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Acababan las cuadrillas de salir al redondel, cuando sonaron fuertes golpes en la puerta de Caballerizas.

Un empleado de la plaza se acercó a ella gritando con mal humor. No se entraba por allí; debían buscar otra puerta. Pero una voz le contestó desde fuera con insistencia, y abrió.

Entraron un hombre y una mujer: él con sombrero blanco cordobés; ella vestida de negro y con mantilla.

El hombre estrechó la mano del empleado, dejando dentro de ella algo que humanizó su fiero gesto.

—Me conose usté, ¿verdá?… —dijo el recién venido—. ¿De vera que no me conose?… Soy el cuñao de Gallardo, y esta señora es su esposa.

Carmen miraba a todos lados en el abandonado patio. A lo lejos, tras las recias paredes de ladrillo, sonaba la música y se percibía la respiración de la muchedumbre, cortada por gritos de entusiasmo y rumores de curiosidad. Las cuadrillas desfilaban ante el presidente.

—¿Dónde está? —preguntó ansiosa Carmen.

—¿Dónde ha de está, mujé? —repuso el cuñado con rudeza—. En la plasa cumpliendo con su obligasión… Es una locura haber venío; un disparate. ¡Este carácter tan flojo que tengo!

Carmen siguió mirando en torno de ella, pero con cierta indecisión, como arrepentida de haber llegado hasta allí. ¿Qué iba a hacer?…

El empleado, conmovido por el apretón de manos de Antonio y por el parentesco de aquellas dos personas con un matador de fama, mostrábase obsequioso. Si quería aguardar la señora a la terminación de la fiesta, podía descansar en la casa del conserje. Si deseaba ver la corrida, él sabría colocarlos en buen sitio aunque no llevasen billetes.

Carmen se estremeció con esta proposición. ¿Ver la corrida?… No. Había llegado hasta la plaza con un esfuerzo de su voluntad, y se arrepentía de ello. Le era imposible resistir la presencia de su marido en el redondel. Nunca le había visto toreando. Aguardaría allí hasta que no pudiese más.

—¡Vaya por Dió! —dijo con resignación el talabartero—. Nos quearemos, aunque no sé qué pintamos aquí frente a las caballerisas.

Desde el día anterior que el marido de Encarnación iba tras de su cuñada, sufriendo los sobresaltos y lágrimas de una nerviosidad excitada por el miedo.

El sábado a mediodía, Carmen le había hablado en el despacho del maestro. ¡Se marchaba a Madrid! Estaba resuelta a este viaje. No podía vivir en Sevilla. Llevaba cerca de una semana de insomnios, viendo en su imaginación escenas horrorosas. Su instinto femenil parecía avisarle un gran peligro. Necesitaba correr al lado de Juan. No sabía con qué objeto ni qué podría conseguir en el viaje, pero ansiaba verse junto a Gallardo, con ese anhelo cariñoso que cree aminorar el peligro colocándose cerca de la persona amada.

Aquello no era vivir. Se había enterado por los diarios del gran fracaso de Juan el domingo anterior en la plaza de Madrid. Conocía la soberbia profesional del torero; adivinaba que no toleraría con resignación este contratiempo. Iba a hacer locuras para reconquistar el aplauso del público. La última carta que había recibido de él se lo daba a entender vagamente.

—No, y no —dijo con energía a su cuñado—. Me voy a Madrid esta misma tarde. Si tú quiés me acompañas; si no quiés venir, me iré sola. Sobre too, ni una palabra a don José: me estorbaría el viaje… Esto no lo sabe más que la mamita.

El talabartero aceptó. ¡Un viaje gratuito a Madrid, aunque fuese en triste compañía!… Durante el camino, Carmen daba forma a sus anhelos. Hablaría a su marido enérgicamente. ¿A qué continuar toreando? ¿No tenían bastante para vivir?… Debía retirarse, pero inmediatamente; si no, ella iba a perecer. Era preciso que esta corrida fuese la última… Aun esto le parecía demasiado. Llegaba a tiempo a Madrid para que su marido no torease por la tarde. Le decía el corazón que con su presencia iba a evitar una desgracia.

Pero el cuñado protestaba con grandes aspavientos al oír esto.

—¡Qué barbariá! ¡Lo que sois las mujeres! Se os mete una cosa en la cabesa, y eso ha de ser. ¿Es que crees tú que no hay autoriá, ni leyes, ni reglamento de plaza, y que basta que a una mujer se le ocurra abrazarse al marío y tené miedo, pa que se suspenda una corría y se quee el público con un parmo de narises?… Tú dirás lo que quieras a Juan, pero será aluego de la corría. Con la autoría no se juega; iríamos toos a la cársel.

Y el talabartero se imaginaba las consecuencias más dramáticas si Carmen persistía en su disparatada idea de presentarse al marido, impidiéndole que torease. Los prenderían a todos. Él se veía ya en la cárcel como cómplice de este acto, que en su simpleza consideraba un crimen.

Cuando llegaron a Madrid tuvo que hacer nuevos esfuerzos para impedir que su compañera corriese al hotel donde estaba su marido. ¿Qué iba a conseguir con esto?…

—Lo vas a azará con tu presensia, y aluego irá a la plaza de mal humó, sin sereniá, y si le ocurre argo, tú tendrás la curpa.

Esta reflexión amansó a Carmen, haciendo que se entregase a la dirección de su cuñado. Se dejó llevar a un hotel que éste escogió, y allí estuvo toda la mañana, tendida en un sofá de su cuarto, llorando, como si diese por cierta su desgracia. El talabartero, contento de verse en Madrid, bien instalado, indignábase contra esta desesperación, que le parecía ridícula.

—¡Vamo, hombre!… ¡Lo que sois las mujeres! Cualquiera creería que eres viuda, y tu marío está a estas horas tan campante, preparándose para la corría, güeno y sano como el propio Roger de Flor. ¡Qué tontunas!

Carmen apenas almorzó, mostrándose sorda a los elogios que tributaba su cuñado al cocinero del establecimiento. Por la tarde, su resignación volvió a desvanecerse.

El hotel estaba situado cerca de la Puerta del Sol, y llegaban hasta ella el ruido y el movimiento de la gente que iba a la corrida. No; no podía permanecer en esta habitación extraña mientras su marido arriesgaba la existencia. Necesitaba verlo. Le faltaba valor para soportar la vista del espectáculo, pero quería sentirse cerca de él: deseaba ir a la plaza. ¿Dónde estaría la plaza?… Nunca la había visto. Si no podía entrar en ella, vagaría por los alrededores. Lo importante era sentirse cerca, creyendo que esta aproximación podía influir en la suerte de Gallardo.

El talabartero protestaba. ¡Por vida de…! Él tenía el propósito de asistir a la corrida; había salido del hotel para comprar un billete, y ahora Carmen le aguaba la fiesta con su empeño de ir a la plaza.

—Pero ¿qué vas a hacé allí, criatura? ¿Qué vas a remediá con tu presensia?… Figúrate, si Juaniyo yega a verte.

Discutieron largamente, pero la mujer oponía a todas sus razones la misma respuesta tenaz:

—No me acompañes… Iré yo sola.

Acabó el cuñado por rendirse, y en un coche de alquiler fueron a la plaza, entrando en ella por la puerta de Caballerizas. El talabartero se acordaba mucho del circo y sus dependencias luego de haber acompañado a Gallardo en uno de sus viajes a Madrid para las corridas de primavera.

Él y el empleado mostrábanse indecisos y con mal humor ante aquella mujer de ojos enrojecidos y mejillas hundidas, que seguía plantada en el patio sin saber qué hacer… Los dos hombres sentíanse atraídos por el rumor del gentío y la música que sonaba en la plaza. ¿Iban a estar allí toda la tarde, sin ver la corrida?…

El empleado tuvo una buena inspiración.

—Si la señora quiere pasar a la capilla…

Había terminado el desfile de las cuadrillas. Por la puerta que daba acceso al redondel volvían trotando algunos caballos. Eran los picadores que no estaban de tanda y se retiraban de la arena para sustituir a sus compañeros cuando les llegase el turno. Amarrados a unas anillas del muro estaban en fila seis jacos ensillados, los primeros que habían de salir al redondel para suplir las bajas. A espaldas de ellos, los picadores entretenían la espera haciendo evolucionar sus caballos. Un encargado de las cuadras, montando una yegua asustadiza y brava, la hacía galopar por el corral para fatigarla, entregándola luego a los piqueros.

Coceaban los jacos, martirizados por las moscas, tirando de las anillas como si adivinasen el cercano peligro. Trotaban los otros caballos, enardecidos por las espuelas de los jinetes.

Carmen y su cuñado tuvieron que refugiarse bajo las arcadas, y al fin la mujer del torero aceptó la invitación de pasar a la capilla. Era un lugar seguro y tranquilo, y allí podría hacer algo de provecho para su esposo.

Cuando se vio en la santa pieza, de un ambiente denso por la respiración del público que había presenciado la oración de los toreros, Carmen fijó sus ojos en la pobreza del altar. Ardían cuatro luces ante la Virgen de la Paloma, pero a ella le pareció mezquino este tributo.

Abrió su bolso para dar un duro al empleado. ¿No podía traer más cirios?… El hombre se rascó una sien. ¿Cirios?, ¿cirios?… En los enseres de la plaza no creía encontrarlos. Pero de pronto se acordó de las hermanas de un matador, que traían velas siempre que toreaba éste. Las últimas apenas se habían consumido, y debían estar guardadas en algún rincón de la capilla. Tras larga rebusca las encontró. Faltaban candeleros; pero el empleado, hombre de recursos, trajo un par de botellas vacías, e introduciendo en su cuello las velas, las encendió, colocándolas junto a las otras luces.

Carmen se había arrodillado, y los dos hombres aprovecharon su inmovilidad para correr a la plaza, ansiosos de presenciar los primeros lances de la corrida.

Quedó la mujer en curiosa contemplación de la imagen borrosa, enrojecida por las luces. No conocía a esta Virgen, pero debía ser dulce y bondadosa como la de Sevilla, a la que tantas veces había suplicado. Además, era la Virgen de los toreros, la que escuchaba sus oraciones de última hora, cuando el cercano peligro daba a los hombres rudos una sinceridad piadosa. Sobre aquel suelo se había arrodillado su marido muchas veces. Y este pensamiento bastó para que se sintiera atraída por la imagen, contemplándola con religiosa confianza, cual si la conociera desde la niñez.

Moviéronse sus labios repitiendo oraciones con automática velocidad, pero su pensamiento huía del rezo, como arrastrado por los ruidos de la muchedumbre que llegaban hasta ella.

¡Ay, aquel mugido de volcán intermitente, aquel bramar de olas lejanas, cortado de vez en cuando por pausas de trágico silencio!… Carmen se imaginaba estar presenciando la corrida invisible. Adivinaba por las diversas entonaciones de los ruidos de la plaza el curso de la tragedia que se desarrollaba en su redondel. Unas veces era una explosión de gritos indignados, con acompañamiento de silbidos; otras, miles y miles de voces que proferían palabras ininteligibles. De pronto sonaba un alarido de terror, prolongado, estridente, que parecía subir hasta el cielo; una exclamación miedosa y jadeante, que hacía ver miles de cabezas tendidas y pálidas por la emoción siguiendo la veloz carrera del toro, que le iba a los alcances a un hombre… hasta que se cortaba instantáneamente el grito, restableciéndose la calma. Había pasado el peligro.

Extendíanse largos espacios de silencio, de un silencio absoluto, el silencio del vacío, en el que sonaba agrandado el zumbar de las moscas salidas de las caballerizas, como si el inmenso circo estuviera desierto, como si hubieran quedado inmóviles y sin respiración las catorce mil personas sentadas en su graderío y fuese Carmen el único ser viviente que subsistía en sus entrañas.

De pronto se animaba este silencio con un choque ruidoso e infinito, cual si todos los ladrillos de la plaza se soltasen de su trabazón, dando unos contra otros. Era un aplauso cerrado que hacía temblar el circo. En el patio inmediato a la capilla sonaban golpes de vara sobre el pellejo de los míseros caballos, reniegos, choque de herraduras y voces. «¿A quién le toca?». Nuevos picadores eran llamados a la plaza.

A estos ruidos uniéronse otros más cercanos. Sonaron pasos en las habitaciones inmediatas, abriéronse puertas con estrépito: oíanse las voces y la respiración jadeante de varios hombres, como si marchasen abrumados por un gran peso.

—No es nada… un coscorrón. No tienes sangre. Antes de que acabe la corrida estarás picando.

Y una voz bronca, debilitada por el dolor, como si viniese de lo más profundo de los pulmones, gemía entre suspiros, con un acento que recordaba a Carmen su tierra:

—¡Virgen de la Soleá!… Creo que me he roto argo. Mire bien, dotor… ¡Ay, mis hijos!

Carmen se estremeció de espanto. Elevaba sus ojos a la Virgen, extraviados por el miedo. Su nariz parecía afilarse con la emoción entre las mejillas hundidas y pálidas. Sentíase enferma; temía desplomarse sobre el pavimento con un síncope de terror. Intentaba rezar otra vez, aislarse en su oración, para no escuchar los ruidos de fuera, transmitidos por las paredes con una sonoridad desesperante. Pero a pesar de estos propósitos, llegaba a su oído un lúgubre chapoteo de agua y las voces de ciertos hombres, que debían ser médicos y enfermeros, animando al picador.

Éste se quejaba con una rudeza de jinete montaraz, queriendo ocultar al mismo tiempo, por orgullo viril, el dolor de sus huesos quebrantados.

—¡Virgen de la Soleá! ¡Mis hijos!… ¿Qué van a comé los pobres churumbeles si su pare no pué picá?…

Carmen se levantó. ¡Ay, no podía más! Iba a caer desplomada si seguía en aquel sitio obscuro estremecido por ecos de dolor. Necesitaba aire, ver el sol. Creía sentir en sus propios huesos el mismo suplicio que hacía gemir a aquel hombre desconocido.

Salió al patio. Sangre por todos lados: sangre en el suelo y en las inmediaciones de unas cubas, donde el agua mezclábase con el líquido rojo.

Retirábanse los picadores del redondel. Habían hecho la señal para la suerte de banderillas, y los jinetes llegaban sobre sus caballos manchados de sangre, con el pellejo rasgado y colgando de sus vientres el repugnante bandullo de las entrañas al aire.

Desmontábanse los jinetes, hablando con animación de los incidentes de la corrida. Carmen vio a Potaje apearse con toda la pesadez de su vigorosa humanidad, lanzando una retahila de maldiciones al «mono sabio» que le ayudaba torpemente en su descenso. Parecía entorpecido por sus ocultas perneras de hierro y por el dolor de varios batacazos. Llevábase una mano a la espalda para rascarse con dolorosos desperezos, pero sonreía, mostrando su amarilla dentadura de caballo.

—¿Habéis visto ustés que güeno ha estao Juan? —decía a todos los que le rodeaban—. Hoy viene güeno de veras.

Al reparar en la única mujer que estaba en el patio y reconocerla, no mostró extrañeza.

—¡Usté por aquí, señá Carmen! ¡Tanto güeno!…

Y hablaba tranquilamente, como si a él, en la somnolencia en que le tenía siempre el vino y la propia bestialidad, no pudiera asombrarle nada del mundo.

—¿Ha visto usté a Juan?… —prosiguió—. Se ha acostao en el suelo, elante del toro, en los mismos hosicos. Lo que hase ese gachó no lo hase nadie… Asómese a velo, que hoy está mu güeno.

Le llamaron desde una puerta, que era la de la enfermería. Su compañero el picador deseaba hablarle antes de que lo trasladasen al hospital.

—Adió, señá Carmen. Voy a ve qué quié ese probesito. Una caía con fratura, según disen. Ese no pica en toa la temporá.

Carmen se refugió bajo las arcadas, queriendo cerrar sus ojos para no ver el espectáculo repugnante del patio, pero al mismo tiempo sentíase atraída por el rojo mareador de la sangre.

Los «monos sabios» conducían de las riendas los caballos heridos, que arrastraban sus entrañas por el suelo, soltando al mismo tiempo por debajo de la cola una diarrea de susto.

Al verlos, un encargado de las cuadras comenzó a mover pies y manos, agitado por una fiebre de actividad.

—¡Fuerza, valientes!… —gritó dirigiéndose a los mozos de las caballerizas—. ¡Duro!, ¡duro ahí!

Un mozo de cuadra, moviéndose con precaución junto al caballo, coceante de dolor, le quitaba la silla, echándole después a las piernas unos lazos de correas que las agarrotaban, uniendo las cuatro extremidades y haciendo caer al animal al suelo.

—¡Ahí, valiente!… ¡Duro!, ¡duro con él! —seguía gritando el encargado de las caballerizas, sin dejar de mover manos y pies.

Y los mozos, arremangados, inclinábanse sobre el vientre abierto de la bestia, que esparcía en torno regueros de sangre y de orín, pugnando por introducir a puñados en el trágico desgarrón las pesadas entrañas que colgaban fuera de él.

Otro sostenía las riendas del caído animal y apretaba contra el suelo la triste cabeza poniendo un pie sobre ella. Contraíase el hocico con gesto de dolor; chocaban los dientes largos y amarillentos con un escalofrío de martirio, perdiéndose en el polvo los relinchos, ahogados por la presión del pie. Pugnaban las manos sangrientas de los curanderos por devolver a la abierta cavidad las flácidas entrañas; pero la respiración jadeante de la víctima las hinchaba, haciéndolas salir de su encierro y desparramándose otra vez como piltrafas empaquetadas. Una vejiga enorme inflábase entre los despojos, entorpeciendo el arreglo.

—¡La bufa, valientes!… —gritaba el director—. ¡Duro con la bufa!

Y la vejiga, con todas sus entrañas anexas, desaparecía al fin en las profundidades del vientre, mientras dos mozos, con la agilidad de la costumbre, cosían la piel.

Cuando el caballo quedaba «arreglado», con bárbara prontitud, le echaban un cubo de agua por la cabeza, libertaban sus piernas de la trabazón de las correas y le daban unos golpes de vara para que se pusiera en pie. Unos, apenas caminaban dos pasos, caían redondos, derramando un chorro de sangre por la herida zurcida con bramante. Era la muerte instantánea al recobrar las entrañas su posición. Otros manteníanse fuertes por los secretos recursos del vigor animal, y los mozos, después del «arreglo», los llevaban al «barnizaje», inundando sus patas y vientres con violentas abluciones de cubos de agua. El color blanco o castaño de los animales quedaba brillante, chorreando sus pelos un líquido de color rosa, mezcla de agua y de sangre.

Remendaban los caballos como si fuesen zapatos viejos; explotaban su debilidad hasta el último momento, prolongando su agonía y su muerte. Quedaban en el suelo pedazos de intestinos, cortados para facilitar la operación del «arreglo». Otros fragmentos de sus entrañas estaban en el redondel cubiertos de arena, hasta que muriese el toro y los mozos pudieran recoger estas piltrafas en sus espuertas. Muchas veces, el trágico vacío de los órganos perdidos remediábanlo los bárbaros curanderos con puñados de estopa introducidos en el vientre.

Lo importante era mantener en pie a estos animales unos cuantos minutos más, hasta que los picadores volviesen a salir a la plaza: el toro se encargaría de rematar su obra… Y los jacos moribundos sufrían sin protesta esta lúgubre transfiguración. Los que cojeaban eran reanimados con ruidosos golpes de vara, que les hacían temblar desde las patas a las orejas. Un caballo manso, en la desesperación de su infortunio, intentaba morder a los «monos sabios» que se aproximaban. Entre sus dientes guardaba aún colgajos de piel y pelos rojos. Al sentir el desgarrón de los cuernos en su panza, el mísero animal había mordido el cuello del toro con una furia de cordero rabioso.

Relinchaban tristemente los caballos heridos, levantando la cola con ruidoso escape de gases; un hedor de sangre y excremento vegetal esparcíase por el patio; la sangre corría entre las piedras, ennegreciéndose al secarse.

Llegaban hasta allí los ruidos de la muchedumbre invisible. Eran exclamaciones de inquietud; un «¡ay!, ¡ay!» lanzado por miles de bocas, que hacía adivinar la fuga del banderillero acosado de cerca por el toro. Luego, un silencio absoluto. El hombre volvía hacia la fiera, y estallaba el ruidoso aplauso saludando un par de banderillas bien colocado. Luego sonaban las trompetas anunciando la suerte de matar, y se repetían los aplausos.

Carmen quería irse. ¡Virgen de la Esperanza! ¿Qué hacía allí?… Ignoraba el orden que iban a seguir los matadores en su trabajo. Tal vez aquel toque señalaba el momento en que su marido iba a colocarse frente a la fiera. ¡Y ella allí, a pocos pasos de distancia, y sin verle!… Quería escapar para librarse de este tormento.

Además, la angustiaba la sangre que corría por el patio, el tormento de aquellas pobres bestias. Su delicadeza de mujer sublevábase contra estas torturas, al mismo tiempo que se llevaba el pañuelo al olfato para repeler los hedores de carnicería.

Nunca había ido a los toros. Gran parte de su existencia la había pasado oyendo hablar de corridas; pero en los relatos de estas fiestas sólo veía lo externo, lo que ve todo el mundo: los lances del redondel, a la luz del sol, con brillo de sedas y bordados; la representación fastuosa, sin conocer los preparativos odiosos que se verificaban en el misterio de los bastidores. ¡Y ellos vivían de esta fiesta, con sus repugnantes martirios de animales débiles! ¡Y su fortuna había sido hecha a costa de tales espectáculos!…

Estalló un aplauso ruidoso dentro del circo. En el patio se dieron órdenes con voz imperiosa. El primer toro acababa de morir. Abriéronse en el fondo del pasadizo de la puerta de Caballerizas las vallas que comunicaban con el redondel, y llegaron con más intensidad los ruidos de la muchedumbre y los ecos de la música.

Las mulillas estaban en la plaza: una trinca para recoger los caballos muertos, otra para llevarse a rastras el cadáver del toro.

Carmen vio venir por debajo de las arcadas a su cuñado. Aún estaba trémulo de entusiasmo por lo que había visto.

—Juan… ¡colosal! Está esta tarde como nunca. No tengas mieo. ¡Si ese chico se come los toros vivos!

Luego la miró con inquietud, temeroso de que le hiciese perder una tarde tan interesante… ¿Qué decidía? ¿Se consideraba con valor para asomarse a la plaza?

—¡Yévame! —dijo ella con acento angustioso—. ¡Sácame pronto de aquí! Me siento enferma… Déjame en la primera iglesia que encontremos.

El talabartero torció el gesto. ¡Por vida de Roger! ¡Dejar una corrida tan magnífica!… Y mientras iban hacia la puerta, calculaba dónde podría abandonar a Carmen para volver cuanto antes a la plaza.

Cuando salió el segundo toro, todavía Gallardo, apoyado en la barrera, recibía felicitaciones de sus admiradores. ¡Qué coraje el de aquel chico… «cuando quería»!… La plaza entera le había aplaudido en el primer toro, olvidando sus enfados de las corridas anteriores. Al caer un picador, quedando exánime por el terrible choque, Gallardo había acudido con su capa, llevándose a la fiera al centro del redondel. Fueron unas verónicas arrogantes que acabaron por dejar a la bestia inmóvil y fatigada después de revolverse tras el engaño del trapo rojo. El torero, aprovechando la estupefacción del animal, quedó erguido a pocos pasos de su hocico, sacando el vientre como si le desafiase. Sintió «la corazonada» precursora feliz de sus grandes atrevimientos. Había que conquistar al público con un rasgo de audacia, y se arrodilló ante los cuernos con cierta precaución, pronto a levantarse al más leve intento de acometida.

El toro permaneció quieto. Avanzó una mano hasta tocar su hocico babeante, y el animal no hizo movimiento alguno. Entonces atreviose a algo que sumió al público en un silencio palpitante. Poco a poco se acostó en la arena, con el capote entre los brazos sirviéndole de almohada, y así estuvo algunos segundos, tendido bajo las narices de la fiera, que le olisqueaba con cierto miedo, como si recelase un peligro en este cuerpo que audazmente se colocaba bajo sus cuernos.

Cuando el toro, recobrando su agresiva fiereza, bajó las astas, el torero rodó hacia las patas, poniéndose de este modo fuera de su alcance, y el animal pasó sobre él, buscando vanamente en su feroz ceguera el bulto al que acometía.

Se levantó Gallardo, limpiándose el polvo, y el público, amante de las temeridades, le aplaudió con el entusiasmo de otros tiempos. No sólo celebraba su audacia. Se aplaudía a sí mismo, admiraba su propia majestad, adivinando que el atrevimiento del torero era para reconciliarse con él, para ganar de nuevo su afecto. Gallardo venía a la corrida dispuesto a las mayores audacias para conquistar aplausos.

—Se descuida —decían en los tendidos—; muchas veces es flojo; pero tiene vergüenza torera y vuelve por su nombre.

El entusiasmo del público, su alegre agitación al recordar la hazaña de Gallardo y la certera estocada con que el otro maestro había dado muerte al primer toro, trocáronse en mal humor y protestas al ver el segundo en el redondel. Era enorme y de hermosa estampa, pero corría por el centro de la plaza, mirando con extrañeza a la ruidosa muchedumbre de los tendidos, asustado de las voces y silbidos con que pretendían excitarle y huyendo de su propia sombra, como si adivinara toda clase de asechanzas. Los peones corrían tendiéndole la capa. Acometía al trapo rojo, siguiéndolo por algunos instantes, pero de pronto daba un bufido de extrañeza y volvía su cuarto trasero, huyendo en distinta dirección con violentos saltos. Su ágil movilidad para la fuga indignaba al público.

—Eso no es toro… ¡es una mona!

Los capotes de los maestros consiguieron al fin atraerlo hacia la barrera, donde esperaban los picadores, inmóviles sobre sus monturas, con la garrocha bajo el brazo. Se acercó a un jinete con la cabeza baja y fieros bufidos como si fuese a acometer. Pero antes de que el hierro se clavase en su cuello, dio un salto y huyó, pasando por entre las capas que le tendían los peones. En su fuga encontró otro picador, repitiendo el salto, el bufido y la huida. Luego tropezó con el tercer jinete, el cual, avanzando la garrocha, le picó en el cuello, aumentando con este castigo su miedo y su velocidad.

El público en masa se había puesto de pie, braceando y gritando. ¡Un toro manso! ¡Qué abominación!… Volvíanse todos hacia la presidencia bramando su protesta: «¡Señor presidente! Aquello no podía consentirse».

De algunos tendidos comenzó a salir un coro de voces que repetían las mismas palabras con monótona entonación:

—¡Fuego!… ¡fueeego!

El presidente parecía dudar. Corría el toro, perseguido por los lidiadores, que iban tras él con la capa al brazo. Cuando alguno de éstos conseguía ponerse delante para detenerle, olfateaba la tela con el bufido de siempre y se alejaba en distinta dirección dando saltos y coces.

Aumentaba la ruidosa protesta con estas fugas. «¡Señor presidente! ¿Era que estaba ciego su señoría?…». Comenzaban a caer en el redondel botellas, naranjas y cojines de asiento en torno de la bestia fugitiva. El público la odiaba por cobarde. Una botella dio en uno de sus cuernos, y la gente aplaudió al certero tirador sin saber quién era. Parte del público tendía el cuerpo hacia adelante como si fuera a arrojarse al redondel, queriendo destrozar con sus manos a la mala bestia. ¡Qué escándalo! ¡Ver en la plaza de Madrid bueyes que sólo servían para dar carne! «¡Fuego!… ¡fueeego!».

El presidente agitó al fin un pañuelo rojo, y una salva de aplausos saludó este gesto.

Las banderillas de fuego eran un espectáculo extraordinario, algo inesperado que aumentaba el interés de la corrida. Muchos que protestaban hasta enronquecer estaban satisfechos en su interior de este incidente. Iban a ver al toro asado en vida, corriendo loco de terror por los rayos que le colgarían del cuello.

Avanzó el Nacional llevando pendientes de sus manos, con las puntas hacia abajo, dos gruesas banderillas que parecían enfundadas en papel negro. Fuese hacia el toro sin grandes precauciones, como si su cobardía no mereciese arte alguno, y le clavó los palos infernales entre los aplausos vengativos de la muchedumbre.

Sonó un chasquido como si se rompiese algo, y dos chorros de humo blanco comenzaron a surgir sobre el cuello del animal. Con la luz del sol no se veía el fuego, pero los pelos desaparecían chamuscados y una mancha negra extendíase sobre el pescuezo.

Corrió el toro, sorprendido del ataque, acelerando su fuga, como si con ésta pudiera librarse del tormento, hasta que de pronto comenzaron a estallar en su cuello secas detonaciones semejantes a tiros de fusil, volando en torno de sus ojos las encendidas pavesas de papel. Saltaba la bestia con la agilidad del terror, las cuatro patas en el aire al mismo tiempo, torciendo en vano la cornuda cabeza para arrancarse con la boca aquellos demonios agarrados a su pescuezo. La gente reía y aplaudía, encontrando graciosos estos saltos y contorsiones. Parecía que ejecutaba una danza de animal amaestrado con la torpe pesadez de su volumen.

—¡Cómo le pican! —exclamaba el público con risa feroz.

Cesaron de rugir y estallar las banderillas. Hervía el carbonizado pescuezo con burbujas de grasa. El toro, al no sentir la quemazón del fuego, quedó inmóvil, jadeante, con la cabeza humillada, sacando una lengua seca, de rojo obscuro.

Otro banderillero se aproximó a él, clavando un segundo par. Volvieron a surgir los chorros de humo sobre la carne chamuscada, sonaron los tiros, y el toro corrió otra vez, pugnando por aproximar la boca al pescuezo enroscando su cuerpo macizo; pero ahora los movimientos eran de menos violencia, como si su vigorosa animalidad comenzara a habituarse al martirio.

Aún le clavaron un tercer par, y su cuello quedó carbonizado, esparciendo en el redondel un hedor nauseabundo de grasa derretida, cuero quemado y pelos consumidos por el fuego.

El público siguió aplaudiendo con vengativo frenesí, como si el manso animal fuese un adversario de sus creencias e hicieran obra santa con este abrasamiento. Reían al verle trémulo sobre sus patas, agitando los flancos como los costados de un fuelle, mugiendo con chillón alarido de dolor, los ojos enrojecidos, y arrastrando su lengua por la arena, ávido de una sensación de frescura.

Gallardo aguardaba apoyado en la barrera, cerca de la presidencia, la señal para matar. Garabato tenía sobre el borde de la valla el estoque y la muleta preparados.

«¡Mardita sea!…». ¡Tan bien como se presentaba la corrida, y reservarle la mala suerte este toro, que él mismo había escogido por su buena estampa, y que al pisar la arena resultaba mansurrón!…

Excusábase por adelantado de lo defectuoso de su trabajo, hablando con los inteligentes que ocupaban las delanteras de barrera.

—Se hará lo que se puea, y na más —decía levantando los hombros.

Luego miraba a los palcos, fijándose en el de doña Sol. Le había aplaudido antes, cuando realizó su estupenda hazaña de acostarse ante el toro. Sus manos enguantadas chocaron con entusiasmo cuando volvía él hacia la barrera saludando al público. Al darse cuenta doña Sol de que el torero la miraba, lo saludó con un ademán afectuoso, y hasta su acompañante, aquel tío antipático, se había unido a este saludo con ruda inclinación del cuerpo, como si fuese a partirse por la cintura. Luego había sorprendido varias veces los gemelos de ella fijos con insistencia en su persona, buscándolo en su retiro entre barreras. ¡Aquella gachí!… Tal vez se sentía atraída de nuevo por los mozos de corazón. Gallardo pensaba visitarla al día siguiente, por si había cambiado el viento.

Sonó la señal para matar, y el espada, luego de un corto brindis, marchó hacia el toro.

Los entusiastas dábanle consejos a gritos.

—¡Despáchalo pronto! Es un buey que no merece nada.

El torero tendió su muleta ante la bestia, y ésta arremetió, pero con paso tardo, escarmentada por el tormento, con una intención manifiesta de aplastar, de herir, como si el martirio hubiese despertado su fiereza. Aquel hombre era el primero que se colocaba ante sus cuernos después del suplicio.

La muchedumbre sintió que se desvanecía su vengativa animadversión contra el toro. No se revolvía mal; atacaba. ¡Olé! Y todos saludaron con entusiasmo los pases de muleta, envolviendo en la misma aprobación al lidiador y a la fiera.

Quedó el toro inmóvil, humillando la cerviz y con la lengua pendiente. Se hizo el silencio precursor de la estocada mortal: un silencio más grande que el de la soledad absoluta, producto de muchos miles de respiraciones contenidas. Fue tan grande este silencio, que llegaron hasta los últimos bancos los menores ruidos del redondel. Todos oyeron un leve crujido de maderas chocando unas con otras. Era que Gallardo, con la punta del estoque, echaba atrás, sobre el cuello del toro, los palos chamuscados de las banderillas que asomaban entre los cuernos. Luego de este arreglo para facilitar el golpe, la muchedumbre avanzó aún más sus cabezas, adivinando la misteriosa correspondencia que acababa de establecerse entre su voluntad y la del matador. «¡Ahora!», decían todos interiormente. Iba a derribar al toro de una estocada maestra. Todos adivinaban la resolución del espada.

Se lanzó Gallardo sobre el toro, y todo el público respiró a un tiempo ruidosamente, luego de la emocionante espera. Del encontronazo entre el hombre y el animal salió éste corriendo con mugidora furia, mientras el graderío prorrumpía en silbidos y protestas. Lo de siempre. Gallardo había vuelto la cara y encogido el brazo en el momento de matar. El animal llevaba en el cuello el estoque cimbreante y suelto, y a los pocos pasos la hoja de acero saltó de la carne, rodando por la arena.

Una parte del público increpó a Gallardo. Estaba roto el encanto que lo había unido al espada al principio de la fiesta. Reaparecía la desconfianza; ensañábase la animadversión en el torero. Todos parecían haber olvidado el entusiasmo de poco antes.

Gallardo recogió la espada, y con la cabeza baja, sin ánimos para protestar del desagrado de una muchedumbre tolerante para otros e inflexible con él, marchó otra vez hacia el toro.

En su confusión, creyó ver que un torero se ponía a su lado. Debía ser el Nacional.

—¡Carma, Juan! No embarullarse.

«¡Mardita sea!…». ¿Y siempre le iba a ocurrir lo mismo? ¿Era que ya no podría meter el brazo entre los cuernos, como en otros tiempos, clavando el estoque hasta la cruz? ¿Iba a pasarse el resto de su vida haciendo reír a los públicos?… ¡Un buey, al que habían tenido que dar fuego!…

Se colocó frente al animal, que parecía aguardarle con las patas inmóviles, como si desease acabar cuanto antes su largo martirio. No quiso pasarle otra vez de muleta. Se perfiló con el trapo rojo junto al suelo y la espada horizontal a la altura de sus ojos… ¡A meter el brazo!

El público púsose de pie con rápido impulso. Durante unos segundos, hombre y fiera no formaron más que una sola masa, y así se movieron algunos pasos. Los más inteligentes agitaban ya sus manos, ansiosos de aplaudir. Se había arrojado a matar como en sus mejores tiempos. ¡Una estocada de verdad!

Pero de pronto, el hombre salió de entre los cuernos despedido como un proyectil por un cabezazo demoledor, y rodó por la arena. El toro bajó la cabeza y sus cuernos engancharon el cuerpo inerte, elevándolo un instante del suelo y dejándolo caer, para proseguir su carrera, llevando en el cuello la empuñadura de la espada, hundida hasta la cruz.

Gallardo se levantó torpemente, y la plaza entera estalló en un aplauso ensordecedor, ansiosa de reparar su injusticia. ¡Olé los hombres! ¡Bien por el niño de Sevilla! Había estao güeno.

Pero el torero no contestaba a estas exclamaciones de entusiasmo. Se llevó las manos al vientre, agachándose en una curvatura dolorosa, y comenzó a andar con paso vacilante y la cabeza baja. Por dos veces la levantó, mirando a la puerta de salida como si temiese no encontrarla, perdido en temblorosos zigzags, cual si estuviese ebrio.

De pronto cayó en la arena, encogido como un gusano enorme de seda y oro. Cuatro mozos de la plaza tiraron torpemente de él hasta izarlo sobre sus hombros. El Nacional se unió al grupo, sosteniendo la cabeza del espada, pálida, amarillenta, con los ojos vidriosos al través de las pestañas cruzadas.

El público tuvo un movimiento de sorpresa, cesando en sus aplausos. Todos volvían la vista en torno, indecisos sobre la gravedad del suceso… Pero pronto circularon noticias optimistas, que nadie sabía de dónde venían; esa opinión anónima que todos admiten, y en ciertos instantes enardece o inmoviliza a las muchedumbres… No era nada. Un varetazo en el vientre que le privaba de sentido. Nadie había visto sangre.

La muchedumbre, súbitamente tranquilizada, fue sentándose, pasando su atención del torero herido a la fiera, que aún se mantenía en pie, resistiendo a las angustias de la muerte.

El Nacional ayudó a colocar a su maestro en una cama de la enfermería. Cayó en ella como un talego, inánime, con los brazos pendientes fuera del lecho.

Sebastián, que tantas veces había contemplado a su espada ensangrentado y herido, sin perder por esto la serenidad, sentía ahora la angustia del miedo viéndolo inerte, con una blancura verdosa, como si estuviese muerto.

—¡Por vía e la paloma azul! —gimoteaba—. ¿Es que no hay médicos? ¿Es que no hay nadie?

El personal de la enfermería, luego de despachar al picador magullado, había corrido a su palco en la plaza.

El banderillero desesperábase, creyendo que los segundos eran horas, gritando a Garabato y a Potaje, que habían acudido tras él, sin saber ciertamente lo que les decía.

Llegaron dos médicos, y luego de cerrar la puerta para que nadie les estorbase, quedaron indecisos ante el cuerpo inánime del espada. Había que desnudarlo.

A la luz que entraba por una claraboya del techo, Garabato comenzó a desabrochar, descoser y rasgar las ropas del torero.

El Nacional apenas podía ver el cuerpo. Los médicos estaban en torno del herido, consultándose con la mirada. Debía ser un colapso que le había privado de vida aparentemente. No se veía sangre. Los rasgones de su ropa eran efecto, sin duda, del revolcón que le había dado el toro.

Entró apresuradamente el doctor Ruiz, y sus colegas le dejaron pasar a primer término, acatando su maestría. Juraba en su nerviosa precipitación, mientras iba ayudando a Garabato a abrir las ropas del torero.

Hubo un movimiento de asombro, de dolorosa sorpresa, en torno de la cama. El banderillero no se atrevía a preguntar. Miró por entre las cabezas de los médicos, y vio el cuerpo de Gallardo con la camisa subida sobre el pecho y los calzones caídos, dejando visibles las negruras de la virilidad. El vientre, completamente al descubierto, estaba rasgado por una abertura tortuosa de labios ensangrentados, al través de la cual asomaban unas piltrafas de fresco azul.

El doctor Ruiz movió la cabeza tristemente. A más de la herida atroz e incurable, el torero había recibido una conmoción tremenda con el cabezazo del toro. No respiraba.

—¡Dotor… dotor! —gimió el banderillero, suplicando por saber la verdad.

Y el doctor Ruiz, tras largo silencio, volvió a mover la cabeza.

—¡Se acabó, Sebastián!… Puedes buscarte otro matador.

El Nacional levantó sus ojos a lo alto. ¡Y así acababa un hombre como aquel, sin poder estrechar la mano de los amigos, sin decir una palabra, repentinamente, como un mísero conejo a quien golpean en la nuca!…

La desesperación le hizo salir de la enfermería. ¡Ay, él no podía ver aquello!. Él no era como Potaje, que permanecía inmóvil y ceñudo a los pies de la cama, contemplando el cadáver como si no lo viese, mientras hacía girar el castoreño entre sus dedos.

Iba a llorar como un niño. Su pecho jadeaba de angustia, mientras los ojos se le hinchaban a impulsos de las lágrimas.

En el patio tuvo que apartarse para dejar paso a los picadores que volvían al redondel.

La terrible nueva comenzaba a circular por la plaza. ¡Gallardo había muerto!… Unos dudaban de la veracidad de la noticia, otros dábanla por cierta; pero ninguno se movía del asiento. Iban a soltar el tercer toro. Aún estaba la corrida en su primera mitad, y no era cosa de renunciar a ella.

Por la puerta del redondel llegaba el rumor de la muchedumbre y el sonido de la música.

El banderillero sintió nacer en su pensamiento un odio feroz por todo lo que le rodeaba, una aversión a su oficio y al público que lo mantenía. Danzaban en su memoria las sonoras palabras con que hacía reír a las gentes, encontrando ahora en ellas una nueva expresión de justicia.

Pensó en el toro, al que arrastraban por la arena en aquel momento con el cuello carbonizado y sanguinolento, rígidas las patas y unos ojos vidriosos que miraban al espacio azul como miran los muertos.

Luego vio con la imaginación al amigo que estaba a pocos pasos de él, al otro lado de una pared de ladrillo, también inmóvil, con las extremidades rígidas, la camisa sobre el pecho, el vientre abierto y un resplandor mate y misterioso entre las pestañas cruzadas.

¡Pobre toro! ¡Pobre espada!… De pronto, el circo rumoroso lanzó un alarido saludando la continuación del espectáculo. El Nacional cerró los ojos y apretó los puños.

Rugía la fiera: la verdadera, la única.

FIN

Madrid. Enero-Marzo 1908.