Aprendizaje

La grave dolencia de mi padre, se manifestó en forma de bubas en el cuello y las axilas. Un tabíb sajó los tumores, con lo que experimentó una ligera mejoría, mas la fiebre persistía y aquella larga enfermedad trajo consigo la penuria económica a mi casa.

Mi padre me hizo saber que, como hijo mayor, tendría que hacer frente a la difícil situación por la que atravesaba la familia. Yo me mostré dispuesto a afrontar tal responsabilidad y le comuniqué mi deseo de alistarme como soldado. Sugerí hacerlo en la tropa de Ahmed al-Zegrí. Según mi amigo Alí, los soldados del famoso caudillo, eran los mejor pagados de Granada. Mas mi padre pensó en algo menos arriesgado y decidió que debía entrar al servicio de Sidi Ridwuan Venegas; a quien visitaríamos, una vez terminaran los festejos de la boda del príncipe heredero Abu-l-Hasan con la princesa Fâtîma. Sin embargo, mi sueño era ganar fama y fortuna como soldado.

A lomos de un viejo asno, con la palidez de la muerte reflejada en el rostro, mi padre se dirigió a la finca que los Venegas poseían en la loma de la Higuera. Yo caminaba a su lado cuidando que, su debilitado cuerpo, se mantuviese firme sobre el animal. El anciano visir Ridwan Venegas había dejado los asuntos de la corte en manos de su hijo Abu-l-Qasim, y cada vez pasaba más tiempo disfrutando de la tranquila vida campestre; gozando del juego del ajedrez y la caza con halcón.

La casa de campo estaba rodeada de frondosos huertos que el visir había hecho plantar de almendros, cerezos, naranjos y limoneros.

Un mayordomo nos condujo a través de vastas estancias, adornadas de ricos tapices, hasta un patio donde susurraba una fuente. A los pies de un naranjo, habían dispuesto un tayfur (mesa baja) con bandejas de plata conteniendo dátiles y racimos de uvas, y jícaras de menta. Tras la mesa, reclinado sobre almohadones de brocado, un anciano de aspecto grato y digno nos animó a acercarnos. Mi padre realizó una profunda reverencia y yo, azarado y torpe, intenté imitarle. Estábamos ante el poderoso visir Ridwan Venegas.

El noble anciano se interesó por el mal que aquejaba a mi padre y, al verlo tan frágil, le instó a sentarse, preguntándole el motivo de nuestra visita. Me sorprendió que el visir hablara a mi padre en castellano. Después, comprobé que esta lengua era usada con asiduidad entre los miembros de la familia Venegas.

—Señor —dijo mi padre con voz débil—, éste es mi hijo Said. Y puesto que mi delicada salud no me permite seguir a vuestro servicio, os ruego que lo toméis a él en mi lugar y entre a formar parte de vuestra servidumbre.

—Y ¿qué sabe hacer el muchacho? —preguntó el anciano.

—Tiene conocimientos de matemáticas, y ha estudiado en la Madrasa —replicó mi padre con orgullo.

—Así que... en la Madrasa —murmuró el visir, fijando en mí su mirada.

—Así es, mi señor —confirmó mi padre.

—Bien, parece un joven despierto. Tal vez, pueda comenzar como aprendiz de mi escribano.

—¡Señor! —exclamé sin poder contenerme—. No he dejado la escuela para continuar con el cálamo en la mano. Mi deseo más ferviente es empuñar la espada y luchar por Granada —dije con determinación.

—¡Perdonadle, señor! —replicó mi padre alarmado por mi osadía—. Es muy joven y al parecer los estudios le han hecho insolente, mas es un buen muchacho. Sabe leer correctamente y posee una bella caligrafía.

El venerable anciano esbozó una sonrisa y, mirándome fijamente, sentenció:

—Si deseas luchar por Granada, lucharás. Quedas enrolado en mi mesnada, como escolta de mi hijo Ridwan. Vivimos tiempos difíciles y no sobran voluntarios en esta larga guerra.

A continuación, llamó a un mayordomo para que hiciera cumplir sus órdenes, y dirigiéndose a mi padre añadió:

—Ve a las caballerizas y dile al palafrenero mayor, que elija un caballo para el muchacho.

—Gracias, mi señor. ¡Que Allah os recompense con su dilatada protección! —asintió mi padre, inclinándose hasta casi tocar el suelo.

El mayordomo nos llevó a un patio trasero, donde unos soldados holgazaneaban junto a una alberca. Allí, fui presentado al que sería mi maestro: Rashid ibn Talib, un corpulento rifeño de fuerza hercúlea y corazón noble, ayudante de campo y responsable de la seguridad del hijo menor del visir. Desde ese momento, estaría a sus órdenes en las tareas de vigilancia y defensa de nuestro amo. Para ello, tendría que aprender equitación y a manejar con destreza la espada y la lanza.

Rashid nos acompañó a las caballerizas. Quedé deslumbrado ante la inmensa manada de corceles de todas clases, que se agitaban nerviosos en el establo. Un palafrenero examinó a varios animales y se decidió por un fornido pelirrojo, de largas crines y robustas patas.

—Para un principiante, es lo mejor que tengo —dijo el caballerizo, mostrándome el rocín—. Tiene buena alzada, es resistente y su tranco lateral suaviza el cabalgar cuando galopa.

Aquella «alhaja» era, en realidad, un penco resabiado y montaraz que me causó no pocos sinsabores, y al que nunca logré domeñar. Por su condición de castrado le llamé Jasiyn (Eunuco).

Solo disponía de dos días, antes de presentarme con mi cabalgadura en la Plaza de Armas del Alcázar, para iniciar mi aprendizaje. En ese tiempo, Rashid me enseñó a utilizar con suavidad la almohaza y a susurrar palabras cariñosas al terco equino, a fin de ganarme cuanto antes su confianza. También me instruyó en el arte de montar a la jineta, con el estribo corto, a la manera que lo hacen los caballeros árabes; a empuñar la espada con firmeza y a moverla como una prolongación de mi brazo.

El sol asomaba tímidamente en el quebrado horizonte del bosque de la Sabiqa, cuando tomamos un amplio sendero, bordeado de altísimos cipreses, que conducía a los rojizos torreones que sobresalían entre la espesa vegetación. Cabalgando al lado de mi maestro, procuraba mantenerme, lo más erguido posible, sobre el inestable lomo de Jasiyn. Después de coronar una loma perfumada por el agreste olor del boj, quedé sobrecogido ante el imponente Alcázar. Era la primera vez que veía de cerca el palacio del sultán. Aquello, más que palacio, semejaba una ciudadela fortificada por imponentes murallas almenadas.

La fortaleza palatina era conocida con el nombre de Medinat alHamrâ (Medina Roja), porque tras el recinto de sus rojizas murallas se escondía una medina con su mezquita, mercados, talleres y lujosas residencias para los altos mandatarios de la Corte. El palacio era, en realidad, un conjunto de vastos edificios con suntuosas mansiones donde residía el emir y su familia, sus concubinas, esclavos y sirvientes; contenía, además, cámaras para los funcionarios así como cuarteles, depósitos de armas, caballerizas y mazmorras. Las salas se comunican entre sí, a través de deliciosos patios y jardines donde el agua transparente y vivaz saltaba sobre preciosas fuentes de mármol, esparciendo gotas de rocío que daban un agradable frescor a las estancias.

En la puerta de la ciudadela, Rashid mostró a un oficial de palacio un salvoconducto. Desmontamos, y unos mozos de cuadra se hicieron cargo de nuestras cabalgaduras. Los soldados que montaban guardia, se echaron a un lado para dar paso a Rashid, que me precedía; yo seguía los pasos del corpulento rifeño, ante cuya presencia se abrían las puertas como por arte de magia. Para llegar a la Plaza de Armas, era preciso cruzar varios pasadizos fuertemente vigilados. Mientras los cruzábamos, Rashid me iba indicando a lo que se destinaba cada edificio y me advirtió: «Pon atención en el recorrido, a partir de mañana tendrás que hacerlo tú solo».

Junto a las caballerizas y los almacenes, nos topamos con un amplio recinto destinado a los esclavos. Separado de éste por un estrecho callejón, había una almazara además de los talleres de los artesanos. Por un retorcido pasillo se llegaba a un patio donde se hallaba la sala de descanso de los oficiales, y frente a ella se encontraba el cuartel de los Renegados, la guardia palatina que, como era tradición en la dinastía Nasrí, velaban por la seguridad del sultán y gozaban de toda su confianza, pese a su condición de cristianos renegados.

La Plaza de Armas era un extenso patio rectangular, cuyo extremo norte estaba dominado por la Torre del Homenaje. Desde allí, el sultán solía contemplar los ejercicios de la tropa. El centro de la plaza, lo ocupaba un grupo de jóvenes alineados en formación de revista. Rashid me indicó un lugar de la fila, donde debía colocarme. Mi rostro casi imberbe y refinado, contrastaba con el tosco y rudo de los otros muchachos, en su mayoría campesinos curtidos por el sol. Habían sido seleccionados en la última leva, por sus excelentes condiciones físicas, para la escuela militar palatina, donde serían adiestrados en la lucha, tiro de ballesta y equitación.

Cada mañana, los oficiales de la guardia real ejercían de maestros de los jóvenes aprendices. El adiestramiento se realizaba con bastones, a modo de espadas o lanzas. Con ardor juvenil, nos enfrentábamos a la pericia de nuestros maestros que, entre gritos de rabia y alaridos, nos hacían rodar por el suelo, con lo que no faltaban los esguinces ni las luxaciones. Eran ejercicios agotadores, muy eficaces para adquirir agilidad en los movimientos y elasticidad en los músculos.

Por la tarde, salíamos a campo abierto a ejercitar, sobre las monturas, lo aprendido por la mañana en la lucha cuerpo a cuerpo: lanzando y esquivando mandobles, galopando o saltando sobre zanjas y barrancos, simulando emboscadas. Jasiyn hacía gala de su intemperante carácter, desobedeciendo mis órdenes y huyendo de las refriegas. De nada servían mis gritos maldiciendo su estampa ni que le fustigara con rabia los ijares, su terquedad era indomable.

Los ejercicios de lanza se ejecutaban en la explanada de la alMusara. A galope furioso arremetíamos contra un estafermo que, impasible, nos esperaba con los brazos abiertos. Si el golpe de lanza no era certero, el muñeco giraba sobre un gozne y los sacos de arena, que colgaban de sus brazos, golpeaban en las costillas o la cabeza del atacante, haciéndole rodar por el suelo, entre la mofa y las risotadas de los compañeros.

Antes de la cuarta oración, devolvíamos los caballos a los establos y aprendíamos a bruñir las armas que, una vez pasara el periodo de adiestramiento, serían nuestras.