En las noches de invierno, cuando Gallardo no estaba en La Rinconada, reuníanse una tertulia de amigos en el comedor de su casa luego de cenar.
Llegaban de los primeros el talabartero y su mujer, que tenían siempre dos de sus hijos en casa del espada. Carmen, como si quisiera olvidar su esterilidad y la molestase el silencio de la gran casa, retenía junto a ella a los hijos menores de su cuñada. Éstos, por cariño espontáneo y por indicaciones de sus padres, acariciaban a todas horas con besos y arrullos gatunos a la hermosa tía y al tío generoso y popular.
Encarnación, tan gruesa como su madre, con el vientre flácido por la incesante procreación y la boca un poco bigotuda al entrar en años, sonreía servilmente a su cuñada, lamentando las molestias que la daban los niños.
Pero antes de que Carmen pudiese hablar, intervenía el talabartero.
—Déjalos, mujer. ¡Quieren tanto a sus tíos! La pequeña no puede vivir sin su tiíta Carmen…
Y los dos sobrinos permanecían allí como en su propia casa, adivinando en su malicia infantil lo que de ellos esperaban sus padres, extremando las caricias y mimos con aquellos parientes ricos, de los que oían hablar a todos con respeto. Así que acababa la cena, besaban la mano a la señora Angustias y a sus padres y se arrojaban al cuello de Gallardo y su mujer, saliendo del comedor para ir a la cama.
La abuela ocupaba un sillón en la cabecera de la mesa. Cuando el espada tenía convidados, gentes casi siempre de cierta posición social, la buena mujer resistíase a sentarse en el sitio de honor.
—No —protestaba Gallardo—. La mamita en la presidensia. Siéntese ahí, mamá, o no comemos.
Y la conducía de un brazo, acariciándola con extremos amorosos, como si quisiera resarcirla de los años de infancia vagabunda que habían sido su tormento.
Cuando por las noches llegaba el Nacional a pasar un rato en casa del maestro, como si esta visita fuese un deber de subordinación, la tertulia parecía animarse. Gallardo, vistiendo rica zamarra, como un señor del campo, la cabeza descubierta y la coleta alisada hasta cerca de la frente, recibía a su banderillero con zumbona amabilidad. ¿Qué decían los de la afición? ¿Qué mentiras circulaban?… ¿Cómo marchaba «eso» de la República?
—Garabato, dale a Sebastián una copa de vino.
Pero Sebastián el Nacional repelía el obsequio. Nada de vino; él no bebía. El vino era el culpable del atraso de la clase jornalera. Y toda la tertulia, al oír esto, rompía a reír, como si hubiese dicho algo graciosísimo que estaba esperando. Comenzaba el banderillero a soltar de las suyas.
El único que permanecía silencioso, con ojos hostiles, era el talabartero. Odiaba al Nacional, viendo en él a un enemigo. También éste era prolífico en su fidelidad de hombre de bien, y un enjambre de chicuelos movíase en la tabernilla en torno de las faldas de la madre. Los dos más pequeños habían sido apadrinados por Gallardo y su mujer, uniéndose el espada y el banderillero con parentesco de compadres. ¡Hipócrita! Traía a la casa todos los domingos a los dos ahijados, con sus mejores ropitas, para que besasen la mano a los padrinos, y el talabartero palidecía de indignación cada vez que los hijos del Nacional recibían un regalo. Venían a robar a los suyos. Tal vez hasta soñaba el banderillero con que una parte de la fortuna del espada pudiera llegar a manos de los ahijados. ¡Ladrón! ¡Un hombre que no era de la familia!…
Cuando no acogía las palabras del Nacional con un silencio hostil y miradas de odio, intentaba zaherirle, mostrándose partidario del inmediato fusilamiento de todos los que propalan paparruchas entre el pueblo y son un peligro para las gentes de bien.
El Nacional tenía diez años más que su maestro. Cuando éste comenzaba a lidiar en las capeas, ya era él banderillero en cuadrillas de cartel y había venido de América, luego de matar toros en la plaza de Lima. Al comenzar su carrera gozó de cierta popularidad, por ser joven y ágil. También él había figurado por unos días como «el torero del porvenir», y la afición sevillana, puestos los ojos en su persona, esperaba que eclipsase a los matadores de otras tierras. Pero esto duró poco. Al volver de su viaje con el prestigio de nebulosas y lejanas hazañas, se agolpó la muchedumbre en la Plaza de Toros de Sevilla para verle matar. Miles de personas se quedaron sin entrada. Pero en este momento de prueba definitiva «le faltó el corazón», como decían los aficionados. Clavaba las banderillas con aplomo, como un trabajador concienzudo y serio que cumple su deber; pero al entrar a matar, el instinto de conservación, más fuerte que su voluntad, le mantenía a gran distancia del toro, sin emplear las ventajas de su estatura y su fuerte brazo.
El Nacional renunció a las más altas glorias de la tauromaquia. Banderillero nada más. Se resignaba a ser un jornalero de su arte, sirviendo a otros más jóvenes, para ganar un pobre sueldo de peón con que mantener a la familia y hacer ahorrillos que le permitiesen establecer una pequeña industria. Su bondad y sus honradas costumbres eran proverbiales entre la gente de coleta. La mujer de su matador le quería mucho, viendo en él una especie de ángel custodio para la fidelidad de su marido. Cuando en verano, Gallardo, con toda su gente, iba a un café cantante en alguna capital de provincia, ganoso de juerga y alegría luego de despachar los toros de varias corridas, el Nacional permanecía mudo y grave entre las cantaoras de bata vaporosa y boca pintada, como un padre del desierto en medio de las cortesanas de Alejandría.
No se escandalizaba, pero poníase triste pensando en su mujer y en los chiquillos que le aguardaban en Sevilla. Todos los defectos y corrupciones del mundo eran para él producto de la falta de instrucción. De seguro que aquellas pobres mujeres no sabían leer ni escribir. A él le ocurría lo mismo, y como basaba en ese defecto su insignificancia y pobreza de mollera, atribuía a idéntica causa todas las miserias y envilecimientos que existen en el mundo.
Había sido fundidor en su primera juventud, miembro activo de la Internacional de Trabajadores y asiduo oyente de los compañeros de oficio que, más felices que él, podían leer en voz alta lo que decían los papeles dedicados al bien del pueblo. Jugó a los soldados en tiempos de la Milicia nacional, figurando en los batallones que llevaban gorro rojo como signo de intransigencia federalista. Pasó días enteros ante las tribunas elevadas en las plazas, donde los clubs se declaraban en sesión permanente y los oradores sucedíanse día y noche, perorando con andaluza facundia sobre la divinidad de Jesús y la subida de los artículos de primera necesidad; hasta que, al venir tiempos represivos, una huelga le dejó en la difícil situación del obrero señalado por sus rebeldías, viéndose despedido de todos los talleres.
Le gustaban las corridas de toros, y se hizo torero a los veinticuatro años, como podía haber adoptado otro oficio. Él, además, sabía mucho, y hablaba con desprecio de los absurdos de la actual sociedad. No en balde se pasan varios años escuchando leer papeles. Por mal que le fuese en el toreo, siempre ganaría más y llevaría mejor vida que siendo un obrero hábil. La gente, recordando los tiempos en que arrastraba el fusil de la milicia popular, le apodó el Nacional.
Hablaba de la profesión taurina con cierto remordimiento, a pesar de los años transcurridos, y se excusaba de pertenecer a ella. El comité de su distrito, que había decretado la expulsión del partido de todos los correligionarios que asistiesen a las corridas de toros, por bárbaras y «retrógradas», había hecho una excepción en favor de él, manteniéndole en su cargo de vocal.
—Yo sé —decía en el comedor de Gallardo— que esto de los toros es cosa reacsionaria… argo así como de los tiempos de la Inquisisión: no sé si me explico. La gente nesesita como el pan sabé leé y escribí, y no está bien que se gaste er dinero en nosotros mientras farta tanta escuela. Así lo disen papeles que vienen de Madrí… Pero los correligionarios me apresian, y el comité, después de una prédica que sortó don Joselito, ha acordao que siga en el censo del partío.
Su tranquila gravedad, inalterable ante las burlas y los extremos de cómica furia con que el espada y sus amigos acogían tales declaraciones, respiraba orgullo por la excepción con que le habían honrado los correligionarios.
Don Joselito, maestro de primeras letras, verboso y entusiasta, que presidía el comité del distrito, era un joven de origen israelita que llevaba a la lucha política el ardor de los Macabeos y estaba satisfecho de su morena fealdad picada de viruelas, porque le daba cierta semejanza con Dantón. El Nacional oíale siempre con la boca abierta.
Cuando don José, el apoderado de Gallardo, y otros amigos del maestro combatían zumbonamente sus doctrinas, a la hora de sobremesa, con objeciones extravagantes, el pobre Nacional quedaba en suspenso, rascándose la frente.
—Ustés son señores y han estudiao, y yo no sé leé ni escribí. Por eso los de la clase baja somos unos borregos. ¡Pero si estuviera aquí don Joselito!… ¡Por vía e la paloma azul! ¡Si le oyesen ustés cuando se suerta a hablar como un ángel!…
Y para fortalecer su fe, un tanto quebrantada por las arremetidas de los burlones, se iba al día siguiente a ver a don Joselito, el cual parecía gozar amarga voluptuosidad, como descendiente de los grandes perseguidos, al enseñarle lo que él llamaba su museo de horrores. El hebreo, vuelto a la tierra natal de sus abuelos, iba coleccionando en una pieza de la escuela recuerdos de la Inquisición, con la minuciosidad vengativa de un prófugo que fuese reconstituyendo hueso por hueso el esqueleto de su carcelero. En un armario alineábanse libros en pergamino, relatos de autos de fe y cuestionarios para interrogar a los reos durante el tormento. En una pared veíase extendido un pendón blanco con la temible cruz verde. En los rincones amontonábanse hierros de tortura, espantosas disciplinas, todo lo que encontraba don Joselito en los puestos de los cambalacheros que sirviese para rajar, atenacear y deshilachar, catalogándolo inmediatamente como de la antigua pertenencia del Santo Oficio.
La bondad del Nacional, su alma simple, pronta a indignarse, sublevábase ante la mohosa ferretería y las cruces verdes.
—¡Hombre, y aún hay quien dice!… ¡Por vía e la paloma!… Aquí quisiera yo ve a argunos.
Un afán de proselitismo le hacía exhibir sus creencias en todas ocasiones, sin miedo a las burlas de los compañeros. Pero aun en esto mostrábase bondadoso, sin asomos de acometividad. Para él, los que permanecían indiferentes ante la suerte del país y no figuraban en el censo del partido eran «probes vítimas de la ignoransia nasional». La salvación estribaba en que la gente supiese leer y escribir. Él, por su parte, renunciaba modestamente a esta regeneración, considerándose ya duro para aprender; pero hacía responsable de su ignorancia al mundo entero.
Muchas veces, cuando en el verano iba la cuadrilla de una provincia a otra y Gallardo se trasladaba al vagón de segunda en que viajaban los «chicos», montaba en éste algún cura rural o una pareja de frailes.
Los banderilleros dábanse con el codo y guiñaban un ojo mirando al Nacional, que parecía más grave y solemne ante el enemigo. Los picadores Potaje y Tragabuches, mozos rudos y de acometividad, aficionados a riñas y «broncas», y que sentían una confusa aversión hacia los hábitos, le azuzaban en voz baja.
—¡Ahí lo tiés!… Entrale por derecho… Cuérgale der morrillo una soflama de las tuyas.
El maestro, con toda su autoridad de jefe de cuadrilla, al que nadie puede contestar ni discutir, rodaba los ojos mirando al Nacional, y éste permanecía en silenciosa obediencia. Pero más fuerte que su subordinación era el impulso de proselitismo de su alma simple. Y bastaba una palabra insignificante, para que al momento entablase discusión con los viajeros, intentando convencerles de la verdad. Y la verdad era para él a modo de una pelota de retazos, confusos y en desorden, de lo que había oído a don Joselito.
Mirábanse los camaradas, asombrados de la sabiduría de su compañero, sintiéndose satisfechos de que uno de los suyos hiciese frente a gentes de carrera y las pusiera en aprieto, por ser clérigos casi siempre de pocos estudios.
Los religiosos, aturdidos por la argumentación atropellada del Nacional y las risas de los otros toreros, acababan por apelar a un recurso extremo. ¿Y hombres que exponían su existencia frecuentemente no pensaban en Dios y creían tales cosas? ¡Cómo estarían rezando a aquellas horas sus esposas y madres!…
Los de la cuadrilla poníanse serios, con una gravedad temerosa, pensando en los escapularios y medallas que manos femeniles habían cosido a sus trajes de lidia antes de salir de Sevilla. El espada, herido en sus adormiladas supersticiones, irritábase contra el Nacional, como si viese en esta impiedad un peligro para su vida.
—¡Caya y no digas más barbariaes! Ustés perdonen. Es un buen hombre, pero le han trastornao la cabesa con tanta mentira… ¡Caya y no me repliques! ¡Mardita sea! Te voy a yenar esa bocasa de…
Y Gallardo, para tranquilizar a aquellos señores a los que creía depositarios del porvenir, abrumaba al banderillero con sus amenazas y blasfemias.
El Nacional refugiábase en un silencio desdeñoso. Todo ignorancia y superstición: falta de saber leer y escribir. Y firme en sus creencias, con la simplicidad del hombre sencillo que sólo posee dos o tres ideas y no las suelta aunque le conmuevan con los mayores zarandeos, volvía a reanudar la discusión a las pocas horas, no haciendo caso de la cólera del matador.
Su impiedad le acompañaba hasta en medio del redondel, entre peones y piqueros, que, luego de haber hecho su oración en la capilla de la plaza, salían a la arena con la esperanza de que los sagrados objetos cosidos a sus ropas les librasen de peligro.
Cuando un toro enorme, de muchas libras, cuello grueso e intenso color negro, llegaba a la suerte de banderillear, el Nacional se colocaba con los brazos abiertos y los palos en las manos, a corta distancia de él, llamándolo con insultos:
—¡Entra, presbítero!
El presbítero entraba furioso, y al pasar junto al Nacional hundíale éste en el morrillo las banderillas con toda su fuerza, diciendo en alta voz, como si consiguiese una victoria:
—¡Pa er clero!
Gallardo acababa por reír de las extravagancias del Nacional.
—Me pones en ridículo; van a fijarse en la cuadrilla, y dirán que somos toos un hato de herejes. Ya sabes que a ciertos públicos no les gusta eso. El torero sólo debe torear.
Pero quería mucho al banderillero, recordando su adhesión, que algunas veces había llegado hasta el sacrificio. Nada le importaba al Nacional que le silbasen cuando en toros peligrosos ponía las banderillas de cualquier modo, deseando acabar pronto. Él no quería gloria, y únicamente toreaba por el jornal. Pero así que Gallardo se iba, estoque en mano, hacia un toro «de cuidado», el banderillero permanecía cerca de él, pronto a auxiliarle con su pesado capote y su brazo vigoroso que humillaban la cerviz de las fieras. Dos veces que Gallardo rodó en la arena, viéndose próximo a ser enganchado, el Nacional se arrojó sobre la bestia, olvidándose de los niños, de la mujer, de la tabernilla, de todo, queriendo morir para salvar al maestro.
Su entrada en el comedor de Gallardo era acogida por las noches como si fuese la de un miembro de la familia. La señora Angustias le quería con ese cariño de los humildes que, al encontrarse en un ambiente superior, se juntan en grupo aparte.
—Siéntate a mi lao, Sebastián. ¿De verdá que no quieres na?… Cuéntame cómo marcha el establesimiento. ¿Teresa y los niños, güenos?
El Nacional iba enumerando las ventas de los días anteriores: tanto de copas, tanto de vino de la tierra servido a las casas; y la vieja le escuchaba con la atención de una mujer que ha sufrido miserias y sabe el valor del dinero contado a céntimos.
Sebastián hablaba después del aumento de sus negocios. Un despacho de tabaco en la misma taberna le iría como de perlas. El espada podía conseguir esto valiéndose de sus amistades con los personajes; pero él sentía ciertos escrúpulos para admitirlo.
—Ya ve usté, señá Angustias: eso del estanco es cosa del gobierno, y yo tengo mis prinsipios; yo soy federal: estoy en el censo del partío; soy del comité. ¿Qué dirían los de la idea?…
La vieja indignábase con estos escrúpulos. Lo que él debía hacer era llevar a su casa todo el pan que pudiese. ¡La pobre Teresa!… ¡con tantos chiquillos!…
—¡Sebastián, no seas bruto! Quítate toas esas telarañas de la cabesa… No me contestes. No empieses a sortar barbariaes como otras noches. Mira que mañana voy a ir a misa a la Macarena…
Pero Gallardo y don José, que fumaban al otro lado de la mesa, con la copa de coñac al alcance de la mano, tenían ganas de hacer hablar al Nacional para reírse de sus ideas, y le azuzaban insultando a don Joselito: un embustero que trastornaba a los ignorantes como él.
El banderillero acogía con mansedumbre las bromas del espada y su apoderado. ¡Dudar de don Joselito!… Este absurdo no llegaba a indignarle. Era como si le tocasen a su otro ídolo, a Gallardo, diciéndole que no sabía matar un toro.
Pero al ver que el talabartero, que le inspiraba una irresistible aversión, se unía a estas burlas, perdió la calma. ¿Quién era aquel hambrón, que vivía colgado de su maestro, para discutir con él?… Y repeliendo toda continencia, sin reparar en la madre y la esposa del matador, y en Encarnación, que, imitando a su marido, fruncía el bigotudo labio y miraba despectivamente al banderillero, éste se lanzó cuesta abajo en la exposición de sus ideas, con el mismo fervor que cuando discutía en el comité. A falta de mejores argumentos, abrumó con injurias las creencias de aquellos burlones.
—¿La Biblia?… «¡líquido!». ¿Lo de la creasión der mundo en seis días?… «¡líquido!». ¿Lo de Adán y Eva?… ¡«líquido» también! Too mentira y superstisión.
Y la palabra «¡líquido!» aplicada a cuanto creía falso o insignificante —por no usar otra más irreverente que comenzaba por la misma letra— tomaba en sus labios una expresión rotunda de desprecio.
«Lo de Adán y Eva» era para él motivo de sarcasmos. Había reflexionado mucho sobre este punto en las horas de silencioso dormitar, cuando iba de viaje con la cuadrilla, encontrando un argumento incontestable, producto por entero de su pensamiento. ¿Cómo iban a ser todos los humanos descendientes de una pareja única?…
—A mí me yaman Sebastián Venegas, eso es; y tú, Juaniyo, te yamas Gallardo; y usté, don José, tié su apellido, y cada cual er suyo, no siendo iguales más que los de los parientes. Si toos fuésemos nietos de Adán, y a Adán, verbigrasia, le yamaban Pérez, toos seríamos Pérez de apellido. ¿Está claro?… Pues cuando ca uno yevamos er nuestro, es porque hubo muchos Adanes, y lo que cuentan los curas too… «¡líquido!». Superstisión y atraso. Nos farta instrucsión y abusan de nosotros… Me paese que me explico.
Gallardo, echando atrás el cuerpo a impulsos de la risa, saludaba a su banderillero imitando el mugido del toro. El apoderado, con andaluza gravedad, le ofrecía la mano felicitándole.
—¡Chócala! Has estao mu güeno. ¡Ni Castelar!
La señora Angustias indignábase al oír tales cosas en su casa, con un terror de mujer vieja que ve cercano el fin de su existencia.
—Caya, Sebastián. Cierra esa bocasa de infierno, condenao, o te vas a la calle. Aquí no digas esas cosas, demonio… ¡Si no te conosiese!, ¡si no supiera que eres un güen hombre!
Y acababa por reconciliarse con el banderillero, pensando en lo mucho que quería a su Juan, recordando lo que había hecho por él en momentos de peligro. Además, representaba una gran tranquilidad para ella y para Carmen que figurase en la cuadrilla este hombre serio, de morigeradas costumbres, al lado de los otros «chicos» y del mismo espada, que al verse solo era sobrado alegre de carácter y se dejaba arrastrar del deseo de verse admirado por las mujeres.
El enemigo de los clérigos y de Adán y Eva guardaba a su maestro un secreto que le hacía mostrarse reservado y grave cuando le veía en la casa entre su madre y la señora Carmen. ¡Si supieran estas mujeres lo que él sabía!
A pesar del respeto que todo banderillero debe guardar a su matador, el Nacional había osado hablar un día a Gallardo con ruda franqueza, amparándose en sus años y en la antigua amistad.
—¡Ojo, Juaniyo, que en Seviya se sabe too! No se habla de otra cosa, y la notisia yegará a tu casa, y va a haber ca bronca que a Dios le arderá er pelo… Piensa que la señá Angustias se pondrá hecha una Dolorosa, y la pobre Carmen sacará su genio… Acuérdate de lo de la cantaora; y aqueyo no fue na. Esto bicho es de más empuje, de más cuidao.
Gallardo fingía no comprenderle, molestado y halagado al mismo tiempo por la idea de que toda la ciudad conociese el secreto de sus amores.
—Pero ¿qué bicho es ese y qué broncas son esas de que hablas?
—¡Quién ha de ser!… Doña Zol; esa señorona que da tanto que hablar. La sobrina del marqués de Moraima, el ganadero.
Y como el espada quedase sonriente y en silencio, halagado por las exactas informaciones del Nacional, éste continuó, con aire de predicador desengañado de las vanidades del mundo:
—El hombre casao debe buscar ante too la tranquilidad de su casa… ¡Las mujeres!… «¡líquido!». Toas son iguales: toas tienen lo mismo en paresío sitio, y es tontera amargarse la vida saltando de una en otra. Un servidor, en los veinticuatro años que yevo con mi Teresa, no la he fartao ni con er pensamiento, y eso que soy torero y tuve mis buenos días, y más de una moza me puso los ojos tiernos.
Gallardo acabó riéndose del banderillero. Hablaba como un padre prior. ¿Y era él quien quería comerse crudos a los frailes?
—Nacional, no seas bruto. Ca uno es quien es, y ya que las jembras vienen, éjalas venir. ¡Pa lo que vive uno!… Cualquier día pueo salir del redondel con los pies pa alante… Además, tú no sabes lo que es eso, lo que es una señora. ¡Si vieras qué mujer!…
Luego añadió con ingenuidad, como si quisiera desvanecer el gesto de escándalo y tristeza que se marcaba en el rostro del Nacional:
—Yo quiero mucho a Carmen, ¿te enteras? La quiero como siempre. Pero a la otra la quiero también. Es otra cosa… no sé como explicártelo. Otra cosa, ¡vaya!
Y el banderillero no pudo sacar más de su entrevista con Gallardo.
Meses antes, al llegar con el otoño la terminación de la temporada de corridas, el espada había tenido un encuentro en la iglesia de San Lorenzo.
Descansaba unos días en Sevilla antes de irse a La Rinconada con su familia. Al llegar este período de calma, lo que más agradaba al espada era vivir en su propia casa, libre de los continuos viajes en tren. Matar más de cien toros por año, con los peligros y esfuerzos de la lidia, no le fatigaba tanto como el viaje durante varios meses de una plaza a otra de España.
Eran excursiones en pleno verano, bajo un sol abrumador, por llanuras abrasadas y en antiguos vagones cuyo techo parecía arder. El botijo de agua de la cuadrilla, lleno en todas las estaciones, no bastaba a apagar la sed. Además, los trenes iban atestados de viajeros, gentes que acudían a las ferias de las ciudades para presenciar las corridas. Muchas veces, Gallardo, por miedo a perder el tren, mataba su último toro en una plaza, y vestido aún con el traje de lidia, corría a la estación, pasando como un meteoro de luces y colores entre los grupos de viajeros y los carretones de los equipajes. Cambiaba de vestido en un departamento de primera, ante las miradas de los pasajeros, satisfechos de ir con una celebridad, y pasaba la noche encogido sobre los almohadones, mientras los compañeros de viaje apelotonábanse para dejarle el mayor espacio posible. Todos le respetaban, pensando que al día siguiente iba a proporcionarles el placer de una emoción trágica sin peligro para ellos.
Cuando llegaba, quebrantado, a una ciudad en fiesta, con las calles engalanadas con banderolas y arcos, sufría el tormento de la adoración entusiástica. Los aficionados partidarios de su nombre le esperaban en la estación y le acompañaban hasta el hotel. Eran gentes bien dormidas y alegres, que lo manoseaban y querían encontrarlo expansivo y locuaz, como si al verles hubiera de experimentar forzosamente el mayor de los placeres.
Muchas veces, la corrida no era única. Había que torear tres o cuatro días seguidos, y el espada, al llegar la noche, rendido de cansancio y falto de sueño por las recientes emociones, daba al traste con los convencionalismos sociales y se sentaba a la puerta del hotel en mangas de camisa, gozando del fresco de la calle. Los «chicos» de la cuadrilla, alojados en la misma fonda, permanecían junto al maestro, como colegiales reclusos. Alguno más audaz pedía permiso para dar un paseo por las calles iluminadas y el campo de la feria.
—Mañana, Miuras —decía el espada—. Sé lo que son esos paseos. Gorverás al amaneser con dos copas de sobra, y no te faltará un enreo pa perder las fuerzas… No: no se sale. Ya te hartarás cuando acabemos.
Y al terminar el trabajo, si quedaban unos días libres hasta la próxima corrida en otra ciudad, la cuadrilla retardaba el viaje, y entonces eran las francachelas lejos de la familia, la abundancia de vinos y mujeres en compañía de aficionados entusiastas, que sólo se imaginaban de este modo la vida de sus ídolos.
Las diversas fechas de las fiestas obligaban al espada a viajes absurdos. Partía de una ciudad para trabajar en el otro extremo de España, y cuatro días después retrocedía, toreando en una población inmediata a aquélla. Los meses del verano, que eran los más abundantes en corridas, casi los pasaba en el tren, en un continuo zigzag por todas las vías férreas de la Península, matando toros en las plazas y durmiendo en los trenes.
—¡Si pusieran en línea lo que corro en el verano! —decía Gallardo—. Lo menos yegaba ar polo Norte.
Al comenzar la temporada emprendía con entusiasmo el viaje, pensando en los públicos que hablaban de él todo el año, aguardando impacientes su llegada; en los conocimientos inesperados; en las aventuras que le brindaba muchas veces la curiosidad femenil; en la vida de hotel en hotel, con sus agitaciones, sus molestias y sus comidas diversas, que contrastaba con la plácida existencia de Sevilla y los días de montaraz soledad en La Rinconada.
Pero a las pocas semanas de esta vida vertiginosa, en la que ganaba cinco mil pesetas por cada tarde de trabajo, Gallardo comenzaba a lamentarse como un niño lejos de su familia.
—¡Ay, mi casa de Sevilla, tan fresca, y con la pobre Carmen que la tié como una tacita de plata! ¡Ay, los guisos de la mamita! ¡Tan ricos!…
Y sólo olvidaba a Sevilla en las noches de asueto, cuando no había toros al día siguiente y toda la cuadrilla, rodeada de aficionados deseosos de que se llevasen un buen recuerdo de la ciudad, se metía en un café de cante «flamenco», donde mujeres y canciones todo era para el maestro.
Al volver a su casa para descansar durante el resto del año, sentía Gallardo la satisfacción del poderoso que, olvidando honores, se entrega a la vida ordinaria.
Dormía hasta muy tarde, libre de horarios de trenes, sin emoción alguna al pensar en los toros. ¡Nada que hacer aquel día, ni al otro, ni al otro! Todos sus viajes llegarían hasta la calle de las Sierpes o la plaza de San Fernando. La familia parecía otra, más alegre y con mejor salud al tenerle seguro en casa por unos cuantos meses. Salía con el fieltro echado atrás, moviendo su bastón de puño de oro y mirándose los gruesos brillantes de los dedos.
En el vestíbulo le esperaban varios hombres, de pie junto a la cancela, al través de cuyos hierros se veía el patio blanco y luminoso, de fresca limpieza. Eran gentes tostadas por el sol, de agrio hedor sudoroso, la blusa sucia y el ancho sombrero con los bordes deshilachados. Unos eran trabajadores del campo que iban de camino, y al pasar por Sevilla creían natural impetrar el socorro del famoso matador, al que llamaban señor Juan. Otros vivían en la ciudad, y tuteaban al torero, llamándole Juaniyo.
Gallardo, con su memoria fisonómica de hombre de muchedumbres, reconocía sus rostros y admitía el tuteo. Eran camaradas de escuela o de infancia vagabunda.
—No marchan los negocios, ¿eh?… Los tiempos están malos pa toos.
Y antes de que esta familiaridad los animase a mayores intimidades, volvíase a Garabato, que permanecía con la cancela en la mano.
—Dile a la señora que te dé un par de pesetas pa ca uno.
Y salía a la calle silbando, satisfecho de su generosidad y de la hermosura de la vida.
En la taberna próxima asomábanse a las puertas los chicos del Montañés y los parroquianos, como si no lo hubiesen visto nunca, con boca sonriente y ojos devoradores de curiosidad.
—¡Salú, cabayeros!… Se agradese el orsequio, pero no bebo.
Y librándose del entusiasta que marchaba a su encuentro con una caña en la mano, seguía adelante, siendo detenido en otra calle por un par de viejas amigas de su madre. Le pedían que fuese padrino del nieto de una de ellas. Su pobrecita hija estaba para librar de un momento a otro; el yerno, un «gallardista» furibundo, que había andado a palos varias veces a la salida de la plaza por defender a su ídolo, no se atrevía a hablarle.
—Pero ¡mardita sea!… ¿es que me toman ustés por ama de cría?… Tengo más ahijaos que hay en el Hospisio.
Para librarse de ellas, las aconsejaba que se avistasen con la mamita. ¡Lo que ella dijese! Y seguía adelante, no deteniéndose hasta la calle de las Sierpes, saludando a unos y dejando a otros que gozasen el honor de marchar a su lado, en gloriosa intimidad, ante la mirada de los transeúntes.
Asomábase al club de los Cuarenta y cinco para ver si estaba en él su apoderado: una sociedad aristocrática, de número fijo, según indicaba su título, en la que sólo se hablaba de toros y caballos. Estaba compuesta de ricos aficionados y ganaderos, figurando en lugar preeminente, como un oráculo, el marqués de Moraima.
En una de estas salidas, un viernes por la tarde, Gallardo, que iba camino de la calle de las Sierpes, sintió deseos de entrar en la parroquia de San Lorenzo.
En la plazuela alineábanse lujosos carruajes. Lo mejor de la ciudad iba en este día a rezar a la milagrosa imagen de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder. Bajaban las señoras de sus coches, vestidas de negro, con ricas mantillas, y los hombres penetraban en la iglesia, atraídos por la concurrencia femenina.
Gallardo entró también. Un torero debe aprovechar las ocasiones para rozarse con las personas de alta posición. El hijo de la señora Angustias sentía un orgullo de triunfador cuando le saludaban los señores ricos y las damas elegantes susurraban su nombre, designándolo con los ojos.
Además, él era devoto del Señor del Gran Poder. Toleraba al Nacional sus opiniones sobre «Dios u la Naturaleza» sin gran escándalo, pues la divinidad era para él algo vago e indeciso, semejante a la existencia de un señor del que se pueden escuchar con calma toda clase de murmuraciones, por lo mismo que sólo se le conoce de oídas. Pero la Virgen de la Esperanza y Jesús del Gran Poder los estaba viendo desde sus primeros años, y a éstos que no se los tocasen.
Su sensibilidad de rudo mocetón conmovíase ante el dolor teatral de Cristo con la cruz a cuestas, el rostro sudoroso, angustiado y lívido, semejante al de algunos camaradas que había visto tendidos en las enfermerías de las plazas de toros. Había que estar bien con el poderoso señor, y rezó fervorosamente varios padrenuestros de pie ante la imagen, reflejándose los cirios como estrellas rojas en las córneas de sus ojos africanos.
Un movimiento de las mujeres arrodilladas delante de él distrajo su atención, ávida de intervenciones sobrenaturales para su vida en peligro.
Pasaba una señora por entre las devotas, atrayendo la atención de éstas: una mujer alta, esbelta, de belleza ruidosa, vestida de colores claros y con un gran sombrero de plumas, bajo el cual brillaba con estallido de escándalo el oro luminoso de su cabellera.
Gallardo la conoció. Era doña Sol, la sobrina del marqués de Moraima, «la Embajadora», como la llamaban en Sevilla. Pasó entre las mujeres, sin reparar en sus movimientos de curiosidad, satisfecha de las ojeadas y del susurro de sus palabras, como si todo esto fuese un homenaje natural que debía acompañar su presentación en todas partes.
El traje de una elegancia exótica y el enorme sombrero destacábanse con realce chillón sobre la masa obscura de los tocados femeniles. Se arrodilló, inclinó la cabeza como si orase unos instantes, y luego, sus ojos claros, de un azul verdoso con reflejos de oro, paseáronse por el templo tranquilamente, como si estuviese en un teatro y examinase la concurrencia buscando caras conocidas. Estos ojos parecían sonreír cuando encontraban el rostro de una amiga, y persistiendo en sus paseos, acabaron por tropezarse con los de Gallardo fijos en ella.
El espada no era modesto. Acostumbrado a verse objeto de la contemplación de miles y miles de personas en las tardes de corrida, creía buenamente que allí donde estuviese él todas las miradas habían de ser forzosamente para su persona. Muchas mujeres, en horas de confianza, le habían revelado la emoción, la curiosidad y el deseo que sintieron al verle por vez primera en el redondel. La mirada de doña Sol no se bajó al encontrarse con la del torero; antes bien, permaneció fija, con una frialdad de gran señora, obligando al matador, respetuoso con los ricos, a desviar la suya.
«¡Qué mujer! —pensó Gallardo, con su petulancia de ídolo popular—. ¡Si estará por mí esta gachí!…».
Fuera del templo sintió la necesidad de no alejarse, de verla otra vez, permaneciendo cerca de la puerta. Le avisaba el corazón algo extraordinario, lo mismo que en las tardes de buena fortuna. Era la corazonada misteriosa que en el redondel le hacía desoír las protestas del público, lanzándose a las mayores audacias siempre con excelente resultado.
Cuando salió ella del templo, volvió a mirarle sin extrañeza, como si hubiese adivinado que iba a esperarla en la puerta. Subió en un carruaje descubierto, acompañada de dos amigas, y al arrear el cochero los caballos, todavía volvió la cabeza para ver al espada, marcándose en su boca una ligera sonrisa.
Gallardo anduvo distraído toda la tarde. Pensaba en sus amoríos anteriores, en los triunfos de admiración y curiosidad conseguidos por su arrogancia torera; conquistas que le llenaban de orgullo, haciéndole creerse irresistible, y ahora le inspiraban cierta vergüenza. ¡Una mujer como aquella, una gran señora que había corrido mucho mundo y vivía en Sevilla como una reina destronada! ¡Eso era una conquista!… A su admiración por la hermosura uníase cierta reverencia de antiguo pilluelo lleno de respeto por los ricos, en un país donde el nacimiento y la fortuna tienen gran importancia. ¡Si él consiguiera llamar la atención de aquella mujer! ¡Qué mayor triunfo!…
Su apoderado, gran amigo del marqués de Moraima y relacionado con lo mejor de Sevilla, le había hablado algunas veces de doña Sol.
Después de una ausencia de años, había vuelto a Sevilla pocos meses antes, provocando el entusiasmo de la gente joven. Venía, tras su larga permanencia en el extranjero, hambrienta de cosas de la tierra, gozando con las costumbres populares y encontrándolo todo muy interesante, muy… «artístico». Iba a los toros con traje antiguo de maja, imitando el adorno y apostura de las graciosas damas pintadas por Goya. Hembra fuerte, acostumbrada a los sports y gran caballista, la gente la veía galopar por las afueras de Sevilla, llevando con la negra falda de amazona una chaquetilla de hombre, corbata roja y blanco castoreño sobre el casco de oro de sus cabellos. Algunas veces ostentaba la garrocha atravesada en el borrén de la silla, y con un pelotón de amigos convertidos en piqueros iba a las dehesas para acosar y derribar toros, gozando mucho en esta fiesta brava, abundante en peligros.
No era una niña. Gallardo recordaba confusamente haberla visto en su infancia en el paseo de las Delicias sentada al lado de su madre y cubierta de rizadas blancuras, como las muñecas lujosas de los escaparates, mientras él, mísero pillete, saltaba entre las ruedas del carruaje buscando colillas de cigarro. Eran indudablemente de la misma edad: debía estar al final de la veintena; ¡pero tan esplendorosa, tan distinta a las otras mujeres!… Parecía un ave exótica, un pájaro del Paraíso caído en un corral, entre lustrosas y bien cebadas gallinas.
Don José el apoderado conocía su historia… ¡Una cabeza desbaratada la tal doña Sol! Su nombre de drama romántico cuadraba bien con lo original de su carácter y la independencia de sus costumbres.
Muerta su madre y poseedora de una buena fortuna, se había casado en Madrid con cierto personaje mayor que ella en años, pero que ofrecía para una mujer ansiosa de brillo y novedades el aliciente de andar por el mundo como embajador, representando a España en las principales cortes.
—¡Lo que se ha divertido esa niña, Juan! —decía el apoderado—. ¡Las cabezas que ha vuelto locas en diez años de una punta a otra de Europa! Figúrate que es un libro de geografía con notas secretas al pie de cada hoja. De seguro que no puede mirar el mapa sin hacer una crucecita de recuerdo junto a las capitales grandes… ¡Y el pobre embajador! Se murió, sin duda, de aburrido, porque ya no le quedaba adónde ir. La niña picaba alto. Iba el buen señor destinado a representarnos en una corte, y antes del año ya estaba la reina o la emperatriz de aquella tierra escribiendo a España para que relevasen al embajador con su temible cónyuge, a la cual llamaban los periódicos «la irresistible española». ¡Las testas coronadas que ha trastornado esa gachí!… Las reinas temblaban al verla llegar, como si fuese el cólera morbo. Al fin, el pobre embajador no vio más sitio disponible para sus talentos que las repúblicas de América; pero como era un señor de buenos principios, amigo de los reyes, prefirió morirse… Y no creas que la niña se contentaba sólo con el personal que come y baila en los palacios reales. ¡Si fuese verdad todo lo que cuentan!… Esa chica es lo más extremosa: o todo o nada; tan pronto se fija en lo más alto, como busca arañando debajo de tierra. A mí me han dicho que allá en Rusia anduvo tras uno de esos melenudos que tiran bombas: un mozuelo con cara de mujer, que no la hacía caso porque le estorbaba en sus negocios. Y la niña, por lo mismo, erre que erre detrás de él; hasta que al fin lo ahorcaron. También dicen que tuvo sus cosas con un pintor en París, y hasta aseguran que la retrató ligera de ropas, con un brazo en la cara para no ser conocida, y que así anda en las fototipias de las cajas de cerillas. Esto debe ser falso: exageraciones. Lo que parece más cierto es que fue gran amiga de un alemán, un músico de ésos que escriben óperas. ¡Si la oyeses tocar el piano!… ¡Y cuando canta! Lo mismo que cualquier tiple de las que vienen al teatro de San Fernando en la temporada de Pascua. Y no creas que canta en italiano solamente; ella lo camela todo: francés, alemán, inglés. Su tío el marqués de Moraima, que, aquí para entre los dos, ya sabes que es algo bruto, cuando habla de ella en los Cuarenta y cinco, dice que tiene sus sospechas de que sabe latín… ¡Qué mujer!, ¿eh, Juanillo? ¡Qué hembra tan interesante!
El apoderado hablaba de doña Sol con admiración, considerando extraordinarios y originales todos los sucesos de su vida, así los indudables como los inciertos. Su nacimiento y su fortuna le inspiraban respeto y benevolencia, lo mismo que a Gallardo. Ocupábanse de ella con sonrisas de admiración. Los mismos hechos en otra mujer habrían dado suelta a un raudal de comentarios irreverentes, comparándola a la bestia rapaz de gruesa cola que es protagonista de muchas fábulas.
—En Sevilla —continuaba el apoderado— lleva una vida ejemplar. Por esto pienso si será mentira lo que cuentan del extranjero. ¡Calumnias de ciertos pollos que quieren entrar por uvas y las encuentran verdes!
Y riendo de los arrestos de esta mujer, que en ciertos momentos era brava y acometedora como un hombre, repetía las murmuraciones que habían circulado en ciertos clubs de la calle de las Sierpes. Cuando «la Embajadora» llegó a vivir en Sevilla, toda la juventud había formado una corte en torno de ella.
—Figúrate, Juanillo. Una mujer elegante, de las que aquí no se usan, trayendo sus ropas y sombreros de París, su perfumería de Londres, y además amiga de reyes… Como si dijéramos marcada con el hierro de las primeras ganaderías de Europa… Andaban como locos tras de sus pasos, y la niña les permitía ciertas libertades, queriendo vivir entre ellos como un hombre. Pero algunos se desmandaron, tomando equivocadamente la familiaridad por otra cosa, y faltos de palabras, fueron largos de manos… Hubo bofetadas, Juanillo, y algo peor. Esa moza es de cuidado. Parece que tira a las armas blancas, que sabe dar puñetazos como un marinero inglés, y, además, conoce ese modo de reñir de los japoneses que llaman jitsu. Total, que se atreve un cristiano a darla un pellizco, y ella, con sus manos de oro, sin enfadarse apenas, te agarra y te deja hecho un guiñapo. Ahora la asedian menos, pero tiene enemigos que andan por ahí hablando mal de ella: unos alabándose de lo que es mentira; otros negando hasta que sea guapa.
Doña Sol, según el apoderado, mostrábase entusiasmada de su vida en Sevilla. Después de una larga permanencia en países brumosos y fríos, admiraba el cielo de intenso azul, el sol invernal de suave oro, y se hacía lenguas de la dulzura de la vida en este país tan… «pintoresco».
—La entusiasma la llaneza de nuestras costumbres. Parece una inglesa de las que vienen en Semana Santa. ¡Como si no hubiese nacido en Sevilla! ¡Como si la viese por primera vez! Dice que pasará los veranos en el extranjero y los inviernos aquí. Está harta de su vida de palacios y cortes, y ¡si vieras con qué gente se trata!… Ha hecho que la reciban como hermana en una cofradía, la más popular, la del Cristo de Triana, la del Santísimo Cachorro, y se gastó una porrada de dinero en manzanilla para los cofrades. Algunas noches se llena la casa de guitarristas y bailaoras: cuantas muchachas de Sevilla aprenden el cante y el baile. Con ellas van sus maestros y sus familias y hasta los más remotos parientes; todos se hinchan de aceitunas, de salchichón y de vino, y doña Sol, sentada en un sillón como una reina, pasa las horas pidiendo baile tras baile, todos los de la tierra. Dice que esto es un gusto igual al que se daba no sé qué rey, que hacía que cantasen óperas para él solo. Sus criados, unos mozos que han venido con ella, estirados y serios como lores, van puestos de frac, con grandes bandejas, repartiendo copas a las bailaoras, que, en plena jumera, les tiran de las patillas y les echan huesos de aceituna a los ojos. ¡Unas juergas de lo más honestas y divertidas!… Ahora doña Sol recibe por las mañanas al Lechuzo, un gitano viejo, que da lecciones de guitarra, maestro de los más castizos, y cuando no la encuentran sus visitas con el instrumento en las rodillas, está con una naranja en la mano. ¡Las naranjas que lleva comidas esa criatura desde que llegó! ¡Y aún no se ha hartado!…
Así seguía don José explicando a su matador las originalidades de doña Sol.
Cuatro días después de haberla visto Gallardo en la parroquia de San Lorenzo, el apoderado se acercó al espada con cierto misterio en un café de la calle de las Sierpes.
—Gachó, eres el niño de la suerte lisa. ¿Sabes quién me ha hablado de ti?
Y aproximando su boca a una oreja del torero, exclamó sordamente:
—¡Doña Sol!
Le había preguntado por su matador, mostrando deseos de que se lo presentase. ¡Era un tipo tan original!, ¡tan español!…
—Dice que te ha visto matar varias veces: una en Madrid, otra no sé dónde… Te ha aplaudido. Reconoce que eres muy valiente… ¡Mira tú que si tomase varas contigo! ¡Qué honor! Ibas a ser cuñado o algo por el estilo de todos los reyes de la baraja europea.
Gallardo sonreía modestamente, bajando los ojos, pero al mismo tiempo contoneaba su esbelta persona, como si no considerase difícil ni extraordinaria la hipótesis de su apoderado.
—Pero no hay que hacerse ilusiones, Juanillo —continuó éste—. Doña Sol quiere ver de cerca a un torero, con el mismo interés que toma las lecciones del maestro Luchuzo. Color local, y nada más. «Tráigalo usted pasado mañana a Tablada», me ha dicho. Ya sabes lo que es eso: un derribo de reses de la ganadería de Moraima; una fiesta que el marqués ha organizado para que se divierta su sobrina. Iremos; a mí también me ha invitado.
Y a los dos días el maestro y su apoderado salieron por la tarde del barrio de la Feria, como apuestos garrochistas, entre la expectación de la gente que se asomaba a las puertas y se agrupaba en las aceras.
—Van a Tablada —decían—. Hay derribo de reses.
El apoderado, jinete en una yegua blanca y huesuda, iba en traje de campo: recio chaquetón, pantalones de paño con polainas amarillas, y sobre aquéllos las perneras de cuero llamadas zajones. El espada había apelado para la fiesta al traje usual y bizarro de los antiguos toreros antes de que las costumbres modernas igualasen su indumentaria con la de los demás mortales. Cubría su cabeza un sombrero calañés de terciopelo, con mota rizada, sujeto a la mandíbula por un barboquejo. El cuello de la camisa, limpio de corbata, estaba sujeto con un par de brillantes, y otros dos más gruesos centelleaban en la ondulada pechera. La chaquetilla y el chaleco eran de terciopelo color de vino, con alamares y arambeles negros; la faja de encarnada seda; el calzón ajustado, de obscuro punto, modelaba las musculosas y esbeltas piernas del torero, unido a las rodillas con ligas de negra escarapela. Las polainas eran de color de ámbar, con franjas de cuero a lo largo de las aberturas, y los borceguíes de idéntico color, medio ocultos en los anchos estribos árabes, dejaban al descubierto grandes espuelas de plata. En el arzón de la silla, sobre la vistosa manta jerezana, cuyo borlaje pendía a ambos lados del caballo, descansaba un chaquetón gris con remiendos negros y forro rojo.
Galoparon los dos jinetes, llevando al hombro como una lanza la garrocha de fina y resistente madera, con una pelota en su remate que resguardaba el hierro. Su paso por el barrio popular despertaba una ovación. ¡Olé los hombres guapos! Las mujeres saludaban con la mano.
—¡Vaya con Dió, güen mozo! ¡Divertirse, señó Juan!
Picaron los caballos para dejar atrás la chiquillería que corría tras ellos, y las callejuelas de azul empedrado y blancas paredes estremeciéronse con el rítmico chocar de las herraduras.
En la calle tranquila, de casas señoriales con panzudas rejas y grandes miradores, donde vivía doña Sol, encontraron a otros garrochistas que esperaban ante la puerta, inmóviles sobre sus caballos y apoyados en las lanzas. Eran señoritos, parientes o amigos de la dama, que saludaron al torero con amable llaneza, satisfechos de que fuese de la partida.
Salió de la casa el marqués de Moraima, montando inmediatamente en su caballo.
—Ahora mismo baja la niña. Las mujeres ya se sabe… tardan mucho en arreglarse.
Y decía esto con la gravedad sentenciosa que daba a todas sus palabras, como si fuesen oráculos. Era un viejo alto y huesudo, con grandes patillas blancas, entre las cuales la boca y los ojos conservaban una ingenuidad infantil. Cortés y mesurado en sus palabras, gallardo en sus ademanes, parco en el sonreír, el marqués de Moraima era un gran señor de otros tiempos, vestido casi siempre con traje de caballista, enemigo de la vida urbana, molesto por las exigencias sociales de su familia cuando éstas le retenían en Sevilla, y ansioso de correr al campo entre mayorales y vaqueros, a los que trataba con una llaneza de camaradas. Casi se había olvidado de escribir, por falta de uso; pero así que le hablaban de reses bravas, de la crianza de toros y caballos o de faenas agrícolas, animábanse sus ojos, expresándose con el aplomo de un gran conocedor.
Nublose la luz del sol. Palideció la sábana de oro tendida sobre la blancura de uno de los lados de la calle. Algunos miraron a lo alto. Por la faja azul que limitaban las dos filas de aleros pasaba un nubarrón obscuro.
—No hay cuidao —dijo el marqués gravemente—. Al salir de casa he visto un papeliyo que lo yevaba er viento en una direcsión que yo me sé. No yoverá.
Y todos asintieron, convencidos. No podía llover, ya que lo aseguraba el marqués de Moraima. Conocía el tiempo lo mismo que un pastor viejo, y no había miedo de que se equivocase.
Luego se encaró con Gallardo.
—Te voy a echar este año unas corrías magníficas. ¡Qué toros! A ver si les das muerte como güenos cristianos. Ya sabes que este año no he quedao contento der too. Los probesitos meresían más.
Apareció doña Sol, sosteniendo en una mano la negra amazona y mostrando por debajo de ella las cañas de sus altas botas de cuero gris. Llevaba camisa de hombre con corbata roja, chaquetilla y chaleco de terciopelo violeta, y graciosamente ladeado el sombrero calañés de terciopelo sobre los bucles de su cabellera.
Montó a caballo con agilidad, a pesar de las plásticas abundancias de su apetitosa belleza, y tomó la garrocha de manos de un criado. Saludaba a los amigos, excusando su tardanza, mientras sus ojos iban hacia Gallardo. El apoderado dio un espolazo a su yegua para acercarse y hacer la presentación, pero doña Sol, adelantándose a él, se aproximó al torero.
Gallardo sentíase turbado por la presencia de la señora. ¡Qué mujer! ¿Qué iba a decirla?…
Vio que ella le tendía la mano, una mano fina que olía a gloria; y en la precipitación del aturdimiento, sólo supo apretarla con su manaza que derribaba fieras. Pero la zarpita blanca y sonrosada, en vez de achicarse bajo la presión involuntaria y brutal, que habría hecho lanzar a otra un grito de dolor, se crispó con vigoroso esfuerzo, librándose fácilmente de este encierro:
—Le agradezco mucho que haya venido. Encantada de conocerle.
Y Gallardo, sintiendo en su deslumbramiento la necesidad de contestar algo, tartamudeó, como si saludase a un aficionado:
—Grasias. ¿La familia güena?…
Una discreta carcajada de doña Sol se perdió entre el estrépito de las herraduras que resbalaban sobre las piedras con los primeros pasos. Puso la dama su caballo al trote, y todo el pelotón de jinetes la siguió, formando escolta en torno de ella. Gallardo marchaba avergonzado a la cola, sin salir de su estupefacción, adivinando confusamente que había dicho una tontería.
Galoparon por las afueras de Sevilla, a lo largo del río; dejaron atrás la Torre del Oro; siguieron avenidas de umbrosos jardines con amarilla arena, y luego una carretera a cuyos lados alzábanse ventorrillos y merenderos.
Al llegar a Tablada vieron sobre la verdeante llanura una masa negra de gentío y carruajes junto a la empalizada que separaba la dehesa del cerrado, dentro del cual estaban las reses.
El Guadalquivir extendía su corriente a lo largo de la dehesa. En la orilla de enfrente alzábase en cuesta San Juan de Aznalfarache, coronado por un castillo en ruinas. Las casas de campo mostraban su blancura entre las masas de gris plata de los olivares. En el término opuesto del dilatado horizonte, sobre un fondo azul en el que flotaban nubes algodonadas, veíase Sevilla, con su caserío dominado por la imponente masa de la catedral, y la maravillosa Giralda, de un rosa tierno bajo la luz de la tarde.
Avanzaron los jinetes con gran trabajo entre la confusa muchedumbre. La curiosidad que inspiraban las originalidades de doña Sol había atraído a casi todas las damas de Sevilla. Las amigas la saludaban desde sus carruajes, encontrándola muy hermosa en su traje varonil. Sus parientas, las hijas del marqués, unas solteras, otras acompañadas de sus maridos, la recomendaban prudencia. ¡Por Dios, Sol! ¡Que no hiciese locuras!…
Entraron los derribadores en el cerrado, siendo acogidos al atravesar la empalizada por los aplausos de la gente popular que había acudido a la fiesta.
Los caballos, al ver de lejos al enemigo y husmearle, alzáronse de manos y comenzaron a dar botes, relinchando bajo la firme diestra de los jinetes.
En el centro del cerrado agrupábanse los toros. Unos pastaban mansamente o estaban inmóviles sobre la verdura un tanto rojiza del prado invernal, con las patas encogidas y el hocico bajo. Otros, más rebeldes, trotaban dirigiéndose hacia el río, y los toros venerables, los prudentes cabestros, iban a sus alcances, haciendo sonar el cencerro pendiente del cuello, mientras los vaqueros les ayudaban en esta recogida disparando con su honda piedras certeras que iban a dar en los cuernos de los fugitivos.
Los jinetes permanecieron largo tiempo inmóviles, como si celebrasen consejo, bajo las miradas ansiosas del público, que esperaba algo extraordinario.
El primero que salió fue el marqués, acompañado de uno de sus amigos. Los dos jinetes galoparon hacia el grupo de toros, y cerca de ellos detuvieron sus cabalgaduras, poniéndose de pie en los estribos, agitando en el aire las garrochas y dando fuertes gritos para asustarlos. Un toro negro y de fuertes piernas se separó del grupo, corriendo hacia el fondo del cerrado.
Bien hacía el marqués en mostrarse orgulloso de su ganadería, compuesta de bestias finas, seleccionadas por los cruces. No era el buey destinado a la producción de carne, de piel sucia, basta y rugosa, la pezuña ancha, cabizbajo, y con los cuernos enormes y mal colocados. Eran animales de nerviosa viveza, fuertes y robustos, hasta el punto de hacer temblar el suelo, levantando una nubecilla bajo sus patas; el pelo fino y brillante como el de un caballo de lujo, los ojos encendidos, el cuello ancho y arrogante, cortas las patas, delgada y fina la cola, los cuernos sutiles, puntiagudos y limpios, cual si los hubiese trabajado un artífice, y la pezuña redonda y diminuta, pero tan dura, que cortaba la hierba como si fuese de acero.
Corrieron los dos jinetes tras el animal, acosándolo cada uno por su lado, cortándole el paso cuando intentaba desviarse hacia el río, hasta que el marqués, espoleando su jaca, ganó distancia, se aproximó al toro con la garrocha por delante, y clavándola en su cola, logró, con el empuje combinado de su brazo y su caballo, que perdiese el equilibrio, rodando por el suelo con la panza al aire, los cuernos clavados en la tierra y las cuatro patas en alto.
La rapidez y la facilidad con que el ganadero realizó la suerte provocaron en la empalizada una explosión de entusiasmo. ¡Olé los viejos! Nadie entendía de toros como el marqués. Los manejaba como si fuesen hijos suyos, acompañándoles desde que nacían en la vacada hasta que marchaban a morir en las plazas como héroes dignos de mejor suerte.
Otros jinetes quisieron salir en seguida a conquistar el aplauso de la muchedumbre, pero el de Moraima se opuso, dando preferencia a su sobrina. Si había de realizar una suerte, mejor era que saliese inmediatamente, antes que la torada se embraveciera con el continuo acoso.
Doña Sol espoleó su caballo, que no cesaba de levantarse de manos, alarmado por la presencia de los toros. El marqués quería acompañarla en su carrera, pero ella se opuso. No; prefería a Gallardo, que era un torero. ¿Dónde estaba Gallardo? El matador, todavía avergonzado de su torpeza, púsose al lado de la dama sin decir palabra.
Salieron los dos al galope hacia el núcleo de la torada. El caballo de doña Sol se levantó varias veces sobre las patas de atrás, poniéndose casi vertical, con la tripa al descubierto, como si se resistiera a pasar adelante; pero la fuerte amazona lo obligaba a seguir la marcha. Gallardo agitaba su garrocha dando gritos que eran verdaderos mugidos, lo mismo que en las plazas, cuando incitaba a las fieras para que entrasen en suerte.
No necesitó de muchos esfuerzos para lograr que una res se apartase de la torada.
Salió de ella un animal blanco, con manchas de canela, de enorme y colgante cuello y cuernos de punta finísima. Corrió hacia el fondo del cerrado, como si tuviese allí su «querencia», que le atraía irresistiblemente, y doña Sol galopó tras él seguida del espada.
—¡Ojo, señora! —gritaba Gallardo—. ¡Que ese toro es viejo y se las trae!… Tenga cuidao no se regüerva.
Y así fue. Cuando doña Sol se preparaba a realizar la misma suerte que su tío, oblicuando el caballo para clavar la garrocha en el rabo de la fiera y derribarla, ésta se volvió como si recelase el peligro, plantándose amenazante ante los acosadores. Pasó el caballo ante el toro, sin que doña Sol pudiera refrenarlo por la velocidad que llevaba, y la fiera salió tras él, convirtiéndose de perseguida en perseguidora.
La dama no pensó en huir. La contemplaban de lejos muchos miles de personas, temía las risas de las amigas y la conmiseración de los hombres, y refrenó el caballo, haciendo frente a la fiera. Mantúvose con la garrocha bajo el brazo, como un picador, y la clavó en el cuello del toro, que avanzaba mugiente con el testuz bajo. Se enrojeció la enorme cerviz con un raudal de sangre, pero la fiera siguió avanzando en su arrollador impulso, sin sentir que se agrandaba la herida, hasta que metió las astas bajo el caballo, sacudiéndolo y separando sus patas del suelo.
La amazona fue despedida de la silla, al mismo tiempo que un alarido de emoción de muchos centenares de bocas sonaba a lo lejos. El caballo, al librarse de los cuernos, salió corriendo como loco, con el vientre manchado de sangre, las cinchas rotas y la silla tambaleante sobre el lomo.
El toro fue a seguirlo; pero en el mismo instante, algo más inmediato atrajo su atención. Era doña Sol, que, en vez de permanecer inmóvil en el suelo, acababa de ponerse en pie y recogía su garrocha, colocándosela bravamente bajo el brazo para retar de nuevo a la fiera: una arrogancia loca, con el pensamiento puesto en los que la contemplaban; un reto a la muerte, antes que transigir con el miedo y el ridículo.
Ya no gritaban tras la empalizada. La muchedumbre estaba inmóvil, en un silencio de terror. Aproximábase en loco galope y entre nubes de polvo todo el grupo de acosadores, agrandándose los jinetes al compás de los saltos. El auxilio iba a llegar tarde. Escarbaba el toro el suelo con sus patas delanteras, bajaba el testuz para acometer a la figurilla audaz que seguía amenazándole con la lanza. Una simple cornada, y desaparecía. Pero en el mismo instante, un mugido feroz distrajo la atención del toro y algo rojo pasó ante su vista como una llamarada de fuego.
Era Gallardo, que se había echado abajo de la jaca, abandonando la garrocha para coger el chaquetón que llevaba en el borrén de la silla.
—¡Eeeh!… ¡Entra!
El toro entró, corriendo tras el forro rojo de la chaqueta, atraído por este adversario digno de él, y volvió su cuarto trasero a la figura de falda negra y cuerpo violeta que, en la estupefacción del peligro, seguía con la lanza bajo el brazo.
—No tenga mieo, doña Zol: éste ya es mío —dijo el torero, pálido aún por la emoción, pero sonriendo, seguro de su destreza.
Sin más defensa que el chaquetón, toreó a la bestia, alejándola de la señora y librándose de sus furiosas acometidas con graciosos quiebros.
La muchedumbre, olvidando el reciente susto, comenzó a aplaudir, entusiasmada. ¡Qué felicidad! Asistir a un simple acoso y encontrarse con una corrida casi formal, viendo torear a Gallardo gratuitamente.
El torero, enardecido por el ímpetu con que le acometía la fiera, se olvidó de doña Sol y de todos, atento únicamente a esquivar sus ataques. Revolvíase furioso el toro, viendo que el hombre se deslizaba invulnerable entre sus cuernos, y volvía a caer sobre él, encontrándose siempre con la pantalla roja del chaquetón.
Al fin acabó por cansarse, quedando inmóvil, con el hocico babeante y la cabeza baja, tembloroso sobre sus piernas, y entonces Gallardo abusó de la estupefacción de la bestia, quitándose el calañés y tocando con él su cerviz. Un aullido inmenso se elevó detrás de la empalizada saludando esta hazaña.
Sonaron gritos y cencerros a espaldas de Gallardo, y aparecieron en torno de la bestia vaqueros y cabestros, que acabaron por envolverla, llevándosela lentamente hacia el grueso del ganado.
Gallardo fue en busca de su jaca, que no se había movido, habituada al contacto con los toros. Recogió la garrocha, montó, y con suave galope fue hacia la empalizada, prolongando con esta lentitud el ruidoso aplauso de la muchedumbre.
Los jinetes que habían recogido a doña Sol saludaron con grandes muestras de entusiasmo al espada. El apoderado le guiñó un ojo, hablando misteriosamente:
—Gachó, no has estao pesao. Muy bien, ¡pero que muy bien! Ahora te digo que te la llevas.
Fuera de la empalizada, en un landó de las hijas del marqués, estaba doña Sol. Sus primas la rodeaban angustiadas, manoseándola, queriendo encontrar en su cuerpo algo descompuesto por la caída. La daban cañas de manzanilla para que se le pasase el susto, y ella sonreía con aire de superioridad, acogiendo compasivamente estos extremos femeniles.
Al ver a Gallardo rompiendo con su caballo las filas de la multitud, entre sombreros tremolantes y manos tendidas, la dama extremó su sonrisa.
—Venga usted aquí, Cid Campeador. Deme usted la mano.
Y de nuevo se estrecharon sus diestras con un apretón que duró largo rato.
Por la noche, en casa del matador, fue comentado este suceso, del que se hablaba en toda la ciudad. La señora Angustias mostrábase satisfecha, como después de una gran corrida. ¡Su hijo salvando a una de aquellas señoras que ella miraba con admiración, habituada a la reverencia por largos años de servidumbre!… Carmen permanecía silenciosa, no sabiendo ciertamente qué pensar de este suceso.
Transcurrieron varios días sin que Gallardo tuviese noticias de doña Sol. El apoderado estaba fuera de la ciudad, en una montería, con algunos amigos de los Cuarenta y cinco. Una tarde, cerca ya del anochecer, don José fue a buscarle en un café de la calle de las Sierpes, donde se reunían gentes de la afición. Había llegado de la montería dos horas antes, y tuvo que ir inmediatamente a casa de doña Sol, en vista de cierta esquela que le esperaba en su domicilio.
—¡Pero hombre, eres peor que un lobo! —dijo el apoderado sacando del café a su matador—. Esa señora esperaba que fueses a su casa. Ha estado la mar de tardes sin salir, creyendo que ibas a llegar de un momento a otro. Eso no se hace. Después de presentarte y de todo lo ocurrido, la debes una visita: cuestión de preguntarla por su salud.
El espada detuvo el paso y se rascó los pelos por debajo del sombrero.
—Es que… —murmuró con indecisión —es que… me da vergüensa. Vaya, ya está dicho: sí señor, vergüensa. Ya sabe usté que yo no soy un lila, y que me traigo mis cosas con las mujeres, y que sé desirle cuatro palabras a una gachí como otro cualquiera. Pero con ésta, no. Esta es una señora que sabe más que Lepe, y cuando la veo reconosco que soy un bruto, y me queo con la boca cerrá, y no hablo que no meta la pata. Na, don José… ¡que no voy!, ¡que no debo ir!
Pero el apoderado, seguro de convencerle, le llevó hacia la casa de doña Sol, hablando de su reciente entrevista con la dama. Mostrábase algo ofendida por el olvido de Gallardo. Lo mejor de Sevilla había ido a verla con motivo del accidente en Tablada, y él no.
—Ya sabes que un torero debe estar bien con la gente que vale. Hay que tener educación y demostrar que no es uno un gañán criado en los herraderos. ¡Una señora de tanta importancia, que te distingue y te espera!… Nada; yo iré contigo.
—¡Ah! ¡Si usté me acompaña!…
Y Gallardo respiró al decir esto, como si se librase del peso de un gran miedo.
Entraron en la casa de doña Sol. El patio era de estilo árabe, recordando sus arcadas multicolores de fina labor los arcos de herradura de la Alhambra.
El chorro de la fuente, en cuyo tazón coleaban peces dorados, cantaba con dulce monotonía en el silencio vespertino. En las cuatro crujías, de techo artesonado, separadas del patio por las columnas de mármol de las arcadas, vio el torero antiguos vargueños, cuadros obscuros, santos de faz lívida, muebles venerables de hierros herrumbrosos y maderas acribilladas por la polilla, como si hubiesen sido fusilados con perdigones.
Un criado les hizo subir la amplia escalera de mármol, y en ella volvió a sorprenderse el torero viendo retablos con imágenes borrosas sobre un fondo dorado, vírgenes corpóreas que parecían labradas a hachazos, con los colores pálidos y el oro moribundo, arrancadas de viejos altares; tapices de un tono suave de hoja seca, orlados de flores y manzanas, unos representando escenas del Calvario, otros llenos de gachós peludos, con cuernos y pezuñas, a los que parecían torear varias señoritas ligeras de ropa.
—¡Lo que es la ignoransia! —decía con asombro a su apoderado—. ¡Y yo que creía que too esto sólo era güeno pa los conventos!… ¡Lo que paese que lo apresia esta gente!
Arriba encendíanse a su paso los globos de luz eléctrica, mientras en los cristales de las ventanas brillaban todavía los últimos resplandores de la tarde.
Gallardo experimentó nuevas sorpresas. Estaba orgulloso de sus muebles traídos de Madrid, todos de sedas vistosas y complicadas tallas, pesados y opulentos, que parecían proclamar a gritos el dinero de su coste, y aquí sentíase desorientado viendo sillas ligeras y frágiles, blancas o verdes, mesas y armarios de líneas sencillas, paredes de una sola tinta, sin más adorno que pequeños cuadros repartidos a grandes trechos y pendientes de gruesos cordones, todo un lujo barnizado y sutil que parecía obra de carpinteros. Avergonzábase de su propia estupefacción y de lo que había admirado en su casa como supremo lujo. «¡Lo que es la ignoransia!». Y al sentarse lo hizo con miedo, temiendo que la silla crujiese rota bajo su pesadumbre.
La presencia de doña Sol le hizo olvidar estas reflexiones. La vio como nunca la había visto, libre de mantilla y de sombrero, al aire la cabellera luminosa, que parecía justificar su nombre romántico. Los brazos de soberana blancura escapábanse de los embudos de seda de una túnica japonesa cruzada sobre el pecho, la cual dejaba al descubierto el arranque del cuello adorable, ligeramente ambarino, con las dos rayas que recuerdan el collar de la madre Venus. Al mover sus manos, brillaban con mágico resplandor piedras de todos colores engastadas en las sortijas de extrañas formas que llenaban sus dedos. En los frescos antebrazos tintineaban pulseras de oro, unas de filigrana oriental, con misteriosas inscripciones, otras macizas, de las que pendían amuletos y figurillas exóticas, como recuerdos de lejanos viajes.
Había colocado, al hablar, una pierna sobra otra con desenfado varonil, y en la punta de uno de sus pies danzaba una babucha roja, de alto tacón dorado, diminuta como un juguete y cubierta de gruesos bordados.
A Gallardo le zumbaban los oídos, se le nublaba la vista: sólo alcanzaba a distinguir unos ojos claros fijos en él con una expresión entre acariciadora e irónica. Para ocultar su emoción, sonreía enseñando los dientes: una carátula inmóvil de niño que quiere ser amable.
—No, señora… Muchas grasias. Aqueyo no valió la pena.
Así se excusaba de las muestras de agradecimiento de doña Sol por su hazaña de la otra tarde.
Poco a poco, Gallardo fue adquiriendo cierta serenidad. Hablaban de toros la dama y el apoderado, y esto dio al espada una repentina confianza. Ella le había visto matar varias veces, y se acordaba con exactitud de los principales incidentes. Gallardo sintió orgullo al pensar que aquella mujer le había contemplado en tales instantes y aún guardaba fresco el recuerdo en su memoria.
Había abierto una caja de laca con extrañas flores, y ofreció a los dos hombres cigarrillos de boquilla de oro, que exhalaban un perfume punzante y extraño.
—Tienen opio; son muy agradables.
Y encendió uno, siguiendo las espirales de humo con sus ojos verdosos, que adquirían al transparentar la luz un temblor de oro líquido.
El torero, habituado al bravo tabaco de la Habana, chupaba con curiosidad este cigarrillo. Pura paja; un placer de señoras. Pero el extraño perfume esparcido por el humo pareció desvanecer lentamente su timidez.
Doña Sol, mirándole fijamente, le hacía preguntas sobre su vida. Deseaba conocer los bastidores de la gloria, el foso de la celebridad, la vida errante y miserable del torero antes de llegar a la aclamación pública; y Gallardo, con súbita confianza, hablaba y hablaba, relatando sus primeros tiempos, deteniéndose con soberbia delectación en la humildad de su origen, aunque omitiendo lo que consideraba vergonzoso en su adolescencia aventurera.
—¡Muy interesante… muy original! —decía la hermosa señora.
Y apartando sus ojos del torero, perdíanse éstos en vagorosa contemplación, como si se fijasen en algo invisible.
—¡El primer hombre del mundo! —exclamaba don José con brutal entusiasmo—. Créame usted, Sol, no hay dos mozos como éste. ¿Y su resistencia para las cogidas?…
Satisfecho de la fortaleza de Gallardo, como si fuese su progenitor, enumeraba las heridas que llevaba recibidas, describiéndolas como si las viese a través de las ropas. Los ojos de la dama le seguían en este paseo anatómico con sincera admiración. Un verdadero héroe; tímido, encogido y simplote, como todos los fuertes.
El apoderado habló de retirarse. Eran más de las siete, y a él le esperaban en su casa. Pero doña Sol púsose de pie con sonriente violencia, como si quisiera oponerse a su marcha. Debía quedarse. Comerían con ella: una invitación de confianza. Aquella noche no esperaba a nadie. El marqués y su familia se habían ido al campo.
—Estoy solita… Ni una palabra más: yo mando. Se quedarán ustedes a hacer penitencia conmigo.
Y como si sus órdenes no pudieran admitir réplica, salió de la habitación.
El apoderado protestaba. No: él no podía quedarse; había llegado de fuera aquella misma tarde, y su familia apenas le había visto. Además, tenía invitados a dos amigos. En cuanto a su matador, le parecía natural y correcto que no se marchase. Realmente, la invitación era para él.
—Pero ¡quédese usted al menos! —decía angustiado el espada—. ¡Mardita sea!… No me deje usté solo. No sabré qué haser; no sabré qué desir.
Un cuarto de hora después volvió a aparecer doña Sol, pero con distinto aspecto, sin la negligencia exótica con que los había recibido, vistiendo uno de aquellos trajes enviados de París, modelos de Paquin, que eran la desesperación y el asombro de parientas y amigas.
Don José volvió a insistir. Se iba, era inevitable; pero su matador se quedaba. Él se encargaría de avisar a su casa para que no lo esperasen.
Otra vez Gallardo hizo un gesto angustioso; pero se tranquilizó con la mirada del apoderado.
—¡Descuida! —murmuró éste al ir hacia la puerta—. ¿Crees que soy un chiquillo?… Diré que comes con unos aficionados de Madrid.
¡El tormento que sufrió el espada en los primeros momentos de la comida!… Intimidábale el lujo grave y señorial de aquel comedor, en el que parecían perdidos la dama y él, sentados frente a frente en mitad de la gran mesa, junto a enormes candelabros de plata con bujías de luz eléctrica y pantallas rosa. Inspirábanle respeto los imponentes criados, ceremoniosos e impasibles, como si estuvieran habituados a los hechos más extraordinarios y no pudiera asombrarles nada de su señora. Se avergonzaba de su traje y sus maneras, adivinando el rudo contraste entre aquel ambiente y su aspecto.
Pero esta primera impresión de miedo y encogimiento se desvaneció poco a poco. Doña Sol reía de su parquedad, del miedo con que tocaba a los platos y las copas. Gallardo acabó por admirarla. ¡Vaya un diente el de la rubia! Acostumbrado a los remilgos y abstenciones de las señoritas que había conocido, las cuales creían de mal tono comer mucho, asombrábase de la voracidad de doña Sol y de la distinción con que cumplía sus funciones nutritivas. Desaparecían los bocados entre sus labios de rosa sin dejar huella de su paso; funcionaban sus mandíbulas sin que este gesto disminuyese la hermosa serenidad del rostro; llevábase la copa a la boca sin que la más leve gota de líquido quedase como perla de color en sus comisuras. Así comían seguramente las diosas.
Gallardo, animado por el ejemplo, comió, y sobre todo, bebió mucho, buscando en los varios y ricos vinos un remedio para aquella cortedad, que le hacía permanecer como avergonzado ante la dama, sin otro recurso que sonreír a todo, repitiendo: «Muchas grasias».
La conversación se animó. El espada, sintiéndose locuaz, hablaba de graciosos incidentes de la vida toreril, acabando por contar las originales propagandas del Nacional y las hazañas de su picador Potaje, un bárbaro que se tragaba enteros los huevos duros, tenía media oreja de menos, por habérsela arrancado un compadre de un mordisco, y al ser conducido contuso a las enfermerías de las plazas caía en la cama con tal peso de hierros y músculos, que atravesaba los colchones con sus enormes espuelas y luego había que desclavarlo como si fuese un Cristo.
—¡Muy original… muy interesante!
Doña Sol sonreía escuchando los detalles de la existencia de aquellos hombres rudos, siempre a vueltas con la muerte, y a los que había admirado hasta entonces de lejos.
El champaña acabó de trastornar a Gallardo, y cuando se levantó de la mesa dio el brazo a la dama, asustándose de su propia audacia. ¿No se hacía así en el gran mundo?… Él no era tan ignorante como parecía a primera vista.
En el salón donde les sirvieron el café vio el espada una guitarra, la misma, sin duda, con que daba sus lecciones el maestro Lechuzo. Doña Sol se la ofreció, invitándole a que tocase algo.
—¡Si no sé!… ¡Si soy lo más singrasia der mundo, fuera de matar toros!…
Lamentábase de que no estuviese presente el puntillero de su cuadrilla, un muchacho que traía locas a las mujeres con sus manos de oro para rasguear la guitarra.
Quedaron los dos en largo silencio. Gallardo estaba en un sofá, chupando el magnífico habano que le había ofrecido un criado. Doña Sol fumaba uno de aquellos cigarrillos cuyo perfume la sumía en vaga somnolencia. Pesaba sobre el torero la torpeza de la digestión, cerrando su boca y no permitiéndole otro signo de vida que una sonrisa de estúpida fijeza.
La señora, fatigada, sin duda, del silencio en el que se perdían sus palabras, fue a sentarse ante un piano de cola, y las teclas, heridas con viril empuje, lanzaron el ritmo alegre de unas malagueñas.
—¡Olé!… Eso está güeno; pero mu güeno —dijo el torero repeliendo su torpeza.
Y tras las malagueñas sonaron unas sevillanas, y luego todos los cantos andaluces, melancólicos y de oriental ensueño, que doña Sol había recopilado en su memoria, como entusiasta de las cosas de la tierra.
Gallardo interrumpía la música con sus exclamaciones, lo mismo que cuando estaba junto al tablado de un café cantante.
—¡Vaya por esas manitas de oro! ¡A ver otra!…
—¿Le gusta a usted la música? —preguntó la dama.
¡Oh, mucho!… Gallardo nunca se había hecho esta pregunta hasta entonces, pero indudablemente le gustaba.
Doña Sol pasó lentamente del ritmo vivo de los cantos populares a otra música más lenta, más solemne, que el espada, en su sabiduría filarmónica, reconoció como «música de iglesia».
Ya no lanzaba exclamaciones de entusiasmo. Sentíase invadido por una deliciosa inmovilidad; cerrábanse sus ojos; adivinaba que, por poco que durase este concierto, iba a dormirse.
Para evitarlo, Gallardo contemplaba a la hermosa señora, vuelta de espaldas a él. ¡Qué cuerpo, madre de Dios! Sus ojos africanos fijábanse en la nuca de redonda blancura, coronada por una aureola de pelos de oro locos y rebeldes. Una idea absurda danzaba en su embotado pensamiento, manteniéndolo despierto con el cosquilleo de la tentación.
«¿Qué haría esta gachí si yo me levantase, y, pasito a pasito, fuese a darle un beso en ese morrillo tan rico?…».
Pero sus propósitos no pasaban de un mal pensamiento. Le inspiraba aquella mujer un respeto irresistible. Se acordaba, además, de las palabras de su apoderado: de la arrogancia con que sabía espantar a los moscones molestos; de aquel jueguecito aprendido en el extranjero que la hacía manejar a un hombrón como si fuese un guiñapo… Siguió contemplando la blanca nuca, como una luna envuelta en nimbo de oro, al través de las nieblas que tendía el sueño ante sus ojos. ¡Iba a dormirse! Temía que de pronto un ronquido grosero cortase esta música incomprensible para él, y que, por lo mismo, debía ser magnífica. Se pellizcaba las piernas para espabilarse; extendía los brazos; cubríase la boca con una mano para ahogar sus bostezos.
Pasó mucho tiempo. Gallardo no estaba seguro de si había llegado a dormir. De pronto sonó la voz de doña Sol, sacándole de su penosa somnolencia. Había dejado a un lado el cigarrillo de azules espirales, y con una media voz que acentuaba las palabras, dándolas temblores apasionados, cantaba acompañándose de las melodías del piano.
El torero avanzó los oídos para entender algo… Ni una palabra. Eran canciones extranjeras. «¡Mardita sea! ¿Por qué no un tango o una soleá?… Y aún querrían que un cristiano no se durmiese».
Doña Sol ponía los dedos en el teclado, mientras sus ojos vagaban en lo alto, echando la cabeza atrás, temblándole el firme pecho con los suspiros musicales.
Era la plegaria de Elsa, el lamento de la virgen rubia pensando en el hombre fuerte, el bello guerrero, invencible para los hombres y dulce y tímido con las mujeres.
Soñaba despierta al cantar, poniendo en sus palabras temblores de pasión, subiéndole a los ojos una lacrimosidad emocionante. El hombre sencillo y fuerte, el guerrero, tal vez estaba detrás de ella… ¿Por qué no?
No tenía el aspecto legendario del otro, era rudo y torpe; pero ella veía aún, con la limpieza de un recuerdo enérgico, la gallardía con que días antes había corrido en su auxilio, la sonriente confianza con que había peleado con una fiera mugidora, lo mismo que los héroes wagnerianos peleaban con dragones espantosos. Sí; él era «su» guerrero.
Y sacudida desde los talones hasta la raíz de los cabellos por un miedo voluptuoso, dándose por vencida de antemano, creía adivinar el dulce peligro que avanzaba a sus espaldas. Veía al héroe, al paladín, levantarse lentamente del sofá, con sus ojos de árabe fijos en ella; sentía sus pasos cautelosos; percibía sus manos al posarse sobre sus hombros; luego, un beso de fuego en la nuca, una marca de pasión que la sellaba para siempre, haciéndola su sierva… Pero terminó la romanza sin que nada ocurriese, sin que sintiera en su dorso otra impresión que sus propios estremecimientos de miedoso deseo.
Decepcionada por este respeto, hizo girar el taburete del piano, y cesó la música. El guerrero estaba frente a ella hundido en el sofá, con una cerilla en la mano, intentando encender por cuarta vez el cigarro y abriendo desmesuradamente los ojos para defenderse del entorpecimiento de sus sentidos.
Al verla fijos los ojos en él, Gallardo se puso de pie… ¡Ay!, ¡el momento supremo iba a llegar! El héroe marchaba hacia ella para estrujarla con varonil apasionamiento, para vencerla, haciéndola suya.
—Güeñas noches, doña Zol… Me voy, es tarde. Usté querrá descansar.
A impulsos de la sorpresa y el despecho, ella también se puso de pie, y sin saber lo que hacía, le tendió la mano… ¡Torpe y sencillo como un héroe!
Pasaron atropelladamente por su pensamiento todos los convencionalismos femeniles, los reparos tradicionales, que no olvida ninguna mujer ni aun en los momentos de mayor abandono. No era posible su deseo… ¡La primera vez que entraba en su casa! ¡Ni el más leve simulacro de resistencia!… ¡Ir ella a él!… Pero al estrechar la mano del espada vio sus ojos; unos ojos que sólo sabían mirar con apasionada fijeza, confiando a la muda tenacidad sus esperanzas tímidas, sus deseos silenciosos.
—No te vayas… Ven: ¡ven!
Y no dijo más.