PRÓLOGO
El nigromante
as noches de luna nueva son las más apropiadas para practicar la magia negra.
La persona que se hallaba aquella noche en los sótanos del castillo del rey Héctor lo sabía.
Había estudiado durante años, grimorios arcanos y tratados prohibidos sobre las artes nigrománticas. Había practicado con cientos de pequeños conjuros, con la esperanza de que así, poco a poco, su mente y su alma fuesen abriéndose a las oscuras fuerzas que pretendía invocar aquella noche. Había reunido pacientemente todos los secretos ingredientes que necesitaba para tal fin, viajando a los rincones más remotos del mundo y corriendo graves riesgos personales para obtenerlos. Había conversado con los demonios para conseguir azufre del mismo infierno, y volado hasta el corazón de la noche a lomos de una arpía para arrancarle una pluma grisácea y reseca. Había sobrevivido a la mirada del basilisco para arrebatarle un colmillo, y había vivido otras experiencias semejantes que prefería no recordar.
Pero había valido la pena.
El nigromante se permitió un momento de descanso en su trabajo para imaginar lo que ocurriría cuando llevase a término el conjuro. No pudo reprimir una risa siniestra. Se acabarían los años de obedecer órdenes y de fingir que no era más que un inofensivo ratón de biblioteca. Ya no tendría que soportar la sonrisa pretendidamente magnánima del rey Héctor, aquel zoquete que no entendía más allá de guerras, armas y caballos, pero que se creía un gran monarca. Sí, se acabaría todo aquello. Por fin.
Respiró profundamente y se secó el sudor de la frente. Por supuesto, sabía que siempre existía un riesgo. Si el conjuro salía mal…
Reprimió aquellos pensamientos y siguió trazando los símbolos arcanos en el suelo mientras murmuraba las palabras de la invocación final, palabras de un lenguaje maldito sólo recordado por unos pocos que, como él, buscaban el poder en las artes oscuras. Percibió que algo cambiaba en el ambiente a medida que las iba recitando, pero procuró no sentirse eufórico por el momento. Si perdía la concentración, aunque sólo fuera un instante, los poderes tenebrosos que estaba invocando podían desbocarse, y él podía morir de cien espantosas maneras diferentes, que era mejor no imaginar.
Sintió que se abría un vórtice en el centro del pentáculo que había dibujado en el suelo. Fue horriblemente consciente de que aquella abominación que había creado se alimentaba de toda su fuerza, sorbiendo cada vez más energía y dejándolo a él exhausto y vulnerable; pero no cedió.
Por fin, cuando el vórtice se agrandó lo suficiente como para dejar entrar a aquello que había invocado, una profunda oscuridad se adueñó de la estancia y un silencio sobrenatural acalló todos los sonidos de la noche.
Cuando el nigromante alzó la mirada, la criatura ya se hallaba en el centro de la habitación, con sus ojos clavados en los de él. Y un espantoso frío espectral se coló en todos los rincones de su cuerpo, helándole hasta el tuétano de los huesos.
No pudo evitarlo: gritó.