoba hasta el lecho del enfermo.

Cuando Samuel ibn Yehudah retiró los vendajes de la pierna, ésta presentaba un color amoratado y la inflamación se extendía del tobillo a la rodilla. Samuel olió la herida, de un aspecto horrible. Sin dudarlo extrajo de una bolsa de cuero unas pinzas y varios estiletes, y me ordenó que los metiera en un brasero hasta ponerlos al rojo. Hizo dormir al herido con opio y le amarró con correas los brazos y las piernas.

Mientras cortaba la carne tumefacta me comentó:

—A pesar del mal aspecto de la herida, creo que hemos llegado a tiempo. Si la putrefacción hubiese alcanzado a la médula, moriría sin remedio.

Yo contemplaba aterrado, cómo el afilado estilete se abría paso en la carne púrpura. La flecha había astillado la tibia y el médico extraía con las pinzas las esquirlas clavadas en le hendidura. Utilizando hierros candentes cauterizó la herida y en pocos días Sidi Abu-l-Qasim estaba curado, si bien la pierna quedó marcada con una profunda cicatriz.

Samuel ibn Yehudah fue designado al-hakím de la familia Venegas, con casa y sueldo fijo.

Mi deuda quedaba saldada.