Al llegar Semana Santa, Gallardo dio una gran alegría a su madre.
En años anteriores salía el espada en la procesión de la parroquia de San Lorenzo, como devoto de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, vistiendo túnica negra de alta caperuza con una máscara que sólo dejaba visible los ojos.
Era la cofradía de los señores, y el torero, al verse camino de la fortuna, ingresó en ella, huyendo de las cofradías populares, en las que la devoción iba acompañada de embriaguez y escándalo.
Gallardo hablaba con orgullo de la seriedad de esta asociación religiosa. Todo puntual y bien disciplinado, lo mismo que en el ejército. Cuando, en la noche del Jueves Santo, el reloj de San Lorenzo daba el segundo golpe de las dos de la madrugada, abríanse instantáneamente las puertas y aparecía ante los ojos de la muchedumbre agolpada en la obscuridad de la plaza todo el interior del templo lleno de luces y con la cofradía formada.
Los negros encapuchados, silenciosos y lúgubres, sin otra vida que el brillo de los ojos al través de la sombría máscara, avanzaban de dos en dos con lento paso, guardando un ancho espacio entre pareja y pareja, empuñando el hachón de lívida llama y arrastrando por el suelo la larga cola de sus túnicas.
La multitud, con esa impresionabilidad fácil de los pueblos meridionales, contemplaba absorta el paso de los encapuchados, a los que llamaba «nazarenos», máscaras misteriosas que eran tal vez grandes señores, llevados por la devoción tradicional a figurar en este desfile nocturno que acababa luego de salido el sol.
Era una cofradía de silencio. Los «nazarenos» no podían hablar, y marchaban escoltados por guardias municipales, cuidadosos de que los importunos no se llegasen a ellos para molestarles. Abundaban los borrachos en la multitud. Vagaban por las calles devotos incansables que, en memoria de la Pasión del Señor, comenzaban a pasear su religiosidad de taberna en taberna el Miércoles Santo, y no terminaban sus estaciones hasta el sábado, en que los recogían definitivamente, después de haber dado innumerables caídas en todas las callejuelas, que eran para ellos otras tantas calles de Amargura.
Cuando los cofrades, obligados al silencio bajo pena de pecado, marchaban solos en la procesión, estos impíos, a quienes el vino quitaba todo escrúpulo moral, colocábanse junto a ellos, murmurando en sus oídos las más atroces injurias contra sus incógnitas personas y contra sus familias, que no conocían. El «nazareno» callaba y sufría, devorando los insultos y ofreciéndolos como un sacrificio al Señor del Gran Poder. Pero el moscón, enardecido por esta mansedumbre, redoblaba su zumbido injurioso; hasta que al fin la sagrada máscara pensaba que, aunque el silencio era obligatorio, no lo era la acción, y sin hablar palabra levantaba el cirio, dando con él varios golpes al borracho que turbaba el santo recogimiento de la ceremonia.
En el curso de la procesión, cuando los portadores de los «pasos» necesitaban descanso y quedaban inmóviles las pesadas plataformas de las imágenes cargadas de faroles, bastaba un leve siseo para que los encapuchados se detuviesen, permaneciendo las parejas frente a frente, con el blandón apoyado en un pie, mirando al gentío con sus ojos misteriosos al través del antifaz. Eran tétricos personajes escapados de un auto de fe, mascarones cuyas colas negras parecían esparcir en su arrastre perfumes de incienso y hedor de hoguera. Sonaban los lamentos de cobre de las largas trompetas, rasgando el silencio de la noche. Sobre las puntas de las caperuzas movíanse con la brisa los pendoncillos de la cofradía, rectángulos de terciopelo negro con franjas de oro y bordado en ellos el anagrama romano S. P. Q. R., para recordar la intervención del Procurador de Judea en la muerte del Justo.
Avanzaba el «paso» de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, una pesada plataforma de labrado metal, con faldas de terciopelo negro que rozaban el suelo, ocultando los pies de los veinte hombres sudorosos y casi desnudos que marchaban debajo sosteniéndola. Cuatro grupos de faroles con ángeles de oro brillaban en los ángulos, y en su centro encogíase Jesús, un Jesús trágico, doloroso, sanguinolento, coronado de espinas, agobiado bajo el peso de la cruz, la faz cadavérica y los ojos lacrimosos, vestido con amplia túnica de terciopelo cubierta de flores de oro, hasta el punto de que la rica tela apenas se distinguía como débil arabesco entre las complicadas revueltas del bordado.
La presencia del Señor del Gran Poder provocaba un suspiro de centenares de pechos.
—¡Pare Josú! —murmuraban las viejas, fijos los ojos en la imagen con hipnótica inmovilidad—. ¡Señó der Gran Poer! ¡Acuérdate de nosotros!
Deteníase el «paso» en mitad de la plaza, con su escolta de inquisitoriales encapuchados, y la devoción del pueblo andaluz, que confía al canto todos los estados de su alma, saludaba a la imagen con trinos de pájaro y lamentos interminables.
Una voz infantil de temblona dulzura cortaba el silencio. Era una mozuela que, avanzando entre la muchedumbre hasta colocarse en primera fila, lanzaba una «saeta» a Jesús. Los tres versos del canto eran para el Señor del Gran Poder, «la escultura más divina», y para el escultor Montañés, compañero de los grandes artistas españoles de la edad de oro.
Esta «saeta» equivalía al primer tiro de un combate, que desata un estallido interminable de explosiones. Aún no había acabado, y ya comenzaba a sonar otra en diverso sitio, y otra y otra, como si la plaza fuese una gran jaula de pájaros locos que, al despertar con la voz de un compañero, se lanzasen todos a cantar a la vez, en confuso desorden. Las voces de varón, graves y roncas, unían su sombrío tono a los gorgoritos femeniles. Todos cantaban con los ojos fijos en la imagen, como si estuviesen solos ante ella, olvidados de la muchedumbre que los rodeaba, sordos a las otras voces, sin perderse ni vacilar en los complicados gorjeos de la «saeta», que cortaban y confundían desarmónicamente las vocalizaciones de los demás. Escuchaban inmóviles los encapuchados, mirando a Jesús, que acogía estos trinos sin dejar de lagrimear bajo el peso del madero y el punzante dolor de las espinas; hasta que el conductor del «paso», dando por terminada la detención, golpeaba un timbre de plata en la delantera de la plataforma. «¡Arriba!». El Señor del Gran Poder, tras algunos vaivenes, se hacía más alto, y comenzaban a moverse como tentáculos, a ras del suelo, los pies de los invisibles portadores.
—¡Ah!, ¿eres tú? —dijo el espada—. Aspérate, que voy a sortá la última.
Y todavía repitió varias veces la incompleta canción en honor de su valentía, hasta que al fin se decidió a entrar en la casa.
No sentía deseos de acostarse. Adivinando su estado retardaba el momento de subir a la habitación, donde le aguardaba Carmen, tal vez despierta.
—Ve a dormir, Garabato. Yo tengo que hasé muchas cosas.
No sabía cuáles eran, pero le atraía su despacho, con todo aquel decorado de arrogantes retratos, moñas arrancadas a los toros y carteles que pregonaban su fama.
Cuando se inflamaron los globos de luz eléctrica y se alejó el criado, Gallardo quedó en el centro del despacho, vacilante sobre sus piernas, paseando por las paredes una mirada de admiración, como si contemplase por primera vez este museo de gloria.
—Mu bien… ¡pero que mu bien! —murmuraba—. Ese güen mozo soy yo… y ese otro también… ¡y toos!… ¡Y aún hay quien dise de mí!… ¡Mardita sea!… Yo soy el primé hombre der mundo. Don José lo dise, y dise la verdá.
Arrojó su sombrero sobre el diván, como si se despojase de una corona de gloria que abrumaba su frente, y tambaleándose fue a apoyar las manos en el escritorio, quedando con la mirada fija en la enorme cabeza de toro que adornaba la pared del fondo del despacho.
—¡Hola! ¡Güenas noches, mozo güeno!… ¿Qué pintas tú aquí?… ¡Muuú!, ¡muuú!
Lo saludaba con mugidos, imitando infantilmente el bramar de los toros en la dehesa y en la plaza. No lo reconocía; no podía acordarse de por qué estaba allí la peluda cabeza con sus cuernos amenazadores. Poco a poco fue haciendo memoria.
—Te conosco, gachó… Me acuerdo de lo que me hiciste rabiá aquella tarde. La gente silbaba, me tiraban boteyas… hasta le fartaron a mi probe mare, ¡y tú tan contento!… ¡Cómo te divertirías, ¿he?, sinvergüensón!…
Su mirada de ebrio creyó ver temblar con estremecimiento de risa el brillo del hocico barnizado y la luz de los ojos de cristal. Hasta se imaginó que el cornúpeto movía el testuz, asintiendo a esta pregunta con una ondulación de su cuello colgante.
El borracho, hasta entonces sonriente y bonachón, sintió nacer su cólera con el recuerdo de aquella tarde de desgracia. ¿Y aún se reía aquel mal bicho?… Estos toros de perversa intención, marrulleros y reflexivos, que parecían burlarse del lidiador, eran los que tenían la culpa de que un hombre de bien fuese insultado y se viera en ridículo. ¡Ay, cómo los odiaba Gallardo! ¡Qué mirada de odio la suya al fijarla en los ojos de cristal de la cornuda cabeza!…
—¿Aún te ríes, hijo de perra? ¡Mardito seas, guasón! ¡Mardita la vaca que te parió y el ladrón de tu amo que te dio hierba en la dehesa! ¡Ojalá esté en presidio!… ¿Aún te ríes?, ¿aún me haces muecas?
A impulsos de su rabia, tendió el busto sobre la mesa, avanzando los brazos y abriendo los cajones. Después se irguió, levantando una mano hacia el cornudo testuz.
¡Pum!, ¡pum!… Dos tiros de revólver.
Saltó un globo de vidrio en menudos fragmentos de la cuenca de un ojo, y en la frente de la bestia se abrió un agujero redondo y negro entre pelos chamuscados.