El ulema y el converso

En la nebulosa de mis lejanos días de infancia, aparece nítida la imponente personalidad de mi abuelo Said el ulema. Su figura elegante, sentado sobre el almadraque verde, estudiando los gruesos tratados de derecho y teología, ha quedado indemne en mi memoria. Siempre vestía de blanco, y se cubría la cabeza con el 'immah de los maestros coránicos. Tenía la voz clara y profunda como los predicadores de la Gran Mezquita. Y aquella voz grave, reprochando a mi madre el comportamiento de su marido, al que acusaba de beber la bebida prohibida por el Corán, aún parece resonar entre estas paredes.

Mi padre, un cristiano renegado, solía frecuentar la «Taberna del Rumi», un lugar de mala reputación, donde se reunían conversos de conveniencia y musulmanes poco piadosos.

Mi abuelo, temiendo que mi inocente espíritu se dejara influir por el poco edificante ejemplo de mi padre, y cayera en lo que él llamaba «el menosprecio a las obligaciones que Allah había impuesto»; con voz profunda y gesto severo me advertía:

—Escucha bien, Said, a toda costa, has de evitar desobedecer a Allah ¡loado sea!; porque serás aborrecido en la estimación de la gente y, lo más importante, serás aborrecido por Dios. Hay hombres que hacen oídos sordos a las palabras del Profeta y beben vino, que es la red de Satanás para llevarlos a la perdición y al fuego del infierno. Ya lo dijo nuestro profeta Muhammad ¡con él sea la paz! «En todo pueblo hay pecadores y entre éstos están los bebedores de vino. A los que beben vino en este mundo, se les privará de él en el otro; por el contrario, aquellos que se abstengan de la bebida, Allah les dará a beber el néctar del paraíso, aromatizado con almizcle».

—Y ¿cómo es el sabor del néctar del paraíso, abuelo?

—No hay nada comparable en este mundo, su sabor es embriagador y maravilloso, y sólo aquellos que se abstengan de las bebidas fermentadas, gozarán de los deleites del edén.

Entonces, hacía la firme promesa de no beber vino jamás. Mas yo me preguntaba, ¿por qué, si el vino era cosa del demonio, algunos hombres se mostraban tan inclinados a esta bebida? La respuesta la obtuve mucho tiempo después: el vino posee el hechizo de todo placer prohibido.

Mi abuelo Said era un musulmán piadoso e instruido, a quién tuve siempre un gran afecto. A él le debo mi afición a la escritura y mi amor a los libros; no en vano, él fue mi maestro y tutor durante gran parte de mi infancia; pues mi padre, perseguido por los esbirros del sanguinario sultán Muhammad el Zurdo, se vio obligado a huir de Granada durante mi niñez.

Mi progenitor había nacido en Isbiliya (Sevilla). Huérfano de padre y madre, huyó a los 17 años de la tiránica tutela de un pariente y, en el puerto, se enroló en una galera genovesa que zarpaba rumbo a Italia. Frente a las costas de Orán, la nave fue abordada por piratas berberiscos que se apoderaron de sus ricas mercancías y arrojaron al mar a los hombres que, por su avanzada edad, consideraron inservibles. A los que sus vestidos delataban una condición noble, les hicieron prisioneros para pedir rescate. Los más jóvenes y fuertes, como era el caso de mi padre, fueron encadenados a los remos y sus espaldas quedaron marcadas por los látigos de los piratas para, más tarde, ser vendidos en el mercado de esclavos.

El noble visir Ridwan Venegas compró a mi padre en el puerto de al-Mariyya (Almería). El visir disponía de una inmensa fortuna. Era dueño de numerosas tierras, palacios, fincas de recreo y un gran número de siervos, eunucos, y doncellas, además de una escolta de hombres de armas. Sin embargo, no era engreído ni autoritario, poseía un carácter sencillo y afable, por lo que gozaba de la estima y el respeto de todos sus servidores.

Liberado del trato cruel que sufrió a manos de los despiadados piratas, mi padre se sintió afortunado sirviendo a la poderosa y rica familia de los Venegas, cuyo progenitor, don Pedro Venegas, de origen cristiano, había conseguido elevar su linaje hasta las capas más altas de la nobleza y unirse con lazos de sangre al sultán.

Se cuenta, que don Pedro fue raptado, cerca de Qortuba (Córdoba), cuando contaba ocho años de edad y llevado a la corte de Granada. La esposa de un noble se prendó de la belleza de aquel niño y lo adoptó como hijo. Criado y educado en el refinamiento y lujo de la corte Nasrí, su simpatía y encanto crecían con su cuerpo fuerte y saludable. Amigo y compañero de juegos del príncipe heredero, ayudó a éste en su lucha contra el usurpador Muhammad el Zurdo. Y cuando el príncipe, su amigo, recuperó el trono, le nombró hayib o gran visir y le concedió la mano de su bella hermana, la princesa Cetti Maryam.

Hace muchos años, cuando yo era niño, mi madre me contó una historia que ocurrió en Granada, el año de la gran sequía. Ella la tituló «El ulema y el converso». Y dice así:

«Cuentan los ancianos que aquél, fue el año más seco que se recuerda. Durante muchos meses no cayó una gota de agua del cielo. Los aljibes se secaron y la amenaza de la peste se cernía sobre la ciudad.

Cada mañana, al frente de una recua de acémilas cargadas de cántaros, Miguel, un esclavo cristiano que servía en la casa de la noble familia Venegas, una de las más ricas de Granada, se dirigía a Bab al-Sumays a sacar agua de la cueva de la al-Fawwara. Cierto día, al cruzar el puente de Ibn Rasiq, vio a dos mujeres que buscaban afanosamente algo en la orilla del río. Se trataba de una joven de porte elegante y su sirvienta. Ésta se dirigió al aguador implorando ayuda para encontrar una valiosa sortija, que su ama había perdido al pasar el puente. El anillo, arrastrado por la corriente, yacía en el fondo de una poza cubierta de lodo. Con el agua hasta la cintura, el esclavo logró extraer la joya del fango. La sirvienta le agradeció su noble gesto, mas el cristiano quedó turbado por el destello que se desprendió de la fugaz mirada de la joven ama. En el fulgurante brillo de aquellos ojos, más que gratitud, había admiración o acaso algo que él no se atrevía a interpretar.

Desde entonces, todos los días, ambos inventaban un pretexto para acudir al puente de Ibn Rasiq.

Cortejados por el rumor de las aguas del Darro, los negros ojos de la joven musulmana se cruzaban con los azules del gallardo cristiano, y un chispazo mágico hacía saltar de felicidad el corazón de la muchacha, a la vez que el pobre esclavo se hundía en la tristeza y la desesperanza; consciente de que su humilde condición le impedía aspirar al apasionado deseo que aquellos bellos ojos sugerían. Pues aquella joven, cuyo padre era un ulema, pertenecía a una distinguida familia del barrio del Albaycín. ¿Cómo un esclavo podía aspirar a la mano de la hija de un doctor de la ley? Sin duda aquello era, además de una temeridad, un sueño imposible.

Mas el destino de ambos ya estaba escrito en las estrellas, y los genios se confabularon para favorecer los deseos de los jóvenes enamorados.

A mitad de aquel caluroso verano, el temible ejército del rey de Castilla cruzó la frontera e invadió los feraces campos de la Vega, devastando cuanto encontraba a su paso. Almunias y alquerías eran arrasadas a sangre y fuego. El sultán Muhammad IX, llamado el Zurdo, que había usurpado el trono, salió a su encuentro; mas fue derrotado y los cristianos llegaron hasta las mismas puertas de Granada, poniendo cerco a la ciudad.

La población se agitó presa del miedo. Los imanes decretaron tres días de ayuno. Las gentes oraban y sollozaban en las mezquitas, implorando a Allah no permitiese que la ciudad cayera en manos de los infieles. Tantas fueron las lágrimas vertidas, que el Todopoderoso se apiadó de su pueblo y obró un gran milagro. Una mañana, con las primeras luces del alba, los centinelas que vigilaban el campamento cristiano desde las almenas, no daban crédito a lo que estaban viendo: ¡Las tropas que cercaban la ciudad, se retiraban!

Los granadinos subieron a las murallas y, llenos de asombro, aún podían ver las espaldas de los últimos soldados que caminaban hacia la frontera. Sobre el campo, donde se había asentado el ejército enemigo, solo quedaban algunos pertrechos abandonados y las humeantes hogueras que los rumis encendían todas las noches. Allah ¡loado sea! había castigado a los infieles con la peste, obligándoles a levantar el cerco. Todos daban gracias al Altísimo por aquel prodigio. Aunque las brujas se atribuyeron el milagro por obra de sus conjuros.

Los imanes interpretaron lo acontecido, como un claro signo de Allah a favor del pueblo y en contra del sultán, que ilegítimamente ocupaba el trono; puesto que el Todopoderoso había permitido que el emir fuese derrotado por el mismo ejército que, ahora, se retiraba de las puertas de Granada.

Una multitud, guiada por los alfaquíes, se dirigió a la al-Hamrâ lanzando gritos contra el Zurdo. El sultán, protegido por su guardia de mercenarios, se encerró en el palacio.

Los linajes nobles del partido Legitimista, reunidos en Medina Lauxa (Loja), proclamaron «Emir de los Creyentes» al príncipe, por línea directa en la dinastía, Yusuf ibn al-Mawl.

Cuando la noticia de la proclamación del nuevo emir llegó a Granada, los imanes omitieron el nombre de Muhammad IX en la oración del viernes. Mas el Zurdo, confiado en la fuerza de su guardia palatina, se negó a abandonar el trono.

Castilla tomó partido por Yusuf que, al frente de un poderoso ejército proporcionado por el rey cristiano, marchó sobre Medina Garnata.

Muhammad el Zurdo huyó de la Alhambra, refugiándose en Almería donde se hizo fuerte. Y los granadinos recibieron con los brazos abiertos al príncipe Ibn al-Mawl.

El nuevo sultán, al contrario del Zurdo, era de carácter pacífico y bondadoso. Mostraba una apasionada afición por la astronomía y se rodeó de sabios versados en esta ciencia, con los que se pasaba las noches contemplando las estrellas y observando las bellas constelaciones que pueblan el firmamento. Mas con tantas noches en vela, el sultán se sentía cansado y adormecido durante las audiencias que concedía a los dignatarios extranjeros, y se decía que había dejado los asuntos de gobierno en manos de su visir, Ridwan Venegas, el tornadizo de origen cristiano.

Al poco tiempo del reinado de Yusuf, corrió un rumor que encolerizó a los alfaquíes. Al parecer, en pago a la ayuda que los cristianos prestaron al sultán, éste había firmado, en secreto, un oneroso tratado de treguas con el rey de Castilla, por el cual se comprometía a entregar veinte mil dinares de oro anuales y a liberar a todos los cautivos cristianos.

El rumor se confirmó cuando los cadíes tuvieron que redactar las actas de emancipación, dando testimonio de que los esclavos cristianos quedaban libres.

Los nobles se dividieron en facciones. Los partidarios del emir replicaban a los que le acusaban de ser demasiado complaciente con el rey cristiano, recordándoles que sin la ayuda de los castellanos, nunca se habría podido destronar al usurpador. Y esto tenía un precio que había que pagar.

El visir Venegas quiso dar ejemplo y decidió ser el primero en conceder la libertad a sus esclavos cristianos.

De esta manera, el joven Miguel fue liberado, mas siendo huérfano y seducido por el amor de la bella granadina, decidió no volver a tierra de cristianos, quedándose al servicio de su señor, Ridwan Venegas. Un gesto que el visir valoró y, más tarde, supo recompensar.

Libre de su condición de esclavo, el esforzado cristiano se aprestó con osadía y determinación a conseguir la mano de Ayxa, la hija del ulema.

Cada día, el puente de Ibn Rasiq era testigo mudo de los encuentros de Ayxa y Miguel. Allí, ambos se prometían amor eterno y urdían planes para huir juntos a un lugar donde nadie se opusiera a su felicidad.

Mas la indiscreción de una sirvienta, hizo llegar el rumor del idilio de Ayxa y el rumi, hasta los oídos del ulema; quien montó en cólera y se recriminó el que los asuntos de la escuela coránica le tuvieran tan ocupado, para no darse cuenta de que Ayxa, ya estaba a punto de cumplir 14 años y era necesario buscarle un esposo.

El severo ulema ordenó que su hija fuese recluida en las habitaciones más recónditas de la casa.

La joven, sumida en una profunda melancolía, se negó a comer, y día y noche suspiraba afligida, añorando la mirada azul del apuesto cristiano. Éste, queriendo hacerse grato a los ojos del ulema, decidió ir a la mezquita para que un alfaquí le instruyera en el conocimiento del Corán y las enseñanzas del Profeta.

Miguel abrazó el Islam y tomó el nombre musulmán de Ibrahim. Mas no por ello consiguió ablandar el corazón del ulema. El padre de la muchacha se apresuró a concertar un matrimonio más ventajoso para su hija. Confiaba en que un hombre acaudalado que la colmara de regalos, haría que la joven pronto se olvidase del renegado.

Un día en el que Ibrahim rondaba la casa de su amada, una sirvienta le informó de que Ayxa se encontraba confinada por orden de su padre, y éste había iniciado los trámites para casarla con un hombre rico.

Desolado, Ibrahim confesó a un amigo su desdicha. Entonces, éste le aconsejó que visitara a un viejo ermitaño, que vivía en una cueva en la colina de los Almendros. Aquel anciano había obtenido el don de la sabiduría por medio de la meditación, la soledad y la penitencia, y a él acudían quiénes buscaban consejo o solución a problemas que parecían irresolubles.

Sin perder un instante, Ibrahim fue a visitar al murabit. Lo encontró sentado a la entrada de la cueva, con las manos abiertas hacia el cielo y los ojos cerrados. De su rostro arrugado y enjuto le colgaba una larga barba, muy blanca, que llegaba hasta el suelo. Como no quiso perturbar su meditación, el joven reprimió sus deseos y, en silencio, se sentó sobre una piedra frente al anciano. El tiempo pasaba y el eremita no daba muestras de querer hablar. De pronto, un cuervo comenzó a revolotear sobre sus cabezas y poco después, se posó sobre el hombro del ermitaño. El ave traía en el pico un racimo de uvas, que soltó en la mano del viejo. Éste abrió los ojos y dirigiéndose al joven le dijo:

—He aquí la criatura que me envía el cielo. Ella se ocupa de mi alimento y me transmite la sabiduría que el Altísimo otorgó al rey Salomón ¡sobre él sea la paz! Y ahora, cuéntame lo que te aflige y, si Dios quiere, trataré de ayudarte.

Mientras el anciano comía las uvas, Ibrahim le contó su historia. Y al terminar, le preguntó qué podía hacer para conseguir que el ulema le concediera la mano de su hija.

El ermitaño emitió un extraño sonido y el cuervo lanzó un prolongado graznido.

Ibrahim observaba asombrado a aquel enigmático hombre que parecía hablar con el pájaro, y esperó expectante su respuesta. El anciano relajó el rostro y, con una amplia sonrisa que dejaba al descubierto sus desnudas encías, contestó:

—Tu pregunta, muchacho, tiene una fácil respuesta. La llave del problema se encuentra en tu propia casa. Es cierto que el ulema es un hombre influyente y terco, mas tú sirves a un señor infinitamente más poderoso. Gánate su confianza y háblale con el corazón. Él te ayudará a doblegar la voluntad del padre de la muchacha que amas.

Y ahora, vete. ¡Que la paz sea contigo!

Sentado en la gran sala de su palacio, el visir Ridwan Venegas, con gesto inquieto, leía un documento que le acababa de entregar un mayordomo. En un rincón de la estancia, su fiel criado Ibrahim esparcía granos de incienso sobre la piedra de alumbre que ardía en un brasero, esperando el momento oportuno para hablar a su señor. Mas el ministro, absorto en la lectura del informe, no se percataba de la presencia del sirviente.

El visir se mostraba preocupado. Por aquellos días, en Granada reinaba una tensa calma que presagiaba el comienzo de una revuelta. Los alfaquíes ya no escondían su enojo con el sultán, por lo que ellos consideraban un humillante tratado de treguas; y en las mezquitas se empezaba a criticar veladamente al emir, al que acusaban de títere de Castilla.

El peligro de la sedición acechaba al emirato. Venegas tenía información de que el poderoso e influyente clan de los Banu al-Sarraj (Abencerrajes), fieles al Zurdo, conspiraba contra Yusuf. El sultán había convocado a todos sus consejeros a una reunión de urgencia en el Mexuar, con el fin de discutir si se pedía o no, más ayuda al rey de Castilla; pues Muhammad el Zurdo desde Almería, con un ejército de mercenarios espléndidamente pagados con el tesoro que se había llevado de la Alhambra, constituía una seria amenaza. Sin embargo, los alfaquíes eran contrarios a cualquier socorro que viniera de los infieles. Y de los hermanos musulmanes de África no cabía esperar auxilio alguno, pues los sultanes de Fez y Tremecén apoyaban al Zurdo.

Cuando por fin, Ridwan Venegas salió de su ensimismamiento y fijó su mirada en el sirviente, éste se arrodilló y le pidió permiso para hablar.

El visir hizo un leve signo afirmativo con la cabeza. El pobre criado, sin levantar los ojos del suelo, no sabía cómo empezar.

—Vamos, habla sin temor —le animó el amo.

Con voz trémula, mas de forma tan vehemente que parecía irle en ello la vida, el criado se dirigió a su señor con estas palabras:

—¡Mi amo y señor!, os ruego seáis indulgente y disculpéis mi atrevimiento. Estoy aquí para implorar vuestra ayuda en un asunto que, desde hace un tiempo, no me deja vivir. Veréis, el destino ha querido que me enamore perdidamente de una muchacha que, para mi desgracia, es hija de un ulema del barrio del Albaycín. Ella me ama y me ha jurado su amor, mas me veo rechazado por el orgulloso ulema a causa de mi pobre condición. Como bien sabéis, os he guardado fidelidad hasta el punto de renunciar a mi tierra para estar a vuestro servicio y siempre he cumplido, a satisfacción de vuestra familia con el trabajo que se me ha encomendado; soy un hombre íntegro, mas tan pobre que nunca dispondré de una dote para encontrar una esposa. El noble y generoso corazón del visir se volvió sensible a aquella súplica y, queriendo recompensar la lealtad de su fiel sirviente, decidió tomar cartas en el asunto y ayudarle.

A una señal del visir, apareció un katib provisto de cálamo y papel que se acercó a su señor. Tras una breve conversación con éste, el secretario se puso a escribir lo que le dictaba el amo y después se dirigió al criado, que esperaba impaciente junto a la puerta, y leyó lo dispuesto por el visir:

—Es deseo de Sidi Ridwan, ¡qué Allah colme de bendiciones!, en consideración a la lealtad y fidelidad mostrada por su buen sirviente Ibrahim al-Isbily «el Sevillano», nombrarle palafrenero a sueldo con vivienda en usufructo y rentas correspondientes a esta condición. Así mismo, Sidi Ridwan accede a interceder, como tutor del pretendiente, ante el padre de la muchacha, para que éste dé su consentimiento a la unión en matrimonio de su hija con su fiel servidor Ibrahim.

El pobre criado, presa de una alegría desbordante, se arrojó a los pies del visir exclamando:

—¡Gracias mi señor cuyo corazón Allah ha ennoblecido! ¡Que Allah, loado sea, os recompense aumentando vuestra grandeza! Ajeno a cuanto sucedía en el palacio de los Venegas, el ulema Said hacía gestiones para encontrar un candidato rico y honorable a la mano de su hija.

Una mañana, el trote de un caballo resonó en el empedrado de una callejuela del barrio del Albaycín. Seguido de una legión de chiquillos, el corcel, montado por un caballero de elegante atuendo y tocado con un turbante azul, se detuvo ante la casa del ulema. Por su larga capa carmesí, todos supieron que se trataba de un emisario de la Corte. Los vecinos se agolparon a la entrada de la casa, llenos de curiosidad. El jinete era portador de una carta con el sello del visir.

El ulema tomó la misiva, rompió el sello e intrigado comenzó a leer. Cuando hubo terminado, no sabía si enfurecerse o sentirse halagado. Con el rostro resignado, despidió al emisario rogándole le dejase tres días para reflexionar la respuesta.

Fue un intento baldío para demorar una decisión que, de antemano, ya estaba tomada. No había que ser muy sagaz para darse cuenta que, bajo el suave enunciado de aquella cortés petición de mano, se ocultaba una orden inapelable. Además, el visir se mostraba generoso con la dote y aportaba una cantidad que al padre de la novia le era difícil rechazar: trescientos dirhems de los de a diez. Transcurridas tres semanas desde la visita del emisario de la Corte al ulema, el flamante palafrenero del visir, fue llamado a presencia del qatib para hacerle entrega del contrato de esponsales. Pocos días después, se celebró la boda. Mas apenas, los jóvenes enamorados habían comenzado a disfrutar de su felicidad, una cruenta revuelta reventó en Granada con la virulencia de un volcán. Todo comenzó cuando, ante la amenaza latente de un ataque del Zurdo, el sultán decidió pedir ayuda al rey de Castilla, y éste envió dos mil lanceros.

Las tropas de Muhammad el Zurdo, que vigilaban la frontera, descubrieron la columna de socorro cristiana que se dirigía a Medina Garnata. Los cristianos, que esperaban ser recibidos como amigos, fueron sorprendidos por las huestes del Zurdo en una emboscada y los dos mil lanceros murieron degollados. Antes de que la noticia de la matanza de los cristianos llegara a la Corte, el Zurdo, con la ayuda de los Abencerrajes, entró en Granada a sangre y fuego. En la Alhambra, hizo ejecutar a Yusuf, y el horror y la muerte se apoderaron de la ciudad. Los mercenarios, siempre impacientes por entregarse al saqueo, recorrían las calles ávidos de botín, pasando a cuchillo a los seguidores del emir depuesto. Ibrahim y Ayxa unieron su destino a la familia Venegas, y, escaparon milagrosamente a la muerte, huyendo de Granada. El rey de Castilla dio asilo y protección a los partidarios de Yusuf. Y el sanguinario Muhammad el Zurdo y su temible visir Yusuf ibn al-Sarraj, sedientos de venganza, impusieron la tiranía y el terror en todo el reino.

Escondidos en los inhóspitos parajes de Sierra Ilbira, los jóvenes esposos sufrieron duros años de destierro. Durante el largo exilio, nacieron dos niñas; una murió al poco tiempo de nacer y a la otra, Layla, el frío de las montañas le llenó los oídos de úlceras y pus, privándole de la facultad de oír y hablar.

Cuando Ayxa cumplía el quinto mes de su tercer embarazo, llegó la noticia del derrocamiento del tirano Muhammad el Zurdo.

—¡Allah es Grande! —exclamó la joven embarazada sin poder contener las lágrimas y, plena de alegría, comenzó los preparativos para el regreso tanto tiempo deseado.

Ayxa instó a su esposo a abandonar aquellas tierras a toda prisa, pues no quería que su próximo hijo naciera en las montañas que tanto sufrimiento les habían causado.

El joven matrimonio se unió a la caravana de cuántos sufrieron el destierro y, alborozados, iniciaron el camino del retorno a sus hogares cantando y tocando panderos y dulzainas.

Al divisar las murallas de Medina Garnata, un grito de júbilo salió de todas las gargantas.

Ayxa sintió a la criatura, que llevaba en el vientre, dar tantos brincos que temió ponerse de parto. Recostada sobre el tronco de un granado, se tomó un respiro e intentó calmarse. En su ayuda acudió Nusaybah, una vieja curandera. La anciana puso sus manos sobre el abdomen de la embarazada y, poco a poco, Ayxa recobró la calma. Nusaybah, que decía tener dotes de adivinadora, vaticinó que en aquel vientre había un hermoso niño varón, que nacería dentro de cuatro meses bajo la poderosa influencia de Tauro y la benéfica protección de las Pléyades, por lo que gozaría de una larga y venturosa vida».