Cierto día, al observar que mi madre se cubría con la almalafa y se disponía a salir a la calle, no pude evitar un gesto de extrañeza pues, desde hacía un tiempo, no se apartaba un instante del lecho donde yacía mi padre aquejado de unas terribles fiebres que le provocaban continuos vómitos. Después de dar instrucciones a mi hermana Layla para que se quedase al cuidado del enfermo, me pidió que le acompañase a la casa del abuelo Said. Durante el camino, me informó de la llegada de su hermano Abd Allah, a quién yo no conocía, aunque sí había oído hablar de él. La historia de mi tío Abd Allah, el aventurero, ocupaba un recuerdo privilegiado entre la familia y la había escuchado cientos de veces.
Se decía que, siendo un adolescente, abandonó sus estudios en la Madrasa para hacer la peregrinación a La Meca en compañía de un mercader de sedas, un gigante de tez oscura que, a lomos de un camello blanco, recorría las calles de Granada vendiendo fardos de seda y terciopelo que él decía traídos de Oriente. Aquel gigante, de impresionante aspecto, contaba historias fascinantes de mundos remotos poblados de gentes diversas y paisajes de ensueño que incitaron la pasión por los viajes al joven Abd Allah. Cuando pasó el tiempo y mi tío no regresó, la imaginación de algunos se encendió y divulgaron por el barrio que el estrafalario y gigantesco negro era, en realidad, un Efrit que mediante hechizos se lo había llevado para siempre.
Mas cierto día, después de muchos años, Abd Allah apareció convertido en un hombre inmensamente rico y la gente achacó su buena suerte al poder mágico de los genios.
Él, sin embargo, contaba que en sus viajes por el mundo, había adquirido conocimientos que le permitieron dominar el difícil arte del comercio. Cruzando selvas y desiertos aprendió lenguas extrañas y conoció parajes y gentes insólitas. Y Allah misericordioso le compensó de sus fatigas y calamidades, ayudándole a amasar una fortuna que amplió adquiriendo un barco con el que navegó hasta los remotos países de Oriente, incrementando sus negocios en el mercado de la seda y las especias. Había fijado su residencia en Medina Malaqa (Málaga), donde era considerado uno de los hombres más ricos de la ciudad.
La repentina muerte de mi abuelo le sorprendió en uno de sus viajes y, ahora, había venido a visitar la tumba de su padre y hacerse cargo de la parte de la herencia que le correspondía. Mi tío llegó como un príncipe, rodeado de criados armados de dagas, y veinte burros cargados de sedas, marfil y especias. Ante la casa de mi abuelo, se había congregado una multitud de curiosos, que observaba a los criados descargar las mercancías. Delante de la puerta, se pavoneaba un joven bellísimo de cuerpo esbelto y fino talle, que nos miró con arrogancia. Algún tiempo después, supe que se trataba del eunuco encargado de hacer más placenteros los viajes de mi tío, cuando éste se encontraba lejos de sus concubinas. Al pasar el umbral, nos cruzamos con un negro de mirada huidiza que acarreaba agua desde el aljibe para abrevar a las caballerías. En el interior de la casa, sonaba la voz potente de mi tío, de un asombroso parecido con la de mi abuelo, dando órdenes a los criados, que apilaban, sobre la pared de la sala, fardos multicolores de seda y depositaban en el suelo arquillas de madera que destilaban aromas de canela, menta, clavo y nuez moscada. Al ver a mi madre, mi tío Abd Allah vino hacia nosotros con los brazos abiertos, mostrando una amplia sonrisa. Yo me sentí estrujado entre unos brazos vigorosos que me apretaban efusivamente. La indumentaria multicolor de tacto suave, así como los dedos profusamente anillados proclamaban su prosperidad. Mi tío poseía el porte arrogante y altivo de los triunfadores. De un cofre de cuero repujado con remaches plateados, sacó un chal de seda verde esmeralda con motivos vegetales bordados en finos hilos de oro, que entregó a mi madre. Él la llamaba «pequeña Ayxa» y ella sonreía complacida, mientras se cubría los hombros con el precioso regalo de su hermano.
Desde aquel día, mis visitas clandestinas a Yawhara quedaron interrumpidas. Mi tío había llenado la casa de criados y no faltaban fisgones que acudían a todas horas a husmear las exóticas mercaderías. Después de algunos días, cuantas veces intenté aproximarme a Yawhara para decirle cuanto la echaba de menos y lo mucho que la amaba, me lo impedía la presencia inoportuna de un sirviente o la disculpa por el ineludible deber de una tarea doméstica. Comencé a sospechar que todo aquello no era casual, pues sus ojos rehuían mis apasionadas miradas, y en su trato había una frialdad que me helaba el corazón.
Durante el tiempo que mi tío permaneció en Granada, la casa de mi abuelo se convirtió en un bazar por donde desfilaban gentes de toda condición. Mas era al atardecer, una vez que los criados encendían las lámparas de aceite y quemaban incienso y ámbar, cuando el patio se llenaba de vecinos curiosos, que acudían a saludar al rico comerciante y a oírle contar las aventuras de sus fabulosos viajes. Aquellos hombres, que nunca habían salido de su tierra, le escuchaban extasiados. Cada noche, con su poderosa voz, Abd Allah el aventurero, sentado sobre una preciosa alfombra de Ispahán, les relataba sus andanzas por el mundo:
—¡Amigos míos! Sabed que todo viaje que emprende el mercader, tiene el amargo comienzo del abandono de su hogar, sus mujeres, hijos y amigos. La fecha de partida está marcada, mas nunca sabrá la del regreso —con estas palabras comenzaba su relato, y una vez que captaba el interés de los presentes continuaba—: Durante mi vida he realizado muchos viajes, y cada uno de ellos ha constituido una aventura como la que ahora os voy a narrar:
Yo era aún muy joven y por aquel entonces vivía en la ciudad de Fez, madre de culturas milenarias, donde ejercía el oficio de ropavejero, un negocio que apenas me permitía mal vivir. Porque os he de confesar que, antes de conseguir este bienestar y desahogo del que ahora disfruto, he soportado desgracias y penalidades, mas también alegrías y recompensas. Todo por voluntad del destino, pues nada hay que pueda escapar a lo que está escrito. Una noche, en que el calor y las chinches no me dejaban conciliar el sueño, salí de mi casa en busca de un poco de aire fresco. Después de deambular por las calles solitarias, llegué a una plazuela donde el rumor de una fuente invitaba al descanso; apenas me había sentado a disfrutar de la refrescante brisa, cuando llegó hasta mí la jarcha de un zéjel andalusí. El sonido de la música venía del interior de una rica mansión, cuya puerta de madera de cedro semejaba la de un palacio, con las ventanas protegidas por celosías de hierro forjado.
Atraído por aquellas notas, que sonaban en mis oídos como música celestial, me acerqué a la casa llevado por la profunda nostalgia de al-Andalus. De pronto, salió un criado, magníficamente vestido, al que pregunté a quién pertenecía aquel palacio. Y el sirviente, sorprendido de mi pregunta, me contestó cómo era posible que no supiera que allí vivía Yazid ibn Umar al-Rundí, uno de los hombres más ricos de Fez. En tono suplicante, le rogué que intercediese ante su amo para que me permitiese escuchar aquella melodía que llenaba mi corazón de añoranza.
No tuve que esperar mucho tiempo, poco después, regresó el mismo criado que me invitó a pasar, informándome de que su señor deseaba conocerme. Altamente sorprendido por tan inesperada invitación, seguí al criado a través de la casa que era hermosa, acogedora y señorial. En un jardín, iluminado por antorchas, se encontraba un gran número de señores, vistiendo lujosas túnicas, en torno a una mesa adornada de flores y repleta de exquisitas frutas y variados guisos.
Preciosas esclavas y solícitos siervos, servían a los comensales, mientras una banda de músicos acompañaba a una bella cantatriz, que interpretaba un zéjel del poeta andalusí Ibn Quzman. En un lugar de honor, presidía el banquete, un hombre de edad avanzada, de aspecto agradable y apariencia digna que, dirigiéndose a mí, me ofreció un sitio a su lado.
Aturdido por su magnanimidad y deslumbrado por el lujo y refinamiento de aquella fiesta, solo acerté a preguntar: «¡Señor, por Allah Todopoderoso!, ¿acaso estoy muerto y éste es el paraíso?». El dueño de la casa sonrió afablemente a mis palabras y me preguntó cómo me llamaba y de donde era. A lo que contesté que mi nombre era Abd Allah ibn Said, que procedía de al-Andalus y que había nacido en Medina Garnata, aunque ahora residía en Fez, donde me ganaba la vida como humilde ropavejero. Al oír mis palabras, su rostro se iluminó y dándome un abrazo me llamó hermano, pues él también era andalusí, de Runda (Ronda). Me hizo sentar a su derecha y me agasajó como huésped de honor. Terminado el banquete, el venerable al-Rundí tomó la palabra y me pidió que escuchase su historia pues, tal vez de ella, yo podía sacar provecho. Yazid al-Rundí tenía el hablar pausado y conservaba el inconfundible acento andalusí.
-Mi padre —dijo con voz armoniosa—, era uno de los hombres más ricos de la bella ciudad de Runda. Cuando murió, yo era un joven alocado con la cabeza llena de pájaros. Con los cuantiosos bienes que heredé, decidí comprarme los más ricos vestidos y disfrutar de los placeres del mundo, realizando un gran viaje. Pues recordé el proverbio que dice: «La fortuna no sirve para nada, si no satisface las inclinaciones del corazón».
Embarqué rumbo a África y en la ciudad de Fez encontré cuanto había soñado: jóvenes con los que compartir mis locuras juveniles, lujosos palacios, grandes bazares donde comprar preciosos vestidos y joyas, lugares donde el placer de la comida se complementa con la grata compañía de bellas bailarinas llenas de gracia y sabiduría. Así pasé algún tiempo, en la creencia de que aquello perduraría eternamente. Mas en un tiempo, más corto del que imaginé, mis bienes se agotaron, mis amigos me abandonaron y mi situación de privilegio cambió cuando gasté todo cuanto poseía.
Porque, has de saber querido Abd Allah, que el hombre rico es como el árbol con frutos, los amigos permanecen a su alrededor mientras duran éstos. Cuando los frutos se acaban, se apartan de él y buscan otro.
Solo y arruinado, tuve que trabajar duramente como faquín para ganarme el sustento. Cierto día, solicitó mis servicios de mozo de cuerda, un mercader que se disponía a realizar un gran viaje. Durante tres días transporté pesados fardos desde el zoco hasta la casa del comerciante. Tan satisfecho quedó el mercader de mi trabajo, que me propuso ser su ayudante en el viaje. Como la paga era buena y el trato afable, acepté su oferta.
Aunque desconfiado y parco en palabras, mi amo me dio a conocer sus planes: partiríamos hacia el sur, con la intención de llegar hasta las fabulosas minas de oro del rey de Mali, en el gran desierto.
Un camellero de Wadi Dar'a nos vendió, a un buen precio, cinco camellos. Mi amo conocía la ruta mejor que un beduino, y rehusó contratar guías; se orientaba por las estrellas; caminábamos de noche y descansábamos durante el sofocante día.
El gran desierto de al-Sahrâ es tan extenso que parece no tener fin, los días van pasando y el horizonte de arena es infinito. Mi amo había previsto todo y los víveres no nos faltaban, cuando el agua comenzaba a escasear, topábamos con un pozo donde llenábamos los pellejos con agua fresca y limpiábamos nuestros polvorientos cuerpos.
Fue a los dos días de abandonar el último oasis, antes de llegar a la tierra de los negros, cuando los camellos comenzaron a comportarse de modo extraño, se mostraban nerviosos y lanzaban bramidos estridentes. Mi amo lo achacó a que una de las hembras estaba en celo. Con las primeras luces del día, como de costumbre, montamos la tienda y poco después dormíamos profundamente, rendidos por el cansancio. Entre sueños, oí relinchos de caballos y voces de gente. Al abrir los ojos, vi como mi amo luchaba con unos hombres que intentaban robar las mercancías. No pude ver más, pues recibí un fuerte golpe en la cabeza de la que comenzó a manar sangre y perdí el conocimiento. Cuando recobré la consciencia, observé con espanto que a mi lado yacía el cuerpo decapitado de mi amo y todos nuestros enseres, mercancías, víveres y camellos habían desaparecido. Salí de la tienda y encontré la cabeza del mercader, que estaba siendo devorada por un enjambre de hormigas gigantes. Huí de allí despavorido y, con un pequeño odre de agua colgado a mi espalda, deambulé sin rumbo por aquel mar de arena.
Sin comida y con una exigua cantidad de líquido, presentí que mi fin estaba próximo. De rodillas, levanté los ojos al cielo implorando ayuda al Todopoderoso. Entonces, observé a unos grandes pájaros negros que volaban sobre una duna acechando una presa. Impulsado por el hambre, me dirigí al lugar dispuesto a disputar la comida a las alimañas. Mas, grande fue mi sorpresa, al ver que la víctima era un hombre que yacía inconsciente sobre la ardiente arena. Se trataba de un joven negro que, aunque desfigurado por las quemaduras del sol, aún vivía. Su lamentable estado movía a compasión y no tuve por menos que socorrerle, ya que su necesidad era mayor que la mía. Abrí sus labios resecos y ulcerados, y dejé caer algo del agua que yo atesoraba. El joven abrió los ojos y su mirada, llena de agradecimiento, me conmovió. Llegó la noche y temí que el muchacho podía morir de frío, pues todo su cuerpo comenzó a temblar. Le cubrí con parte de mis ropas y le di calor hasta el amanecer. Fue una noche espantosa en la que los chacales y las hienas no cesaron de aullar a nuestro alrededor.
Al llegar el nuevo día, el sol apareció oculto tras una densa cortina de arena. El cielo se tornó amarillento y comenzó a soplar un viento ardiente y devastador. Pensé que las fuerzas del infierno se habían desatado para aniquilarnos. Abrazado al joven y encomendando mi alma a Allah, sentí que la arena nos sepultaba, y un nuevo golpe de viento nos desenterraba, así varias veces hasta que todo cesó y se hizo el silencio. Como dos almas en pena, nos pusimos en pie y comenzamos a vagar por aquel infierno. Yo cargaba sobre mi espalda al joven negro, que arrastraba los pies incapaz de caminar. Sentí que quería hablarme, mas aquel desdichado tenía la lengua tan hinchada, que solo podía emitir débiles sonidos. Con un inmenso esfuerzo, me señaló el horizonte y, entre una nube de polvo rojo, distinguí la silueta irreal de unos jinetes. El miedo se apoderó de mí, al pensar que podía tratarse de los bandidos que asesinaron a mi pobre amo. De nuevo comencé a rezar, pidiendo perdón por mis pecados, que debían de ser muchos y grandes, ya que Allah me mandaba tan terribles castigos.
Pronto, nos vimos rodeados por unos jinetes que nos miraban con creciente curiosidad. Todos ellos eran negros, como el muchacho que permanecía agarrado a mi cuello y que parecía haber recuperado parte de sus fuerzas, agitando una mano con ostensibles muestras de llamar la atención. El que parecía el jefe, descabalgó y se acercó al joven. Éste le mostró un grueso anillo de plata, con un león grabado, que lucía en el dedo índice y el hombre se arrodilló ante él, le besó la mano y lanzó un grito, en una lengua que yo desconocía, y que fue coreado por el resto de los jinetes. Todos descendieron de sus caballos y nos rindieron pleitesía. Aturdido pregunté quiénes eran, mas nadie me entendía; por fin, uno de aquellos soldados se dirigió a mí en árabe y me contó, alborozado, cómo hacía varios días que buscaban al joven príncipe Sonni Alí que, habiendo salido de caza, se había extraviado en el desierto siguiendo a una gacela. Su padre, el gran rey de los songays, envió varias patrullas en su busca, y ofreció, como recompensa, una bolsa de oro y diamantes a quién lo encontrase.
Los soldados traían las alforjas repletas de dátiles y las calabazas llenas de leche. Levantaron una tienda y, protegidos del sol inclemente, bebimos y comimos, y con ello volvió la alegría a nuestro corazón y la fuerza a nuestro cuerpo. Uno de los soldados roció al príncipe con agua de rosas y cubrió sus llagas con un bálsamo aromático. Al llegar la noche, encendieron un gran fuego y comenzaron a cantar y a bailar en torno a la hoguera. Cuando el joven príncipe recuperó el habla, me expresó su gratitud y sacándose el anillo del dedo, lo puso en el mío.
Apenas se hizo de día, nos pusimos en camino hacia Gao, la capital del reino songay. Cabalgando durante varias jornadas, llegamos a un valle que nos condujo al gran Río de los Negros (Niger), que ellos llaman Djoliba, en cuya margen se levanta Gao.
Cuando avistamos la ciudad, el sol se elevaba sobre un mar de arenas doradas. Extasiados, contemplamos cómo el fulgor tornasolado del alba transformaba las dunas de color leonado en montañas de cristal violeta. Un par de jinetes se adelantó para dar la buena nueva al rey que, impaciente, nos esperaba a las puertas de la ciudad con todo su séquito.
El recibimiento fue apoteósico. Una muchedumbre nos aclamaba luciendo sus mejores galas. Los hombres vestían amplias togas y se adornaban los brazos y el pecho con brazaletes y collares de plata y marfil. Las mujeres lucían altos tocados en la cabeza y mostraban el rostro pintado de vivos colores, de sus orejas colgaban preciosos zarcillos y primorosas gargantillas rodeaban sus cuellos.
Empezaba a despuntar el esplendor del que pronto sería el Gran Imperio Songay. La dinastía de los Sonni no solo se sacudió el yugo de los reyes de Mali, a quienes pagaban tributo, sino que les arrebataron gran parte de su territorio, convirtiéndose en dueños de un gran imperio.
El rey, un anciano de ensortijado pelo blanco, nos recibió sentado en un trono de ébano, envuelto en una piel de león. Tres eunucos, enarbolando quitasoles, le defendían de los ardores del sol. Después de postrarnos ante el rey, éste abrazó a su hijo y unos fornidos soldados mandinga elevaron sobre sus hombros al monarca, sentado en su trono, y nos dirigimos, por una amplia avenida, hacia el palacio. Detrás del rey, montando un brioso corcel, encabezaba la comitiva el príncipe y, por expreso deseo suyo, yo iba a su lado sobre un caballo que me había prestado un soldado.
La ciudad mostraba un aspecto sencillo, todas las casas eran de adobe, incluso el palacio y la Gran Mezquita estaban hechos con el barro arcilloso del río, mas en su interior, abundaban los objetos de oro y plata. El palacio contenía multitud de salas, todas ellas, adornadas de tapices de pelo de camello y los techos artesonados con madera de cedro labrado y marfil.
En el salón del trono, ante los jefes de tribu, el príncipe relató a su padre cómo yo le había salvado la vida, y el rey me mostró su agradecimiento ofreciéndome su palacio como morada. Durante un tiempo, gocé de todos los favores y privilegios de un noble. Sin embargo, yo soñaba con volver a la tierra donde el agua fluye inagotable de las fuentes y el clima apacible hace crecer de la tierra fértil, toda clase de frutos en abundancia. Por lo que después de agradecerle al monarca su hospitalidad, le manifesté mi deseo de regresar a Fez ¡qué Allah guarde! El rey respetó mi decisión y me asignó una escolta de treinta soldados, suficientes para protegerme de los bandidos y no bastantes para causar alarma a los reyezuelos de los territorios por los que tendríamos que pasar. Antes de partir, el príncipe Sonni Alí me abrazó, me colmó de obsequios y me regaló su mejor caballo. Y llamando al capitán, que me daría escolta, le ordenó que me guardase como si de su persona se tratara.
Con la ayuda de Allah Todopoderoso, llegamos sanos y salvos a Fez, donde despedí a los soldados y me dirigí a la casa de mi amo, de la cual yo tenía una llave. Mas he aquí que, al vaciar las alforjas de mi caballo, apareció una orza llena de oro y piedras preciosas.
-¡Allah es Grande! exclamé a la vista de aquel tesoro.
A la luz de la lámpara, rubíes, esmeraldas y diamantes lanzaban deslumbrantes destellos rojos, verdes y blancos. Con sólo una de aquellas piedras, podría vivir un año entero, y había cientos. Dentro de la vasija, también encontré una carta del rey, en la que explicaba que todo aquello me pertenecía, y que de esta forma cumplía su promesa de recompensar a quién había salvado la vida de su hijo.
Después de dar gracias al Todopoderoso en la mezquita al-Qarawiyyin, distribuí en limosnas la décima parte de mis riquezas y el resto lo invertí en negocios que me han permitido llevar una vida acomodada y placentera.
¡Amigos! Aquella historia inflamó mi corazón con la pasión por la aventura.
Cuando le relaté al venerable jeque Muhammad al-Fasí, al que yo tenía por mi maestro y consejero, el encuentro con el rico alRundí, quejándome amargamente de mi suerte y mostrándole mi deseo de ir en busca de fortuna, me dijo mirándome fijamente a los ojos: «Veo que el afán por la riqueza se ha apoderado de tu mente y mis consejos no harán cambiar la decisión que te dicta el corazón. Mas has de saber, que la felicidad consiste en llevar una vida sencilla y virtuosa. Si algún día logras hacer tus sueños realidad y te conviertes en un hombre acaudalado, sé prudente, pues las riquezas ahuyentan la paz en el espíritu y llenan de codicia el alma».
Mi decisión era firme. Era joven y estaba convencido de que entre las mayores desdichas del hombre, está la pobreza ya que una vida miserable no merece la pena vivirla. Por lo que al día siguiente me levanté al amanecer y fui al zoco, donde trabé amistad con unos mercaderes que discutían con ardor los planes de un viaje por la Ruta del Oro. Con los ojos encendidos, hablaban de la fabulosa «Tierra de los Negros», donde el sol es tan ardiente y tórrido que abrasa la piel de los hombres hasta oscurecerla como ala de cuervo, y calcina las piedras convirtiéndolas en oro. En esa tierra, el polvo amarillo es tan abundante que los nativos lo desprecian y cambian por especias de las que ellos carecen, como la sal, que los negros tienen por un manjar delicioso, que consumen con avidez derritiéndola en la boca, y por la que pagan su peso en oro.
Impresionado de lo que escuché, decidí vender cuanto tenía y unirme a los mercaderes en busca de la codiciada sustancia amarilla. Una vez fijado el día de partida, como era viernes, fuimos a orar a la gran mezquita al-Qarawiyyín y, después de la oración del medio día, abandonamos Fez, ¡qué Allah guarde!
Formábamos la expedición nueve mercaderes, veinticinco sirvientes y treinta burros. Al frente de la comitiva iba Mahmud alShadili, el más viejo y experimentado, que se hacía acompañar de seis criados. Yo era el más joven e inexperto y el menos acaudalado, por lo que no disponía de sirviente alguno.
El día era luminoso y, aunque el sol lanzaba rayos de fuego, una fresca brisa del norte lo hacía más llevadero. En el horizonte se recortaban las cumbres del Yebel Tgat. Una enorme banda de patos salvajes cruzó el cielo en dirección a unas lagunas de agua salada. Durante el camino, nos salían al encuentro los habitantes de las alquerías, la mayor parte de ellos eran pastores, que nos ofrecían leche y queso.
Después de dejar atrás una profunda garganta, seguimos por una vasta llanura donde la abundancia de prados cubiertos de flores silvestres, alegraban la vista.
Los poblados de estos territorios celebran mercados todos los días, lo que aprovechamos para vender o cambiar nuestras mercancías, aumentando las ganancias en cada transacción. Así continuamos nuestro viaje hasta llegar a la ciudad de Siyilmasa, puerta del desierto. Aunque antes, tuvimos que aventurarnos por los peligrosos senderos de la enorme cadena montañosa de Yebel Daran, donde la niebla impide ver el camino, el frío paraliza las piernas y los angostos desfiladeros encogen el corazón. Los moradores de estas montañas tienen el carácter rudo como su tierra, mas poseen un alma generosa y noble. Son hábiles curtidores y les compramos mantos de pelo de cabra y objetos de cuero cincelado.
En África abundan las montañas, entre las más altas del mundo, donde nacen caudalosos ríos que se pierden por selvas impenetrables, pobladas de bestias feroces y hombres salvajes y bárbaros que devoran a otros hombres. A más de sombríos bosques, hay terrenos muy perniciosos, ciénagas donde se ocultan horribles monstruos, llanuras pantanosas que dan origen a epidemias pestilentes. La vegetación es vigorosa y abundante con toda clase de frutas silvestres. Hay árboles que adquieren dimensiones extraordinarias, como el inmenso Baobab, de tronco tan extenso, que no pueden abarcar quince hombres. Mas sin duda, lo más extraordinario de África son sus legendarias minas de oro. Para llegar a ellas, hay que cruzar 500 leguas de arenas candentes que se mueven como las olas del mar.
A medida que avanzábamos hacia el sur, los caminos se tornaban más pedregosos y el aire más denso. Tras varias jornadas de duro caminar por parajes solitarios y abruptos, que servían de guarida a los bandidos, bordeamos un oscuro peñasco de basalto y, ante nuestros ojos, apareció una ciudad velada por la bruma que exhalaba el calor de la tierra. Entre la masa de casas de adobe y el verdor opaco de los huertos, emergía un esbelto alminar. Habíamos llegado a Siyilmasa, puerta del desierto y punto de partida de las caravanas que atraviesan la vasta aridez del Sahara. En esta ciudad, tendríamos que cambiar nuestras cabalgaduras por camellos, estos animales son más resistentes para soportar las inclemencias del desierto, aunque menos robustos que los asnos para la carga. Junto a las murallas, se extendía una mancha pardusca que, al aproximarnos, pudimos apreciar que se trataba de un inmenso rebaño de pacientes camellos sesteando bajo un sol inclemente. A las puertas de la ciudad, los camelleros nos ofrecían sus bestias de carga.
—Este mehari es el don más preciado que Allah ha dado al hombre —oí decir a un beduino de voz cantarina, mientras hacía doblar las rodillas a un camello de pelaje gris—. Su resistencia le hace indispensable en estos parajes, donde ningún otro animal sobreviviría. Su sangre ha servido para mitigar la sed de su amo y su fino olfato ventea a los ladrones —con una sonrisa pícara añadió—: Y en las solitarias y frías noches del desierto proporciona calor y placer.
Sentados sobre esteras de paja, tocados con sus grandes turbantes azules, los enigmáticos tuaregs conversaban en torno a un pequeño fuego saboreando un humeante extracto de menta. Ellos son los conductores de las caravanas. Expertos guías que conocen el desierto como la palma de su mano y poseen la llave de los secretos que, celosamente, guarda el Sahara.
El primer día de nuestra llegada a Siyilmasa, nos instalamos en un caravasar infestado de pulgas. Nuestra intención era unirnos a una de las grandes caravanas que realizan la Ruta del Oro, mas hacía tres semanas que había partido la última y nadie sabía cuándo saldría la próxima.
Los días pasaban bajo el insoportable sopor de un calor aplastante. Los mercaderes comenzaron a impacientarse y decidieron contratar un guía y partir cuanto antes. Encontrar un hombre íntegro y leal que nos guiara por aquellos parajes ignotos, no era cosa baladí, pues todos éramos conscientes de que en aquella tierra inhóspita, nuestro destino y nuestras vidas estarían en sus manos. Cierto día al atardecer, poco antes de la cena, Mahmud llegó acompañado de un hombre enjuto, de tez oscura y mirada profunda. Vestía una amplia Yuba azul y ceñía su cintura con una ancha tira de cuero de la que colgaba una magnífica tabuqa (espada). Se trataba de un tuareg que Mahmud nos presentó como un viejo amigo con el que había realizado otros viajes, y dueño de treinta camellos. Mahmud le consideraba un guía avezado que gozaba de su plena confianza. Se llamaba Ismail alGazal y aparentaba unos cuarenta años. Le pedimos que se uniera a compartir nuestra cena y, una vez concluida ésta, el tuareg hizo un breve relato del viaje que había planeado. Tomaríamos un camino secreto, evitando la ruta que siguen las caravanas, con el fin de burlar el ataque de los bandidos. Nos proponía una ruta, algo más larga, aunque mucho más segura. Con su cayado trazó sobre el suelo una línea salpicada de círculos, representando los oasis donde nos proveeríamos de agua y alimentos. Nuestro viaje terminaba en los confines del desierto, en la misteriosa Tombuctú, la «Ciudad del Oro». Hasta allí llegan las caravanas cargadas de sal gema de Taghazay, higos de Qariwán, seda de Damasco, alfombras de Fez, incienso de Yemen y almizcle de Egipto. Estas mercancías se cambian por polvo de oro, plumas de avestruz, diamantes, marfil, malaquita o esclavos.
Al-Gazal hizo un amplio elogio de sus camellos, capaces de cargar quinientas libras cada uno. La marcha, si no había tormentas, sería de nueve a diez leguas por día; por lo que pidió una suma exorbitante. Esto desencadenó una larga discusión; hasta que conseguimos un precio razonable para nuestros bolsillos, cerrando el trato bien entrada la noche. Y, poco después, todos nos dispusimos a descansar. Al amanecer, teníamos que estar frescos para afrontar un arduo y peligroso viaje.
Creí haber dormido solo unos instantes, cuando sentí la mano de Mahmud sacudiéndome del profundo sueño. Salí al exterior y la fría brisa de la mañana me despejó la modorra. La medina ya hervía de actividad y entre las tenues sombras del amanecer, hileras de camellos, atados entre sí, abandonaban la ciudad.
- Salam aleikúm! —sonó a mi lado la voz de Ismail al-Gazal—. Sígueme, vamos a orar a un lugar donde contemplarás el poder grandioso de Allah.
Abriéndose paso entre el rebaño de camellos, que obstruían la puerta del zoco, el tuareg me condujo fuera de la ciudad. Ante nosotros apareció el inmenso desierto, silencioso, sereno, majestuoso. Desde el alminar nos llegó, como un eco, la voz del almuédano llamando a la oración del fayr (alba) y nosotros extendimos las alfombrillas en dirección a Oriente.
En aquel espacio grandioso y sobrecogedor, nuestras figuras aparecían diminutas e insignificantes bajo un cielo ámbar que parecía aplastarnos.
Al término de la oración, Ismail, postrado en tierra, recitó la siguiente plegaria: «¡Oh Creador del cielo y la tierra! ¡Oh Luz que guías a los fieles! Concédeme que tu llama me sirva para guiar a la caravana por el buen camino. Condúcenos hacia las buenas obras y permítenos llegar con bien al final de nuestro viaje». Cuando alcé mi frente al cielo, apareció ante mí una inmensa bola de fuego surcando el aire y derramando sobre la tierra rayos de luz deslumbradora. Todo anunciaba allí una fuerza superior. Aquel paraje indómito, se transformó en un lugar mágico donde los riscos lucían como el jaspe, las piedras adquirieron la tonalidad del mármol y los granos de arena brillaban como diamantes. Ismail extendió sus brazos ante mis ojos alucinados por aquella luz cegadora, gritando:
—¡Cierra los ojos, insensato! En el desierto se manifiesta, como en ningún otro lugar, el inmenso poder de Allah y aquellos que desafían su grandeza y no humillan su mirada son castigados con la ceguera.
De regreso a la medina, el sol se elevaba sobre las murallas ahuyentando las sombras de las callejas. La algarabía en el zoco era ensordecedora, las voces de los hombres se mezclaban con los bramidos de los camellos. Avanzamos lentamente entre la abigarrada multitud, sorteando los excrementos de las bestias que defecaban a nuestro paso. Ismail saludó a cada uno de sus camellos con una palmada en el costillar, mientras inspeccionaba los amarres de la carga.
Después de un frugal desayuno de leche de camella y dátiles, todo parecía estar listo para iniciar el viaje. A la mirada inquisitiva del tuareg, Mahmud al-Shadili asintió con la cabeza e Ismail levantó su cayado y con un fuerte grito, dio la orden de partir. Yo caminaba a su lado agarrado al ronzal del camello-guía.
—¿Cuántos días necesitaremos para atravesar el desierto? —pregunté a Ismail.
—Si no hay contratiempos, lo haremos en cincuenta y cinco jornadas —respondió el tuareg sin apartar la vista del horizonte. Los primeros días, en la caravana, reinaba la alegría y la despreocupación. De cuando en cuando, alguien entonaba una canción que los demás jaleábamos. Los camellos caminaban a buen paso sobre la ardiente arena, mas poco a poco la dureza del camino hacía mella en nuestro ánimo. La quietud del desierto me abrumaba. Las noches seguían inmutables a los días. No había vegetación, ni ríos, ni pájaros; solo tierra inhóspita y vacía, que al ponerse el sol se tornaba oscura y misteriosa.
En aquel silencio profundo, escuché el lamento quedo del desierto; y en las noches de luna llena oí las risas burlonas de los Yinnis, mientras danzaban entre las alargadas sombras de las dunas.
—Mantente alejado de ellos —me advirtió Ismail—. Los genios hechizan a los hombres con alucinaciones en las que creen ver, tras las nubes de polvo, lagos de agua transparente. Estas visiones les perturban, hasta tal punto, que pierden el rumbo y terminan medio locos, perdidos en la inmensidad del desierto, víctimas de una muerte cruel.
Una mañana, me despertó el viento golpeando la tela de nuestra jaima. Salí fuera y, salvo una ligera brisa, todo era calma y sosiego. Todos dormían a excepción del tuareg, que andaba ocupado ordeñando a las camellas.
—Hoy no levantaremos el campamento —me dijo a modo de saludo.
Antes de que expresara mi sorpresa, Ismail extendió su dedo índice en dirección sureste. Entonces, observé atónito unas columnas de arena, tan espesas, que parecían un ejército en marcha.
—¿Qué es eso? —pregunté aterrorizado.
—Despierta a los demás, porque dentro de poco nos visitará el gran demonio: el viento Simún.
Todo el campamento contempló con horror, cómo las enormes columnas de polvo avanzaban amenazadoras hacia nosotros.
—Es inútil huir —dijo Ismail—. El caballo más veloz no igualaría la rapidez con que se mueve ese viento. Cuando llegue aquí, cubríos el rostro y contened cuanto podáis la respiración a fin de evitar, en lo posible, que penetre en vuestro pecho el aliento pestífero del demonio.
Al mediodía, comenzó a soplar con fuerza el viento. Una nube de color ocre se acercó con increíble rapidez y cuando se situó sobre nosotros, se rompió produciendo un estruendo mayor que un trueno; un inmenso arenal se esparció por el aire y sentí fuego en el rostro. Todos quedamos llenos de horror y espanto. Aquel fenómeno me causó una impresión tan profunda, que jamás se borrará de mi mente.
El viento Simún aúlla como un lobo herido, provoca ceguera, asfixia y tapona los sentidos. Durante un tiempo interminable, nos mantuvimos tendidos sobre el suelo, con la boca cosida, hasta que el tuareg nos indicó que podíamos levantarnos. El viento había amainado, mas el aire era tan caliente y espeso que nos ahogaba.
Un desaliento general se apoderó de nosotros, al comprobar los estragos causados por la tormenta: habíamos perdido parte de las mercancías y casi todos los víveres. Nos mirábamos unos a otros, con los ojos enrojecidos y los rostros irreconocibles, en medio de un silencio cargado de melancolía. Solamente Ismail mantenía la moral alta, y la tempestad parecía no haberle afectado.
—Soy un targui y los hijos del desierto somos más fuertes que el Simún —proclamaba con orgullo.
Antes de reanudar la marcha, el tuareg sacó de las alforjas de su camello una alcarraza que contenía jarabe de azufaifa, que nos dio a beber, para humedecer nuestras resecas gargantas y aliviar la respiración que se hacía fatigosa a causa de la arena que habíamos ingerido.
No me detendré contando todas nuestras calamidades, ni la aridez de aquellos parajes, donde creímos morir de fatiga y miseria. El viento continuó soplando y las columnas de polvo no se apartaban de nuestra vista. El cielo permanecía oscuro, y la idea de que volviera el temible Simún, nos hacía estremecer. Mahmud y algunos sirvientes aspiraron aire venenoso y, desde entonces, padecieron un asma que les hizo el viaje aún más penoso. Después de varios días en los que comenzó a escasear el agua y tuvimos que sacrificar un camello para alimentarnos; pues solo nos quedaba un puñado de mijo mezclado con rechinante arena, acampamos junto a unos pozos, cuya agua Ismail nos prohibió beber por estar emponzoñada.
Ibn Hud, un mercader al que le faltaba un ojo, mostrando su odre vacío y visiblemente irritado, recriminó al tuareg el llevarnos por una ruta por la que no encontrábamos caravanas que nos pudiesen socorrer de la terrible sed que todos padecíamos. A la mañana siguiente, apenas iniciamos la marcha, observé que Ibn Hud descabalgaba para evacuar el vientre. Durante aquella jornada, lo tuvo que hacer varias veces. Al llegar la noche, estaba pálido como un cadáver y, al siguiente día, tenía los ojos hundidos y el rostro macilento. Me acerqué a él y le ayudé a subir al camello. Con un hilo de voz me confesó:
—Tenía mucha sed, no pude resistir la tentación, y bebí agua del pozo. Esta noche he purgado sangre.
Ibn Hud se encontraba tan débil, que no podía desmontar para hacer sus necesidades y se ensuciaba sobre el camello. Pronto, la silla y el lomo del animal se cubrieron de una maloliente capa de excrementos sanguinolentos. Al atardecer, se desplomó. Creímos que estaba muerto, mas movía los párpados y exhaló un gemido. Su cuerpo y su aliento apestaban. Los criados le tendieron sobre unas parihuelas y dos días después, el desventurado Ibn Hud expiró. ¡Que Allah lo tenga en el paraíso!
Al fin, tras cinco jornadas en las que nos sentíamos desfallecer, divisamos en el horizonte, las inconfundibles siluetas de unas palmeras. Fue como encontrar una isla en medio de un mar tenebroso. El oasis semejaba un paraíso, con árboles cargados de frutos ofreciéndose al alcance de la mano y exhalando un aroma delicioso. Por todas partes, corrían arroyos de agua dulce donde nos zambullimos para calmar la sed y librarnos del sofocante calor. Las gentes de aquel lugar eran sencillas y hospitalarias. Y aunque hablaban tifinagh (un dialecto beréber), nos pudimos entender por medio de Ismail que hablaba esa lengua. Les compramos madera de áloe y pieles de antílope sahariano, muy apreciadas por su resistencia para elaborar broqueles.
Al llegar la noche, nos acostamos sobre la hierba bajo un inmenso palmeral. Nuestro guía, incansable, abrevaba y trababa a los camellos antes de retirarse a descansar. Y, como de costumbre, cuando todos dormían, se tendió a mi lado y deslizó sus manos bajo mi yalabiyya, consolándonos mutuamente de la ausencia de mujeres.
Aquella noche, le pregunté cuál era su secreto para soportar la dura vida del desierto. El tureg esbozó una sonrisa y me dijo:
—El secreto es un don que Allah concedió a mis antepasados por acceder a vivir en este paraje inhóspito. Nosotros, los tuaregs, hemos llenado de vida esta tierra yerma. Los cánticos de nuestras mujeres y las risas de nuestros niños han traído la alegría donde solo había silencio y muerte. Somos hijos del desierto, y éste es nuestro hogar. Para nosotros la arena es como el agua que brota de un manantial y las dunas son frondosos bosques que dan leche y miel.
Una vez recuperadas las fuerzas, cargamos las alforjas de víveres, llenamos de agua fresca los odres y partimos, no con poco pesar, de aquel paraíso.
Ismail avivó el paso de la caravana a fin de recuperar el tiempo perdido por la tormenta; hacíamos diez leguas por día. Pasamos de largo el oasis de Agir, convertido en guarida de bandidos, y después de veintidós días de marcha, llegamos a la terrible Taghazay. La blancura de los campos de sal, devolvía la luz del sol con tal fuerza, que quemaba las pupilas. En este horrible lugar, una sustancia salobre impregna el aire de un sabor acre que quema la garganta. Sus habitantes son unos seres desgraciados, embrutecidos por el trabajo y marchitos por el sofocante calor. Se trata de esclavos que extraen con sus manos la sal de las canteras. En aquella ciudad maldita, brotaron las primeras desavenencias entre nosotros. Los mercaderes se disputaban los trozos de sal, como si de piedras preciosas se tratara, acusándose de tasar en secreto el precio de la mercancía. Después, surgió una agria disputa con Ismail, que se negaba a sobrecargar a sus camellos con más libras de las acordadas.
Yo solo abrigaba un deseo: abandonar cuanto antes aquel paraje desolador.
Cuando por fin nos pusimos en camino, en la caravana se rumiaba un cierto rencor y una gran desconfianza mutua. Ya nada fue igual. Taghazay nos marcó con su desdicha y atrajo, sobre nosotros, el infortunio. Durante días, caminamos en silencio y los rostros se tornaron hoscos.
Los beduinos de un aduar nos informaron de que en Tombuctú se había producido una sangrienta revuelta. La inquietud se abatió sobre todos nosotros.
Decidimos seguir adelante, confiando en que a nuestra llegada la ciudad ya habría recobrado la calma.
Tras varias jornadas, sin encontrar vestigio humano alguno, divisamos una fortaleza abandonada sobre la que volaban gran cantidad de buitres negros. Las torres, erizadas de palos, tenían un extraño aspecto. Ismail levantó su cayado y, señalando a la fortificación, exclamó:
—¡He ahí el Qasr de Abd-l-Aziz al-Muayyad! En dos días, habremos llegado a Tombuctú —Un grito de alegría salió de nuestras gargantas, y el júbilo aplacó la llama del resentimiento. El tuareg añadió—: Esta fortaleza fue construida para dar refugio a las caravanas, mas hace ya tiempo que sus ruinas se han convertido en morada de chacales y serpientes.
A medida que nos acercábamos al castillo, observamos cómo las aves se posaban sobre las almenas y sacaban los ojos a unas cabezas que aparecían ensartadas en unas puntiagudas lanzas. Quedamos paralizados por el horror ante aquella visión siniestra. Y, de pronto, un ejército de negros salió de la fortaleza gritando como demonios enfurecidos. Iban armados de grandes sables y lucían unos collares confeccionados con dientes humanos. Nos rodearon y, amenazándonos con sus afiladas armas, nos condujeron al castillo cuyas torres ofrecían un terrible aspecto, adornadas de cabezas humanas. En el interior de un patio, habían levantado un cadalso y a su alrededor, yacían decenas de cuerpos decapitados.
Nos despojaron de nuestras armas y nos pusieron grillos. Un intérprete comenzó a traducirnos el discurso, que el jefe de aquellos salvajes nos dirigía desde lo alto del patíbulo: «Se nos consideraba prisioneros de guerra, por intentar socorrer a los insurrectos que se habían hecho fuertes en el castillo, y cuya rebeldía habían pagado con su vida. Por lo que seríamos conducidos hasta Tombuctú donde el gobernador haría justicia».
Encadenados unos a otros, fuimos obligados a caminar a latigazos. Largo fue el camino y mucho el sufrimiento. Cuando el cansancio y la fiebre comenzaban a rendir mis fuerzas, apareció, sobre una inmensa llanura, la legendaria Tombuctú. La visión de la ciudad con la que tanto había soñado, me produjo un profundo abatimiento; pues nunca llegué a imaginar que mi encuentro con la «Ciudad del Oro», se produciría en tan penosas circunstancias.
Una calzada de arena endurecida conducía a la famosa urbe. A través de tortuosas calles sin empedrar, nos introdujeron en un pasadizo que llevaba a las mazmorras. Envueltos en la más profunda oscuridad, sin distinguir el día de la noche, perdí la noción del tiempo y a mis compañeros de viaje, que no volví a ver nunca más. Transcurrieron meses, años tal vez, hasta que, con motivo de la fiesta del Mawlid al-Nabí, día del nacimiento del Profeta, el gobernador concedió una amnistía. Mas el indulto no alcanzó al desdichado Ismail, que acusado de espía había sido ajusticiado. ¡Que Allah se apiade de él!
Medio ciego, hambriento y lleno de parásitos deambulé por estrechos callejones, evitando los rayos del sol que se clavaban en mis ojos como si fueran agujas.
En el populoso barrio de Sane-Gungu, tuve la dicha de encontrar a un anciano tuareg que me hospedó en su casa y, conmovido de mi aspecto miserable, me llevó a los baños donde me libraron de los parásitos, me perfumaron y me recortaron la barba y los cabellos.
Abu Bakr al-Sadiq era un venerable tuareg del que conservo un grato recuerdo. Tres veces había hecho el viaje a La Meca, hablaba varias lenguas y se expresaba en un árabe puro. Había perdido a todos sus hijos en la revuelta contra los songays, y él se libró de la muerte, debido a su avanzada edad.
Con voz vibrante, me hablaba de la grandeza y prosperidad que alcanzó Tombuctú bajo el dominio de sus antepasados, y las luchas que éstos tuvieron que librar con las tribus de los negros de Mali, cuyo rey Kankan Musa ocupó todo el territorio. En su juventud, Abu Bakr había tomado parte en la batalla triunfal que permitió a los tuaregs, después de muchos años, reconquistar Tombuctú, mas entonces, surgieron las hordas guerreras songays que se apoderaron de la ciudad, robaron sus tesoros e hicieron esclavos a sus habitantes. La crueldad que el rey de los songays empleó contra los tuaregs, propició una revuelta que se saldó con una gran matanza.
Por aquellos días, en Tombuctú reinaba el desorden y el terror. Los nuevos amos de la ciudad se divertían cortando las cabezas de quienes ellos, caprichosamente, consideraban contrarios a su causa. El venerable al-Sadiq me aconsejó abandonar la ciudad cuanto antes, pues el gobernador era un hombre de carácter veleidoso y tornadizo, que en cualquier momento podía revocar la orden de indulto, y la casa de un tuareg no era un lugar seguro. Cuando le pregunté a Abu Bakr cómo podía salir de allí, me dijo:
—¿De dónde eres? Tienes un extraño acento.
—Nací en Granada, en las lejanas tierras de al-Andalus.
—¡Al —Andalus! —exclamó con admiración—. La tierra al otro lado del mar de los rumis. El gran viajero Ibn Battutah la describió como el país de las cumbres blancas, de aguas heladas y cristalinas, de frondosos jardines donde florecen los granados y los naranjos; afirmando que no había visto nada igual sobre la Tierra. En Bagdad conocí a un médico andalusí, ¡Allah recompense su sabiduría!, que me curó de unas cuartanas, con unas hiervas que crecen en las montañas de al-Andalus. Mas me preguntabas cómo salir de aquí. No es fácil. A través del desierto es imposible, ya que el gobernador no permite la salida de las caravanas. El único camino sería el río. Los mercaderes de esclavos navegan río abajo, para conseguir su mercancía y venderla a los grandes barcos que atracan en la costa. Debo advertirte de los peligros que entraña este viaje. Muchachos como tú, son muy apreciados en los mercados de esclavos.
—Me temo que no dispongo de otra alternativa —repuse un tanto resignado.
El anciano me miró entristecido.
Al día siguiente, antes de partir, Abu Bakr me regaló un tahalí que contenía un viejo Corán.
—Mis ojos están tan cansados, que ya no pueden leer las hermosas azoras —me dijo mientras me colgaba el tahalí del hombro—. Este Corán ha sido el talismán que me ha acompañado en todos mis viajes, y a ti te dará suerte. ¡Que Allah te proteja! Agradecido, le besé las manos y me encaminé hacia el río. Los barqueros del Djoliba son gente sencilla poco dados a la aventura. Se ganan la vida cruzando el río en sus almadías, transportando a los mercaderes y al ganado; mas les aterra internarse por las caudalosas aguas del río, que transcurren por rápidos muy peligrosos. Aquel día, la fortuna se puso de mi parte y descubrí una falúa a punto de zarpar río abajo. La embarcación pertenecía a un beréber de mirada torva que me exigió una fortuna por embarcarme. Le ofrecí, cuánto tenía, veinte dirhams que guardaba en una pequeña bolsa de paño cosida a mi cinturón. El beréber miró con desprecio las monedas y me espetó:
—Eso no es suficiente ni para transportar una cabra —Su aviesa mirada se posó en mi amuleto, una mancilla de tejón engastada en plata. Sin pronunciar una palabra, se lo entregué—. Puedes embarcar —me ordenó con voz áspera—, mas tendrás que ir en el redil de las cabras.
Tras varios días de navegación tranquila, el río se fue estrechando y la corriente se hizo más impetuosa. Las turbulentas aguas rebullían entre peñascos, formando remolinos. Se rompieron algunos remos, y el ritmo se desajustó. El beréber gritaba a los remeros toda clase de improperios, amenazándoles con tirarlos al río si dejaban de remar. Los hombres encorvaron la espalda remando con fuerza sobre las espumosas aguas. La embarcación se balanceaba hacia todos los lados. La confusión y el terror se apoderaron de nosotros. Poco a poco, logramos superar el peligro y llegamos a un lugar donde la furia del río se calmó y la falúa se deslizó rauda entre una extensa arboleda, poblada de una muchedumbre de pájaros, que cubría ambas orillas.
Cuando el sol comenzó a declinar, los remeros alcanzaron el litoral, pues no era prudente aventurarse de noche por aquellas peligrosas corrientes, donde abundaban los remolinos, y enormes lagartos acechaban ocultos en las negras aguas del río. Al pisar tierra firme, nos sentimos cautivados por la grandiosidad misteriosa de la selva. La noche cayó repentina, y el bosque pareció despertar: gruñidos, pasos sigilosos, gritos estridentes llegaban del interior de la compacta maleza. Detrás de los matorrales, nos vigilaban varios pares de ojos fosforescentes. A fin de disipar las tinieblas que nos rodeaban, encendimos un gran fuego que atrajo a un enjambre de voraces mosquitos. El beréber puso a dos de sus hombres de guardia y los demás, tras cubrirnos desde la cabeza a los pies, nos dispusimos a pasar la noche con los furiosos insectos zumbando a nuestro alrededor.
No os diré cuanto dormí, lo cierto es que al despertar, la falúa había desaparecido. Sorprendido en extremo, me levanté y miré por todas partes, mas no encontré al beréber ni a ninguno de sus criados. Me subí a un árbol y, en la distancia, vislumbré a la embarcación, cuando se perdía entre la vegetación.
Ya os podéis imaginar las tristes reflexiones, que mi apurada situación me sugirió. Lancé gritos de rabia, me golpeé la cabeza, me arrojé al suelo y así permanecí largo rato sumido en la más completa confusión. Me reproché, mil veces, haber emprendido aquel viaje, y lamenté no haber escuchado las sensatas palabras del jeque al-Fasí. La búsqueda de la riqueza, me había llevado al infortunio.
Me resigné a la voluntad de Allah y caminé al azar por la orilla del río hasta una planicie, donde descubrí unas raíces con que alimentarme. Cerca de allí, hallé un manantial de agua. Decidí quedarme en aquel lugar y, encaramado a un árbol, pasar la noche. Creo innecesario decir, que esta vez no pegué un ojo.
Cuando la gran lámpara iluminó el bosque, la pradera se llenó de toda clase de animales, algunos de una extraña apariencia. Entre ellos pude ver al legendario unicornio. Se trata de una bestia temible, más robusto que un caballo, y con un cuerno en la frente que mide cerca de un codo de largo.
Al contemplar a aquellas criaturas paciendo mansamente, me sentí como nuestro padre Adán en el paraíso.
Andaba yo en estos pensamientos, cuando llegaron hasta mí los ladridos lejanos de una jauría de perros. Donde hay perros hay amo, me dije y, de inmediato, encaminé mis pasos hacia el lugar del que procedían los ladridos; entre temeroso y alegre, pues no sabía si iba al encuentro de mi pérdida o mi salvación. Caminando bajo una densa arboleda, poblada de monos que chillaban irritados por mi presencia, llegué hasta una charca en la que un enorme búfalo, acorralado por una jauría de perros y una docena de negros armados de azagayas, se defendía lanzando temibles cornadas contra sus perseguidores. Una lluvia de dardos le atravesó el cuerpo y el animal se derrumbó. Yo contemplaba todo aquello oculto detrás de un matorral. Los negros descuartizaron al búfalo y, cargados con el botín, abandonaron el lugar cantando y riendo. Decidí seguirlos hasta un poblado de chozas, donde fueron recibidos, con gran alboroto, por las mujeres y un ejército de niños. En el centro del poblado, los hombres hicieron un fuego en el que asaron la carne del búfalo. Aunque yo me mantenía oculto, los perros descubrieron mi presencia, obligándome a salir de mi escondrijo.
Entre curiosos y sorprendidos, aquella gente me acogió de forma amistosa, haciéndome mil preguntas que yo no entendía. Les hice comprender que estaba hambriento y, al percatarse de mi necesidad, me ofrecieron un gran trozo de carne asada y un cuenco de mijo sazonado con aceite de coco. Observado atentamente por todos los habitantes del poblado, devoré con avidez la comida y antes de que terminase, entre las risas de las mujeres y los gestos de alegría de los hombres, pusieron ante mí otro trozo de carne, más grande que el anterior.
De pronto, me asaltó un pensamiento inquietante, que acabó con mi apetito. Había oído historias terribles de los negros, y sospeché que, tal vez, se proponían engordarme para comerme. Pronto me cercioré de que mis sospechas eran infundadas. Aquellas gentes se mostraban amistosas y hospitalarias y, queriendo instruirme en sus costumbres, yo les interrogaba a cerca de cuanto me parecía digno de mi interés. De esta forma aprendí su lengua y pude satisfacer mi curiosidad.
Entre sus costumbres, había una que me causaba gran escándalo y sonrojo: Tienen en gran estima a los perros, considerándolos los animales más útiles de la creación. Su admiración por ellos es tal, que llegan a imitarlos en su forma de copular, realizando tal menester, sin ningún pudor, allá donde les viene en gana; en la creencia de que el hijo, así engendrado, adquirirá el instinto, la agilidad y la valentía de estos canes, que no temen enfrentarse a las fieras del bosque.
Los hombres de esta tribu poseen anchos hombros y el rostro expresivo. Se visten con pieles de animales y adornan sus piernas con anillos de hierro. Su piel es negra como ala de cuervo. Son cazadores resistentes que, con ayuda de sus perros, persiguen incansables a la pieza hasta rendirla por fatiga.
Las mujeres muestran los pechos y las piernas desnudas y sus ojos son grandes y muy bellos.
Un día, me mandó llamar el jefe de la tribu y me pidió que le relatase mi aventura. Así lo hice, siendo escuchado con gran atención. Al concluir, me dijo: «Tu historia es sorprendente y es menester que se la cuentes a nuestro rey». Le contesté estar dispuesto a hacer lo que me pedía y al día siguiente, abandonamos el poblado de los «hombres perro», que es como ellos mismos se denominan, y emprendimos el camino hacia el valle, donde residía el rey.
Por cuantas aldeas pasábamos, mi figura despertaba el interés de sus habitantes. Mi barba les impresionaba y el olor de mi piel les desagradaba. Muchos aldeanos se unieron a nuestra comitiva, acompañándonos hasta la residencia del jefe de todos ellos, situada a la orilla de un hermoso río, que llaman Becha-Kum, que quiere decir río de leche, por la rica calidad de su agua. El rey poseía grandes rebaños de vacas y su familia se componía de veinte mujeres y treinta y cinco hijos.
Los guardias reales, armados de largas lanzas y el rostro marcado con cicatrices rituales, me condujeron hasta un gran patio cercado de empalizadas, donde el rey celebraba las audiencias. Después de una larga espera, bajo un sol abrasador, apareció un negro deformado por una enorme joroba sobre la que cargaba un sillón de ébano, que colocó bajo una enorme acacia. Poco después, llegó el rey acompañado de sus consejeros y algunos de sus hijos. Cuando tomó asiento, el jorobado se tendió en el suelo y el rey puso sus pies sobre la chepa. De esta manera, el monarca se protegía del mal de ojo.
El rey, de unos treinta años, tenía la piel algo más clara que los de su raza, debido a que su madre era blanca. Vestía una túnica verde bordada de pájaros rojos, y se cubría con un bonete de piel de leopardo adornado con plumas de pavo real.
Dos guardias me tomaron por los brazos y me acercaron a tres pasos de la silla. Yo me incliné en una profunda reverencia y el rey, cuyo nombre era Kutha, me preguntó quién era y cuál era el motivo de encontrarme en sus tierras. Nada le oculté, siguiendo fielmente el mismo relato que acabáis de escuchar y añadiendo al final estas palabras: «Señor, mi persona está al servicio de vuestra majestad y podéis disponer de ella como cosa propia». El monarca se mostró complacido de mi relato y manifestó un gran interés por el lugar de donde procedía. Le dije que había nacido en un país remoto, en los confines de la tierra, llamado alAndalus. El rey quedó pensativo y tras consultar con un consejero, me hizo una pregunta sorprendente:
—¿Tienes tú el libro?
Quedé perplejo unos instantes, sin comprender el sentido de la pregunta; hasta que recordé que en el tahalí guardaba el Corán del venerable al-Sadiq.
—Majestad —dije mostrándole el libro—, esto es cuanto poseo, un objeto que bajo su aparente sencillez, esconde algo tan valioso como un tesoro, pues contiene las revelaciones que Dios hizo a un hombre santo.
El rey, después de observar con gran curiosidad el Corán, ya que nunca había visto un libro, pues son gentes que no conocen la escritura, me dijo:
—Hace tiempo que esperaba la llegada del «Enviado» anunciado por mi madre, la reina, que tenía poderes de adivinación. Cuando era niño, ella me contó que había tenido un sueño, el mismo día de mi nacimiento, en el que vio cómo, entre todos sus hijos, yo era el elegido para convertirme en un gran rey, temido por mis enemigos y amado por mi pueblo. Para ello, contaría con la ayuda de un hombre, procedente de tierras remotas, que me enseñaría, a través del «Libro», el camino para obtener el favor de un Dios poderoso e invencible. Así pues, se bienvenido extranjero. Yo le respondí, haciendo votos por su prosperidad y la de su pueblo, y alabando su magnanimidad.
El rey me nombró su consejero y me concedió el derecho de acceso diario a su presencia. Me regaló una joven concubina, muy hermosa y gorda como todas las de su harén. Pues el monarca admiraba la gordura de sus mujeres, y a sus ojos no había mujer más bella que aquella cuya redondez de formas excedía a las demás.
Todos los cortesanos me trataban con esmerada cortesía, a sabiendas de que podía exponer al rey cualquier queja sobre su comportamiento.
El rey Kutha se mostraba fascinado por la figura del Profeta; manifestando gran interés por conocer todos los detalles de su vida. Y, un día, me hizo saber su firme deseo de abrazar el Islam y realizar la peregrinación a La Meca.
Fui designado por el soberano para organizar el viaje a los Santos Lugares, con plenos poderes y rango de visir.
Mas la historia de este viaje fabuloso, os la contaré en otra ocasión. Se ha hecho tarde y es hora de que volváis a vuestras casas. Mañana, al amanecer, debo partir hacia Medina Malaqa donde mis negocios reclaman mi presencia.
Esperé a que todos salieran, para despedirme de mi tío. Al día siguiente, por fin, podría ver a solas a Yawhara, pensé alborozado. Mi tío me abrazó efusivamente y, como regalo de despedida, me dio un dinar de plata. En ese momento, de forma fugaz, la vi a «ella» cruzar la estancia. Vestía un precioso manto de muselina. ¿Un regalo de Abd Allah el aventurero, tal vez? El relámpago de una sospecha cruzó mi mente. Recordé cómo mi tío, en cierta ocasión, había expresado su predilección por las concubinas negras. El demonio de los celos me estuvo torturando toda la noche.
Al día siguiente, me fui al hammâm; con el dinar me hice perfumar con las esencias más caras y, acicalado como un novio, me dirigí a la casa de mi abuelo.
Con el pulso acelerado, golpeé suavemente la aldaba, mas solo percibí silencio. Aporreé la puerta, los golpes resonaron en el interior sin obtener respuesta. Un vecino ocioso, que escuchó mis obstinadas llamadas, me informó de que mis tíos habían decidido vender la casa y Abd Allah abandonó la ciudad, al rayar el alba, llevándose con él a Jawhara y a la anciana Jadiya.
Desconcertado, me apoyé sobre la puerta con el cerebro perturbado por los más diversos pensamientos. Un vendaval de furia y celos sacudía mi cuerpo ante la idea, insoportable, de imaginar a Yawhara en brazos de otro. ¡Mal haya el corazón que sufre por un amor traicionado! Juré no volver a pasar cerca de aquella casa, donde se conservaban indemnes las huellas de mi felicidad robada.
Me puse a caminar sin rumbo. Los niños rehuían mi mirada demente. Los mendigos y buhoneros, que jalonaban las calles, pasaban ante mi vista como seres inanimados. La voz desgarrada de un viejo aguador, me volvió a la realidad. Decidí buscar sosiego en la Mezquita Mayor del Albaycín. En la puerta, un anciano, con las cuencas de los ojos vacías, me pidió una limosna.
—Mi bolsa está tan vacía como mi corazón —le dije al mendigo.
—Sin embargo tu perfume es caro. ¿Acaso eres un príncipe destronado? —insistió el ciego reteniéndome por el brazo.
—En cierto modo sí —contesté con amargura.
—Por el tono de tu voz deduzco que eres muy joven y tu espíritu sufre de melancolía. Seguramente te crees el hombre más desdichado de la tierra; mas como verás mi desgracia es aún mayor que la tuya. Háblame de tu pena, descarga tus sentimientos y te sentirás más aliviado.
Después que le hube contado al anciano el motivo de mi despecho, me palpó el rostro y me dijo:
—Eres aún más joven de lo que creía. Lo malo del adolescente es que, cuando pierde la luz esplendorosa del amor, imagina que no volverá a encontrarla jamás. Es cierto que si el amor se rompe es como el cántaro, que una vez roto no tiene arreglo. Mas el amor, como el destino de los hombres, está escrito en las estrellas. Sé paciente ante la adversidad, pues quien no conoce el infortunio no apreciará la felicidad. Debes ser indulgente con la muchacha y perdonar su deslealtad; algún día comprenderás que, muchas veces, el amor se tiene que hacer vasallo de la conveniencia. Pensé que tal vez el viejo tenía razón, mas en ese instante un manto negro cubría de oscuridad mi vida, y a mi mente vino una qasida del poeta cordobés Ibn Zaydûn:
Alejados uno del otro, mis costados están secos
de pasión por ti, y en cambio no cesan mis lágrimas.
Al perderte, mis días han cambiado y se han
tornado negros, cuando contigo hasta las noches eran blancas.
Diríase que no hemos pasado juntos la noche,
sin más testigo que nuestra propia unión, mientras
nuestra buena estrella hacía bajar los ojos de nuestros censores.
Fuimos dos secretos en el corazón de las tinieblas,
hasta que la lengua de la aurora estaba a punto de denunciarnos.