Cuando aquel caluroso día de comienzos del verano abandoné la Madrasa, no podía imaginar que mi vida iba a tomar un nuevo rumbo. Ajeno a los designios del destino, me encaminé a mi casa huyendo de los ardores de un sol inmisericorde. En el zaguán, mi madre salió a mi encuentro y me mostró una hoja manuscrita, que un secretario del cadí le había entregado para mí. El qatib se había limitado a dejar aquel escrito sin dar explicación alguna. Mi madre, que no sabía leer, me esperaba angustiada rogando a Dios que no fuera nada malo. Enseguida la tranquilicé: se trataba de un comunicado oficial del juez, en el que daba cuenta de la última voluntad de mi abuelo, recientemente fallecido, legándome todos sus libros.
El ulema había muerto, hacía algunas semanas, de forma repentina. Un viernes, después de orar en la Gran Mezquita, su fatigado corazón se paró súbitamente cuando ascendía por la cuesta de los Cordeleros y, como fulminado por un rayo, se desplomó sobre los peldaños de la empinada callejuela. ¡Que Allah lo tenga en el paraíso!
A pesar del viento abrasador que batía el barrio del Albaycín, tomé el documento del cadí y me dirigí a la casa de mi abuelo. Ansiaba poseer aquellos libros que sólo había podido leer de forma clandestina, y con los que tanto había disfrutado. Aún sostenía la aldaba en la mano, cuando me abrió la puerta Yawhara. Ambos nos miramos en silencio como si nos viéramos por primera vez. Estábamos a un paso de distancia el uno del otro. No era su atractiva figura lo que me fascinaba en aquel instante, en el que el tiempo pareció detenerse, sino la cautivadora expresión de su mirada. Aquellos ojos negros irradiaban una luz de la que quedé atrapado. Cautivo de aquella mirada no era capaz de articular palabra. No sabría decir cuánto tiempo transcurrió, tal vez un suspiro. Ella, advirtiendo mi turbación, bajó la vista. La irrupción de la vieja Jadiya preguntando el motivo de mi visita, rompió el hechizo.
—Vengo a por los libros —contesté a la vieja mostrando el documento, mientras Yawhara desaparecía discretamente tras una celosía.
—Sube arriba, ya sabes dónde están —rezongó la anciana. La biblioteca estaba situada en la planta alta de la casa, un lugar sobradamente conocido por mí. Se trataba de un habitáculo anexo a la alcoba.
El número de libros que poseía mi abuelo hacía imposible llevarlos de una sola vez. Esta circunstancia, me permitía volver en días sucesivos y contemplar de nuevo a la hermosa Yawhara. Al día siguiente, al tocar la puerta con el corazón en la garganta, no pude evitar un gesto de desilusión cuando, tras el postigo, apareció el rostro ajado de la vieja sirvienta. Aquel día no vi a Yawhara.
Y volví al día siguiente y al siguiente y al otro, mas Yawhara no se dejaba ver.
Cada día, esperaba hasta el anochecer sentado en el patio, con el anhelo de cruzar mi mirada con ella. Recitando al viento los sensuales versos del poeta mendigo Ibn Quzman. Envidiando a los rosales trepadores que, desde el arriate, se encaramaban por la pared hasta el alféizar de su ventana.
Mientras tanto, en mi casa, los libros se iban acumulando, desparramados por todas partes, ocupando los pocos espacios libres de que disponíamos en nuestra reducida y humilde vivienda. Mi padre me amenazó con no dejarme entrar en casa, si no detenía aquella plaga de hojas y pergaminos que invadía todo el hogar. Por fortuna, mi madre, que sabía el aprecio que el ulema sentía por aquellos volúmenes, les buscó acomodo en un viejo baúl. Una tarde, cuando cruzaba el patio y me disponía a abandonar la casa de mi abuelo cargado con los últimos libros que quedaban en los anaqueles, me sentí observado. Alcé la vista y la descubrí mirándome fijamente desde la ventana. Era ella, con la misma mirada intensa y turbadora que me había cautivado el día que me abrió la puerta. Saqué fuerzas de flaqueza y temblado acerté a musitar su nombre: ¡Yawhara! Ella puso los dedos sobre sus labios indicándome silencio y con voz queda susurró: «Esta noche dejaré la puerta del huerto abierta».
Creí estar soñando. Asentí bajando los ojos, incapaz de sostener aquella mirada que me quemaba.
Pasé el resto de la tarde deseando ardientemente que llegase la noche, y dando gracias a Allah que ponía en mi camino aquella aventura maravillosa. Tal es el signo de la bondad y el poder de quien ha creado a la mujer, cuyo encanto y hechizo dan tanta felicidad al hombre.
Desde el aljarafe contemplé emocionado como el manto negro de la noche caía lentamente sobre la medina. El horizonte carmesí, que se prolongaba más allá de Bab Ilbira, se tornó violeta y pronto el cielo y la tierra se fueron fundiendo en la oscuridad infinita. Entonces, la brisa ingrávida del crepúsculo se llenó con el canto prolongado de los almuédanos. Bajo la cúpula inmensa, iluminada de estrellas, evoqué el arrebatador embrujo de unos ojos negros y la dulzura de un cuerpo femenino que me trastornaba como el vino.
Esperé a que todos durmieran, para deslizarme sigilosamente desde la azotea. Cuando me puse en camino, los latidos de mi corazón sonaban como los golpes de un tambor en el hondo silencio de la noche. Caminé como un ladrón, pegado a los muros de calles solitarias, burlando la luz insolente de la luna. Al llegar a la casa de mi abuelo, la puerta del huerto parecía cerrada, mas al impulso de mi mano, ésta se abrió con un chirrido delator. Al traspasar el umbral, todo era quietud bajo las sombras misteriosas de los árboles. Del silencio, surgió el susurro de las hojas movidas por la brisa y percibí un olor de esencia de violetas. La voz inconfundible de Yawhara me sonó tan cerca, que sentí su aliento: «No hagas ruido. La vieja tiene un sueño muy ligero». En medio de las tinieblas, la seguí guiado por su perfume. Nos dirigimos a la escalera, débilmente iluminada por el rayo de luna que entraba por el ventanuco. El aroma de almizcle que desprendía su cuerpo excitaba todos mis sentidos. Ella me precedía, subiendo los peldaños con agilidad felina. Me acerqué hasta rozar su ropa. Bajo la delgada túnica se adivinaban sus anchas caderas y el montículo de sus hermosas nalgas aparecía altivo ante mis ávidos ojos. Me dejé vencer por el deseo y antes de culminar los últimos escalones, la tomé por la cintura. Los rizos de su pelo destilaban fragancia de mirra. Ella quedó inmóvil un instante. Después, hizo un amago para zafarse de mis brazos, mas yo la apreté contra mi cuerpo y besé su cuello de gacela. Busqué su boca y encontré sus labios ardiendo, mientras sus ojos brillaban de excitación. La rodeé con mis brazos y su vientre se pegó al mío. Temblando de emoción y deseo, exploré bajo sus ropas la carne palpitante. De un tirón liberé mi cuerpo febril de las vestiduras. Al penetrarla, lanzó un breve gemido. Trastornado de placer, cabalgué frenético con el cerebro a punto de estallar, hasta que un escalofrío me sacudió la espalda y las fuerzas abandonaron mi cuerpo en medio de un estertor animal. Yawhara me acarició con ternura y, agarrados de la mano, abandonamos la estrecha escalera y ella me condujo hasta su lecho. Allí, las caricias delicadas de sus manos y el ardiente perfume de su aliento desataron, de nuevo, la codicia apasionada del deseo. El elixir de sus besos lujuriosos, devolvió la energía y la altivez a mi miembro, que se levantó erecto como una espada. Yawhara tomó la iniciativa, se encaramó sobre mi vientre y lentamente se dejó penetrar. Mi absoluta falta de experiencia quedaba compensada por su audacia. Poniendo sus manos sobre mis hombros, moderaba mis torpes movimientos, mientras su cuerpo prodigioso imponía el ritmo adecuado.
Nunca olvidaré aquellas noches cálidas, cargadas de voluptuosidad y deseo insaciable. Enredado en su ensortijada cabellera azabache y embriagado por el dulce tacto de sus mullidas caderas. Antes de que rompiera el alba, con los sentidos embotados de placer e impregnado del cálido perfume de su cuerpo, abandonaba el lecho de mi amada. En aquella hora mágica, todo dormía y un halo de misterio envolvía la quietud de las estancias. Entonces se apoderaba de mí un pensamiento inquietante y, entre las sombras misteriosas de la noche, creía ver el espectro agraviado de mi abuelo. A modo de conjuro repetía una y otra vez: «Nada acontece sin la voluntad de Allah. Ni la hoja cae del árbol sin su consentimiento. Si esto me ocurre a mí, es por voluntad de Allah. ¡Ensalzado sea!».
Yawhara me hizo jurar que guardaría en secreto nuestra relación. Y aunque ardía en deseos de contarle todo a Qasim, mis visitas furtivas a Yawhara fueron un enigma oculto en el oscuro pozo de la noche, que jamás revelé, pues como dice el sabio proverbio: «Si quieres guardar un secreto no lo confíes a nadie, ya que quién lo revela lo está divulgando».
Mis encuentros clandestinos con la hermosa Yawhara eran un goce carnal que parecía no agotarse. La exhibición de su bello cuerpo desnudo ante mis ojos, era una continua invitación al placer. Ella fue mi guía y maestra en el camino iniciático de la sexualidad. Ella me enseñó a sosegar el deseo, a moderar el ímpetu desbocado, a beber con mesura el néctar de la felicidad, a paladear con calma el manjar del placer. Explorando los valles misteriosos de su cuerpo, aspirando el olor agridulce de su piel de seda, desvelé los secretos de su femineidad.
Mi pensamiento y mi voluntad le pertenecían. Mi entrega a aquella mujer era absoluta. Yawhara no era bella, mas el fuego de su mirada y las rotundas formas de su cuerpo la hacían irresistible. Había en ella algo de vulgar, que encendía la llama del deseo en cuanto la miraba. Mi obsesión por ella era tal, que cada mañana se me hacía insoportable y me sentía incapaz de aguantar hasta la noche. En uno de aquellos momentos de intimidad, donde la complicidad invita a la confidencia, Yawhara me contó la historia más triste que jamás había oído. Con la voz rota por la amargura, inició su relato:
«Detrás del maloliente barrio de los Curtidores, envuelto en el vapor cáustico que desprenden las hediondas pieles, hay un lugar que llaman el Desolladero, donde unos pobres desdichados viven oprimidos por la miseria, el infortunio y el terror. Allí, el aire está impregnado por el olor dulzón de la sangre y el vaho espeso de los orines de los animales sacrificados; las vísceras ensangrentadas y las verduras en descomposición que cubren las calles, atraen a cientos de ratas y a enjambres de moscas. Asesinos, ladrones y busconas imponen su ley, y ni los guardias del zalmedina osan penetrar en aquel lugar siniestro, donde los matones, verdaderos señores de aquel reino de la muerte, ejercen el terror sobre los más débiles que sufren golpes, insultos y vejaciones. Cuando cae el sol, actúan los violadores y los asesinos; y los gritos de sus víctimas rompen la noche con alaridos que erizan la piel. Al amanecer, los carneros desollados son llevados al zoco, mas los cadáveres de los hombres quedan tendidos sobre el suelo, en el mismo lugar donde fueron degollados, sin que nadie se atreva a tocarlos hasta que alguien no soporta el hedor y los cubren de tierra. Solamente el día que muera, conseguiré olvidarme de ese infierno en el que transcurrió mi desdichada niñez. Nunca conocí a mis padres. Solo guardo un débil recuerdo de mi hermano que me proporcionaba alimentos y me protegía del frío por las noches; hasta que un día desapareció y nunca más volví a verle. Agotada de llorar en soledad y acuciada por el hambre, me uní a la banda de los niños ladrones del taimado Ahmed al-Falaqí, un viejo bandido, que se servía de una pandilla de niños hambrientos que robaban para él a cambio de un techo y un mezquino potaje caliente. Vivíamos a salto de mata, huyendo de la guardia del gobernador. Lo peor era que, aquel viejo miserable no se contentaba con corromper nuestra alma, también mancillaba nuestro cuerpo. Sin hacer distinción entre varón o hembra, el lascivo alFalaqí disponía a su antojo de nuestra inocencia. Con infinita amargura y asco, teníamos que soportar los besos de aquella boca desdentada que apestaba a queso rancio, las caricias de unas manos sarmentosas y el contacto de un cuerpo huesudo con olor a letrina.
Una noche, sentí que me desangraba. No era la sangre que, cada mes, la naturaleza hace fluir del cuerpo de la mujer, se trataba de una enorme hemorragia con dolores insoportables. Mis gritos alertaron al viejo que, al ver el jergón empapado de sangre, llamó a una vieja buscona, compinche suya. Antes de perder el conocimiento, sentí cómo me sujetaban las piernas y arrancaban de mis entrañas un guiñapo sanguinolento que arrojaron al vertedero. Creyéndome muerta, me abandonaron en un callejón solitario. Mas Allah todopoderoso me infundió fuerzas para seguir viviendo.
Al recobrar la consciencia, oí la algarabía del zoco, del que me llegaban olores de comida y especias. Y aunque me sentía tan débil que apenas podía ponerme en pie, el hambre, una vez más, me obligó a salir en busca de alimento. Con el cuerpo lacerado, caminé entre los figones donde las albóndigas de cordero, rebozadas de harina, flotaban en el humeante aceite. El aroma del jengibre, el azafrán y la canela despertaban mi apetito hasta marearme; si no comía algo me desmayaría. Ante un tenderete de buñuelos, no me pude contener y devoré una almojábana con la avidez de un animal hambriento. Probé a hurtar otra y fui descubierta por los hombres del almotacén. El miedo de caer en manos de los guardianes del mercado, me hizo correr como no creí que fuera capaz. En mi alocada huida, tropecé con una yubba blanca en cuyos pliegues quedé atrapada, como un pájaro en la red. Sentí una mano poderosa posarse sobre mi cabeza y, al alzar la vista, vi en los ojos del hombre que me miraba, una sonrisa cómplice. Oculta entre sus ropas pude burlar a mis perseguidores y, una vez que pasó el peligro, el hombre me dejó marchar. Mas en su mirada creí ver una pizca de compasión y, como quién persigue a un rayo de luz en medio de la oscuridad, seguí a aquel desconocido hasta su casa en el barrio del Albaycín.
Con el corazón oprimido por la tristeza, percibí que me encontraba, por primera vez, en un lugar digno al cual yo no pertenecía. Mi barrio era el de las alcahuetas, ladrones, matones y prostitutas. Con el firme propósito de dejarme morir de hambre, antes que volver al lugar maldito de donde salí, me senté junto a la puerta del desconocido, al que había seguido, y me quedé dormida.
Me despertó la voz profunda del hombre de la yubba blanca:
—¿Cómo te llamas?
—No tengo nombre —contesté algo aturdida.
Él me miró sorprendido, y yo añadí:
—Todos me llaman aswad (negra), y no tengo a donde ir.
—¿Quieres servir en mi casa?
Al oír aquellas palabras, me arrojé a sus pies y le prometí ser su esclava. Aquel hombre bondadoso me ayudó a levantarme. Con una ternura, que nunca antes había sentido, acarició mis sucios cabellos y mirándome a los ojos me dijo:
—Solo un necio podría despreciar una joya por ser negra. Y desde aquel día, él siempre me llamó Yawhara (joya). A partir de entonces, me convertí en la sierva fiel y en la concubina complaciente del hombre que me sacó del infierno. Mas mi vida en esta casa no ha sido fácil. Tuve que soportar los celos y el trato cruel de tu abuela. Una mujer enfermiza y de carácter amargado, que me odió hasta su muerte.
Tu abuelo era muy fogoso y un gran amante. Cada noche me llamaba a su lecho, desvelándome los secretos del placer sublime de los sentidos.
Fiel a mi promesa, me entregué a él en cuerpo y alma. Mas ahora que ha muerto, ¿qué va a ser de mi vida?».
La tristeza ensombreció su rostro y una lágrima rodó por su mejilla. Yo no encontré palabras para contestar a su pregunta. Y, conmovido, enjugué sus ojos con mis labios, paladeando el sabor salado de sus lágrimas.