IX

En aquellos días recibió Gallardo varias cartas de don José y de Carmen.

El apoderado pretendía infundir ánimos a su matador, aconsejándole, como siempre, que se fuese recto al toro… «¡Zas!, estocada y te lo metes en el bolsillo»; pero al través de su entusiasmo notábase cierto desaliento, como si empezara a cuartearse su fe y dudase ya de si Gallardo era «el primer hombre del mundo».

Tenía noticias del descontento y la hostilidad con que le acogían los públicos. La última corrida en Madrid había acabado de descorazonar a don José. No; Gallardo no era como otros espadas que siguen adelante al través de las silbas del público, dándose por satisfechos con ganar dinero. Su matador tenía vergüenza torera, y sólo podía mostrarse en el redondel para ser acogido con grandes entusiasmos. Quedar medianamente equivalía a una derrota. La gente estaba habituada a admirarle por su valor temerario, y todo lo que no fuese perseverar en tales audacias representaba un fracaso.

Don José pretendía saber lo que le ocurría a su espada. ¿Falta de valor?… Eso nunca. Antes se dejaría matar que reconocer este defecto en su héroe. Era que se sentía cansado, que aún no estaba repuesto de su cogida. «Y para esto —aconsejaba en todas sus cartas— es mejor que te retires y descanses una temporada. Después volverás a torear, siendo el de siempre…». Él se ofrecía para arreglarlo todo. Un certificado de los médicos bastaba para acreditar su inutilidad momentánea, y el apoderado se pondría de acuerdo con los empresarios de las plazas para resolver las contratas pendientes, enviando un matador de los que empiezan, el cual sustituiría a Gallardo por una modesta cantidad.

Aún ganarían dinero con este arreglo.

Carmen era más vehemente en sus peticiones, no usando de los eufemismos del apoderado. Debía retirarse en seguida; debía «cortarse la coleta», como decían los de su oficio, yendo a pasar la vida tranquilamente en La Rinconada o en la casa de Sevilla con los de su familia, que eran los únicos que le querían de veras. No podía sosegar; tenía ahora más miedo que en los primeros años de casamiento, cuando las corridas eran para ella como pedazos de existencia que le arrancaban la inquietud y la temerosa espera. Le decía el corazón, con ese instinto femenil pocas veces erróneo en sus temores, que iba a ocurrir algo grave. Apenas dormía; pensaba con miedo en las horas de la noche cortadas por sangrientas visiones.

Luego, la esposa de Gallardo se revolvía furiosa contra el público en sus cartas. Una muchedumbre de ingratos, que ya no se acordaban de lo que el torero había hecho en otras ocasiones, cuando se sentía más fuerte. Gentes de mala alma, que deseaban para su diversión verle muerto, como si ella no existiese, como si no tuviera madre. «Juan, la mamita y yo te lo pedimos. Retírate. ¿A qué seguir toreando? Tenemos bastante para vivir, y a mí me duele que te insulte esa gentuza que vale menos que tú… ¿Y si te ocurriese otra desgracia? ¡Jesús! Yo creo que me volvería loca».

Gallardo quedábase preocupado luego de leer estas cartas. ¡Retirarse!… ¡Qué disparate! ¡Cosas de mujeres! Eso podía decirse fácilmente, a impulsos del cariño, pero era imposible realizarlo. ¡Cortarse la coleta a los treinta años! ¡Cómo reirían los enemigos! Él «no tenía derecho» a retirarse mientras estuviesen enteros sus miembros y pudiera torear. Jamás se había visto este absurdo. El dinero no lo era todo. ¿Y la gloria? ¿Y la vergüenza profesional? ¿Qué dirían de él los miles y miles de partidarios entusiastas que le admiraban? ¿Qué contestarían a los enemigos cuando les echasen en cara que Gallardo se había retirado por miedo?…

Además, el matador deteníase a considerar si su fortuna le permitía esta solución. Él era rico y no lo era. Su posición social no se había consolidado. Lo que él poseía era obra de los primeros años de matrimonio, cuando una de sus mayores alegrías consistía en ahorrar y sorprender a Carmen y la mamita con la noticia de nuevas adquisiciones. Luego había seguido ganando dinero, tal vez en mayor cantidad, pero se desparramaba y desaparecía por infinitos agujeros abiertos en su nueva existencia. Jugaba mucho, llevaba una vida fastuosa. Algunas fincas añadidas al extenso dominio de La Rinconada, para redondearlo, habían sido compradas con dinero adelantado por don José y otros amigos. El juego le había hecho pedir préstamos a varios aficionados de provincias. Era rico, pero si se retiraba, perdiendo con esto el soberbio ingreso de las corridas —unos años doscientas mil pesetas, otros trescientas mil—, tendría que circunscribirse, luego de pagar sus deudas, a vivir como un señor del campo, del cultivo de La Rinconada, haciendo economías y vigilando por sí mismo los trabajos, pues hasta entonces el cortijo, abandonado en manos mercenarias, apenas daba producto.

Esta existencia obscura de cultivador de la tierra, obligado a la economía y en lucha interminable con la escasez, asustaba a Gallardo, hombre arrogante y decorativo, acostumbrado al aplauso público y a la abundancia de dinero. La riqueza era algo elástico que había crecido conforme avanzaba él en su carrera, pero sin adaptarse jamás con el límite de sus necesidades. En otros tiempos se hubiera considerado riquísimo con una pequeña parte de lo que poseía actualmente… Ahora era casi un pobre si renunciaba al toreo. Tendría que suprimir los cigarros de la Habana, que repartía pródigamente, y los vinos andaluces de precios caros; tendría que contener su generosidad de gran señor, y no gritar más «¡Todo está pagado!» en cafés y tabernas, ímpetu generoso de hombre acostumbrado a desafiar la muerte, que le hacía convertir su vida en un derroche loco; tendría que licenciar la tropa de parásitos y aduladores que pululaban en torno de él haciéndole reír con sus peticiones lloriqueantes; y cuando una hembra guapa de la clase popular viniese a él —si es que llegaba alguna viéndole retirado—, ya no lograría hacerla palidecer de emoción poniéndola en las orejas unos zarcillos de oro y perlas, ni se divertiría manchando de vino el rico pañuelo chinesco para sorprenderla después con otro mejor. Así había vivido y así necesitaba seguir. Él era el torero a la antigua, tal como se representan las gentes al matador de toros, rumboso, arrogante, aturdiéndose en escandalosos derroches, pronto a socorrer a los desgraciados con limosnas principescas, siempre que éstos consiguieran conmover su rudo sentimentalismo.

Gallardo burlábase de muchos de sus compañeros, toreros de nuevo género, vulgares agremiados de la industria de matar toros, que viajaban de plaza en plaza, cual comisionistas de comercio, y eran arregladitos y minuciosos en todos sus dispendios. Algunos de ellos, que casi eran unos niños, llevaban en el bolsillo el cuaderno de ingresos y gastos, apuntando hasta los cinco céntimos de un vaso de agua en una estación. Sólo se trataban con gentes ricas para aceptar sus obsequios, sin ocurrírseles jamás convidar a nadie. Otros hervían en sus casas grandes pucheros de café al iniciarse la temporada de viajes, y llevaban con ellos el negro líquido en botellas, que hacían recalentar, para evitarse este gasto en los hoteles. Los individuos de ciertas cuadrillas pasaban hambre, rezongando en público de la avaricia de los maestros.

Gallardo no estaba arrepentido de su vida fastuosa. ¿Y querían que renunciase a ella?…

Además, pensaba en las necesidades de su propia casa, donde todos estaban acostumbrados a la existencia fácil, amplia y desenfadada de las familias que no cuentan el dinero ni se preocupan de su ingreso, viéndole chorrear incansable como una fuente. A más de su madre y su mujer, habíase echado sobre sí una nueva familia, su hermana, el hablador de su cuñado, que no trabajaba, como si su parentesco con un hombre célebre le diese derecho a la vagancia, y toda la tropa de sobrinillos, que crecían, siendo cada vez más costosos. ¡Y tendría que llamar a un orden de estrechez y parsimonia a toda aquella gente, acostumbrada a vivir a su costa con un descuido alegre y manirroto!… ¡Y todos, hasta el pobre Garabato, tendrían que irse al cortijo, tostándose al sol y embruteciéndose como paletos! ¡Y la pobre mamita ya no podría alegrar sus últimos días con santas generosidades, repartiendo dinero entre las mujeres pobres del barrio y encogiéndose como niña vergonzosa cuando el hijo fingíase colérico al ver que nada le quedaba de los cien duros entregados dos semanas antes!… ¡Y Carmen, que era económica, se apresuraría a limitar los gastos, sacrificándose la primera, privando su existencia de muchas frivolidades que la embellecían!…

«¡Mardita sea!…». Todo esto representaba la degradación de la familia, la tristeza de los suyos. Gallardo avergonzábase de que tal cosa pudiera suceder. Era un crimen privarles de lo que tenían, luego de haberlos acostumbrado al bienestar. ¿Y qué era lo que debía hacer para evitarlo?… Simplemente «arrimarse» a los toros: seguir toreando como en otros tiempos… ¡Él se «arrimaría»!

Contestaba a las cartas de su apoderado y de Carmen con breves epístolas de letra trabajosa que revelaban su firme voluntad. ¿Retirarse? ¡Nunca!

Estaba resuelto a ser el de siempre, se lo juraba a don José. Seguiría sus consejos. «¡Zas!, estocada, y el bicho en el bolsillo». Se le ensanchaba el ánimo, y en esta amplitud sentíase capaz de guardar todos los toros, por grandes que fuesen.

Con la mujer mostrábase alegre, aunque un tanto resentido en su amor propio porque ella parecía dudar de sus fuerzas. Ya recibiría noticias de la corrida próxima. Iba a asombrar al público, para que éste se avergonzase de sus injusticias. Si los toros eran buenos, quedaría como el propio Roger de Flor… aquel personaje que siempre tenía en boca el mamarracho de su cuñado.

¡Los toros buenos! Esta era la preocupación de Gallardo. Antes cifraba una de sus vanidades en no ocuparse de ellos, y jamás iba a verlos en la plaza antes de la corrida.

—Yo mato too lo que me echen —decía con arrogancia.

Y conocía por primera vez a los toros al verlos salir al redondel.

Ahora quería examinarlos de cerca, escogerlos, preparando el éxito con un estudio detenido de sus condiciones.

Habíase aclarado el tiempo, lucía el sol; al día siguiente iba a darse la segunda corrida.

Gallardo, por la tarde, se fue solo a la plaza. El circo de ladrillo rojo, con sus ventanales arábigos, destacábase aislado sobre un fondo de lomas verdeantes. En último término de este paisaje amplio y monótono blanqueaba sobre el declive de una loma algo semejante a un rebaño lejano. Era un cementerio.

Al ver al torero en las inmediaciones de la plaza se aproximaron a él algunos individuos astrosos, parásitos del circo, vagabundos que dormían de limosna en las cuadras, sustentándose con la caridad de los aficionados y las sobras de los que comían en las tabernas inmediatas. Algunos de ellos habían llegado de Andalucía tras una conducción de toros, quedándose para siempre en los alrededores de la plaza.

Repartió Gallardo algunas monedas entre estos mendigos que le seguían gorra en mano, y entró en el circo por la puerta de Caballerizas.

En el corral vio un grupo de aficionados presenciando las pruebas de los picadores. Potaje, con grandes espuelas vaqueras, preparábase a montar empuñando una garrocha. Los encargados de las cuadras escoltaban al contratista de caballos, hombre obeso, con gran fieltro andaluz, tardo en las palabras, y que respondía calmosamente a la atropellada e injuriosa charla de los picadores.

Los «monos sabios», con los brazos arremangados, tiraban de los míseros jacos para que los probasen los jinetes. Llevaban varios días de montar y amaestrar a estos caballos tristes, que aún guardaban en sus flancos las rojas huellas de los espolazos. Los sacaban a trotar por los desmontes inmediatos a la plaza, haciéndoles adquirir una energía ficticia bajo el hierro de sus talones, obligándolos a dar vueltas para que se habituasen a la carrera en el redondel. Volvían a la plaza con los costados tintos en sangre, y antes de entrar en las caballerizas recibían el bautismo de unos cuantos cubos de agua. Junto al pilón inmediato a aquéllas, el agua encharcada entre los guijarros era de un rojo obscuro, como vino desparramado.

Iban saliendo casi a rastras de las cuadras los caballos destinados a la corrida del día siguiente, para que los examinasen los picadores, dándolos por buenos.

Avanzaban los macilentos restos de la miseria caballar, delatando en su paso trémulo y sus ijares atormentados la vejez melancólica, las enfermedades y la ingratitud humana, olvidadiza del pasado. Había jacos de inaudita delgadez, esqueletos de agudas aristas salientes que parecían próximas a rasgar la envoltura de piel de largos y flácidos pelos. Otros agitábanse arrogantes, piafando de energía, con las patas fuertes, el pelo reluciente y el ojo vivo: animales de hermosa estampa que era incomprensible figurasen entre unos desechos destinados a la muerte; bestias magníficas que parecían recién desenganchadas de un carruaje de lujo. Estos eran los más temibles: caballos incurables, atacados de vértigos y otros accidentes, que de pronto venían al suelo, arrojando al jinete por las orejas. Y tras estos ejemplares de la miseria y la enfermedad, sonaban las tristes herraduras de los inválidos del trabajo: caballos de tahonas y de fábricas, machos de labranza, jacos de coche de alquiler, todos soñolientos por el hábito de arrastrar años y años el arado o la carreta; parias infelices que iban a ser explotados hasta el último instante, dando diversión a los hombres con sus pataleos y saltos al sentir en el abdomen los cuernos del toro.

Era un desfile de ojos bondadosos empañados y amarillentos; de pescuezos flácidos a los cuales se agarraban sanguinarias las moscas hinchadas y verdosas; de caras huesudas por cuyo pelaje trepaban insectos; de flancos angulosos con mechones retorcidos como si fuesen lanas; de pechos angostos agitados por relinchos cavernosos; de patas débiles que parecían próximas a troncharse a cada paso, cubiertas de largo pelo hasta los cascos, como si llevasen pantalones. Sus estómagos, poco habituados al pienso fuerte con que pretendían reanimar sus fuerzas, iban sembrando el pavimento de residuos humeantes y mal cocidos por una digestión anormal. Para montar esta miserable caballada, trémula de locura o próxima a desplomarse de miseria, necesitábase tanto valor como para hacer frente al toro. Echábanles sobre los lomos la gran silla moruna de alto arzón y asiento amarillo, con estribos vaqueros, y había bestia que al recibir este peso estaba próxima a doblar las patas.

Potaje mostrábase altanero en sus discusiones con el contratista de caballos, hablando en nombre propio y en el de los camaradas, haciendo reír hasta a los «monos sabios» con sus gitanescas maldiciones. Que le dejasen a él los otros picadores entendérselas con los de las caballerizas. Nadie conocía mejor la manera de hacer marchar a estas gentes.

Avanzaba un criado hacia él tirando de un jaco cabizbajo, con el pelo largo y el costillar en doloroso relieve.

—¿Qué traes ahí? —decía Potaje encarándose con el contratista—. Eso no e de resibo. Eso e una alimaña que no hay quien la monte. ¡Pa tu mare!…

El contratista, cachazudo, contestaba con grave calma. Si Potaje no se atrevía a montarlo, era porque los piqueros de ahora tenían miedo a todo. Con un caballo así, bueno y dócil, el señor Calderón, el Trigo u otro jinete de los buenos tiempos hubiese sido capaz de torear dos tardes seguidas sin dar una caída y sin que el animal recibiese un arañazo. ¡Pero ahora!… Ahora sólo había mucho miedo y muy poca vergüenza.

Se insultaban el picador y el contratista con amistosa tranquilidad, como si entre ellos las mayores injurias perdiesen importancia por la fuerza de la costumbre.

—Tú lo que eres —contestaba Potaje— un frescales, más ladrón que José María el Tempraniyo. Anda y que suba en ese penco la pelá de tu agüela, que montaba en la escoba toos los sábaos al dar las doce.

Reían los presentes, y el contratista se limitaba a encoger los hombros.

—Pero ¿qué tié este cabayo? —decía tranquilamente—. ¡Arrepárale, mala alma! Mejor es que otros que tién muermo, o les dan vértigos, y que has sacao tú a la plaza, apeándote por las orejas antes de que te arrimases al toro. Más sano es que una manzana. Como que ha estao veintiocho años en una fábrica de gaseosas, cumpliendo como una presona desente, sin que nadie le pusiera farta. ¡Y vienes tú ahora, voceras, a meterte con él, poniéndole peros y fartándole como si fuese un mal cristiano!…

—¡Que no lo quiero, vaya!… ¡Que te quees con él!

El contratista se acercaba lentamente a Potaje, y con la tranquilidad de un hombre experto en estas transacciones, le hablaba al oído. El picador, fingiendo enfado, acabó por acercarse al jaco. ¡Por él que no quedase! No quería que le tuviesen por hombre intratable, capaz de perjudicar a un camarada.

Poniendo un pie en el estribo, dejó caer sobre el pobre jaco la pesadumbre de su cuerpo. Luego, colocándose la garrocha bajo el brazo, la apoyó en un gran poste empotrado en la pared, picando varias veces con gran esfuerzo, como si tuviera al extremo de la lanza un toro corpulento. El pobre jaco temblaba y doblaba las patas con estos encontronazos.

—No se regüerve mal… —dijo Potaje con tono conciliador—. El penco es mejó que yo creía. Tié güena boca, güenas piernas… Te saliste con la tuya. Que lo aparten.

Y el picador se apeaba, dispuesto a aceptar todo lo que le presentase el contratista luego de su aparte misterioso.

Gallardo se separó del grupo de aficionados que presenciaban sonrientes esta operación. Un portero de la plaza iba con él hacia donde estaban los toros. Atravesó una puertecilla, saliendo a los corrales. Una valla de mampostería que llegaba a la altura del cuello de un hombre limitaba el corral por tres de sus lados. Esta valla estaba afirmada por gruesos postes unidos al balconcillo superior. A trechos abríanse unas salidas tan angostas que sólo podía pasar por ellas un hombre de lado. En el amplio corral había ocho toros, unos acostados sobre las patas, otros de pie y con la cabeza baja, husmeando el montón de hierba que tenían delante.

El torero marchó a lo largo de estas galerías examinando a las reses. De vez en cuando salíase fuera de las vallas, asomando el cuerpo por las estrechas saeteras. Agitaba los brazos, dando alaridos salvajes de reto que sacaban a los toros de su inmovilidad. Unos saltaban nerviosos, acometiendo con la cabeza baja contra aquel hombre que venía a turbar la paz de su encierro. Otros se ponían firmes sobre las patas, aguardando con la cabeza alta y el gesto fosco a que el atrevido osase acercarse a ellos.

Gallardo, que volvía a ocultarse rápidamente tras las vallas, examinaba el aspecto y carácter de las fieras, sin llegar a decidir cuáles eran las dos que debía escoger.

El mayoral de la plaza estaba junto a él: un hombrón atlético, con polainas y espuelas, vestido de grueso paño y con sombrero de campo sostenido por un barboquejo. Apodábanle el Lobato, y era un rudo jinete que pasaba en pleno campo la mayor parte del año, entrando en Madrid como un salvaje, sin curiosidad por ver sus calles ni querer pasar más allá de los alrededores de la plaza.

Para él, la capital de España era un circo con desmontes y terrenos yermos a su alrededor, y más allá un caserío misterioso que jamás había sentido deseos de conocer. El establecimiento más importante de Madrid era, según él, la taberna de Gallina, situada junto a la plaza, grato lugar de delicias, palacio encantador donde cenaba y comía a costas del empresario antes de volverse a la dehesa montado en su jaca, con la manta obscura en el borrén, las alforjas en la grupa y la pica al hombro. Entraba en la taberna gozándose en atemorizar a los criados con sus amistosos saludos: terribles apretones que hacían crujir los huesos y arrancaban gritos de dolor. Sonreía satisfecho de su fuerza y de que le llamasen «bruto», y se sentaba ante la pitanza, un plato del tamaño de una palangana lleno de carne y patatas, a más de un jarro de vino.

Guardaba los toros adquiridos por el empresario, unas veces en la dehesa de la Muñoza, otras, cuando el calor era excesivo, en las praderas de la sierra de Guadarrama. Los traía al encierro dos días antes de la corrida, a media noche, atravesando el arroyo Abroñigal, por las afueras de Madrid, con acompañamiento de jinetes y vaqueros. Desesperábase cuando el mal tiempo impedía la fiesta y el ganado quedaba en la plaza, no pudiendo volver él inmediatamente a las tranquilas soledades donde pastaban los otros toros.

Lento de palabra, torpe de pensamiento, este centauro que olía a cuero y a pasto seco expresábase con calor al hablar de su vida pastoril apacentando fieras. Parecíale estrecho el cielo de Madrid y con menos astros. Describía con un laconismo pintoresco las noches en la dehesa, con sus toros dormidos bajo la difusa luz de las estrellas y el denso silencio rasgado por los ruidos misteriosos de las espesuras. Las culebras del monte cantaban con una voz extraña en este silencio. Cantaban, sí señor. No había quien se lo discutiese al Lobato; lo había oído mil veces, y dudar de esto era llamarle embustero, exponiéndose a sentir el peso de sus manazas. Y así como cantaban los reptiles, hablaban los toros; sólo que él no había llegado a penetrar todos los misterios de su idioma. Eran a modo de cristianos, aunque andaban a cuatro patas y tenían cuernos. Había que verlos despertar cuando surgía la aurora. Saltaban gozosos como niños; jugueteaban acometiéndose de mentirijillas y cruzando sus cuernos; intentaban montarse unos a otros, con una alegría ruidosa, como si saludasen la presencia del sol, que es la gloria de Dios. Luego hablaba de sus lentas excursiones por la sierra de Guadarrama, siguiendo el curso de los riachuelos que bajan de las cumbres la nieve líquida, de una transparencia de cristal, alimento de los ríos; de los prados con su hierba llena de florecillas; del aleteo de los pájaros que venían a posarse entre los cuernos de los toros adormecidos; de los lobos que aullaban durante la noche, siempre lejos, muy lejos, como asustados por la procesión de fieras que llegaban tras el cencerro de los cabestros a disputarles su parte de bravía soledad… ¡Que no le hablasen de Madrid, donde se ahoga la gente! El sólo encontraba aceptable en este bosque infinito de casas el vino de Gallina y sus sabrosos guisos.

Habló el Lobato al espada, ayudándole con sus indicaciones a escoger las dos reses. El mayoral no mostraba asombro ni respeto ante estos nombres famosos tan admirados por las gentes. El pastor de toros casi despreciaba al torero. ¡Matar a unos animales tan nobles con toda clase de engaños! El valiente era él, que vivía entre ellos, pasando ante sus cuernos en la soledad, sin otra defensa que su brazo, y sin aplauso alguno.

Al salir Gallardo del corral, otro hombre se unió al grupo, saludando con gran respeto al maestro. Era un viejo encargado de la limpieza de la plaza. Llevaba muchos años en este empleo y había conocido a todos los toreros famosos de su tiempo. Iba vestido pobremente, pero muchas veces lucía en sus dedos sortijas femeniles, y para sonarse sacaba de las profundidades de su blusa un pañuelito de batista, pequeño, con ricas blondas y gran cifra, que aún exhalaba débil perfume.

Se encargaba durante la semana él solo de barrer el inmenso circo, graderíos y palcos, sin quejarse de lo abrumador de este trabajo. Cuando el empresario, descontento de él, quería castigarle, abría la puerta a la pillería que vagaba por los alrededores de la plaza, y el pobre hombre desesperábase y prometía enmienda, para que esta irrupción de extraños no se encargase de su trabajo.

Cuando más, admitía como auxiliares a media docena de golfos, aprendices de torero, que le eran fieles a cambio de que en los días de fiesta les permitiese ver la corrida desde el «palco de los perros», una puerta con reja situada junto a los toriles, por donde se sacaba a los lidiadores heridos. Los ayudantes de la limpieza, agarrados a los hierros, presenciaban la corrida, rebullendo y peleándose como monos en jaula para ocupar la primera fila.

El viejo los distribuía hábilmente durante la semana al proceder a la limpieza de la plaza. Los chicuelos trabajaban en los tendidos de sol, los del público sucio y pobre, que deja como rastro de su paso un estercolero de cortezas de naranja, papeles y puntas de cigarro.

—¡Ojo con el tabaco! —ordenaba a su tropa—. El que se me quede una colilla de puro no ve el domingo la corrida.

Limpiaba pacientemente la sombra, como un buscador de tesoros, agachándose en el misterio de los palcos para guardar en sus bolsillos los hallazgos: abanicos de señora, sortijas, pañuelos de mano, monedas caídas, adornos de trajes femeniles, todo lo que dejaba tras su paso una invasión de catorce mil personas. Amontonaba los residuos de los fumadores, picando las colillas y vendiéndolas como tabaco desmenuzado luego de exponerlas al sol. Los hallazgos de valor eran para una prendera, que compraba estos despojos del público olvidadizo o turbado por la emoción.

Gallardo contestó a los saludos melosos del viejo dándole un cigarro, y se despidió del Lobato. Quedaba convenido con el mayoral que éste enchiqueraría para él los dos toros escogidos. Los otros espadas no protestarían. Eran muchachos de buena suerte, en plena audacia juvenil, que mataban lo que les ponían delante.

Al salir otra vez al patio, donde continuaba la prueba de caballos, Gallardo vio separarse del grupo de espectadores a un hombre alto, enjuto y de tez cobriza, vestido como un torero. Por debajo de su fieltro negro asomaban unos tufos de pelo entrecano, y en torno de la boca marcábanse algunas arrugas.

¡Pescadero!, ¿cómo estás? —dijo Gallardo estrechando su diestra con sincera efusión.

Era un antiguo espada que había tenido en su juventud horas de gloria, pero de cuyo nombre se acordaban muy pocos. Otros matadores, llegando después, habían obscurecido su pobre fama, y el Pescadero, luego de torear en América y sufrir varias cogidas, se había retirado con un pequeño capital de ahorros. Gallardo le sabía dueño de una taberna en las inmediaciones del circo, donde vegetaba lejos del trato de aficionados y toreros. No esperaba verle en la plaza, pero el Pescadero dijo con expresión melancólica:

—¿Qué quiés? La afisión. Vengo poco a las corrías, pero aún me tiran las cosas del ofisio, y paso como vecino a ve estas cosas. Ahora no soy más que tabernero.

Gallardo, contemplando su aspecto triste, recordaba al Pescadero que había conocido en su niñez, uno de los héroes más admirados por él, arrogante, favorecido por las mujeres, luciendo en La Campana, cuando iba a Sevilla, su calañés de terciopelo, la chaquetilla color de vino y la faja de seda multicolor, apoyado en un bastón de marfil con puño de oro. ¡Y así se vería él, vulgar y olvidado, si se retiraba del toreo!…

Hablaron largo rato de las cosas de su arte. El Pescadero, como todos los viejos amargados por la mala suerte, era pesimista. Se acabaron los buenos toreros. Ya no se veían gentes de corazón. Sólo mataban toros «de verdad». Gallardo y alguno que otro. Hasta las bestias parecían de menos poder. Y tras estas lamentaciones, insistió para que su amigo le acompañase a su casa. Ya que se habían encontrado, y el matador no tenía que hacer, debía visitar su establecimiento.

Accedió Gallardo, y en una de las calles sin terminar inmediatas a la plaza, entró en una taberna igual a todas, con la fachada pintada de rojo, vidrieras con visillos del mismo color, y un escaparate en el que se exhibían, sobre platos polvorientos, chuletas empanadas, pájaros fritos y frascos de hortalizas en vinagre. Dentro de la tienda un mostrador de cinc, toneles y botellas, mesas redondas con taburetes de madera, y en los muros numerosas estampas de colores representando toreros célebres y los lances más salientes de la lidia.

—Tomaremos unos «chatos» de Montilla —dijo el Pescadero llamando a un joven que estaba tras el mostrador y sonreía al ver a Gallardo.

Éste se fijó en su cara y en una manga de su chaqueta, completamente vacía, que se arrollaba en el costado derecho.

—Yo creo que te conozco —dijo el matador.

—Ya lo creo que le conoces —interrumpió el Pescadero—. Es el Pipi.

El apodo hizo que Gallardo recordase inmediatamente su historia. Un muchacho valeroso, que clavaba magistralmente las banderillas, y al que también había bautizado un grupo de aficionados como «el torero del porvenir». Un día, en la plaza de Madrid, recibió una cornada en un brazo, y habían tenido que amputárselo, quedando inútil para la lidia.

—Lo he recogido, Juan —continuó el Pescadero—. Yo no tengo familia; mi compañera se murió, y me hago la cuenta de que tengo un hijo… ¡Miserias! Pero si al hombre, ensima de sus desgrasias, le quitas el güen corazón, ¿pa qué sirve?… No creas que estamos en la abundancia el Pipi y yo. Vivimos como poemos; pero lo que yo tenga es de él, y vamos tirando grasias a los antiguos amigos que arguna vez vienen de merienda o a jugar al mus, y sobre too grasias a la escuela.

Gallardo sonrió. Había oído hablar de la escuela de tauromaquia establecida por el Pescadero cerca de su taberna.

—¡Qué quiés, hijo! —dijo éste, como excusándose—. Hay que ayudarse, y la escuela consume más que toos los parroquianos de la taberna. Viene mu buena gente: señoritos que quién aprender pa lucirse en las becerrás; extranjeros que se entusiasman en las corrías y les entra la chiflaúra de hacerse toreros a la vejez. Ahora tengo uno dando lición. Viene toas las tardes. Vas a ve.

Y atravesando la calle, dirigiéronse a un solar cerrado por alta valla. Sobre los tablones unidos que servían de puerta destacábase un gran rótulo escrito con alquitrán: «Escuela de Tauromaquia».

Entraron. Lo primero que llamó la atención de Gallardo fue el toro: un animal de madera y juncos montado sobre ruedas, con cola de estopa, la cabeza de paja trenzada, una placa de corcho en el lugar del cuello y un par de cuernos auténticos y enormes, que infundían espanto a los alumnos.

Un mozo despechugado, con gorrilla y dos pinceles de pelo sobre las orejas, era el que comunicaba su inteligencia a la fiera, empujándola cuando los «estudiantes» se ponían enfrente con el capote en la mano.

En mitad del solar, un señor viejo y rechoncho, de ancha corpulencia, la tez arrebolada y el bigote blanco y recio, manteníase en mangas de camisa empuñando unas banderillas. Junto a la valla, recostada en una silla y apoyados los brazos en otra, había una señora casi de la misma edad y no menos voluminosa, con un sombrero cargado de flores. Su cara rubicunda, con manchas amarillas de salvado, ensanchábase de entusiasmo cada vez que su compañero ejecutaba una buena suerte. Agitábanse las rosas del sombrero y los falsos bucles de la cabellera, de un rubio escandaloso, con el impulso de sus risas. Aplaudía, abriendo al mismo tiempo las piernas, que tiraban de la falda, dejando al descubierto una parte de sus abultados y marchitos encantos.

El Pescadero, desde la puerta, explicó a Gallardo el origen de estas gentes. Debían ser franceses o de cualquier otro país: él no estaba cierto de quién eran ni le importaba; un matrimonio que iba por el mundo y parecía haber vivido en todas partes. Él había tenido mil oficios, a juzgar por sus relatos: minero en Africa, colono en lejanas islas, cazador de caballos con lazo en las soledades de América. Ahora quería torear para ganar dinero lo mismo que los españoles, y asistía todas las tardes a la escuela con la firme voluntad de un niño testarudo, pagando generosamente sus lecciones.

—Figúrate tú: ¡torero con esa facha!… ¡Y a los cincuenta años bien sonaos!

Al ver entrar a los dos hombres, el alumno bajó sus brazos armados de banderillas y la señora se arregló la falda y el florido sombrero. ¡Oh, cher maître!…

—Buenas tardes, mosiú; felices, madame —dijo el maestro llevándose la mano al sombrero—. A ve, mosiú, cómo va esa lición. Ya sabe lo que le he dicho. Quieto en su terreno, cita usté ar bicho, le deja vení, y cuando lo tiene ar lao, quiebra usté y le pone los palos en el morrillo. Usté no tié que preocuparse de na: el toro lo hará too por usté. Atensión… ¿Estamos?

Y apartándose el maestro se encaró con el terrible toro, o más bien, con el granuja que estaba detrás, puestas las manos en el cuarto trasero para empujarle.

—¡Eeeeh!… ¡Entra, Morito!

Fue un berrido espantoso el del Pescadero para que entrase el toro, excitando con estos gritos y con furiosas patadas en la tierra sus entrañas de aire y de junco y su testuz de paja. Y Morito acometió como una fiera, con gran estrépito de ruedas, cabeceante a causa de las desigualdades del terreno, y llevando a la cola aquel paje que le empujaba para hacerle menos fatigoso el camino. Jamás toro de ganadería famosa pudo compararse en inteligencia con este Morito, bestia inmortal banderilleada y estoqueada miles de veces, sin sufrir otras heridas que las insignificantes que le curaba el carpintero. Parecía tan sabio como los hombres. Al llegar junto al alumno, cambió de dirección para no tocarle con los cuernos, alejándose con los palos clavados en su cuello de corcho.

Una ovación saludó esta hazaña, quedando el banderillero firme en su sitio, arreglándose los tirantes del pantalón y los puños de la camisa. Su mujer, con la vehemencia del entusiasmo, se echó atrás, riendo al mismo tiempo que aplaudía, y otra vez la falda, a impulsos de ocultas exuberancias, volvió a dejar al descubierto los encantos inferiores.

—¡De maestro, mosiú! —gritó el Pescadero—. Ese par es de primera.

Y el extranjero, conmovido por el aplauso del profesor, respondió con modestia, golpeándose el pecho:

—Mí hay lo más importante. Corrasón, mocho corrasón.

Luego, para festejar su hazaña, se dirigió al paje de Morito, que parecía relamerse adivinando la orden. Que trajesen un frasco de vino. Tres había vacíos en el suelo, cerca de la dama, cada vez más purpúrea y más movediza de ropas, acogiendo con grandes risotadas las hazañas toreras de su compañero.

Al saber que el que llegaba con el maestro era el famoso Gallardo y reconocer su rostro, tantas veces admirado por ella en periódicos y cajas de cerillas, la extranjera perdió el color y sus ojos se enternecieron. ¡Oh, cher maître!… Le sonreía, se frotaba contra él, deseando caer en sus brazos con todo el peso de su voluminosa y flácida humanidad.

Chocaron los vasos del vino por la gloria del nuevo torero. Hasta Morito tomó parte en la fiesta, bebiendo en su nombre el granuja que le servía de aya.

—Antes de dos meses, mosiú —dijo el Pescadero con su gravedad andaluza—, está usté clavando banderillas en la plaza de Madrí como el mismísimo Dió, y se yeva usté toas las parmas, y too er dinero, y toas las mujeres… con permiso de su señora.

Y la señora, sin dejar de mirar a Gallardo con ojos tiernos, conmovíase de gozo y una risa estrepitosa agitaba las ondas de grasa de su cuerpo.

Continuó su lección el extranjero, con una tenacidad de hombre enérgico. No había que desaprovechar el tiempo. Quería verse cuanto antes en la plaza de Madrid, conquistando todas aquellas cosas que le prometía el maestro. Su rubicunda compañera, viendo que los dos toreros se marchaban, volvió a sentarse, con el frasco de vino confiado a su custodia.

El Pescadero acompañó a Gallardo hasta el final de la calle.

—Adió, Juan —dijo con gravedad—. Puede que nos veamos mañana en la plaza. Ya ves en qué he venío a parar. Tener que comé de estos embustes y payasás.

Gallardo se alejó preocupado. ¡Ay! ¡Aquel hombre, que él había visto tirar el dinero en sus buenos tiempos con una arrogancia de príncipe, seguro de su porvenir!… Había perdido los ahorros en malas especulaciones. La vida del torero no era para aprender el manejo de una fortuna. ¿Y aún le proponían que se retirase de la profesión? ¡Nunca! Había que arrimarse a los toros.

Durante toda la noche, este propósito pareció flotar sobre la laguna negra de su sueño. ¡Había que arrimarse! Y a la mañana siguiente, la resolución firmísima persistió en su pensamiento. Se arrimaría, asombrando al público con sus audacias.

Era tal su ánimo, que marchó a la plaza sin las inquietudes supersticiosas de otras veces. Sentía la certeza del triunfo, la corazonada de las tardes gloriosas.

La corrida fue accidentada desde su principio. El primer toro «salió pegando» con gran acometividad para las gentes de a caballo. En un instante echó al suelo a los tres picadores que le esperaban lanza en ristre, y de los jacos dos quedaron moribundos, arrojando por el perforado pecho chorros de sangre obscura. El otro corrió, loco de dolor y de sorpresa, de un lado a otro de la plaza, con el vientre abierto y la silla suelta, mostrando por entre los estribos sus entrañas azuladas y rojizas, semejantes a enormes embutidos. Arrastraban las tripas por el suelo, y al pisárselas él mismo con sus patas traseras, tiraba de ellas, desarrollándolas como una madeja confusa que se desenmaraña. El toro, atraído por esta carrera, marchó tras él, y metiendo la poderosa cabeza bajo su vientre lo levantó en los cuernos, arrojándolo al suelo y ensañándose en su mísero armazón quebrantado y agujereado. Al abandonarle la fiera, moribundo y pataleante, un «mono sabio» se aproximó para rematarlo, hundiéndole el hierro de la puntilla en lo alto del cráneo. El mísero jaco sintió una rabia de cordero en los estremecimientos de su agonía, y mordió la mano del hombre. Este dio un grito, agitó la diestra ensangrentada y apretó el puñal, hasta que el caballo cesó de patalear, quedando con las extremidades rígidas. Otros empleados de la plaza corrían de un lado a otro con grandes espuertas de arena, arrojándola a montones sobre los charcos de sangre y los cadáveres de los caballos.

El público estaba de pie, gesticulando y vociferando. Sentíase entusiasmado por la fiereza de la bestia y protestaba de que en el redondel no quedase ni un picador, gritando a coro: «¡Caballos!, ¡caballos!».

Todos estaban convencidos de que iban a salir inmediatamente, pero les indignaba que transcurriesen unos minutos sin nuevas carnicerías. El toro permanecía aislado en el centro del redondel, soberbio y mugidor, levantando los cuernos sucios de sangre, ondeándole las cintas de la divisa sobre su cuello surcado de rasgones azules y rojos. Salieron nuevos jinetes, y otra vez se repitió el repugnante espectáculo. Apenas se aproximaba el picador con la garrocha por delante, ladeando el jaco para que el ojo vendado no le permitiese ver a la fiera, era instantáneo el choque y la caída. Rompíanse las picas con un chasquido de madera seca, saltaba el caballo enganchado en los poderosos cuernos, brotaban sangre, excrementos y piltrafas de este choque mortal, y rodaba por la arena el picador como un monigote de piernas amarillas, cubriéndole inmediatamente las capas de los peones.

Un caballo, al ser herido en el vientre, esparció en torno de él, vaciando sus entrañas, una lluvia nauseabunda de excremento verdoso, que vino a manchar los trajes de los toreros cercanos.

El público celebraba con risas y exclamaciones las ruidosas caídas de los jinetes. Sonaba la arena sordamente con el choque de los cuerpos rudos y sus piernas forradas de hierro. Unos caían de espaldas, como talegos repletos, y su cabeza, al encontrar las tablas de la valla, producía un eco lúgubre.

—Ése no se levanta —gritaban en el público—. Debe tener abierto el melón.

Y sin embargo, se levantaba, extendía los brazos, rascábase el cráneo, recobraba el recio castoreño, perdido en la caída, y volvía a montar en el mismo caballo, que los «monos sabios» incorporaban a fuerza de empellones y varazos. El vistoso jinete hacía trotar al jaco, que arrastraba por la arena sus entrañas, cada vez más largas y pesadas con la agitación del movimiento. El picador, sobre esta debilidad agónica, dirigíase al encuentro de la fiera.

—¡Vaya por ustés! —gritaba arrojando su sombrero a un grupo de amigos.

Y apenas se colocaba ante el toro, clavándole su pica en el cuello, hombre y caballo iban por lo alto, partiéndose el grupo en dos piezas con la violencia del choque y rodando cada una por su lado. Otras veces, antes de que acometiese el toro, los «monos sabios» y parte del público avisaban al jinete. «Apéate». Pero antes de que pudiera hacerlo, con la torpeza de sus piernas rígidas, el caballo se desplomaba, muerto instantáneamente, y el picador caía expelido por las orejas, chocando su testa sordamente contra la arena.

Los cuernos del toro no llegaban nunca a enganchar a los jinetes; pero ciertos picadores, al quedar en el suelo, permanecían exánimes, y un grupo de servidores de la plaza tenía que cargar con su cuerpo, llevándolo a la enfermería para que le curasen una fractura de hueso o lo reanimaran de su conmoción, que tenía el aspecto de la muerte.

Gallardo, ansioso de atraerse la simpatía del público, iba de un lado a otro, y consiguió un gran aplauso tirando de la cola al toro para librar a un picador que estaba en el suelo, próximo a ser enganchado.

Mientras banderilleaban, Gallardo, apoyado en la valla, paseaba su vista por los palcos. Debía estar en ellos doña Sol. Al fin la vio, pero sin mantilla blanca, sin nada que recordase a aquella señora de Sevilla semejante a una maja de Goya. Parecía, con su cabellera rubia y su sombrero original y elegante, una extranjera de las que contemplan por primera vez una corrida de toros. A su lado estaba el amigo, aquel hombre del que hablaba ella con cierta admiración y al que mostraba las cosas interesantes del país. ¡Ay, doña Sol! Pronto iba a ver quién era el buen mozo al que había abandonado. Tendría que aplaudirle en presencia del extranjero aborrecido; se entusiasmaría, aun contra su voluntad, arrastrada por el contagio del público.

Cuando llegó para Gallardo el momento de matar su toro, que era el segundo, el público le acogió benévolamente, como si olvidase su enfado de la corrida anterior. Las dos semanas de suspensión por la lluvia parecían haber infundido a la muchedumbre una gran tolerancia. Deseaba encontrarlo todo bueno en una corrida tan esperada. Además, la bravura de los toros y la gran mortandad de caballos había puesto al público de buen humor.

Marchó Gallardo hacia la fiera, descubierta la cabeza luego del brindis, con la muleta por delante y moviendo la espada como un bastón. Detrás de él, aunque a una distancia prudente, iban el Nacional y otro torero. Algunas voces protestaron desde el tendido. ¡Cuántos acólitos!… Parecían un clero parroquial marchando a un entierro.

—¡Fuera too er mundo! —gritó Gallardo.

Y los dos peones se detuvieron porque lo decía de veras, con un acento que no daba lugar a dudas.

Siguió adelante hasta llegar cerca de la fiera, y allí desplegó la muleta, dando aún algunos pasos más, como en sus buenos tiempos, hasta colocar el trapo junto al babeante hocico. Un pase; ¡olé!… Un murmullo de satisfacción corrió por los tendidos. El niño de Sevilla volvía por su nombre; tenía vergüenza torera. Iba a hacer alguna de las suyas, como en los mejores tiempos. Y sus pases de muleta fueron acompañados de ruidosas exclamaciones de entusiasmo, mientras en el graderío se reanimaban los partidarios, increpando a los enemigos. ¿Qué les parecía aquello? Gallardo se descuidaba algunas veces, lo reconocían… ¡pero la tarde que él quería!

Aquella tarde era de las buenas. Cuando vio al toro con las patas inmóviles, el mismo público le impulsó con sus consejos. «¡Ahora! ¡Tírate!».

Y Gallardo se arrojó sobre la bestia con el estoque por delante, saliendo de la amenaza de los cuernos rápidamente.

Sonó un aplauso, pero fue muy breve, siguiéndole un murmullo amenazador, en el que se iniciaron estridentes silbidos. Los entusiastas dejaban de mirar al toro para volverse indignados contra el resto del público. ¡Qué injusticia! ¡Qué falta de conocimiento! Había entrado muy bien a matar…

Pero los enemigos señalaban al toro sin desistir de sus protestas, y toda la plaza se unía a ellos con una explosión ensordecedora de silbidos.

La espada había penetrado torcida, atravesando al toro y asomando su punta por uno de los costados, junto a una pata delantera.

Todos gesticulaban y braceaban con aspavientos de indignación. ¡Qué escándalo! ¡Aquello no lo hacía ni un mal novillero!…

El animal, con la empuñadura de la espada en el cuello y la punta asomando por el arranque de un brazo, empezó a cojear, agitando su enorme masa con el vaivén de un paso desigual. Esto pareció conmover a todos con generosa indignación. ¡Pobre toro! Tan bueno, tan noble… Algunos echaban el cuerpo adelante, rugiendo de furia, como si fuesen a arrojarse de cabeza en el redondel. ¡Ladrón! ¡Hijo de tal!… ¡Martirizar así a un bicho que valía más que él!… Y todos gritaban con vehemente ternura por el dolor de la bestia, como si no hubiesen pagado para presenciar su muerte.

Gallardo, estupefacto ante su obra, inclinaba la cabeza bajo el chaparrón de insultos y amenazas. «¡Mardita sea la suerte!…». Había entrado a matar lo mismo que en sus buenos tiempos, dominando la impresión nerviosa que le hacía volver la cara como si no pudiese soportar la vista de la fiera que se le venía encima. Pero el deseo de evitar el peligro, de salirse cuanto antes de entre los cuernos, le había hecho rematar la suerte con aquella estocada torpe y escandalosa.

En los tendidos agitábase la gente con el hervor de numerosas disputas. «No lo entiende. Vuelve la cara. Está hecho un maleta». Y los partidarios de Gallardo excusaban a su ídolo con no menos vehemencia. «Eso le ocurre a cualquiera. Es una desgracia. Lo importante es entrar a matar con guapeza, como él lo hace».

El toro, después de correr cojeando con dolorosos vaivenes, que hacían bramar al gentío de indignación, quedó inmóvil, para no prolongar más su martirio.

Gallardo tomó otra espada y fue a colocarse ante él.

El público adivinó su trabajo. Iba a descabellar al toro: lo único que podía hacer después de su crimen.

Apoyó la punta del estoque entre los dos cuernos, mientras con la otra mano agitaba la muleta, para que la bestia, atraída por el trapo, humillase la cabeza hasta el suelo. Apretó la espada, y el toro, al sentirse herido, agitó el testuz, repeliendo el arma.

—¡Una! —gritó la muchedumbre con burlesca unanimidad.

Volvió el matador a repetir su juego, y otra vez clavó el estoque, haciendo estremecerse a la fiera.

—¡Dos! —cantaron en los tendidos burlescamente.

Repitió el intento de descabello, sin más resultado que un mugido de la fiera, dolorida por este martirio.

—¡Tres!…

Pero a este coro irónico de parte del público uniéronse silbidos y gritos de protesta. Pero ¿cuándo iba a acabar aquel maleta?…

Al fin acertó a tocar con la punta de su estoque el arranque de la médula espinal, centro de vida, y el toro cayó instantáneamente, quedando de lado y con las patas rígidas.

El espada se limpió el sudor y emprendió la vuelta hacia la presidencia con paso lento, respirando jadeante. Por fin veíase libre de aquel animal. Había creído no acabar nunca. El público le acogía a su paso con sarcasmo o con un silencio desdeñoso. Nadie aplaudía. Saludó al presidente en medio de la indiferencia general y fue a refugiarse tras la barrera, como un escolar avergonzado de sus faltas. Mientras Garabato le ofrecía un vaso de agua, el matador miró a los palcos, encontrándose con los ojos de doña Sol, que le habían seguido hasta su retiro. ¡Qué pensaría de él aquella mujer! ¡Cómo reiría en compañía de su amigo, viéndole insultado por el público!… ¡Qué maldita idea la de aquella señora de venir a la corrida!…

Permaneció entre barreras, evitándose toda fatiga hasta que soltasen el otro toro que había de matar. Le dolía la pierna herida por lo mucho que había corrido. Ya no era el mismo: lo reconocía. Resultaban inútiles sus arrogancias y su propósito de «arrimarse». Ni sus piernas eran ligeras y seguras como en otros tiempos, ni su brazo derecho tenía aquella audacia que le hacía tenderse sin miedo, deseoso de llegar cuanto antes al cuello del toro. Ahora se encogía, desobedeciendo su voluntad, con el instinto torpe de ciertos animales que se contraen y ocultan la cara, creyendo evitar de este modo el peligro.

Sus antiguas supersticiones aparecieron de pronto aterradoras y obsesionantes.

«Tengo mala pata —pensaba Gallardo—. Me da er corazón que el quinto toro me coge… ¡Me coge, no hay remedio!».

Sin embargo, cuando salió a la plaza el quinto toro, lo primero que encontró fue el capote de Gallardo. ¡Qué animal! Parecía distinto al que él había escogido en los corrales la tarde anterior. Seguramente habían cambiado el orden en la suelta de los toros. El temor seguía cantando en los oídos del torero: «¡Mala pata!… Me coge; hoy salgo del reondel con los pies pa alante…».

A pesar de esto, siguió toreando a la fiera y apartándola de los picadores en peligro. Al principio, sus lances pasaron en silencio. Luego, el público, ablandándose, le aplaudió débilmente.

Cuando llegó el momento de la muerte y Gallardo se plantó ante la fiera, todos parecieron adivinar la ofuscación de su pensamiento. Movíase desconcertado; bastaba que el toro agitase su cabeza, para que, tomando este gesto por un avance, echase los pies atrás, retrocediendo a grandes saltos, mientras el público saludaba estos conatos de fuga con un coro de burlas.

—¡Juy!, ¡juy!… ¡Que te coge!

De pronto, como si desease terminar de cualquier modo, se arrojó sobre la bestia con el estoque, pero oblicuamente, para salir cuanto antes del peligro. Una explosión de silbidos y voces. La espada sólo se había clavado unos centímetros, y después de cimbrearse en el cuello de la fiera, fue expelida por ésta a gran distancia.

Gallardo volvió a coger el estoque y se aproximó al toro. Fue a cuadrarse para entrar a matar, y la fiera le acometió en el mismo instante. Quiso huir, pero sus piernas ya no tenían la agilidad de otros tiempos. Fue alcanzado y rodó a impulsos del encontronazo. Acudieron en su auxilio, y Gallardo se levantó cubierto de tierra, con un gran rasguño en el dorso del calzón, por el que se escapaba la ropa blanca interior, una zapatilla menos y perdida la moña que adornaba su coleta.

Aquel mozo arrogante, que tanto había admirado al público con su elegancia, mostrábase lastimero y ridículo con su faldón al aire, descompuesto el pelo y la coleta caída y deshecha como un rabo triste.

Tendiéronse en torno de él misericordiosamente varios capotes para ayudarle y protegerle. Hasta los otros espadas, con generoso compañerismo, le preparaban el toro para que acabase con él rápidamente. Pero Gallardo parecía ciego y sordo; sólo veía al animal para echarse atrás a la más leve de sus acometidas, como si el reciente revolcón le hubiese enloquecido de miedo. No entendía lo que le decían los camaradas, y con el rostro intensamente pálido, frunciendo las cejas como para concentrar su atención, balbuceaba sin saber lo que decía:

—¡Fuera too er mundo! ¡Ejarme solo!

Mientras tanto, en su pensamiento seguía cantando el terror: «¡Hoy mueres! ¡Hoy es tu última cogida!».

El público adivinaba los pensamientos del espada en sus desacompasados movimientos.

—¡Le tiene asco al toro! ¡Le ha tomado miedo!…

Y hasta los más fervorosos partidarios de Gallardo callaban avergonzados, no pudiendo explicarse este suceso nunca visto.

La gente parecía gozarse en su terror, con la valentía intransigente del que se halla en lugar seguro. Otros, pensando en su dinero, gritaban contra este hombre que se dejaba arrastrar del instinto de conservación, defraudándolos en su placer. ¡Un robo!

Gentes soeces insultaban al espada con palabras de duda sobre su sexo. El odio hacía emerger y flotar, al través de muchos años de admiración, ciertos recuerdos de la infancia del torero olvidados hasta de él mismo. Hacían memoria de su vida nocturna con la pillería de la Alameda de Hércules. Se reían de sus calzones rotos y de las blancas ropas que se escapaban por el rasgón.

—¡Qué se te ve! —gritaban voces atipladas, con acento femenil.

Gallardo, protegido por las capas de los compañeros, aprovechaba todas las distracciones del toro para herirlo con su espada, sordo a la rechifla del público. Eran estocadas que apenas parecía sentir el animal. Su terror a ser cogido si alargaba el brazo le hacía quedarse lejos, hiriéndolo solamente con la punta de la espada.

Unos estoques se desprendían apenas hundidos en la carne; otros quedaban fijos en el hueso, pero descubiertos en su mayor parte, cimbreándose con los movimientos de la fiera. Iba ésta con la cabeza baja, siguiendo el contorno de la valla, mugiendo como de fastidio por el tormento inútil. Seguíala el espada con la muleta en la mano, deseoso de acabar y temeroso de exponerse, y tras él toda la tropa de ayudantes moviendo sus capotes, como si quisieran convencer al animal con el flameo de los trapos para que doblara las piernas y se acostase. El paso del toro por cerca de la barrera, con su hocico babeante y el cuello erizado de espadas, provocaba una explosión de burlas e insultos.

—¡Es la Dolorosa! —decían.

Otros comparaban al animal con un acerico lleno de alfileres.

—¡Ladrón! ¡Mal torero!

Algunos, más soeces, persistían en sus injurias al sexo de Gallardo, cambiándole de nombre.

—¡Juanita! ¡No te pierdas!

Había transcurrido mucho tiempo, y una parte del público, deseando descargar su furia contra alguien más que el torero, se volvió hacia el palco presidencial… ¡Señor presidente! ¿Hasta cuándo iba a durar este escándalo?

El presidente hizo un gesto que acalló las protestas y dio una orden. Se vio correr a un alguacilillo, con su teja emplumada y el ferreruelo flotante, por detrás de la barrera, hasta llegar cerca de donde estaba el toro. Allí, dirigiéndose a Gallardo, avanzó una mano cerrada con el índice en alto. El público aplaudió. Era el primer aviso. Si antes del tercero no había matado el toro, éste sería devuelto al corral, quedando el espada bajo el peso de la mayor deshonra.

Gallardo, como si despertase de su sonambulismo, aterrado por esta amenaza, puso horizontal el estoque y se arrojó sobre el toro. Una estocada más, que no penetró gran cosa en el cuerpo de la fiera.

El espada dejaba pender sus brazos con desaliento. ¡Pero aquel bicho era inmortal!… Las estocadas no le causaban mella. Parecía que no iba a caer nunca.

La inutilidad del último golpe enfureció al público. Todos se ponían de pie. Los silbidos eran ensordecedores, obligando a las mujeres a taparse los oídos. Muchos braceaban, echando el cuerpo adelante, como si quisieran arrojarse a la plaza. Caían en la arena naranjas, mendrugos de pan, cojines de asiento, como veloces proyectiles destinados al matador. De los tendidos de sol salían voces estentóreas, rugidos semejantes a los de una sirena de vapor, que parecía imposible fuesen producto de una garganta humana. Sonaba de vez en cuando un escandaloso cencerro con toques de rebato. Cerca de los toriles, un nutrido coro entonaba el gorigori de los difuntos.

Muchos volvíanse hacia la presidencia. ¿Para cuándo el segundo aviso? Gallardo limpiábase el sudor con un pañuelo, mirando a todas partes, como extrañado de la injusticia del público, y haciendo responsable al toro de cuanto ocurría. En estos momentos se fijó en el palco de doña Sol. Ésta volvía la espalda para no ver el redondel: tal vez le tenía lástima, tal vez estaba avergonzada de sus condescendencias en el pasado.

Otra vez se arrojó a matar, y muy pocos pudieron ver lo que hacía, pues le ocultaban las capas abiertas incesantemente en torno de él… Cayó el toro, arrojando por la boca un caño de sangre.

¡Al fin!… El público se aquietó, cesando de manotear, pero continuaron los gritos y silbidos. El animal fue rematado por el puntillero; le arrancaron las espadas, quedó enganchado por el testuz al tiro de mulillas y lo sacaron a rastras del redondel, dejando una ancha faja de tierra apisonada y regueros de sangre, que los mozos borraron con golpes de rastrillo y espuertas de arena.

Gallardo se ocultó entre barreras, huyendo de la protesta injuriosa que levantaba su presencia. Allí permaneció, cansado y jadeante, con una pierna dolorida, sintiendo en medio de su desaliento la satisfacción de verse libre del peligro. No había muerto en los cuernos de la fiera… pero lo debía a su prudencia. ¡Ah, el público! ¡Muchedumbre de asesinos que ansían la muerte de un hombre, como si sólo ellos amasen la vida y tuvieran una familia!…

La salida de la plaza fue triste, al través del gentío que ocupaba los alrededores del circo, de los carruajes y automóviles, de las largas filas de tranvías.

Rodaba el coche de Gallardo con lento paso, para no atropellar a los grupos de espectadores que salían de la plaza. Éstos se apartaban ante las mulas, pero al reconocer al espada parecían arrepentidos de su amabilidad.

Gallardo adivinaba en el movimiento de sus labios tremendas injurias. Pasaban junto al coche otros carruajes ocupados por hermosas mujeres con mantillas blancas. Unas volvían la cabeza, como para no ver al torero; otras le miraban con ojos de desconsoladora conmiseración.

El espada achicábase, como si quisiera pasar inadvertido; se ocultaba detrás de la corpulencia del Nacional, ceñudo y silencioso.

Un grupo de muchachos rompió a silbar siguiendo el carruaje. Muchos de los que estaban de pie en las aceras les imitaron, creyendo vengarse así de su pobreza, que les había obligado a permanecer toda una tarde fuera de la plaza con la esperanza de ver algo. La noticia del fracaso de Gallardo había circulado entre ellos, y le insultaban, contentos de humillar a un hombre que ganaba enormes riquezas.

Esta protesta sacó al espada de su resignado mutismo.

—¡Mardita sea!… Pero ¿por qué sirban? ¿Han estao acaso en la corría?… ¿Les ha costao el dinero?…

Una piedra dio contra una rueda del coche. La pillería vociferaba junto al estribo; pero llegaron dos guardias a caballo y deshicieron la manifestación, escoltando después por todo lo alto de la calle de Alcalá al famoso Juan Gallardo… «el primer hombre del mundo».