IV

Una gran satisfacción para su vanidad vino a unirse a los numerosos motivos que hacían que Gallardo sintiérase orgulloso de su persona.

Cuando hablaba con el marqués de Moraima contemplábalo con un cariño casi filial. Aquel señor vestido como un hombre del campo, rudo centauro de zajones y fuerte garrocha, era un ilustre personaje que podía cubrirse el pecho de bandas y cruces y vestir en el palacio de los reyes una casaca llena de bordados con una llave de oro cosida a un faldón. Sus más remotos ascendientes habían llegado a Sevilla con el monarca que expulsó a los moros, recibiendo como premio de sus hazañas inmensos territorios quitados al enemigo, restos de los cuales eran las vastas llanuras en las que pacían actualmente los toros del marqués. Sus abuelos más próximos habían sido amigos y consejeros de los monarcas, gastando en el fausto de la corte una gran porción de su patrimonio. Y este gran señor bondadoso y franco, que guardaba en la llaneza de su vida campesina la distinción de su ilustre ascendencia, era para Gallardo algo así como un pariente próximo.

El hijo del remendón enorgullecíase lo mismo que si hubiese entrado a formar parte de la noble familia. El marqués de Moraima era su tío; y aunque no pudiera confesarlo públicamente ni el parentesco fuese legítimo, consolábase pensando en el dominio que ejercía él sobre una hembra de la familia, gracias a unos amoríos que parecían reírse de todas las leyes y prejuicios de raza. Primos suyos eran también, y parientes en grado más o menos cercano, todos aquellos señoritos que antes le acogían con la familiaridad un tanto desdeñosa con que los aficionados de rango hablan a los toreros, y a los que ahora comenzaba él a tratar como si fuesen sus iguales.

Acostumbrado a que doña Sol hablase de ellos con la familiaridad del parentesco, Gallardo creía vejatorio para su persona no tratarlos con igual confianza.

Su vida y sus costumbres habían cambiado. Entraba poco en los cafés de la calle de las Sierpes, donde se reunían los aficionados. Eran buenas gentes, sencillas y entusiastas, pero de poca importancia: pequeños comerciantes, obreros que se habían convertido en patronos, modestos empleados, vagos sin profesión que vivían milagrosamente de ocultos expedientes, sin otro oficio conocido que hablar de toros.

Pasaba Gallardo ante los ventanales de los cafés, saludando a sus entusiastas, que le respondían con grandes manoteos para que entrase. «Ahora güervo». Y no volvía, pues se metía en una sociedad de la misma calle, un club aristocrático, con domésticos de calzón corto, imponente decoración gótica y servicios de plata sobre la mesa.

El hijo de la señora Angustias conmovíase con una sensación de vanidad cada vez que pasaba entre los criados, erguidos militarmente dentro de sus fracs negros, y un servidor imponente como un magistrado, con cadena de plata al cuello, pretendía tomarle el sombrero y el bastón. Daba gusto rozarse con tanta gente distinguida. Los jóvenes, hundidos en altos sitiales de drama romántico, hablaban de caballos y mujeres y llevaban la cuenta de cuantos desafíos se realizaban en España, pues todos eran hombres de honor quisquilloso y obligatoria valentía. En un salón interior se tiraba a las armas; en otro se jugaba desde las primeras horas de la tarde hasta después de salido el sol. Toleraban a Gallardo como una originalidad del club, porque era torero «decente», vestía bien, gastaba dinero y tenía buenas relaciones.

—Es muy ilustrado —decían los socios con gran aplomo, reconociendo que sabía tanto como ellos.

La personalidad de don José el apoderado, simpática y bien emparentada, servía de garantía al torero en esta nueva existencia. Además, Gallardo, con su malicia de antiguo chicuelo de la calle, sabía hacerse querer de esta juventud brillante, en la que encontraba los parientes a docenas.

Jugaba mucho. Era el medio mejor para estar en contacto con su nueva familia, estrechando las relaciones. Jugaba y perdía, con la mala suerte de un hombre afortunado en otras empresas. Pasaba las noches en la «sala del crimen», como llamaban a la pieza del juego, y rara vez conseguía ganar. Su mala suerte era motivo de vanidad para el club.

—Anoche llevó paliza el Gallardo —decían los socios—. Lo menos perdió once mil pesetas.

A este prestigio de «punto» de fuerza, así como la serenidad con que abandonaba el dinero, hacía que le respetasen sus nuevos amigos, viendo en él un firme sostenedor del juego de la sociedad.

La nueva pasión se apoderó rápidamente del espada. Domináronle las emociones del juego, hasta el punto de hacerle olvidar algunas veces a la gran señora, que era para él lo más interesante del mundo. ¡Jugar con lo mejor de Sevilla! ¡Verse tratado como un igual por los señoritos, con la fraternidad que crean los préstamos de dinero y las emociones comunes!… Una noche se desprendió de golpe sobre la mesa verde una gran lámpara de globos eléctricos que iluminaba la pieza. Hubo obscuridad y barullo, pero en esta confusión sonó imperiosa la voz de Gallardo.

—¡Carma, señores! Aquí no ha pasao na. Continúa la partida. Que traigan velas.

Y la partida continuó, admirándole los compañeros de juego por su enérgica oratoria más aún que por los toros que mataba.

Los amigos del apoderado preguntábanle sobre las pérdidas de Gallardo. Se iba a arruinar; lo que ganaba en los toros se lo comería el juego. Pero don José sonreía desdeñoso, pluralizando la gloria de su matador.

—Para este año tenemos más corridas que nadie. Nos vamos a cansar de matar toros y ganar dinero… Dejad que el niño se divierta. Para eso trabaja y es quien es… ¡El primer hombre del mundo!

Consideraba don José como una gloria más de su ídolo el que la gente admirase la serenidad con que perdía el dinero. Un matador no podía ser igual a los demás hombres, que andan a vueltas con los céntimos. Por algo ganaba lo que quería.

Además, satisfacíale como un triunfo propio, como algo que era obra suya, el verle metido en un Círculo donde no todos podían entrar.

—Es el hombre del día —decía con aire agresivo a los que criticaban las nuevas costumbres de Gallardo—. No va con granujas ni se mete en tabernas, como otros matadores. ¿Y qué hay con eso? Es el torero de la aristocracia, porque quiere y puede… Lo demás son envidias.

En su nueva existencia, Gallardo no sólo frecuentaba el club, sino que algunas tardes se metía en la sociedad de los Cuarenta y cinco. Era a modo de un Senado de la tauromaquia. Los toreros no encontraban fácil acceso en sus salones, quedando así en libertad los respetables próceres de la afición para emitir sus doctrinas.

Durante la primavera y el verano reuníanse los Cuarenta y cinco en el vestíbulo de la sociedad y parte de la calle, sentados en sillones de junco, a esperar los telegramas de las corridas. Creían poco en las opiniones de la prensa; además, necesitaban conocer las noticias antes de que saliesen en los periódicos. Llegaban a la caída de la tarde telegramas de todos los lugares de la Península donde se había celebrado corrida, y los socios, luego de escuchar su lectura con religiosa gravedad, discutían, levantando suposiciones sobre el laconismo telegráfico.

Era una función que les llenaba de orgullo, elevándolos sobre los demás mortales, esta de permanecer tranquilamente sentados a la puerta de la sociedad tomando el fresco y saber de una manera cierta, sin exageraciones interesadas, lo que había ocurrido aquella tarde en la Plaza de Toros de Bilbao, en la de la Coruña, la de Barcelona o la de Valencia, las orejas que había alcanzado un matador, las silbas que se había llevado otro, mientras sus conciudadanos vivían en la más triste de las ignorancias y paseaban por las calles teniendo que aguardar la noche con la salida de los periódicos. Cuando «había hule» y llegaba un telegrama anunciando la terrible cogida de un torero de la tierra, la emoción y la solidaridad patriótica ablandaban a los respetables senadores, hasta el punto de participar a cualquier transeúnte amigo el importante secreto. La noticia circulaba instantáneamente por los cafés de la calle de las Sierpes, y nadie la ponía en duda. Era un telegrama recibido en los Cuarenta y cinco.

El apoderado de Gallardo, con su entusiasmo agresivo y ruidoso, turbaba la gravedad social; pero le toleraban por ser antiguo amigo, y acababan riendo de «sus cosas». Les era imposible a aquellas personas sesudas discutir tranquilamente con don José sobre el mérito de los toreros. Muchas veces, al hablar de Gallardo, «un chico valiente pero con poco arte», miraban temerosos hacia la puerta.

—Que viene Pepe —decían, y la conversación quedaba rota.

Entraba Pepe agitando sobre su cabeza el papel de un telegrama.

—¿Tienen ustedes noticias de Santander?… Aquí están: Gallardo, dos estocadas dos toros, y en el segundo la oreja. Nada; lo que yo digo: ¡el primer hombre del mundo!

El telegrama de los Cuarenta y cinco era distinto muchas veces, pero el apoderado apenas pasaba por él una mirada de desprecio, estallando en ruidosa protesta.

—¡Mentira! ¡Todo envidia! Mi papel es el que vale. Aquí lo que hay es rabia porque mi niño quita muchos moños.

Y los socios acababan riendo de don José, llevándose un dedo a la frente para indicarle su locura, bromeando sobre el primer hombre del mundo y su gracioso apoderado.

Poco a poco, como inaudito privilegio, consiguió introducir a Gallardo en la sociedad. Llegaba el torero con el pretexto de buscar a su apoderado, y acababa sentándose entre aquellos señores, muchos de los cuales no eran amigos suyos y habían escogido «su matador» entre los espadas rivales.

La decoración de la casa social tenía «carácter», como decía don José: altos zócalos de azulejos árabes, y en las paredes, de inmaculada nitidez, vistosos carteles anunciadores de antiguas corridas, cabezas disecadas de toros famosos por el número de caballos que mataron o por haber herido a un torero célebre, capotes de lujo y estoques regalados por ciertos espadas al «cortarse la coleta» retirándose de la profesión.

Los criados, vestidos de frac, servían a los señores en trajes de campo o despechugados durante las calurosas tardes de verano. En Semana Santa y otras grandes fiestas de Sevilla, cuando ilustres aficionados de toda España se presentaban a saludar a los Cuarenta y cinco, la servidumbre iba de calzón corto y peluca blanca, con librea roja y amarilla. De esta guisa, como lacayos de casa real, servían las bateas de manzanilla a los ricos señores, algunos de los cuales habían suprimido la corbata.

Por las tardes, al presentarse el decano, el ilustre marqués de Moraima, los socios formaban círculo en profundos sillones, y el famoso ganadero ocupaba un asiento más alto que los otros, a modo de trono, desde el cual presidía la conversación. Comenzaban siempre hablando del tiempo. Eran en su mayor parte ganaderos y ricos labradores, que vivían pendientes de las necesidades de la tierra y las variaciones del cielo. El marqués exponía las observaciones de su sabiduría, adquirida en interminables cabalgadas por la llanura andaluza, desierta, inmensa, de dilatados horizontes, como un mar de tierra, en el que eran los toros a modo de adormecidos tiburones que marchaban lentamente entre las oleadas de hierbajos. Siempre veía en la calle, al dirigirse al Círculo, un papelito movido por el viento, y esto le servía de base para sus predicciones. La sequía, cruel calamidad de las llanuras andaluzas, les hacía discurrir tardes enteras; y cuando, después de largas semanas de expectación, el cielo encapotado soltaba algunas gotas gruesas y calientes, los grandes señores campesinos sonreían gozosos, frotándose las manos, y el marqués decía sentenciosamente, mirando los anchos redondeles que mojaban la acera:

—¡La gloria e Dió!… Ca gota de esas es una monea de sinco duros.

Cuando el tiempo no les preocupaba, eran las reses el objeto de su conversación, y especialmente los toros, de los que hablaban con ternura, como si estuviesen ligados a ellos por un parentesco de raza. Los ganaderos escuchaban con respeto las opiniones del marqués, reconociendo el prestigio de su fortuna superior. Los simples aficionados que no salían de la ciudad admiraban su pericia de criador de reses bravas. ¡Lo que sabía aquel hombre!… Mostrábase convencido de la grandeza de sus funciones al hablar de los cuidados que exigen los toros. De cada diez becerros, ocho o nueve eran destinados a la carne, luego de tentarlos para apreciar su fiereza. Sólo uno o dos que se mostraban ante el hierro de la garrocha bravucones y acometedores pasaban a ser considerados como animales de lidia, viviendo aparte, con toda clase de cuidados. ¡Y qué cuidados!…

—Una ganaería de toros bravos —decía el marqués— no debe ser negosio. Es un lujo. Le dan a uno por un toro de corrías cuatro o sinco veses más que por un buey de carnicería… ¡pero lo que cuesta!

Había que cuidarlo a todas horas, preocuparse de los pastos y las aguas, trasladarlo de un sitio a otro con los cambios de temperatura.

Cada toro costaba más que el mantenimiento de una familia. Y cuando estaba ya en sazón, había que cuidarlo hasta el último momento, para que no se desgraciase y se presentara en el redondel honrando la divisa de la ganadería que ondeaba en su cuello.

El marqués, en ciertas plazas, había llegado a pelearse con empresarios y autoridades, negándose a dar sus reses porque la banda de música estaba colocada sobre los toriles. El ruido de los instrumentos aturdía a los nobles animales, quitándoles bravura y serenidad cuando salían a la plaza.

—Son lo mismo que nosotros —decía con ternura—. Sólo les farta el habla… ¡Qué digo como nosotros! Los hay que valen más que una persona.

Y hablaba de Lobito, un toro viejo, un cabestro, asegurando que no lo vendería aunque le diesen por él Sevilla entera con su Giralda. Apenas llegaba galopando por las vastas dehesas a la vista de la torada en que vivía esta joya, bastábale un grito para llamar su atención. «¡Lobito!…». Y Lobito, abandonando a sus compañeros, venía al encuentro del marqués, mojando con su hocico bondadoso las botas del jinete, y eso que era un animal de gran poder y le tenían miedo los demás de la torada.

Desmontábase el ganadero, y sacando de las alforjas un pedazo de chocolate, se lo daba a Lobito, que movía agradecido el testuz, armado de unos cuernos descomunales. Con un brazo apoyado en el cuello del cabestro, avanzaba el marqués, metiéndose tranquilamente en el grupo de toros, que se agitaban inquietos y feroces por la presencia del hombre. No había cuidado. Lobito marchaba como un perro, cubriendo al amo con su cuerpo, y miraba a todas partes, queriendo imponer respeto a los compañeros con sus ojos inflamados. Si alguno, más audaz, se acercaba a olisquear al marqués, encontrábase con los amenazantes cuernos del cabestro. Si varios se unían con pesada torpeza, impidiéndoles el paso, Lobito metía entre ellos el armado testuz, abriéndose calle.

Un gesto de entusiasmo y de ternura conmovía los labios afeitados del marqués y las blancas patillas al recordar los altos hechos de algunos animales salidos de sus dehesas.

—¡El toro!… ¡El animá más noble der mundo! Si los hombres se le paresiesen, mejor andaría too. Ahí tienen ustés al pobre Coronel. ¿Se acuerdan de aquella alhaja?

Y señalaba una gran fotografía con lujoso marco, que le representaba a él en traje de monte, mucho más joven, rodeado de varias niñas vestidas de blanco, y sentados todos en el centro de una pradera sobre un montón negruzco, a un extremo del cual se destacaban unos cuernos. Este banco obscuro e informe, de agudo dorso, era Coronel. Grandote y bravucón para los compañeros de torada, mostrábase de una servidumbre cariñosa con el amo y su familia. Era como esos mastines feroces con los extraños, a los cuales los niños de la casa tiran de la cola y las orejas, aguantando con ronquidos de bondad todas sus diabluras. El marqués llevaba junto a él a sus hijas, que eran de corta edad, y el animal olisqueaba las blancas faldillas de las pequeñas, agarradas temerosamente a las piernas de su padre, hasta que, con la repentina audacia de la niñez, acababan rascándole el hocico. «¡Echate, CoronelCoronel descansaba sobre sus patas dobladas, y la familia sentábase en sus costillares, agitados por el ru-ru de fuelle de su poderosa respiración…

Un día, después de muchas vacilaciones, lo vendió el marqués para la plaza de Pamplona, y asistió a la corrida. El de Moraima conmovíase recordando el suceso; sus ojos se ponían mates con el empañamiento de la emoción. No había visto en su vida toro como aquel. Salió a la arena guapamente y se quedó plantado en mitad de ella, con el asombro de la luz después de la lobreguez del toril y del bullicio de miles de personas luego del silencio de los corrales. Pero así que le pinchó un picador, pareció llenar la plaza entera con su grandiosa bravura.

—No hubo para él ni hombres, ni cabayos, ni na. En un momento tumbó toos los jamelgos, enviando por el aire a los piqueros. Los peones corrían; la plaza era un herraero. El público pedía más cabayos, y Coronel, en los medios, esperaba que se acercase alguien, pa yevárselo por delante. No se verá na como aquéyo, de nobleza y de poer. Bastaba que lo citasen pa que acudiese, entrando con una nobleza y un arranque que gorvía loco al público. Cuando tocaron a matar, con catorce puyazos que yevaba en el cuerpo y las banderiyas completas, estaba tan guapo y tan valiente como si no hubiese salió de la dehesa. Entonces…