VI
Se descubre el fantasma
e quedó quieta un momento, escuchando. Después, muy despacio y sin hacer ruido, se asomó con precaución al pasillo.
No vio a nadie.
Pero los pasos seguían escuchándose, y se alejaban pasillo abajo. Dispuesta a resolver aquel misterio, se quitó los zapatos y, descalza para no hacer ruido, los siguió.
No tardó en darse cuenta de que, en esta ocasión, el visitante invisible no caminaba en dirección a la torre. Se preguntó, de pronto, si aquel misterioso fantasma podría verla; le entró un ataque de pánico y se pegó a la pared, con el corazón palpitándole con fuerza.
Entonces sintió los pasos justo detrás de ella. Se separó de la pared de un salto y la observó con suspicacia. Sí, los pasos se oían detrás del muro. ¡Pero era un muro exterior! Miriam los siguió, confusa, tratando de asimilar la idea de que alguien caminaba por el interior de la pared… una pared extraordinariamente gruesa.
Lo comprendió.
Corrió tras el misterioso individuo invisible que se alejaba de ella y siguió el sonido de sus pasos hasta el interior de un salón. Se detuvo en la puerta, sin aliento, y llegó a ver una sombra junto a la chimenea. Y de pronto se oyó un sonido extraño, como de algo deslizándose por el suelo… Miriam se ocultó tras la puerta, pero, cuando volvió a asomarse, la sombra había desaparecido.
Miriam se apresuró a acercarse. Se inclinó para examinar la chimenea, pero estaba muy oscuro.
—Buenas noches, mi inquieta doncella —dijo una voz a sus espaldas, sobresaltándola.
Miriam se volvió, asustada. Junto a la ventana había una figura. La luz de la luna iluminaba los rasgos de Santiago.
—¿Qué buscas en la chimenea a estas horas? —inquirió él.
—Me pareció oír algo —replicó ella, de mal humor.
—¿De veras? Pues yo te aseguro que no has oído nada.
Miriam lo miró con suspicacia.
—¿Por qué? ¿Qué estás ocultando?
—Bueno, si insistes tanto, te diré que Darío y Valeria están en el jardín, a solas, y, por supuesto, me han pedido que vigile que nadie se acerque. He entrado aquí porque desde esta ventana se dominan todas las salidas al jardín, y puedo avisarlos en caso de que salga alguien.
—¿Y estás aquí, perdiéndote la fiesta para encubrirlos, porque Darío es amigo tuyo? Me conmueve tu espíritu de sacrificio.
—Bueno, la fiesta no me llamaba mucho la atención. La única doncella que me interesaba se había retirado ya. Por otro lado, Darío es más fuerte y grande que yo. Cuando me pide un favor, no suelo negárselo.
—Eres patético.
—Muchas gracias.
—Y dime… ¿tú no has oído… ni visto nada extraño?
—Si te refieres al fantasma de Cornelius, no, no lo he visto; para eso es un fantasma —bromeó Santiago; Miriam palideció súbitamente, pero estaba demasiado oscuro como para que el joven lo viese—. ¿Por qué lo buscas aquí? Seguro que ronda la torre y…
—¡La torre! —exclamó Miriam de pronto.
Sin una palabra más, echó a correr, dejando atrás al sorprendido Santiago. Subió las escaleras a toda prisa y entró casi sin aliento en la habitación de Zacarías.
—¡Padre! —exclamó.
Miró a su alrededor. La estancia estaba revuelta, y la cámara de los tratados de nigromancia se hallaba abierta de par en par. A Zacarías no se le veía por ninguna parte.
—¡Padre! —repitió Miriam, preocupada.
Esta vez recibió una respuesta: un débil gemido que provenía de algún lugar detrás de una enorme pila de libros. Miriam se precipitó hacia allí y lanzó una exclamación de horror.
Zacarías yacía en el suelo con una fea herida en la cabeza. Miriam se apresuró a limpiarla con su pañuelo. Apreció entonces que tenía varias contusiones en el rostro.
—¡Padre! ¿Qué ha pasado?
—Cor… nelius… —dijo él.
—¡Te dije que cerraras bien la puerta!
—No es… un fantasma.
—Lo sé. No te muevas. Voy a curarte.
—¿Qué diablos…? —dijo de pronto una voz desde la puerta.
Miriam se volvió y vio allí a Santiago, que miraba a su alrededor, desconcertado.
—¿¡Me has seguido!? —protestó Miriam.
Santiago no se molestó en responder. Acababa de ver a Zacarías y rápidamente corrió junto a ellos.
—¿Qué le ha pasado?
—Eso no importa ahora. Tienes que ayudarme a colocarlo en la cama.
El joven asintió. Entre los dos izaron a Zacarías y lo tumbaron en el lecho. Mientras Santiago le limpiaba la herida, Miriam corrió con presteza al armario donde su padre guardaba sus hierbas. Rebuscó entre sus saquillos hasta que encontró uno que contenía flores de caléndula, otro lleno de hojas de olmo y un tercero en el que quedaba un poco de flor de una planta llamada uva de gato. Lo mezcló todo en un mortero y, añadiendo alguna cosa más, no tardó en elaborar una cataplasma de color amarillento que no olía demasiado bien.
—¿Estás segura de lo que haces? —preguntó Santiago al verla aplicar el ungüento a las lesiones de Zacarías.
—Esta mezcla cicatrizará la herida y reducirá la inflamación.
El muchacho la miró, inquieto.
—¿Es… brujería?
—Esto no tiene nada que ver con la brujería. Sólo son plantas. Cualquiera puede recogerlas en el bosque y cocerlas a fuego lento. ¿Qué tiene eso de mágico?
Zacarías abrió los ojos lentamente y arrugó la nariz.
—Uf… caléndula —dijo, al reconocer el olor.
—¿Estás bien, padre? ¿Qué ha pasado?
—Cornelius entró… no, más bien se materializó de la nada. Pareció bastante sorprendido al encontrarme aquí.
—Es porque pensaba que estabas en la fiesta, como todo el mundo —dijo Miriam con gesto grave.
—Me golpeó, y caí hacia atrás.
—Parece que te diste en la cabeza con el canto de la mesa.
—¿Pero cómo llegó hasta aquí?
—Hay un pasadizo secreto en alguna parte —explicó Miriam—. De este modo, Cornelius entra y sale sin que nadie lo vea. Por lo visto, tenía mucho interés en entrar aquí, tal vez para recuperar algo que se dejó olvidado, antes de que nosotros lo encontrásemos. Lo intentó la primera noche y ha vuelto a probar suerte hoy, pensando que la torre estaría vacía.
—Creo… que se ha llevado un libro.
—Lo suponía.
—Miriam… tenemos que averiguar qué volumen ha cogido. Tal vez eso…
—Ni hablar, padre —lo detuvo Miriam, con firmeza—. Necesitas descansar. Me quedaré contigo esta noche y, cuando te recuperes, buscaré ese pasadizo y tú investigarás sobre ese libro que se ha llevado. Y esta vez cerrarás la puerta con cerrojo, como te dije que hicieras.
Se volvió entonces hacia Santiago.
—Ya has visto algo de lo que pasa aquí —le dijo—. Te contaré el resto, pero debes prometer que no se lo dirás a nadie. Todavía no tenemos todas las respuestas que hemos venido a buscar.
‡ ‡ ‡
Miriam pasó la noche en la torre, pero no durmió demasiado bien. Volvió a soñar con la mujer de la Mandrágora, que no pronunció más palabras que el nombre de la extraordinaria planta. Cuando se levantó al día siguiente, cansada y ojerosa, se encontró con que su padre parecía ya recuperado. Sus heridas habían cicatrizado y, si bien cojeaba un poco como consecuencia de su aparatosa caída, al menos podía levantarse.
—Este lugar no es seguro —dijo ella, mirándolo con preocupación—. ¿Qué vas a hacer si vuelve Cornelius?
—Atrancaré la puerta por la noche, no te preocupes. Aunque no lo creas, sé cuidarme solo. Y ahora, ¿quieres echarme una mano con esto?
Miriam lo ayudó a examinar la cámara de los libros de nigromancia, y Zacarías pronto descubrió cuál era el que faltaba.
—El Animae Defunctorum —dijo, muy serio—. Lo estuve hojeando el otro día. Es un tratado sobre la inmortalidad del alma.
—¿Y qué tiene eso de amenazador? —preguntó Miriam, mientras pasaba las páginas de un libro de demonología que incluía dibujos de monstruos ciertamente amenazadores.
—Creo recordar que incluía algunos ritos de magia negra para invocar a los espíritus de los muertos. Y deja ese libro, no es para jovencitas.
—¿Eso es lo que está haciendo Cornelius? —preguntó Miriam, sin hacerle caso—. ¿Invocar fantasmas?
—Me parece que ya sé qué está pasando. Verás, los rituales de los que te hablo sólo los he visto en el Animae, pero debían de encontrarse en más tratados.
—Y esos tratados tampoco están aquí —comprendió Miriam.
—Exacto. Esto es lo que creo: Cornelius está trabajando en secreto en alguna parte, y se llevó consigo todos los libros que necesitaba. Todos menos uno. No sé si lo olvidó aquí o simplemente lo dejó porque no era importante para sus experimentos. Pero sí sé por qué ha vuelto por él ahora.
—¿En serio? —Miriam apartó la vista del catálogo de demonios y lo miró con curiosidad.
Zacarías asintió.
—Si mal no recuerdo, al final del Animae se incluía una descripción de los rituales necesarios para devolver las almas invocadas a su lugar de origen.
—Es decir… que Cornelius está preparando un gran conjuro y nosotros teníamos el contrahechizo en ese tratado, y por eso se ha arriesgado a volver por él. ¿Es eso?
—Exacto. Imagino que no sabía que su torre iba a ser ocupada por otra persona. Pero se enteró de nuestra llegada, y esa misma noche regresó a buscar lo que se había dejado atrás. No sé si sabía o no que habíamos encontrado su biblioteca secreta. El caso es que volvió a intentarlo anoche, suponiendo que estábamos todos en el baile.
—Y se lo ha llevado —murmuró Miriam a media voz.
—Creo que está preparando algo importante y muy, muy peligroso —afirmó Zacarías con energía, mientras depositaba tres volúmenes sobre la mesa, delante de Miriam—. Y, sea lo que sea, debemos impedir que lo lleve a cabo. Pero estoy seguro de que el ritual de liberación de espíritus debe de mencionarse en algún otro libro más. Tú busca en los Libros de Morgana, a ver si encuentras alguna referencia. Yo miraré en las Necronómícas. Intuyo que nos enfrentamos a algo muy serio.
En aquel mismo momento, la reina Leonora entró en la habitación y los miró con extrema gravedad. Miriam dio un respingo y ocultó el tratado de demonología bajo un ejemplar de la Historia Francorum, mientras se apoyaba sobre los Libros de Morgana para que la reina no viese el título.
—Estoy muy disgustada con vos, maese Zacarius —dijo la señora del castillo, muy seria—. Me habéis decepcionado.
—¿De… de veras? —tartamudeó el erudito, muy nervioso.
Miriam también estaba preocupada. Temía que Santiago los hubiese delatado; y, aunque ellos no eran magos, el simple hecho de ser sorprendidos entre tantos tratados de nigromancia podía bastar para que los condenaran a la hoguera por brujos. ¿Qué otra cosa, si no, podía ser tan importante como para hacer que la reina subiese afanosamente todos los escalones de la ruinosa torre para hablar con ellos?
—El sabio Nemesius ha confeccionado una carta estral para la reina Viviana —dijo entonces la reina—. Exijo saber por qué yo no tengo nada semejante.
—¿Una qué? —se le escapó a Miriam.
—Una carta estral —repitió la reina con energía—. Con las posiciones de las estrellas en el momento de mi nacimiento.
—Una… ¿carta astral? —preguntó Zacarías, algo confuso.
—Eso he dicho. Quiero una carta de esas; poneos a trabajar en ello inmediatamente.
—Pero, majestad, ahora mismo estoy…
—He dicho inmediatamente —replicó la reina—. Deseo mostrarle mi carta estral a la reina Viviana antes de que regrese a su reino. Aquí tenéis todos los detalles sobre el día en que nací —añadió, tendiéndole un documento cuidadosamente doblado.
—Como deseéis, majestad —capituló Zacarías.
La reina le dirigió una mirada penetrante, como si estuviera esperando algo. El erudito captó la indirecta.
—¡Ah! Hem… Per ardua ad astra, majestad: «a las estrellas se llega por caminos difíciles».
La reina pareció satisfecha. Iba a marcharse, pero se detuvo un momento en la puerta.
—Ah, y… aseguraos, maese Zacarius, de que mis estrellas son más favorables que las de Viviana.
Zacarías puso tal cara de desconcierto que Miriam no pudo contener la risa. La reina la miró con severidad.
—Y tú, ¿qué haces aquí? La dama Brígida te está buscando. La justa está a punto de empezar.
—¿La qué? —soltó Miriam, horrorizada.