Cierto día, mi abuelo me mandó llamar. Como de costumbre, lo encontré sentado sobre el almadraque verde leyendo el Corán.
—La paz sea contigo, hijo mío —me saludó con una sonrisa en los labios. Su voz parecía cansada, había perdido su vigor característico—. Los informes de tu maestro son excelentes, ya tienes amplios conocimientos de escritura y recitación del Corán. Ahora quiero que emprendas unos estudios más convenientes. Para ello, deberás ir a la Madrasa. Allí has de aplicar tu inteligencia y esforzarte en aprender todas aquellas cosas que hacen a un hombre docto. Es mi deseo que, algún día, seas distinguido con el título de alîm.
Como ya hiciera en mi primer día de escuela, mi abuelo quiso acompañarme a la Madrasa. Se había puesto una yubba nueva y se cubrió la cabeza con un elegante taylasân cuyo extremo plegó sobre sus hombros. Cuando nos pusimos en camino, observé cuánto había envejecido. Tenía la mirada vidriosa, caminaba encorvado y su paso era un tanto vacilante. Por el contrario, yo era un muchacho fuerte y espigado que le igualaba en estatura y lucía con inmenso orgullo un incipiente bigote.
Al bajar por la cuesta de los Ermitaños, posó su mano sobre mi hombro haciéndome sentir el peso de sus años. Salimos por Bab al-Asad, cruzamos el barrio de los Zanatas y después de abrirnos paso entre los burros y acémilas que se apiñaban a las puertas de la alhóndiga Zayda, llegamos al Centro de Estudios Islámicos, frente a la Gran Mezquita.
La Madrasa era un edificio espléndido con un pórtico de mármol blanco, sobrio y elegante adornado con versos y loas a la ciencia. Un amplio vestíbulo conducía a un patio cercado de esbeltas columnas que sostenían arcadas de mocárabes. En el centro, había una fuente rodeada de naranjos. Junto a la puerta del oratorio, unos jóvenes, sentados en el suelo, prestaban toda su atención a un anciano de aspecto venerable. Agucé el oído y alcancé a oír las palabras del maestro: «...cuando el sabio Ibn Sina (Avicena) afirma que todo cuanto nace, lleva en sí antes de su aparición la posibilidad material de existir, no entra en contradicción con el dogma coránico. Ya que, como todos sabéis, el Corán dice: Nada ha sido creado al azar...» Mi abuelo me tiró de la manga para seguir nuestro camino. Cruzamos los bellos cenadores y llegamos a una escalera que daba acceso a una galería alta. En el rellano, mi abuelo se paró un instante acosado por la fatiga. Yo, con los ojos muy abiertos, miraba cuanto me rodeaba. Las paredes aparecían labradas de adornos vegetales engarzados en perfecta simetría con figuras geométricas. Sin poder reprimir mi curiosidad, deslicé las yemas de mis dedos sobre la delicada filigrana y los relieves de las inscripciones coránicas. Mi abuelo me animó a continuar. Había jóvenes por todas partes. En el piso superior, el ulema me llevó hasta una puerta de color ocre.
—Aquí se encuentra la sala de los calígrafos —dijo mientras empujaba el pomo.
Se trataba de una vasta estancia donde varios hombres, sentados frente a las ventanas, copiaban manuscritos importados de la escuela de Bagdad. Quedé extasiado viendo la facilidad y soltura con que los copistas manejaban el cálamo, reproduciendo con perfección matemática aquellos bellos caracteres. Ninguno de ellos levantó la mirada ante nuestra presencia, sus rostros permanecieron sumidos en su trabajo; su concentración era máxima. Según me susurró mi abuelo, una falta de atención o descuido podía causar un error que echaría a perder toda la obra. Una vez que abandonamos la sala, me anunció:
—Ahora voy a mostrarte la joya de esta Madrasa.
Le seguí intrigado por una galería que terminaba en una puerta de dos hojas por donde entraban y salían jóvenes estudiantes, bajo la atenta mirada de unos soldados que montaban guardia a la entrada. La sala era inmensa, bien iluminada y con las paredes cubiertas de anaqueles repletos de libros.
- Al-Maktaba! (la biblioteca) —exclamó mi abuelo enfático—. Aquí hay preciosos manuscritos de todos los órdenes, autógrafos y copias de ejemplares raros. Más de veinte mil volúmenes, entre ellos códices coránicos en letra cúfica. Maravillosos ejemplares adornados de hermosas viñetas coloreadas. Libros de cetrería, zoología y botánica, donde animales y plantas están representados de forma tan perfecta que parecen estar vivos. Hay tratados de medicina de Ibn Sina, Ibn Rushd, al-Zahrawi o Ibn al-Baytar, así como de los sabios griegos Hipócrates y Galeno; obras de Ptolomeo sobre geografía y astronomía; tratados de geometría de Euclides y Empédocles; y de física de Arquímedes, todos traducidos al árabe por los maestros políglotas de la «Casa de la Sabiduría» de Bagdad.
Los libros —me advirtió mi abuelo— están al servicio de los alumnos, mas para hacer uso de ellos han de pedirlos a los bibliotecarios que los custodian; éstos son los responsables de formar los índices y guardarlos en los anaqueles. Si alguien infringe la norma o intenta apoderarse indebidamente de algún ejemplar, una señal del bibliotecario hará que el infractor sea apresado por la guardia del zalmedina y severamente castigado.
Despacio, fuimos recorriendo las dependencias de la espaciosa tarbea, donde se acumulaban el conocimiento y la sabiduría ancestral que los eruditos nos habían legado.
Tras cruzar un arco sostenido por dos columnas de alabastro, llegamos a una estancia cuadrada, cuyo centro estaba presidido por una esfera armilar. De una de las paredes, colgaban unos objetos de metal dorado con las superficies decoradas de extraños signos. Me acerqué y observé intrigado los enigmáticos caracteres grabados sobre aquellas esferas planas. A mi espalda oí la voz de mi abuelo:
—Son astrolabios. Con ellos los astrónomos calculan la posición y movimientos de los astros, así como su altura por encima del horizonte. En esta sala, se encuentran libros muy antiguos de astronomía, como el «Tratado sobre el movimiento de las estrellas fijas» del gran Abu Ishaq al-Zarqâlî (Azarquiel), el astrónomo andalusí más importante de todos los tiempos, quien estudió los movimientos del Sol, corrigiendo la teoría del astrónomo griego Ptolomeo, que defendía la idea de la inmovilidad del apogeo solar. Al-Zarqâlî residía en la ciudad de Tulaytula (Toledo), donde construyó, a orillas del río Tajo, dos gigantescos relojes de agua que fijaban las fases de la Luna y las horas diurnas y nocturnas.
No menos importante, es la copia, que aquí se conserva, del «Calendario de Qortuba» compuesto por el médico y astrónomo del califa al-Haqam II, Arib ibn Zayb que, estudiando la altura del sol, compuso el calendario por el que se rigieron las prácticas agrícolas y se fijaron las horas de la oración, determinadas por la duración del día y de la noche, la aurora o el crepúsculo en los territorios de al-Andalus.
También hay textos de astrología que, basándose en las conjunciones planetarias, predijeron muchos de los grandes acontecimientos históricos.
Yo seguía fascinado por las explicaciones de mi abuelo quién, antes de abandonar la biblioteca, me invitó a visitar una sala aneja, donde se guardaban las obras de los escritores granadinos.
—Esta parte de la biblioteca está reservada a los manuscritos de los hombres de letras más importantes de Granada. Sobre todos ellos destaca uno: Abu Abd-Allah Muhammad ibn al-Jatib alSamânî, historiador, poeta y médico. Por su elocuencia, recibió el título honorífico de «Lisân al-Dín» (Lengua de la Religión). Algunas de sus obras se perdieron cuando cayó en desgracia. Afortunadamente, conservamos las más importantes, entre ellas la historia de Granada y sus gentes, la famosa: «Ihatha fi ta' rih Garnata». Sus tratados abarcan los campos más diversos como son la historia, la poesía, el derecho, la medicina o la mística. Esta última le acarrearía gran desgracia, le llevaría al destierro y a la muerte. Ibn al-Jatib (El hijo del predicador) nació en Medina Lauxa (Loja). Fue consejero y visir del culto emir Yusuf I, constructor de esta Madrasa, y más tarde del hijo de éste Muhammad V.
Este gran literato y hombre de estado poseía una finca, que todo el mundo conoce con el nombre de «Aayn al-Damâa» (La fuente de las lágrimas), donde se congregaban los poetas más brillantes de la época junto con los aristócratas más cultos y los miembros de las familias más ilustres de Granada, formando tertulias en las que, bajo los efectos alucinógenos del anacardo, las lenguas se desataban y se ponía a prueba la destreza verbal de los concurrentes con desafíos dialécticos mordaces, relatos subidos de tono, discursos satíricos y proverbios burlescos que hacían las delicias de los asistentes. En aquel lugar, el ingenio, la poesía y el talento literario brotaban como un torrente incontenible de sabiduría. Mas como todo gran hombre, Ibn al-Jatib fue víctima de la envidia, la injuria y la traición. Acusado de heterodoxia y herejía, por algunas de sus obras místicas de carácter sufí, fue perseguido y se vio obligado a huir a África. Sus enemigos no se contentaron con ello, y le persiguieron en el destierro hasta lograr su ejecución en una cárcel de Fez. Lo más triste fue que el principal acusador e inductor de su muerte, resultara ser su amigo y discípulo Ibn Zamraq, el llamado poeta de la Alhambra, cuyas qasidas decoran las paredes y las fuentes del palacio del sultán, pues a pesar de ser hijo de un humilde herrero del Albaycín, Ibn Zamraq, ambicioso e inteligente, no tuvo escrúpulos en lanzar graves acusaciones contra Ibn al-Jatib y así alcanzar la cumbre del poder, que tanto ambicionaba, como visir del sultán Muhammad V. Mas, al igual que su maestro, el ambicioso visir acumuló demasiado poder y tuvo un final trágico: cuando subió al trono Muhammad VII cayó en desgracia y fue ejecutado junto con sus hijos.
Era la elocuencia, y no el castigo, el método con el que se estimulaba el estudio en la Madrasa, combinando la parte didáctica con relatos históricos, que avivaban la curiosidad y la atención del alumno. Mi maestro era un hombre estricto y severo, de pequeña estatura, rostro enjuto y ojos ardientes. A su sapiencia, unía un carácter de hierro. Se llamaba Abd-l-Qarim al-Maliqí, era hijo de conversos, mas su intransigencia y rigor en la aplicación de la shari'a, le hacían ser respetado e incluso temido. Siempre empezaba sus clases con sabios consejos en un intento por templar el ímpetu apasionado de nuestros jóvenes espíritus, a una edad en la que la sangre corre impetuosa, empujando con fuerza irresistible nuestro ánimo a las locas fantasías de la adolescencia.
—Concentrad vuestros pensamientos en el estudio y la oración —nos repetía una y otra vez—. Contened los bajos instintos y evitad que la mente se desvíe del camino del saber y el culto a Allah ¡ensalzado sea! No dejéis que el deleite efímero de la carne perturbe vuestros espíritus y eche a perder la obra de vuestra formación. La sensualidad es ciertamente un placer, mas a vuestra edad es como el vino, que ofusca la mente, anula la inteligencia y os hace esclavos del vicio. No ejercitéis de forma precoz vuestra virilidad, pues el abuso de los placeres carnales os puede llevar a cometer aberraciones indignas a los ojos de Allah ¡loado sea! Sin embargo, yo hacía oídos sordos a las sensatas palabras de mi maestro, y mi frágil voluntad siempre sucumbía a la seducción aberrante de las cabras de Alí. ¡Que Allah Clemente y Misericordioso se apiade de mí!
El sultán Abu Nasr Saad, «el Pacificador», había logrado una paz duradera con los cristianos y, aunque pagada a un alto precio, Granada gozaba de una desacostumbrada tranquilidad. Parte del pueblo, inducido por los alfaquíes, se quejaba de pagar un tributo demasiado alto por una tregua que no siempre era respetada por los cristianos; otros, por el contrario, agradecían aquel tiempo de sosiego que les permitía poder dedicarse a sus negocios y labranzas.
La división entre los granadinos también llegó a la Madrasa, donde los partidarios de la yihâd se enzarzaban en apasionadas discusiones contra los que defendían la convivencia y el entendimiento con los rumis.
Un día, los partidarios de la paz se atrevieron a preguntar al maestro:
—Maestro, si el Islam tiene el mismo tronco que las otras dos religiones monoteístas y todos creemos en que Dios es Uno, y sólo nos diferencia la forma de dirigirnos a Él, ¿por qué hemos de hacer uso de las armas contra los cristianos? ¿Acaso no son ellos, como los judíos y nosotros los musulmanes gentes del Libro y creyentes del Dios Único?
Al-Malaqí taladró con la mirada al alumno que había formulado aquella pregunta, y con furor contenido contestó:
—Tanto los judíos como los cristianos son creyentes errados. Los judíos se atribuyen el ser el único pueblo escogido de Dios. Lo que vulnera la universalidad de Allah «Señor de los Mundos». Y los cristianos dicen adorar a un solo Dios, mas creen en tres dioses distintos. La Trinidad es un misterio que cualquier hombre razonable no puede entender. El cristianismo está lleno de misterios incomprensibles que deforman la vida del profeta Isa, ¡sobre él sea la paz! al que denominan: «Hijo de Dios» y veneran como tal, cuando Dios es único, incurriendo en el ultraje a la unidad de Allah y en la gran blasfemia de creer que Dios tuvo un hijo —a medida que hablaba se le encendía la mirada y su voz crecía en intensidad y fuerza—. Los cristianos llenan sus templos de estatuas a las que adoran, cometiendo idolatría. ¡Son los infieles cristianos quienes usan la intolerancia contra los que no profesan su religión! ¡Ellos desprecian a nuestro profeta Muhammad, ¡sobre él sea la paz! ¡Al que no reconocen como enviado de Dios! ¡Ellos atacan nuestros pueblos, talan nuestros bosques, arrasan nuestra tierra a sangre y fuego! ¡Son ellos los que, dominados por la codicia, anhelan expulsarnos de al-Andalus y apoderarse de nuestros bienes! Es por tanto legítimo que los soldados del Islam desenvainen sus espadas en defensa de su territorio y ataquen a un enemigo que pretende nuestra ruina y destrucción.
Sus palabras fueron coreadas con vítores y gritos de yihâd, yihâd!!! La división entre los granadinos comenzaba a tomar un mal cariz. Había alfaquíes que en la oración del viernes predicaban la guerra santa. Y a esto ayudaba, y no poco, las continuas cabalgadas que las huestes cristianas efectuaban en la Vega, pese al tratado de paz vigente. El poderoso clan de los Abencerrajes se declaró partidario de romper la tregua y reclamó los derechos dinásticos de la princesa Fâtîma, hija del fallecido Muhammad el Zurdo, de la que se decía que, en su palacio de Dar al-Horra en el Albaycín, se fraguaba una revuelta.
Por entonces, murió el rey de Castilla, don Juan, y le sucedió su hijo Enrique.
El nuevo rey de los cristianos, para congraciarse con su pueblo, declaró roto el armisticio con Granada y llamó a la guerra santa, iniciando una Cruzada contra los musulmanes.
Al frente de un formidable ejército, Enrique IV de Castilla cruzó la frontera talando y devastando la Vega. En una segunda incursión, se dirigió a Málaga. Saad salió a su encuentro con el propósito de parlamentar. Se encontraron en las márgenes del guadi Talyira (Guadalhorce), cerca de Álora. El emir se mostró dispuesto a pactar una nueva tregua y pidió al castellano la liberación de su hijo primogénito Abu-l-Hasan, que era rehén de los cristianos. El sultán deseaba casar a su heredero con la princesa Fâtîma, a fin de apaciguar a los levantiscos Abencerrajes, partidarios de la estirpe del Zurdo.
Don Enrique accedió a liberar al príncipe heredero, mas en garantía de la nueva tregua, exigió la entrega del segundo hijo del emir, el infante Yusuf.
Una vez efectuado el canje, el rey castellano se retiró con su ejército, llevándose consigo al nuevo rehén y dejando a don Diego Fernández de Córdoba el encargo de negociar un nuevo tratado de paz.
La negociación resultó más dura de lo esperado. El emir estaba dispuesto a pagar el tributo acostumbrado de las treguas anteriores, mas los cristianos exigieron una suma exageradamente elevada. Saad adujo que la cantidad era impagable, y don Diego tuvo la osadía de proponer que una parte de la deuda se saldara mediante la entrega de varios castillos. El sultán tomó dicha proposición como una afrenta y suspendió la negociación. La consecuencia fue, que el príncipe Yusuf nunca más volvió a Granada y tiempo después, se dijo que había muerto víctima de una epidemia.
El depuesto Muhammad al-Zaqir vio en las dificultades por las que pasaba Saad, una ocasión para recuperar el trono y, al frente de una tropa de fieles, salió de Almería con la intención de atacar a su rival. Mas el príncipe Abu-l-Hasan lo derrotó en las estribaciones del Yebel Solayr (Sierra Nevada), lo capturó y exhibiéndole como trofeo de guerra, entró en Granada, y se lo entregó a su padre.
Como premio a tan brillante victoria, el sultán regaló a su hijo el precioso palacio al-Hijar, una quinta de recreo levantada sobre un maravilloso paraje que domina el hermoso valle del río Genil. El emir ordenó a los cadíes un dictamen jurídico sobre el prisionero. La mayoría dictaminó que conforme a la shari'a debía ser condenado a la pena capital, puesto que era evidente su intención de sembrar el desorden y la guerra entre los musulmanes, lo que beneficiaba a los enemigos del Islam.
Al amanecer, el verdugo de la Alhambra hizo rodar la cabeza de Muhammadal-Zaqir sobre las bruñidas losas de mármol de la sala de la Justicia.
¡Que Allah se apiade de él!