Poco tiempo después del regreso de mi padre, nos mudamos a nuestra antigua casa del barrio de la Alcazaba Vieja. Durante todo el día, nuestro progenitor servía en el palacio del poderoso señor Ridwan Venegas y no regresaba hasta el anochecer. Mi hermano Ahmed y yo esperábamos con impaciencia aquel momento, para correr a su encuentro y sentarnos junto a él a la mesa y escuchar sus historias, mientras mi madre disponía las viandas para la cena.
Mi padre hablaba de un modo gracioso, mezclando palabras de castellano y árabe en una extraña aljamía. Ponía gran empeño en que aprendiéramos su lengua. Para ello, nos señalaba cuantos objetos nos rodeaban y nosotros, como si de un juego se tratara, teníamos que repetir el nombre con que se denominaban en castellano. En poco tiempo conseguimos entendernos con él en esta lengua y disfrutar de sus maravillosos relatos; pues era un gran narrador de cuentos. Nos contaba fábulas de animales, a los que imitaba a la perfección. Y nos narraba, una y mil veces, sus aventuras y desventuras con los piratas; mostrándonos, no sin cierto orgullo y ante nuestros atónitos ojos, las terribles cicatrices que los látigos de los corsarios habían dejado en sus espaldas. Mas eran las historias de lobos, genios y brujas las que nos hacían sentir el delicioso terror con el que tanto disfrutábamos. Se acercaba el día de mi séptimo cumpleaños. El invierno parecía tocar a su fin. Las cigüeñas habían regresado de África y los ancianos buscaban la sombra de los callejones, cuando una copiosa nevada sorprendió de noche a la ciudad que amaneció cubierta por un espeso manto blanco. Por la mañana, contemplé asombrado la capa, de una blancura inmaculada, que cubría los tejados de las casas y el empedrado de las calles.
Qasim, entusiasmado, vino a buscarme y salimos a disfrutar del extraordinario fenómeno con que nos había sorprendido la naturaleza.
El día era claro y se respiraba un aire limpio y frío que soplaba desde las cumbres del Yebel Solayr. Sin dejar de lanzarnos bolas de nieve, nos dirigimos a la plaza al-Bonud. Y allí encontramos a Alí que, a causa de la nevada, había dejado las cabras paciendo en el redil. Alí propuso construir un castillo de nieve. Nos pusimos manos a la obra y, de pronto, algo silbó sobre nuestras cabezas. Un grueso garrote cayó con enorme violencia sobre el montículo que habíamos formado, destruyendo nuestra incipiente construcción. Los tres miramos hacia el lugar de donde procedía el proyectil, y divisamos a un grupo de muchachos harapientos que se burlaba de nosotros con risotadas y gestos obscenos. Se trataba de Jalid al-Munfî y su banda de salteadores, que se dedicaban a saquear los huertos de las viudas y a sembrar el terror, con sus fechorías, entre los más desprotegidos.
—¡Aquí apesta a cabra y a cristiano! —gritó al-Munfî, entre las risas burlonas de sus compinches.
—Y la culpa es del cabrero y del hijo del rumi —añadió otro de la pandilla.
La respuesta de Alí no se hizo esperar. Sacudió su brazo como un látigo y una bola de nieve voló como una centella, estallando en la cabeza de uno de aquellos matones. Llenos de furia, los secuaces de al-Munfî, armados de palos y piedras, vinieron hacia nosotros. Corriendo como alma que lleva el diablo, huimos por las retorcidas callejuelas del barrio de Ajsâris. Mas el empedrado mojado me jugó una mala pasada, y un inoportuno resbalón me hizo dar con mis huesos sobre un viscoso barrizal. Antes de que pudiera ponerme en pie, observé aterrorizado cómo la banda de al-Munfî me rodeaba y su jefe, con una sonrisa siniestra, empuñando un tosco garrote se disponía a medirme las costillas. La paliza parecía irremediable cuando, desde un tejado, alguien lanzó una piedra. Jalid al-Munfî puso los ojos en blanco y se desplomó a mi lado. Debajo de su cabeza, comenzó a formarse una mancha de sangre. Sus seguidores, sorprendidos y asustados, intentaban reanimarle. Y entonces vi a Alí que, desde lo alto de un cobertizo, me hacía señas para que escapara. Lo que hice, aprovechando el desconcierto de mis perseguidores. La infalible puntería de Alí me salvó de aquella comprometida situación en la que bien pude perecer a manos de aquellos desalmados.
Cuando logré reunirme con mis amigos, aún no podía articular palabra atenazado por el miedo y la fatiga. Mi estado era lamentable: descalzo, con el rostro cubierto de lodo y las rodillas desolladas.
En la desesperada huida, había perdido los zapatos y mis ropas estaban irreconocibles. Si me presentaba de aquella guisa en mi casa, el castigo sería terrible. ¿Qué hacer? Al fin tomé una decisión. Como siempre que temía recibir un severo castigo de mi madre, pediría protección a mi abuelo.
Era la hora de la segunda oración cuando llegué a su casa. Con toda seguridad mi abuelo estaría en la mezquita. Llamé tímidamente a la puerta.
—¡Bendito sea el Profeta! —exclamó Yawhara al verme. Sin dejar de hacerme preguntas y reproches por mi deplorable estado, la joven concubina, que desde la muerte de mi abuela se ocupaba del gobierno de la casa, me hizo entrar y, sin prestar demasiada atención a mis explicaciones, me llevó hasta el fogón, llenó un caldero con agua caliente y comenzó a desnudarme. Yo puse cierta resistencia. Hacía más de un año que dejé de ir al hammâm con mi madre y, por tanto, ya me consideraba mayor para permitir que una mujer me viera desnudo. Mas Yawhara actuaba con tal energía y firmeza que hizo inútil mis esfuerzos por evitarlo. Me agarró por la cintura y me metió en el caldero con el agua hasta las rodillas. Rápidamente me senté, con el fin de ocultar en lo posible mis vergüenzas. En tanto que la joven lavaba mi ropa, yo la observaba sin mover un solo músculo. Nadie sabía a ciencia cierta la edad de Yawhara, pues ella misma desconocía la fecha de su nacimiento. Aparentaba unos catorce años, su piel era oscura y poseía un cuerpo bellamente proporcionado. Su rostro, de una cierta vulgaridad, poseía, sin embargo, el encanto de una sonrisa iluminada por unos dientes blancos como la nieve. Aquella muchacha me producía un desasosiego que nunca antes había sentido y cuanto más la miraba mi confusión iba en aumento. Intenté aparentar naturalidad cuando, armada de un trozo de arpillera, comenzó a friccionarme el torso. Incidió con saña sobre el cuello y las orejas. El roce del tosco estropajo sobre mi piel, me producía un intenso dolor, mas mi orgullo era mayor y aguanté aquel suplicio sin quejarme. Para completar la tortura, Yawhara volcó sobre mi cabeza un barreño, y una abrupta catarata cayó sobre mí dejándome sin respiración. Al abrir los ojos, anegados de agua, vislumbré la blanca yubba de mi abuelo que, desde su imponente altura, me sonreía complacido. Saqué fuerzas de flaqueza y esbocé una tímida sonrisa.
Envuelto en un grueso hayq, mientras mis ropas se secaban, le conté a mi abuelo mi desafortunado encuentro con la banda de Jalid al-Munfî. Le hice ver el temible castigo que recibiría de mi madre, si se enteraba de lo ocurrido. Y le rogué me dejase pasar la noche en su casa.
Mis argumentos no resultaron convincentes y mi abuelo resolvió que, una vez estuvieran secos mis vestidos, debía regresar a mi casa antes de que mi madre se impacientase por mi tardanza. De nada sirvieron mis súplicas. Aquella vez, el ulema se mostró inflexible. Solo pude arrancarle una concesión: él me acompañaría y pediría clemencia a mi madre.
Comenzaba a anochecer, cuando nos pusimos en camino hacia mi ingrato destino. Antes de partir, mi abuelo envió a Yawhara a comprar unos qurq con suela de corcho al zapatero judío Eleazar. Mi corazón se llenó de gratitud, una vez más, hacia mi benefactor. Al llegar a mi casa, me oculté tras los pliegues del alquicel de mi abuelo, y cuando la vigilante mirada de mi madre me descubrió, corrí a refugiarme al dormitorio y me metí en la cama simulando que estaba enfermo.
Oí a mi abuelo dar alguna explicación. Poco después, sentí llegar a mi padre. Las voces se mezclaban y el muro me impedía oír su conversación, mas intuía que hablaban de mí. No logré enterarme, los párpados me pesaban y pronto me invadió un sueño profundo, contagiado por la acompasada respiración de mi hermano que dormía plácidamente a mi lado.
Al día siguiente, mi madre me despertó muy temprano.
—¡Vamos levántate ya tunante! Tu abuelo te está esperando para llevarte a la escuela.
Sus palabras me dejaron atónito. ¡La escuela! Se me hundió el mundo. En efecto, allí estaba mi abuelo a aquella hora insólita. De pronto comprendí de lo que trataron la noche anterior. La decisión había sido tomada y a mí solo me quedaba acatarla. Al salir de mi casa, tenía el ánimo gris como el cielo de aquella mañana que amenazaba lluvia. Mientras caminaba al lado de mi abuelo, sentí que había perdido mi libertad y ya nada sería igual.
- Yad! (abuelo) —exclamé en tono de súplica.
—¿Qué te ocurre Said?
- Yad, tú me has enseñado los hadits y a recitar las suras. ¿Para qué necesito ir a la escuela?
—Escucha Said. Pronto cumplirás siete años y es necesario que aprendas a escribir las palabras del Profeta ¡con él sea la paz! y a leer el Libro Santo. Para el creyente musulmán, el adquirir cultura, el saber, es la forma suprema de relación con Allah ¡loado sea! Esto será el primer paso, para que más tarde completes tus conocimientos en la Madrasa. Allí hay hombres muy sabios que te ayudarán a comprender los enigmas del mundo. Te revelarán las misteriosas leyes por las que se rigen los movimientos de las estrellas en el firmamento. La configuración de las tierras y los mares. La distribución de las razas y pueblos sobre la Tierra. El cálculo y composición de operaciones representadas por números. De esta manera te convertirás en un hombre docto y respetado. Yo escuchaba en silencio, abrumado por lo que se me venía encima, y habría dado la vida por escapar al irremediable destino al que parecía abocado.
Nos detuvimos ante un viejo portón pintado de verde. Desde dentro, nos llegaba la cantinela de unas voces infantiles recitando versículos del Corán. Tras la chirriante puerta, nos encontramos en una sala casi desnuda de muebles. El único adorno consistía en una tabla clavada sobre la pared del fondo, donde un calígrafo había plasmado una inscripción de rasgos bellísimos. Por primera vez lamenté no saber leer. Pasado algún tiempo, cuando pude llegar a entender aquellos caracteres, supe que se trataba de la copia de un manual de educación antiguo que decía así: «Tu maestro es el engendrador de tu alma, al igual que tu padre es el engendrador de tu cuerpo».
Sentados sobre una estera de esparto, una docena de niños sostenían sobre sus manos unas tablillas envejecidas por el uso. Balanceándose hacia delante y hacia atrás, recitaban al unísono las aleyas. Paseando por la sala y blandiendo en la mano una fina vara de fresno, el maestro escuchaba el sonsonete. Ante nuestra presencia hizo callar a los niños y saludó muy afectuosamente a mi abuelo. El profesor vestía una yubba de lana gris muy gastada. En su rostro alargado y rígido brotaba una espesa barba que le cubría el pecho; llamaban la atención sus ojos completamente bizcos y unos dientes caballunos y amarillentos.
Después de intercambiar unas palabras con mi abuelo, el maestro quiso hacer una demostración de su valía, exhibiendo los logros de sus alumnos. Llamó a un niño de pelo ensortijado y poniéndole delante un libro, le fue señalando con la vara los signos que el muchacho leía con fluidez. Sin haber cometido un solo error, le ordenó volver a su sitio, mientras sonreía a mi abuelo complacido y orgulloso. Con la vara señaló a un gordito de rostro asustado, a quien hizo venir hasta el atril. Con voz insegura el alumno comenzó a leer: «Aleph, Ba, ta, Yim, hâ...» Ante la siguiente letra quedó mudo, su frente se perló de sudor. El muchacho miró de soslayo y con evidente esfuerzo continuó. Mas esta vez erró y el hombre bizco le retorció la oreja. Cuando, por fin, trabajosamente terminó de leer, tenía el lóbulo tumefacto. El profesor comentó:
—Hace tan solo un día, no conocía una sola letra.
A continuación dirigió hacia mí su mirada extraviada y con la vara me asignó un sitio entre dos niños tocados con una qûfiya (gorro de lino). A modo de despedida, mi abuelo sacó de una bolsa unas monedas, que el maestro tomó ávidamente mientras comentaba:
—Confía en mí, haré de él un hombre letrado.
Después de que mi abuelo abandonó la escuela, el maestro me señaló con la vara y preguntó:
—¿Cómo te llamas?
Siempre que se dirigía a un alumno, lo hacía con la vara, pues sus ojos torcidos inducían a errores que se prestaban a la chanza, cosa que le enfurecía sobremanera.
—Said ibn Ibrahi —contesté con voz trémula.
—Si no estoy mal informado tu padre es converso.
—Sí —dije tímidamente.
—Se dice, sí shayj —me corrigió el maestro con tono severo. Ante mi silencio, el maestro insistió:
—Vamos, repítelo.
—Sí shayj.
—Bien. Aquí vamos a ocuparnos de asimilar los preceptos del Libro Revelado y las tradiciones del Profeta ¡sobre él sea la paz! El Corán es la palabra de Allah revelada, por su divina voluntad, al profeta Muhammad, y por tanto, el Libro Sagrado es el camino de la salvación, la verdad, la razón y la ley. Sus azoras han de recitarse con la máxima precisión y copiadas con la más bella caligrafía. No toleraré que las palabras, que un día fueron pronunciadas por el Profeta ¡la bendición de Allah descienda sobre él!, sean profanadas por vuestra torpe lengua. La lectura del Qurân ha de ser reposada, con espíritu de humildad y con el mismo fervor que si fuese la última oración de vuestra vida.
Realmente cuando aquel hombre recitaba los versículos del Corán, su voz y su rostro se transformaban. Aquellas palabras sonaban diferentes. Muchas de aquellas sentencias eran ininteligibles para nosotros, mas nos sentíamos atraídos por su singular belleza. Para aquel maestro severo e inflexible, la vara era su herramienta más convincente para enseñar, y se regía por la siguiente norma: «El palo agudiza el interés del alumno, por lo que no hay buena enseñanza sin castigo».
No soportaba la indolencia. Cuando interpretaba que nuestros errores eran producto de la desidia, montaba en cólera y dominado por una furia ciega, golpeaba cuanto estaba en su camino, sembrando el terror entre los alumnos. Con enorme pavor, sentíamos bufar la cimbreante vara por encima de nuestras cabezas, mientras una lluvia de golpes indiscriminados caía sobre nuestras costillas. Aún recuerdo el rostro descompuesto de Amín, el hijo de un mercader de alfombras, gimoteando por el dolor de los palos. Cuando el maestro se dirigía a él, Amín, paralizado por el miedo, era incapaz de pronunciar palabra alguna. En su rostro crispado, cubierto de lágrimas y mocos, se reflejaba el tremendo esfuerzo por vencer su tartamudez y arrancar de sus labios las palabras enroscadas entre la lengua y el paladar. Entonces, todo su cuerpo temblaba y entre sus piernas fluía un incontenible chorro de orín.
El aprendizaje fue arduo y duro, mas he de reconocer, mal que me pese, su eficacia. En aquella escuela me convertí en un joven disciplinado y orgulloso de los conocimientos que, con tanto sacrificio, había adquirido. Leía con precisión y buena entonación las suras del Corán y memoricé los 6.626 versículos. Conocía todos los elementos de la gramática árabe y recitaba a los poetas granadinos Ibn al-Yayyab, Abu al-Baraqat o Ibn Huday, aunque mi favorito era un poeta de Almería llamado Abu Yafar ibn Jatima.
Fue por entonces, cuando el deseo carnal despertó en mí de forma impetuosa, como una tormenta de verano. De pronto, comencé a mirar a las mujeres de otra manera. Me complacía observarlas cuando el viento ajustaba sus vestidos, dejando adivinar sus formas. Su caminar erguido y sus ondulantes movimientos de caderas, me producían un placer hasta entonces en mí desconocido. A menudo, tenía sueños delirantes, poblados de huríes complacientes que me trasladaban a paraísos como los que describiera en sus versos Ibn Jatima:
«Cuando vayas a los tamarindos de Himá, detente a la derecha, junto al jardín virgen. Hay allí una mansión bellísima y deslumbradora. Los cielos de su grandeza se alzan sobre columnas, y el pájaro del amor desciende sobre sus balaustradas. Si deseas frutos de felicidad, abundancia de bienestar, agua que no se agote y toda clase de placeres, allí los hallarás en la medida que desees. Entre las cúpulas hay gacelas embellecidas por el rubor, que hacen detener las miradas entre la molicie de sus caderas y la sutileza de su cintura.»
Al revelarle a Qasim las excitantes sensaciones que me asaltaban, se dibujó en su rostro una sonrisa traviesa, y me confesó que él ya hacía tiempo que también experimentaba cosas semejantes. Y que cada vez que soñaba con mujeres descubría, al despertar, que había mojado la cama de un líquido blancuzco y pegajoso. El descubrimiento de aquél placer inédito, nos provocó una insaciable sed de curiosidad. Y la lectura de un libro fascinante, contribuyó a alimentar el ardor carnal que nos obsesionaba. Desde que había aprendido a leer, visitaba con asiduidad la biblioteca de mi abuelo y, bajo su atenta mirada, solía ojear sus libros. Eran, en su mayoría, tratados de Teología o Derecho y algunos de Poesía. Mas lo que me intrigaba era un baúl donde guardaba celosamente unos ejemplares que no me permitía leer.
Un día, me oculté en el huerto y esperé a que mi abuelo abandonase la casa para ir a la Madrasa. Entonces, subí corriendo la escalera que conducía a la biblioteca dispuesto a saciar mi curiosidad. Extraje la llave del baúl, oculta bajo el paño que cubría el último anaquel de la hornacina y abrí el arcón.
En el misterioso baúl había varios libros. Tomé uno al azar. Era un grueso volumen del filósofo y médico cordobés Abu-l-Walîd Muhammad ibn Rushd (Averroes). Llevaba como título: «Tahâfut al-Tahâfut al-Falâsifa» (Destrucción de la Destrucción de los Filósofos). En esta obra, Ibn Rusd critica el neoplatonismo de Ibn Sina y defiende con ardor la filosofía panteista del ataque del teólogo al-Gazzâli. Un libro prohibido, que obligó a su autor a exiliarse en Marruecos acusado de heterodoxia. A pesar de su reputada posición social y su alto cargo de qadí supremo en Sevilla y médico del califa, tuvo que abandonar su tierra natal víctima de la intransigencia dogmática de los almohades. Como no estaba interesado en la polémica que enfrentaba a filósofos y teólogos, dejé el controvertido tratado y tomé otro ejemplar, cuyo lomo estaba bellamente labrado de estrellas doradas. Tenía un título sugestivo: «Alf laylâ wa-laylâ» (Las Mil y una Noches). Cuando abrí aquel libro, quedé preso de la magia de sus relatos: «Se cuenta, pero Allah es más sabio, que en el transcurso de lo más antiguo del tiempo, y en una edad remota, hubo un rey sasánida que dominaba las islas de la India y China...»
Me embriagué con la lectura de aquellas historias. Las había de todas clases: alegres, tristes, de aventuras, amor, brujería y lujuria. El libro contenía perversos relatos de homosexualidad y zoofilia, prohibidos por el Corán.
Decidí que debía hacer partícipe de aquel hallazgo a mi amigo Qasim, y cada día a la hora señalada, nos introducíamos discretamente en la biblioteca de mi abuelo.
Con voz queda, leía a mi amigo el contenido del libro y sus ojos brillaban de admiración al ver que yo era capaz de desentrañar el sentido de aquellos signos, para él desconocidos, que revelaban historias prodigiosas que nos trasladaban a las fabulosas ciudades de Bagdad, Basora, Damasco, El Cairo o Samarcanda. Hechizados por la magia de aquellos cuentos llenos de encanto y sensualidad, nuestras mentes se llenaron de fantasías inverosímiles que predisponían nuestro ánimo a emprender aventuras insospechadas.
Por aquél entonces, todos nuestros sueños inconfesables y el deseo carnal más ardiente, se concentraban en la hermosa y enigmática Ruth, la hija de un opulento judío, de la que se decía padecía un misterioso influjo maléfico, por el cual se entregaba a los hombres de manera insaciable. Lo cierto es que no encontramos a nadie que la hubiera visto. Ni nosotros llegamos a verla jamás. Mas corría un rumor, propagado por quienes presumían de haberla conocido, describiéndola de forma contradictoria. Se decía de ella que tenía la cabellera rubia y el cutis de nácar. Otros aseguraban que sus cabellos eran negros como la noche y que su piel aceitunada, brillaba como la luna. Había quien afirmaba que sus amplias caderas rebosaban sensualidad, ponderando la esbeltez de su cimbreante cintura. Y otros proclamaban, que era delgada y ágil como una gacela. Lo cual significaba que las habladurías sobre la enigmática judía, se basaban más en la fantasía que en la realidad.
Para nosotros, Ruth era la bella Sahrazad de «Las Mil y una Noche». Y, cada día, con el cerebro nublado por el deseo, cruzábamos el río y nos adentrábamos en el barrio judío con la vana ilusión de contemplar lo que nosotros teníamos por el umbral del paraíso.
Sentados ante la casa del acaudalado hebreo, pasábamos gran parte del día, con la vista puesta en los ajimeces, intuyendo tras las celosías la presencia de la mujer que desataba nuestras pasiones. Mas la hermosa Ruth no se dejaba ver y, decepcionados, abandonábamos la judería cabizbajos y mohínos.
Al enterarse Alí del motivo de nuestro despecho se burló de nosotros, y nos hizo una proposición:
—Olvidad a la judía. Solo conozco un remedio para vuestras tribulaciones —Y señalando al rebaño exclamó—: ¡He ahí mi harén! Escoged una hembra y folgad cuanto os plazca, pues solo así lograréis tranquilizar lo que tanto desasosiego os produce entre las piernas.
—¿Con las cabras? —preguntamos al unísono.
Alí con sorna apostilló:
—Sí, con las cabras. Las cabras poseen una faraj (raja) cálida y unas hermosas ubres. ¿Qué más se puede pedir?
Quedamos un tanto perplejos por semejante insinuación. Tras un instante de indecisión, observé cómo Qasim, con paso decidido, se dirigía al rebaño con los ojos inflamados de lascivia. La actitud huidiza de los animales, hizo que mi amigo se agachara y comenzara a balar con el fin de atraerse su confianza. Yo fui tras él, imitando sus movimientos y balidos. Las cabras levantaban la cabeza vigilantes y recelosas ante el extraño comportamiento de dos zascandiles caminando a cuatro patas y emitiendo unos sonidos que más parecían lamentos de almas en pena. Mi amigo se decidió por una pelirroja que rumiaba junto a un zarzal. De un ágil salto intentó montarla, aferrándose a su fina cornamenta, mas el animal se puso de manos y lanzando un balido estridente, sacudió la cabeza y Qasim dio con su cuerpo en tierra. Yo me oculté tras unos matorrales y, sigilosamente, me fui acercando a una blanca con manchas de color canela y mirada lánguida. Esperé el momento en que parecía distraída, para lanzarme sobre ella, sujetándola por el cuello; pero a mi apasionado abrazo, respondió con patadas y cabezazos, dejándome en las piernas las señales de sus afiladas pezuñas.
Lejos de sentirnos frustrados, el fracasado intento exacerbó aún más el deseo y, con la firme intención de consumar la fechoría, corrimos cual chivos en celo, con el miembro enhiesto, tras las cabras.
Desde lo alto de una loma, Alí entre grandes voces y carcajadas recriminaba nuestra torpeza:
—¡Sois unos patanes! ¡ A las cabras hay que tratarlas con delicadeza! ¡Así solo conseguiréis enfurecerlas!