Ibrahim y ayxa

Mis padres vivían en una humilde casa de paredes de adobe encalado en el barrio de la Qasba al-Qadima (Alcazaba Vieja), sobre la colina donde se alza el Rabad al-Bayyazín. Se accede a ella a través de una empinada cuesta escalonada de tierra pisada. Tras la puerta de tablas tachonada de clavos, un pequeño zaguán conduce a la cocina caldeada por el acogedor fuego del hogar. Una celosía da acceso a la alcoba. El lecho donde dormían mis padres estaba separado del nuestro por una pesada cortina que preservaba su intimidad.

En esta casa, que pertenecía al poderoso visir Ridwan Venegas y que mi padre tenía en usufructo, vine al mundo cuando los árboles retoñan y las brisas cálidas del sur suben desde la Vega inundando la colina, de aromas de azahar, albahaca y yerbabuena. Sobre la vivienda se yergue el aljarafe, mi lugar favorito, al que se llega por una escalera de desgastados peldaños. Allí encuentro la soledad y el sosiego que mi espíritu reservado necesita, contemplando el tupido bosque que trepa desde el río por la colina de la Sabiqa hasta abrazar los torreones de la «Medina Roja». Y donde, en las ardientes noches del estío, me dejo vencer por el sueño observando el fugaz destello de las estrellas errantes.

Tres días después de mi nacimiento, nacía el segundo hijo varón de nuestro amo Sidi Ridwan, a quien impusieron este mismo nombre. Ambos fuimos circuncidados por el mismo tahhar (retajador), y mis padres fueron invitados al i'dar o fiesta de Circuncisión que Sidi Ridwan Venegas celebró en su palacio. Aquella sangre que derramamos juntos tal vez unió nuestro destino, pues nuestras vidas corrieron parejas durante muchos años.

Los días transcurrían apacibles en nuestro hogar. Mi madre se sentía feliz viendo como su hijo crecía fuerte y sano; y mi padre se mostraba orgulloso de que su esposa, de nuevo, estuviera encinta. Sin embargo, Medina Garnata se hallaba lejos de recobrar la estabilidad política y la Corte era un vivero de intrigas y conspiraciones. Los nobles del partido Legitimista, entre los que se encontraba Sidi Ridwan, habían recuperado gran parte del poder que perdieron durante el reinado de Muhammad el Zurdo; mas sus adversarios, los Banu al-Sarraj (Abencerrajes), eran los auténticos dueños de Granada.

En el trono se sentaba un emir tullido de carácter altanero y libertino, al que el pueblo conoce con el nombre de Muhammad alAhnaf (el Cojo).

La arrogancia con que gobierna Muhammad el Cojo, así como su vida licenciosa y su desmedida afición al vino, le enajenaron el afecto de sus vasallos y atrajo sobre sí el odio de los alfaquíes. Lo que aprovecharon los Banu al-Sarraj para dar un golpe de estado y poner en el trono a un príncipe, más dócil y útil a sus ambiciones políticas, que vivía refugiado en la Corte de Castilla, llamado Yusuf ibn Ahmed. Mas éste apenas tuvo tiempo de ocupar la Alhambra. Los Legitimistas reaccionaron con diligencia contra un príncipe educado en Castilla, se decía de él que hablaba mejor el castellano que el árabe, y con el beneplácito de los alfaquíes y gran parte de la nobleza y el ejército, que prefiere a un sultán depravado a un emir cristianizado, reponen en el trono a Muhammad el Cojo.

Una noche, a la edad de tres años, desperté con mis gritos a mi madre, devorado por el dolor y la fiebre. Mi padre salió en busca de un tabíb, mas lo único que consiguió traer a aquellas horas, fue a la vieja curandera Nusaybah.

La vieja, después de examinarme detenidamente, sentenció: «Este niño está aojado». Y, sin perder un instante, realizó sahumerios por toda la casa. A continuación, mezclando su propia saliva con grasa de carnero, compuso un ungüento que me extendió por todo el cuerpo, mientras recriminaba a mi madre el no haber tomado las medidas necesarias contra el Mal de Ojo.

—Debes ocultar al niño de las miradas de las mujeres cuyos hijos estén enfermos, y también de aquellas en periodo de menstruación. Cuando a la mujer le viene el flujo —declaró la curandera—, su mirada se torna maligna y está cargada de ponzoña como la del basilisco.

—¿Y qué es el basilisco? —preguntó mi madre intrigada.

—¡El basilisco! —exclamó la vieja dibujando signos cabalísticos en el aire—. Es un monstruo cuya mirada es capaz de provocar la muerte. Nace de la cópula de un gallo y una serpiente. Todos los malos humores, acumulados en el intestino de ésta, forman un huevo venenoso donde se engendra un monstruoso lagarto con una cresta sobre la cabeza que mata con la vista.

Siguiendo las instrucciones de la curandera, rodearon mi cuna con un círculo de sal, colocaron bajo la almohada varios pelos de gato negro y, al cuello, me colgaron una pequeña bolsa de cuero que contenía hojas de muérdago.

Los conjuros y brebajes de raíces extrañas que me administraba Nusaybah, no remediaban el mal que me aquejaba y una prominente inflamación del vientre se extendió a los testículos. Cierta noche, golpearon en la puerta de nuestra casa de forma apremiante. Mi madre, alarmada, se apresuró a abrir. Varios sirvientes de Sidi Ridwan preguntaban por mi padre. Aquella noche, él no estaba en casa y mi madre no conocía su paradero. Alguien gritó desde una ventana: «¡Buscadlo en la Taberna del Rumi!». Antes de abandonar nuestra casa, aquellos hombres nos dejaron el mensaje del que eran portadores: El temible Muhammad el Zurdo, enemigo mortal de los Venegas, había dado un nuevo golpe de mano y se había hecho con el poder. Teníamos que huir de Granada. Mi madre, aturdida, recorría la casa recogiendo algunos enseres, ante los atónitos ojos de mi hermana Layla que, aislada por su sordera, no comprendía nada de aquel tumulto.

Con mi hermano Ahmed de pocos meses en brazos de Layla y yo enfermo, transportado por mi madre, abandonamos nuestro hogar en mitad de la noche, y nos refugiamos en la casa de mi abuelo Said.

Hay veces que, para llegar a la dicha, Allah, ¡loado sea!, nos lleva por el camino de la adversidad. Y aquella noche amarga fue, sin embargo, mi salvación; pues mi abuelo a la vista del progresivo mal, me hizo visitar por un hombre sabio que impartía sus enseñanzas de medicina en el Maristán y gozaba de gran prestigio en la Madrasa, donde era considerado un erudito de las teorías del sabio Abu Baqr al-Razí y del príncipe de los médicos Abd Allah ibn Sina (Avicena).

El médico palpó mi vientre y pidió examinar mi orina. Entonces, se percataron de que, desde hacía algún tiempo, no había manchado los pañales. El hakím preparó un bebedizo de ajo y raíz de lirio. Tras ingerir la infusión, las vías urinarias se dilataron y comencé a expulsar el mal, al tiempo que mi estado en general mejoraba; recuperando la salud en pocos días.

Todos celebraron mi rápida curación, mas en medio de aquella alegría, el rostro de mi madre permanecía velado por la zozobra que pesaba en su corazón por la suerte que pudiese haber corrido mi padre. Desde aquella noche, en que huimos de nuestra casa, solo teníamos noticias contradictorias sobre su paradero. Había quien aseguraba haberlo visto huir junto con los hombres de Ridwan Venegas, mas también se decía, que su cadáver yacía entre los cuerpos que, los esbirros del Zurdo, habían pasado a cuchillo. Nada atormenta más que la incertidumbre sobre la suerte adversa de un ser querido, y mi madre rogaba todos los días al Todopoderoso para que mi padre apareciese vivo.

Los primeros años de mi niñez, los juegos y peleas con mi hermano Ahmed se desarrollaron en la casa de mi abuelo Said, que era espaciosa y de dos plantas. Las habitaciones giraban en torno a un patio sombreado por una vieja parra de retorcido tronco y arrullado por el rumor del agua, que corría entre los parterres de rosales, violetas, arrayanes y siemprevivas que circundaban la pequeña alberca que ocupaba el centro del jardín, en el que transcurría gran parte de la vida familiar. Arrimado a la espalda de la vivienda, había un huerto, protegido por un muro de adobe con una desvencijada puerta al exterior. El huerto poseía un aljibe del que extraíamos el agua para regar los árboles frutales, las plantas aromáticas y la hiedra que, desde los arriates, trepaba por los rojizos muros de barro. Mi afición por la aventura, hacía de mí un niño travieso e inquieto por el que mi abuelo sentía una cierta predilección. El severo ulema, que tanto temor infundía a los demás, era conmigo cariñoso e indulgente y, más de una vez, sus largos brazos se interpusieron para impedir que mi madre me propinase una buena paliza como justo castigo a mis fechorías. Apretado contra el pecho de mi abuelo me sentía a salvo. Acurrucado en su regazo, sintiendo el cosquilleo de su sedosa barba sobre mi rostro, permanecía inmóvil el tiempo necesario hasta que mi madre se calmaba. El recuerdo de aquellos años de mi infancia, viene impregnado con la fragancia silvestre de los densos bosques de la Vega, donde mi abuelo poseía un frondoso marjal en el que disfruté de aventuras inolvidables junto a mi amigo Qasim, el hijo del herrador de la Alcazaba. En aquel lugar, los sonidos eran distintos a los de la medina: el rumor de los manantiales, el croar de las ranas, el murmullo de las ramas de las oscuras choperas mecidas por la refrescante brisa del río.

La Vega era para nosotros un bosque mágico lleno de silencios y ruidos misteriosos producidos por genios y seres fantásticos, que se ocultaban en la tupida vegetación de aquel vergel, mezcla inextricable de acequias y huertos, agua y lujuriosa vegetación; rebosante de verdor, fértil hasta la exuberancia, con frutos colgando voluptuosamente de las ramas entrelazadas de los frondosos árboles, donde cientos de pájaros multicolores saludaban al sol con sus trinos ensordecedores. Aquel lugar fascinante, constituía una fuente inagotable de diversión y aventuras.

Mas al llegar el verano, aquel paraíso era profanado por las hordas rumis que irrumpían en nuestros territorios talando árboles, quemando los campos, sembrando el terror y la muerte. Con la llegada del estío, las atalayas se poblaban de vigías que oteaban el horizonte para alertar a la población de los ataques de los infieles. Aquellos guerreros salvajes me provocaban miedo y a la vez curiosidad. Mi abuelo me prevenía contra ellos y me prohibía abandonar el recinto amurallado de la medina.

«Los fieros soldados cristianos —me advertía— entran por sorpresa en la Vega como un torbellino arrastrado por el mismo Iblis, matando campesinos, raptando niños, dejando tras sí un reguero de sangre y destrucción».

Ante el ataque de los cristianos, las gentes del campo se sentían indefensas y se veían obligadas a abandonar sus tierras de labor, para buscar refugio en las fortalezas que tenían más próximas. Granada se llenaba de campesinos que vagaban taciturnos por los zocos, vivaqueando bajo las estrellas.

Recuerdo como un momento trascendental de mi infancia, el día en el que mi abuelo me anunció que ya era demasiado grande para ir con mi madre al baño de las mujeres, y que, a partir de ese día, iría con él al hammâm de los hombres. Eso significaba que se me admitía en el mundo exclusivo de los adultos. Una oleada de vanidad inundó mi corazón y mis ojos brillaron de orgullo. Aunque mi abuelo me advirtió: «Para ser considerado un hombre, tendrás que comportarte como tal. No podrás corretear o gritar en los baños. Y en la sala de Reposo, tendrás que permanecer callado escuchando con respeto a los mayores».

El hammâm era un lugar relajado y tranquilo donde se comentaban las noticias y rumores que corrían por la ciudad. Allí, escuchaba a los ancianos lamentarse de la catastrófica situación y abandono en que se encontraba el reino. Estos hombres de buen juicio eran presa del desánimo y a veces de la furia al contemplar cómo los nobles, enredados en las intrigas palaciegas y ocupados en la tarea de destronar o restaurar emires, se habían olvidado de la yihâd, permitiendo las continuas incursiones de los cristianos, quemando las cosechas y robando el ganado de los indefensos campesinos.

Durante el tiempo que las puertas de la medina permanecían cerradas, a causa de los asaltos de los rumis, Qasim y yo buscábamos diversión y aventuras sumergiéndonos en el bullicio del Zuq al-Masyid. El zoco era un espectáculo de colores, sonidos, voces, aromas y toda suerte de gentes: mercaderes, mendigos, farsantes, curanderos y brujas.

Con gran habilidad, nos deslizábamos entre los comerciantes que, abstraídos en el regateo, no reparaban en la presencia de dos ladronzuelos que merodeaban entre los tenderetes con la aviesa intención de hacer desaparecer cuanto se ponía a su alcance. Teníamos predilección por el puesto de Abu Umar, un hombre gordo como un sapo, que, hundido en un mullido almohadón, dormitaba rodeado de sabrosos pasteles de piñones y hojaldre con pasas. Ni tan siquiera el zumbido de las moscas revoloteando sobre los dulces, le sacaba del sopor. El aroma de la miel y la canela que desprendía el tenderete de Abu Umar, era una tentación imposible de resistir. ¡Que Allah Misericordioso se apiade de nosotros!

Cargados con el preciado botín, desaparecíamos en el laberinto de callejas del barrio de los Tintoreros donde, encaramados sobre el cobertizo de alguno de los callejones ciegos que abundaban en el pintoresco Rabad al-Sabbagîn, saboreábamos con fruición las golosinas que habíamos hurtado. Desde el cobertizo, camuflados entre la abigarrada maraña de colores, que formaban las madejas que se secaban al sol, observábamos a los sudorosos tintoreros lavar la lana en la azacaya, entre el hirviente vapor que emanaba de las pozas donde se diluían los tintes.

Parte del botín, lo guardábamos para nuestro amigo Alí que, impaciente, nos esperaba cada tarde al pie de las murallas de Habùs ibn Maqsan, junto a su rebaño de cabras. Cansado de la soledad del campo, Alí nos recibía con el rostro encendido por una amplia sonrisa, mostrando su desaliñada dentadura y agitando en la mano alguna torcaz, víctima de sus certeros disparos de honda. Alí, el cabrero, era un año mayor que nosotros, aunque Qasim y yo le superábamos en estatura. La viveza de sus ojos delataba la astucia adquirida en una infancia llena de privaciones y miseria. Su pobre madre, viuda, no tenía más sustento que lo que Alí ganaba como pastor. Mas aquel niño de cuerpo pequeño y frágil, perdido en las montañas con un rebaño de cabras montaraces, acechado por mil peligros, obtuvo la protección de Allah que le dotó de una gran sabiduría, revelándole los misterios de la naturaleza. Alí era capaz de predecir las tormentas, la lluvia y las grandes sequías. Su vista prodigiosa distinguía claramente las huellas del lobo, el zorro o el jabalí sobre un terreno pedregoso; intuía la presencia del escorpión bajo la piedra del camino; su oído captaba el silencioso reptar de la culebra tras el matorral y sabía interpretar los diferentes cantos de los pájaros.

Alí soñaba, cuando fuera mayor, con alistarse en la tropa de un joven caudillo beréber, famoso por su valor temerario y cuyas hazañas bélicas eran cantadas en coplas de ciegos, llamado: Ahmed al-Zegrí. A menudo, Alí evocaba con entusiasmo el pasado grandioso de al-Andalus y mostraba con vehemencia sus enormes deseos de combatir, algún día, bajo el mando del victorioso guerrero beréber.

El viernes era el día elegido por mi abuelo para instruirme en las enseñanzas del Corán y los hadices del Profeta. Desde muy temprano, la gente bullía por las calles, y yo me despertaba con el eco de las voces monocordes de los buhoneros pregonando sus mercaderías por las callejas del barrio de los Halconeros. Mi madre me vestía con ropa limpia y me cubría la cabeza con la shâshiya (casquete de fieltro) antes de subir a la biblioteca, donde mi abuelo, sentado sobre un almadraque verde, me esperaba para recitar los versículos del Libro Revelado. Comenzábamos con la fatihâ, la primera de las 114 suras, y me hacía rememorar los 99 nombres de Allah, que todo musulmán debe saber de memoria, mientras mis dedos se habituaban al suave tacto de las cuentas del tasbih.

Al medio día, desde los alminares, las voces de los almuédanos, llamando a la Salât al-Yumu'a (Oración del Viernes), cruzaban el cielo de Granada de Norte a Sur, de Oriente a Poniente.

—¡Allah es Grande! ¡No hay más Dios que Allah y Muhammad es su Mensajero! ¡Venid a la salvación! ¡Venid a orar! —sonaba la voz poderosa del mu'adhdin.

Y mi abuelo y yo musitábamos al unísono:

—No hay fuerza ni poder si no en Allah el Excelso y Grande. Agarrados de la mano, ambos bajábamos por las torcidas callejuelas del Albaycín para dirigirnos a la Gran Mezquita, en pleno corazón de la medina, donde mi abuelo solía ir a orar los viernes para escuchar el sermón del imán. El resto de los días lo hacía en la Mezquita Mayor del Albaycín, más pequeña pero incomparablemente más bella.

Junto a la puerta donde los fieles se despojan de su calzado, solía encontrarse un hombre solitario, llamado Muwaffaq. Aquel desdichado padecía de flatulencias y cada vez que se inclinaba para orar, no podía evitar la expulsión de aires fétidos, por lo que todos se apartaban de él. A causa de su incontinencia, fue obligado a orar en un lugar apartado del recinto sagrado. Al verlo, yo no podía contener la risa y comentaba:

—Mira abuelo, ahí está Muwaffaq el pedorro.

Y mi abuelo, esforzándose por mantener el rostro grave, me reprendía:

—¡Said, por Dios! No debemos mofarnos de los defectos de los demás. Ese hombre tiene que soportar una desagradable carga y merece nuestra conmiseración.

Muwaffaq, absorto en sus pensamientos y con el rostro oculto bajo el capuchón de su chilaba, ignoraba los cuchicheos maliciosos y las burlas de los más desaprensivos.

Siempre que penetraba en el interior de la Gran Mezquita, quedaba sobrecogido por el recogimiento de los fieles que llenaban aquel templo austero y a la vez grandioso, con sus once naves separadas por columnas de mármol, cuyos capiteles sostenían los arcos que sustentaban la techumbre de la que colgaban bellísimas lámparas de aceite. Antes de situarnos frente a la alquibla, mi abuelo me advertía: «Ahora tu actitud debe ser de humildad, devoción y concentración. Vas a hablar a Allah ¡loado sea! y él te escucha. Si tu oración no es sincera, no tendrá valor alguno».

Después del sermón, todos los fieles nos alineábamos hombro con hombro y comenzaba la plegaria. En el templo resonaba la voz profunda del imán: «Allahu aqbar». Y todos, con las manos abiertas hacia el cielo, repetíamos la invocación divina. A continuación recitábamos la primera sura: «Bizmil-lah rahman irrahim...» Al término de la plegaria del Duhr (Medio Día), abandonábamos el templo y la medina recobraba el vigor festivo. Las plazas se llenaban de curiosos que se amontonaban alrededor de los titiriteros y domesticadores de monos. Los narradores de cuentos gesticulaban en medio de un corro de oyentes que, sentados con las piernas cruzadas sobre el suelo, escuchaban extasiados historias milenarias.

En las suntuosas tiendas de la al-Qaysaryya, la gente expresaba su admiración con aspavientos contemplando el esplendor y el lujo de las mercancías traídas de Oriente o permanecía absorta observando las ricas telas de terciopelo, seda, brocado y algodón que se exponían en aquellos lujosos establecimientos. De allí partía la calle de al-Saqqâtîn, donde los ropavejeros surtían a las clases más modestas; esta calle llegaba hasta la popular plaza Bab al-Ramla, que algunos escriben «Bib al-Ramla» llevados por el modo de hablar andalusí.

Del otro lado de la plaza, en la Puerta del Caballo, frente a las murallas, llegaba el sonido peculiar de los martillos de los orfebres torneando el metal, hasta darle la forma deseada. Ciñendo parte de los muros de la mezquita, se encontraban los despachos de los escribanos de cartas y documentos, así como las boticas de los herbolarios y perfumistas. Estos curiosos personajes, sentados en sus reducidos habitáculos, cuya puerta se abría hacia el exterior formando un techo que sostenían con herrajes a fin de proteger al cliente de la lluvia o el sol, ejercían de curanderos y boticarios vendiendo pócimas, electuarios y jarabes a gran número de personas que acudían a consultarles sus dolencias. Junto a ellos se instalaban los especieros, siempre rodeados de sus canastos de alheña, clavo y cominos, cilantro, tomillo, canela o almoraduj.

Acosados por los vendedores de gusanos de seda y rodeados de burros cargados de pesados fardos, cruzábamos la plaza de la alhóndiga de Zayda, en la que se alzan las ostentosas mansiones de los mercaderes genoveses y la casa del Qadí al-Yama'a o juez supremo de la medina y nos dirigíamos al zoco de los panaderos, atraídos por los cálidos efluvios de pan recién horneado que desprendían las tahonas, donde mi abuelo me compraba el exquisito zabazín, un pastel de harina de avellanas y miel, que yo devoraba con deleite.

Una mañana de otoño, regresaba del zoco al-Haamîz con mi madre, cuando vimos un tumulto de gente que, a toda prisa, se dirigía hacia el palacio del sultán. A la cabeza del grupo iba el Qadí al-Yama'a y varios alfaquíes.

A mi madre le dio un vuelco el corazón pensando que tal vez se había producido un nuevo golpe de estado. Apresuramos el paso y al llegar a casa, mi abuelo Said y mi tío Yamal comentaban la noticia que corría por toda Granada: el sultán Muhammad IX el Zurdo había muerto. Muchos recibieron la noticia de la muerte repentina del sultán con alivio, otros sospechaban que el Zurdo había sido asesinado y su muerte provocaría una nueva guerra civil.

Por fortuna, esta vez, sobre la intriga política prevaleció el acuerdo entre las distintas facciones y, una vez que Muhammad IX fue enterrado en la Rauda del palacio, se proclamó emir a su yerno Muhammad al-Zaqir.

El nuevo sultán era un joven superficial que solo se interesaba por las fiestas, los banquetes y los vestidos lujosos. Cualquiera que supiera satisfacer todos estos deseos, podía manejarlo a su antojo. El débil carácter del sultán puso el estado al borde de la anarquía y, tras un año de intrigas y luchas entre los linajes, el reinado de al-Zaqir se hacía insostenible.

A la muerte del Zurdo, volvieron al poder los Legitimistas, mas los Venegas seguían en el exilio, con lo que permanecía la incertidumbre sobre el destino de mi padre.

El décimo día del mes de Zu-l-Hiyya en el que se celebra la id alAdha o fiesta del Sacrificio, a la hora de comer, mi abuelo se presentó en casa con un misterioso huésped que, al parecer, conocía el paradero de mi padre.

Era un hombre de unos cuarenta años, alto y nervudo. Su rostro tenía un color aceitunado en el que sobresalían unos labios gruesos que soportaban unos inmensos bigotes. Caminaba muy erguido, lo que le daba un aire envarado y engreído. Se hacía pasar por un próspero comerciante de lana, y el buen paño de su yubba así lo atestiguaba. En realidad, era un espía al servicio de Ridwan Venegas.

Nos acomodamos en el patio junto a la alberca. Como era costumbre en ese día, mi abuelo había matado un cordero y nos reunimos toda la familia para celebrar la fiesta en que se conmemora el sacrificio de Abraham. Al convite, habían venido mi tío-abuelo Ahmed y sus hijos Hamza y Abd-l-Azîz, así como mi tío Yamal y mis tías Fatiha, Salima y Jamila con sus hijos. Mi abuela Amina, desde hacía algún tiempo, permanecía en su lecho aquejada de unas fiebres tercianas que se fueron agravando y que poco tiempo después la llevarían a la tumba.

Los hombres, se sentaron en torno al caldero que contenía un exquisito asado de cordero, mas todos permanecimos pendientes de nuestro huésped cuando tomó la palabra:

—Durante el tiempo que Sidi Ridwan ha estado ausente de Medina Garnata —dijo el espía con voz pausada—, el visir me ha confiado importantes misiones no exentas de peligros. Mil veces he arriesgado mi vida, y con la ayuda de Allah, el Omnipotente, he logrado burlar a las patrullas cristianas que acechan emboscadas en los territorios fronterizos. En mi condición de emisario y hombre de confianza del visir, se me han encomendado difíciles misiones diplomáticas y estoy en posesión de valiosos secretos, y hoy os voy a revelar uno —todos los ojos se clavaron en el desconocido, que continuó—. Se acerca el día en que un emir, legitimado por todos los linajes del reino, suba al trono y acabe con las intrigas y las luchas intestinas, que tanto nos debilitan y perjudican frente a nuestros enemigos.

Yo me había acurrucado a los pies de mi abuelo y escuchaba con suma atención las palabras, un tanto petulantes, de aquel desconocido que, tras un largo silencio, prosiguió su relato:

—Si Dios quiere, mañana al amanecer parto hacia Medina Aryiduna (Archidona), donde me aguarda mi señor Ridwan, y por Allah que puedo considerarme un hombre afortunado, pues he cumplido con acierto la misión encomendada y soy portador de buenas noticias, por lo que seré recompensado. Habéis de saber —dijo bajando la voz— que el reinado de Muhammad al-Zaqir tiene los días contados. Cuando llegue la Luna Nueva, en la Alhambra habrá un nuevo sultán.

Hizo una pausa para sorber parsimonioso un poco de agua de azahar, mientras todas las miradas, cargadas de interrogantes, se clavaban en su rostro, en medio de un gran silencio. Acuciado por nuestra curiosidad continuó:

—Sidi Ridwan se encuentra en Aryiduna reunido con los jefes de los clanes y estirpes nobles, con objeto de proclamar a un nuevo emir.

—¿Y, entre esos nobles se encuentran los Banu al-Sarraj? —inquirió mi abuelo un tanto incrédulo.

—También ellos —afirmó el misterioso personaje—, rinden pleitesía a un príncipe cuya sabiduría y prudencia han hecho posible la reconciliación de todos los bandos, obteniendo la adhesión de los linajes que hasta ahora se declaraban enemigos.

—¿Y se conoce ya el nombre de ese nuevo emir? —quiso saber mi tío Yamal.

El espía recorrió con la mirada a los comensales y, en un tono enfático, declaró:

—Puesto que en Aryiduna ya no es ningún secreto, os puedo desvelar su nombre: Se trata del príncipe Abu Nasr Saad ibn Alí, biznieto del gran Muhammad V, en cuyo reinado, floreciente y próspero, Granada alcanzó su máximo esplendor. Al príncipe Saad ya se le denomina «el Pacificador»; pues demás de apaciguar la actitud hostil que existía entre los nobles, cuenta con el apoyo y la amistad del rey de Qashtalla (Castilla), por lo que la paz con los cristianos está garantizada.

Mi madre, desde una ventana del patio, de forma discreta, permanecía muy atenta a cuanto decía nuestro huésped. Mi abuelo, consciente de la ansiedad de mi madre, preguntó al desconocido qué podía decirnos a cerca del paradero de su yerno.

—En cuanto al esposo de tu hija, tengo buenas noticias —respondió el espía—. Se encuentra bien de salud y cuenta con la estima de nuestro amo Sidi Ridwan, que como ya dije se halla en Medina Aryiduna. Y está próximo el día de su regreso junto a nuestro amo y señor ¡que Dios guarde!

—¡Que Allah, loado sea, te proteja donde quiera que vayas! —exclamó mi abuelo mostrándole su agradecimiento por tan gratas noticias.

Alegres y esperanzados, dimos buena cuenta del asado y, terminado el banquete, despedimos al emisario deseándole toda clase de venturas. Mi abuelo le obsequió con una alcofa llena de vituallas para el camino. Y mi madre me dio un cuarto de dirham para que se lo entregara a Abd-l-Maliq, el ciego que pedía limosna en la puerta de la mezquita de los Penitentes.

Aquella noche apenas pude conciliar el sueño. Presentía próxima la llegada de mi padre, al que no conocía. Con desesperación me empeñaba en traer a mi mente unos rasgos que habían desaparecido de mi memoria. Mi madre me hablaba de él con frecuencia, describiéndole como un hombre alegre de rostro agraciado; y sobre todo me hablaba con pasión de sus maravillosos ojos azules que, al parecer, yo había heredado. «¡Igualitos, igualitos que los de tu padre!» exclamaba cada noche antes de que me los cerrara el sueño. A pesar de sus esfuerzos, su figura permanecía envuelta en una niebla que yo era incapaz de penetrar.

Abandonado a su suerte por los nobles que le sostenían en el poder y desconfiando de los que, hasta entonces, habían sido sus hombres de confianza, el sultán Muhammad al-Zaqir vivía aterrorizado por la predicción de un astrólogo que le anunció su muerte la noche de Luna Nueva, si permanecía en la Alhambra; donde, oculto en las densas sombras del novilunio, se escondía su asesino. El día antes de que se produjese la conjunción, Muhammad al-Zaqir abandonó el palacio y se trasladó a Almería; estableciendo su Corte, en esta ciudad en la que contaba con fieles servidores y se sentía más seguro. Libre de aquel emir indigno, Granada se dispuso a recibir al príncipe Saad.

El gran día amaneció luminoso, con un sol brillante sobre un cielo azul metálico. Tapices y flores adornaban las principales calles de la ciudad. Medina Garnata se había engalanado para aclamar al Emir de los Creyentes: Abu Nasr Saad ibn Alí el Pacificador. En casa de mi abuelo reinaba una desacostumbrada actividad. Desde muy temprano, tanto mi madre como Yawhara, la concubina, no paraban ni un instante para que todo estuviera a punto para el gran recibimiento. Jadiya, la vieja sirvienta, vigilaba las ollas junto al fuego.

Si para los granadinos, la llegada del nuevo emir, era motivo de júbilo, para nosotros la alegría era doble por el ansiado regreso de mi padre.

Aquella mañana, fui en busca de mi amigo Qasim, pues sufría tal estado de excitación, que me sentía incapaz de soportarlo en soledad. Juntos recorrimos las calles, perfumadas de romero y jazmín, por donde pasaría el cortejo. En la puerta de al-Hadîd nos encontramos con Zayd, el hijo del criador de palomas mensajeras que, cargado con un saco de grano, se dirigía al palomar de su padre en la plaza al-Mansûr.

—Si me ayudáis a llevar el saco, podéis subir conmigo, y os mostraré los nidos de las palomas mensajeras —nos propuso Zayd.

—Yo estoy esperando a mi padre, que viene en la comitiva del emir —dije adoptando un aire altivo.

—Desde el palomar, podemos ver pasar a la comitiva cuando entre por Bab Ilbira —repuso Zayd.

Qasim y yo aceptamos la propuesta y cargamos con el saco. En la puerta esperaba el padre de Zayd y mi amigo le pidió permiso para subir hasta la algorfa, donde se encontraba el palomar. Después de hacernos prometer que seríamos silenciosos para no perturbar a las aves, nos permitió acceder al altillo.

En la angosta escalera, nos cruzamos con la figura siniestra de la vieja Muneesa que bajaba lentamente con un cesto colgado del brazo. Nos miró de soslayo y su fría mirada me produjo un escalofrío en la espalda.

—¿Qué hace aquí la bruja Muneesa? —preguntó Qasim con un hilo de voz.

—Suele venir algunos días a recoger estiércol de paloma con lo que realiza sahumerios a las mujeres de parto. Y también, se lleva los pichones muertos que caen de los nidos, para hacer con sus vísceras ungüentos y bebedizos —contestó Zayd sin inmutarse. Una vez repuestos del susto que supuso encontrarnos con la bruja de la que se decía tenía tratos con Iblis, jefe de todos los demonios, llegamos al palomar donde todo eran zureos y revolotear de palomas de todas clases. Nos llamó la atención una pareja que se cortejaba en el alféizar de la ventana. Eran de una blancura inmaculada, tenían las patas cubiertas de plumas y un penacho en la cabeza. Zayd las conocía a todas por sus nombres y sabía las características de cada especie:

—Esas blancas con zaragüelles —dijo señalando a la pareja de la ventana— son las tripolinas, su carne da fuerza a los enfermos. Los machos torcaces se encuentran en las jaulas más altas; están encerrados porque son silvestres y si se escapan no regresan nunca más. Al perder la libertad, lanzan gritos lastimeros llamando a las hembras, entonces los apareamos con las alepinas y, del cruce, nace un pichón de carne tan sabrosa que se sirve en los banquetes del sultán.

—¿Y dónde están las mensajeras? —pregunté intrigado.

—Son aquellas que anidan en el alcahaz —respondió Zayd, mostrándonos una enorme jaula—. Estas palomas son tan veloces y resistentes, que pueden volar ciento cincuenta leguas en un día. Cuando portan un mensaje, jamás confunden el camino, llegando siempre a su destino por muy lejos que se encuentren de él. Las que más alto vuelan son aquellas grises de collar negro; se acercan tanto al sol que, a veces, se queman las alas.

El sonido rotundo de unos tambores interrumpió las explicaciones de Zayd. Nos abalanzamos sobre la ventana y observamos cómo en la Puerta de las Banderas se izaban los estandartes rojos de los Alhamar. Era la señal de la llegada del emir. Poco después, un contingente de jinetes entraba a galope por Bab Ilbira. La gente corrió en desbandada para no ser pisoteada por los caballos. Los jinetes empuñaban largos bastones, que empleaban con gran destreza para golpear a los que se interponían en su camino. A continuación los atabaleros, con atronadores redobles de tambor, marcaban el paso de los infantes portando ballestas y aljabas repletas de dardos. El griterío de la gente, que abarrotaba la calle, nos anunció la presencia del sultán. Precedido de jinetes beréberes, avanzó a paso rápido un grupo de nobles sobre corceles ricamente enjaezados, entre los que se encontraba el emir, escoltado de una guardia de guzât (voluntarios de la fe). Cerraba la comitiva, un escuadrón de lanceros zanatas. Mis ojos recorrían ávidos el paso de los soldados en un intento desesperado por reconocer a mi padre entre ellos, mas el paso de la tropa fue demasiado fugaz. Desde mi posición, un tanto alejada, sólo acerté a distinguir al que yo creí era el emir, y que confundí con un noble cuya armadura y casco dorado sobresalían entre los demás. Se trataba en realidad del engreído jefe de los Abencerrajes, Abu Abd-l-Allah al-Sarraj, conocido por su altanería y presunción.

Una vez que pasó el cortejo, la muchedumbre volvió a ocupar la calle y lentamente retornó a sus ocupaciones.

Yo me sentía desilusionado y concebí la idea de que mi padre no había regresado.

Triste y cabizbajo oía cómo Qasim y Zayd discutían, con ardor, sobre la tropa del sultán.

—Los de la capa negra y la cota de malla son beréberes de Sinhaya —afirmó Zayd.

Qasim le replicó:

—No tienes ni idea. Esos son al-guzât (voluntarios de la fe), proceden de Tremecén —y añadió—: en la herrería, he oído contar que son magníficos lanzadores de cuchillos y, en el campo de batalla, vigilan a los rezagados con sus puñales siempre prestos para lanzarlos contra los desertores.

Intrigado que me mantuviese tan callado, Qasim me preguntó:

—Said, ¿te has fijado en los caballos de los zanatas?

—No —respondí lacónico.

—Mi padre dice que descienden de los pura sangre que trajo Tariq ibn Ziyâd cuando desembarcó en al-Yazira (Algeciras). Mas, ¿qué te ocurre? —volvió a interrogar Qasim al percibir mi actitud taciturna.

—Mi padre no ha venido —afirmé apenado.

—No tienes que perder la esperanza. El que no lo hayas visto no significa que no haya venido. Desde aquí es muy difícil distinguir los rostros de todos los hombres que formaban la comitiva —repuso Qasim buscando una explicación.

De regreso, en la casa de mi abuelo nadie compartía mi desasosiego. Las mujeres elaboraban un exquisito pastel de higo y dátiles para celebrar la llegada de mi padre, y habían adornado la sala con flores para agasajar al recién llegado.

Mi abuelo me aseguró que, una vez finalizase en el palacio del sultán, la ceremonia de recepción de los nobles, mi padre vendría a reunirse con nosotros. Sus palabras me tranquilizaron mas no aplacaron mi impaciencia. Subí a la algorfa y, con la vista fija en las torres de la Alhambra, decidí vigilar el palacio.

La espera comenzaba a hacerse insoportable y el desasosiego hacía presa en mi ánimo. De pronto, divisé a un grupo de soldados que cruzaba la puerta del Halcón. Una vez que pasaron el arco que separa la Alcazaba Vieja del Barrio de los Halconeros, un hombre se separó del grupo y se dirigió a la casa de mi abuelo. No era muy alto, caminaba de forma airosa y destacaba su abundante cabellera rizada, que con la luz del atardecer adquiría un tono dorado.

Corrí escaleras abajo. Y, al salir a la calle, vi a mi padre rodeado de vecinos que le saludaban con palabras aduladoras y gestos de admiración, que a mí me llenaban de orgullo.

Mi madre y mi hermana Layla esperaban en el zaguán devoradas por la impaciencia. En el umbral de su casa, mi abuelo y mi padre se fundieron en un abrazo, olvidando sus viejas rencillas. En tanto que mi hermano Ahmed y yo, arrimados al quicio de la puerta, contemplábamos la escena con un nudo en la garganta. Cuando el rostro sonriente de mi padre se dirigió hacia nosotros, corrimos mudos por la emoción a sus brazos y él nos estrechó contra su pecho susurrándonos tiernas palabras por lo mucho que nos había echado de menos. Aferrados a su cuello y asidos por sus fuertes brazos, penetramos en la casa, donde mi madre y mi hermana lloraban de alegría.

Ver a mis padres unidos me produjo un gozo infinito, y su imagen quedó indeleble en mi memoria. En sus miradas se reflejaba el cariño y la alegría del reencuentro de dos enamorados, largo tiempo maltratados por el destino.

—Vuestra ausencia —musitó mi padre emocionado— ha sido para mí un auténtico suplicio.

Los ojos de mi madre, como tantas veces durante el tiempo que él estuvo ausente, estaban enturbiados por las lágrimas que, silenciosamente, resbalaban por sus mejillas; mas esta vez desprendían un fulgor radiante.

A la hora de sentarnos a la mesa, se entabló una reñida competición entre mi hermano y yo por colocarnos junto a mi padre. Ambos permanecíamos pegados a él, a pesar de las recriminaciones de mi madre para que le dejásemos comer tranquilo. Mas él se mostraba dichoso rodeado de su familia.

Desde el momento en que vi a mi padre, me había llamado la atención la daga que colgaba de su cinturón. Al sentarme sobre sus rodillas, mi mano tropezó con el puñal y no pude reprimir mi curiosidad.

- Abu, ¿puedo verlo?

—Sí, mas ten cuidado, Said —me advirtió mi padre. La vaina estaba bellamente labrada de arabescos. Empuñé la daga con decisión y con un pequeño tirón, la hoja se deslizó de la funda, mostrando el frío brillo del acero. Mi padre se apresuró a envainar el arma.

—¿Son como éste, los cuchillos que lanzan los guzât? —le pregunté, acordándome de las palabras de Qasim.

—No, esta daga es curva y la hoja es demasiado fina. Los lanzadores de cuchillos utilizan puñales de hoja recta y gruesa, de modo que al lanzarlos equilibren el peso de la empuñadura. En el transcurso de la comida, mi abuelo se mostró interesado por saber cómo el nuevo sultán había logrado acabar con las disputas de unos nobles que, durante tantos años, se tenían por enemigos irreconciliables.

Entonces, mi padre nos desveló, lo que muchos granadinos aún no sabían.

La concordia entre los linajes y la adhesión de los nobles al emir, solo eran aparentes. Todo estaba sustentado por intereses económicos y políticos. El sultán, para contentar a todos, hubo de ceder poder repartiendo prebendas entre los nobles. Y con el fin de ganarse la confianza del poderoso partido Abencerraje, nombró visir al jefe del clan: Abu Abd-l-Allh al-Sarraj. Lo que provocó el descontento de los Legitimistas. Por otra parte, la paz con Castilla no era gratuita. El emir había firmado un pacto de vasallaje con el rey cristiano y como garantía de los compromisos adquiridos con los rumis, su hijo primogénito, el príncipe Abu-l-Hasan, había quedado en Sequbia (Segovia) en condición de rehén. La decepción se reflejó en el rostro de mi abuelo y la preocupación empañó la alegría de todos nosotros.