MandragoraTop

III

La biblioteca secreta de Cornelius

P

quella noche, Miriam tuvo un sueño muy extraño.

Soñó con una mujer que la miraba con unos ojos tan profundos como el corazón de un bosque. Miriam no la había visto nunca, pero sentía que la conocía desde siempre.

«Mandrágora», dijo la desconocida.

«¿Quién eres?», preguntó Miriam, pero los labios de la mujer susurraron:

«Mandrágora… Vuelve… Recuerda»…

Y la oscuridad se cerró sobre Miriam, como si fuese a devorarla.

Despertó en su cama, angustiada. Aunque tardó un poco en darse cuenta de que todo había sido un sueño, eso no la hizo sentirse mucho mejor.

Se arrebujó de nuevo entre las sábanas y trató de dormir; no lo consiguió. Dio varias vueltas sobre la cama y después optó por quedarse quieta y en silencio, esperando que el sueño la venciese.

Y entonces lo oyó.

Al principio pensó que se había tratado de su imaginación, pero aguzó el oído y escuchó el inconfundible sonido de unos pasos deslizándose por el pasillo. Miriam se incorporó, intrigada. ¿Quién andaría por allí a aquellas horas de la noche? Se levantó, dispuesta a averiguarlo; se estremeció cuando sus pies tocaron el frío suelo de piedra, pero no se detuvo, y salió con cuidado de la habitación.

Pegada a la pared, se asomó al pasillo para poder espiar sin ser vista. Los pasos se oían todavía en alguna parte. Era tan sólo un rumor, pero en el silencio de la noche se escuchaban con mucha claridad. Miriam miró a su alrededor. No vio a nadie, y eso la llenó de inquietud. Se acurrucó aún más contra la pared. Sabía que había alguien, lo estaba escuchando. Los pasos avanzaban pasillo abajo… ¡pero seguía sin ver a nadie!

Aunque estaba asustada, la curiosidad pudo con ella. Haciendo de tripas corazón, siguió el sonido de aquellos pasos corredor abajo, procurando hacer el menor ruido. Estuvo a punto de perder la pista en una bifurcación, pero volvió a escucharlos un poco más arriba, y se dio cuenta de que aquel ser invisible estaba subiendo las escaleras.

Ella también subió. Se sentía en una especie de sueño, siguiendo algo que oía pero no veía. Tal vez fuera aquella la razón por la cual tardó un poco en darse cuenta de que se encontraba en la torre donde habitaba su padre.

Cuando se percató del detalle, se despejó de pronto y decidió correr a avisarlo. Empujó la puerta para abrirla, pero esta ya estaba abierta, de modo que entró…

La habitación estaba a oscuras, únicamente iluminada por la luz de la luna, que se filtraba por la ventana. Miriam distinguió una figura junto a las estanterías, rebuscando entre los libros.

—¿Padre? —murmuró, insegura.

La figura se quedó quieta un momento, y entonces avanzó hacia ella. La luz de la luna iluminó un rostro pálido, demacrado, espectral, parcialmente oculto por una barba encrespada.

Miriam gritó y retrocedió hasta la pared. La figura gruñó algo ininteligible, se retiró hacia las sombras… y desapareció.

—¿Eh? ¿Qué? ¿Qué pasa? —se oyó la voz adormilada de Zacarías.

Muerta de miedo, Miriam corrió al catre donde dormitaba su padre y lo sacudió sin contemplaciones.

—¡Despierta! ¡Despierta! —lo llamó con urgencia—. ¡Hay alguien en la habitación!

Para cuando lograron encender una vela, el misterioso visitante se había ido.

Miriam todavía temblaba.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Zacarías, mirándola con seriedad—. ¿Qué haces aquí a estas horas?

Miriam le contó en pocas palabras lo que había visto… y lo que no había visto. Zacarías la escuchó, pensativo.

—¿Seguro que no ha sido un sueño?

—No —replicó Miriam—. Oí los pasos pero no había nadie. Y ese hombre extraño…

—¿Cómo era?

—No lo vi con claridad. Era alto y delgado, parecía viejo. Llevaba barba, y tenía los ojos hundidos…

—Podría ser Cornelius —dijo Zacarías, al cabo de un momento de silencio.

—Pero… no lo entiendo. He seguido sus pasos por el castillo, y no lo he visto.

—No olvides lo que hemos venido a investigar. Las Guardianas del Bosque dijeron que alguien estaba usando magia negra en este castillo, y cuando se trata de magia negra, todo es posible. Tal vez Cornelius haya encontrado la manera de hacerse invisible.

—Padre, siempre me hablas de esas Guardianas del Bosque a las que no conozco. ¿Cómo puedes estar seguro de que no se equivocan?

—Porque la magia negra es la magia de la muerte, lo contrario a la vida a la que ellas rinden culto. Si alguien ha estado utilizando artes prohibidas en este lugar, no les debe de haber resultado difícil detectarlo.

Miriam reflexionó sobre aquello, impresionada. Después, sugirió:

—¿Y si no fuera invisible? ¿Y si murió y ahora es un fantasma, un alma en pena?

—Tampoco podemos descartar esa posibilidad, por descabellada que parezca.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? Espectro o no, me da muy mala espina. Podría volver.

—En eso tienes razón. Si ha venido a esta torre, será por algún motivo. Seguramente volverá a intentarlo.

—¿Y qué supones que anda buscando?

—Lo único de valor que hay aquí: libros.

—Eso tiene sentido —asintió ella—. Porque lo he visto ahí, junto a esas estanterías.

Zacarías se acercó al lugar señalado por Miriam y examinó los libros a la luz de la vela. La muchacha se sentó sobre un taburete y miró a su alrededor, fascinada.

—Este lugar es increíble —comentó—. Ese Cornelius debe de estar muerto; nadie abandonaría todos estos libros por propia voluntad.

Zacarías no la escuchaba. Sacó algunos libros de la estantería y los depositó con cuidado sobre la mesa.

—Son volúmenes sobre gramática latina —murmuró—. ¿Por qué querría Cornelius recuperar estos libros y no otros?

—Tal vez Satanás le haya pedido que dé clases de dicción a sus malhablados diablillos… ¿Qué estás haciendo?

Estaba muy concentrado examinando la estantería, y no contestó. Miriam lo observó, intrigada. Zacarías había introducido la mano por el hueco que había dejado en el estante al sacar los libros, y manipulaba algo que, al parecer, estaba detrás, en la pared. Dejó el volumen sobre la mesa y se acercó para mirar, con curiosidad.

De pronto, Zacarías retrocedió y la estantería entera comenzó a moverse. Miriam ahogó un grito, convencida de que se les venía encima, y retrocedió a toda prisa. Entonces, la joven se dio cuenta de que la estantería no se caía, sino que toda la pared se deslizaba hacia un lado, dejando al descubierto…

—¡Más libros! —exclamó, sorprendida.

Efectivamente: tras aquella falsa pared había un pequeño cuarto con más estanterías llenas de volúmenes y pergaminos. Miriam se adelantó un paso, pero su padre la retuvo.

—Espera —dijo.

Entró en el cuarto y echó un vistazo a su alrededor. Su rostro se ensombreció a medida que fue leyendo títulos.

—Las Guardianas tenían razón —dijo finalmente—. Aquí dentro se encuentra la colección de libros de nigromancia más completa que he visto en mi vida. Parece que nuestro amigo Cornelius hacía algo más que jugar con las artes prohibidas: es un auténtico experto.

—Entonces, ¿crees que sigue vivo?

—No lo sé. Puede que invocase a algo peligroso, algo a lo que no le hizo mucha gracia que un simple mortal como Cornelius lo invocase… Pero, en el caso de que fuera su espectro lo que has visto, ¿qué razones tendría para volver aquí?

—Bueno, ya sé que esta no es una torre muy acogedora, pero supongo que un viejo grajo como Cornelius podría considerarlo un bonito hogar.

—Sin sarcasmos, Miriam. Esto es serio.

—De acuerdo. Me estás diciendo que Cornelius era un nigromante, pero aquí no veo más que libros. ¿Dónde están los ingredientes para los hechizos, los amuletos y todo eso? Y, por otro lado, ya sé que el rey Héctor no es muy listo, pero, si su sabio invocase a demonios y cosas por el estilo, ¿no se habría dado cuenta?

—En tierras del rey Héctor, la brujería se castiga con la hoguera. No es de extrañar que lo mantuviese en secreto, ¿no te parece?

—Es verdad. ¡Pero no entiendo nada! ¿Está o no está vivo? Si lo está, ¿cómo se las arregla para ser invisible? Y, en cualquier caso, ¿qué es lo que busca aquí?

Zacarías movió la cabeza, pensativo.

—Parece que ha venido por estos libros. Voy a examinarlos con calma. Tal vez encuentre alguna pista.

—Y yo, ¿qué hago?

—Intenta averiguar algo sobre Cornelius. Haz algunas preguntas…, pero sé discreta.

Zacarías volvió la mirada hacia la ventana y vio que el horizonte comenzaba a clarear.

—Hablaremos más tarde —concluyó—. Vuelve a tu habitación antes de que la dama Brígida descubra que no estás.

—Oh, no —suspiró Miriam, al recordar de pronto sus desastrosos comienzos como dama de la corte—. ¿Voy a tener que aguantar a Ángela y sus doncellas hasta que nos vayamos?

—Mmmm… Respecto a eso, la reina me dijo que estaba muy disgustada contigo. Ya sabes, por el asunto del joven trovador.

—Él se lo buscó —gruñó Miriam. Al captar la mirada severa de su padre, añadió—. Está bien, intentaré ser una buena doncella para que la reina no tenga queja de mí.

—Así me gusta.

Miriam dio media vuelta para marcharse. Cuando ya estaba en la puerta, vaciló un momento.

—¿Padre?

—¿Sí?

—¿Qué significa «Mandrágora»?

—Es una planta que chilla.

—¿Que chilla?

—Eso dicen. ¿Por qué lo preguntas?

Miriam dudó un momento.

—Por nada.

Salió de la habitación, sin percatarse de la extraña mirada que le dirigió Zacarías.

‡ ‡ ‡

El día siguiente no fue mejor. La dama Brígida le consiguió un vestido más apropiado: era de su talla y un poco más discreto que cualquiera de los viejos trajes de Ángela, con lo que se sintió bastante más cómoda. Sin embargo, después el ama se empeñó en transformar sus espesos rizos en delicados tirabuzones, y la joven tuvo que aguantar los tirones de pelo y las quemaduras de las tenacillas calientes en la nuca y las orejas durante toda la mañana. Aun así, el resultado no fue exactamente lo que el ama había pensado. La mitad de la abundante cabellera de Miriam seguía siendo rizada, mientras que la otra mitad tenía una conformación imprecisa y sólo algunos tirabuzones aparecían claramente definidos.

—No puedo con este pelo —capituló finalmente el ama, secándose el sudor de la frente—. Deberías haber domado estos rizos desde pequeña, en lugar de dejar que creciesen así, sin más. ¿No pensó tu madre en eso?

—No llegué a conocer a mi madre, señora —respondió Miriam.

No pretendía inspirar compasión. Lo había superado hacía mucho tiempo, a pesar de que su padre nunca hablaba del tema. Pero la dama Brígida debió de sentirse conmovida, puesto que no insistió más con las tenacillas y se limitó a trenzarle el cabello con hilo dorado. No quedaba mal del todo.

Después, trató de disimular el tono moreno de su piel maquillándola con polvos de arroz. Pero, cuando aquel fino polvillo se le metió por la nariz, a Miriam le dio un ataque de estornudos, y el ama tuvo que renunciar a seguir acicalándola.

Dejó el resto en manos de María, una joven criada que, según le dijo a Miriam, sería su camarera personal. Miriam estuvo a punto de responder que ella no necesitaba que nadie la ayudase a vestirse y a peinarse todas las mañanas, puesto que sabía hacerlo sola, pero se lo pensó mejor y no hizo ningún comentario.

El ama las dejó solas. María estaba terminando de adornarle el pelo, y ella esperó unos minutos antes de preguntar:

—¿Hace mucho que sirves en el castillo, María?

—Desde niña, mi señora.

—Por favor, no me llames así. Llámame Miriam.

—Oh, no, mi señora, no podría. La dama Brígida no lo consentiría.

—Pero si yo no soy noble.

—Sin embargo, pertenecéis al séquito de su alteza la princesa Ángela, y se os debe guardar el respeto que corresponde —replicó María, como quien recita una lección aprendida de memoria.

—Pero yo no soy como ellas —insistió Miriam—. Soy la hija del sabio, ¿lo sabías?

—Sí, mi señora, me lo habían dicho.

La miró de forma extraña, con cierto temor, y Miriam se sintió inquieta.

—¿Cómo era el otro sabio?

María vaciló.

—Maese Cornelius era un hombre muy… solitario. No solía participar en las actividades de la corte.

—¿Y nunca hablaste con él?

—No, señora. Sólo soy una criada.

—Nadie me ha contado por qué se fue. ¿Sabes algo?

La criada guardó silencio. Miriam decidió tirar más de la cuerda.

—Si ofendió a los reyes de alguna manera, me gustaría saberlo —añadió—. No querría que mi padre cometiese el mismo error.

—Oh, no, mi señora, no es por eso —dijo rápidamente María, bajando la voz—. Vuestro padre debe de saberlo. Al fin y al cabo, vive en la torre, ¿no es cierto?

—No lo entiendo… ¿qué tiene eso que ver?

María echó un vistazo alrededor, para asegurarse de que nadie la escuchaba, y añadió en un susurro:

—Los señores actúan como si nada sucediera, pero los criados sabemos la verdad: maese Cornelius fue asesinado y su espectro vaga por los pasillos en las noches sin luna. Muchas veces se le oye caminar, pero casi nunca podemos verlo.

El corazón de Miriam empezó a latir más deprisa.

—¿Tú lo has visto alguna vez? —preguntó, bajando la voz.

María volvió a mirar a su alrededor antes de decir:

—Sí, una vez lo vi. Veréis, mi señora, una noche me desperté de madrugada y oí ruidos en el pasillo. Me asomé y vi a maese Cornelius vagando por el castillo en dirección a la torre. Le vi la cara cuando pasó junto a la ventana. Parecía un loco. Y de pronto entró en una habitación… ¡y desapareció!

María calló de golpe, porque el ama entró en la estancia y se quedó allí hasta que la criada se retiró. Miriam suspiró para sus adentros. Tendría que continuar con sus pesquisas en otro momento.

La dama Brígida la condujo a un salón donde, sentadas en un estrado, la princesa Ángela y sus doncellas charlaban animadamente mientras bordaban.

Miriam se quedó en la puerta, indecisa, pero el ama le puso un bastidor entre las manos.

—Vamos, adelante. Debes aprender a bordar como una doncella bien criada.

La muchacha se sentó un poco más allá y fingió elegir los colores que iba a emplear en su bordado. Cuando el ama salió de la habitación, Miriam suspiró aliviada y apartó los hilos.

—¿Qué estás bordando, Miriam? —preguntó entonces Ángela.

Ella se volvió y se dio cuenta de que las tres doncellas la miraban fijamente.

—Todavía no he empezado —repuso.

—Bueno, entonces, ¿qué vas a bordar? Yo estoy acabando un paño con la imagen de la dama y el unicornio.

Le mostró su bordado, y Miriam tuvo que reconocer que era muy bonito; representaba a un unicornio apoyando la cabeza sobre el regazo de una doncella sentada en un prado.

Isabela le enseñó su pañuelo con primorosos diseños de lilas y azucenas, y Valeria exhibió orgullosa una mantelería cuya figura central mostraba a una dama caminando sobre las aguas para entregar una espada a un caballero.

—Son el caballero Lancelot du Lac y su hada protectora, la Dama del Lago —le explicó—. Mi linaje se remonta nada menos que a la Tabla Redonda.

—Bien, yo… todavía no sé lo que voy a bordar.

—Lo que pasa es que no sabes bordar —replicó Ángela, burlona.

—¡Claro que sé! —mintió Miriam—. Y voy a bordar un pañuelo con un… un… —miró a su alrededor en busca de inspiración y la encontró en uno de los tapices—. ¡…Un dragón! —dijo por fin.

—¿Vas a bordar la batalla de San Jorge contra el dragón? —preguntó Valeria.

—No… sólo pensaba bordar un dragón.

—¿Para qué quieres bordar un monstruo si no hay un caballero matándolo? No lo entiendo.

—Empezaré con el dragón —cortó Miriam, molesta—. Y luego ya veremos.

Se puso manos a la obra. Mientras intentaba plasmar en su lienzo la figura de un dragón, escuchaba lo que decían las doncellas.

Estaban hablando del príncipe Marco y sus amigos. A Santiago ya lo conocía, pero aquella tarde se enteró de que el joven grande y fuerte era Darío, y el otro, el de pelo negro que era tan guapo, se llamaba Rodrigo de Rosia, y era hermano de Isabela. Por lo visto, la mitad de las doncellas del reino suspiraban por él y, aunque se decía que al joven no le disgustaba ser tan admirado, llevaba meses detrás de la única doncella que no estaba interesado en él: la princesa Ángela.

—Si te casases con mi hermano, seríamos casi hermanas —le decía Isabela.

Isabela era prima de Ángela, y la doncella de más alto rango en la corte después de la princesa. Su padre era el conde de Rosia, hermano del rey Héctor y gobernante de una floreciente ciudad que privilegiaba las artes y el conocimiento. Pese a ello, nadie habría dicho de Isabela que fuese culta, aunque sabía leer algo mejor que sus amigas.

—Ya te lo he dicho muchas veces, yo me tengo que casar con un príncipe, y no con el hijo de un conde. Pero sabes que seremos hermanas de todas formas.

Y las tres rieron como tontas. Miriam chasqueó la lengua, con disgusto. Toda aquella charla le parecía estúpida y sin sentido. Se obligó a sí misma a calmarse y ser paciente. Por la tarde estaría de nuevo con su padre en aquella maravillosa torre llena de libros.

—Y tú —añadió Ángela, dirigiéndose a Valeria—, deberías dejar de pensar en Darío, sabes que no tiene muchas luces. Le interesan más los caballos que las doncellas.

—Pero yo le haré cambiar de opinión —dijo Valeria con tozudez.

—Ángela tiene razón —intervino Isabela—. Vendrán muchos caballeros al cumpleaños de Marco. Conocerás a más gente.

Miriam aguzó el oído al escuchar el nombre del príncipe. Pero enseguida sacudió la cabeza y siguió con lo suyo. ¿Por qué habría de preocuparse por un príncipe que, seguramente, sería tan necio y engreído como su hermana? Por no mencionar el hecho de que él jamás se fijaría en ella.

Apretó los dientes, frunció el ceño y siguió con su bordado, pero no era tan sencillo como parecía en un principio. Una hora después de haber empezado, había roto varios hilos, y su dragón era algo alargado con muchas patas y ojos saltones.

—¡Mirad lo que ha bordado Miriam! —gritó entonces Valeria, espiando por encima de su hombro. La muchacha intentó esconder el lienzo, pero era demasiado tarde: Ángela le quitó el bastidor de las manos para estudiarlo a la luz.

—¿Qué es esto? Parece una enredadera de color rojo.

—Es un dragón —dijo Miriam de mala gana, y las tres se echaron a reír nuevamente—. ¿Qué pasa? ¿Es que no conocéis el estilo de Bizancio?

Las doncellas dejaron de reír y la miraron, perplejas.

—¿El estilo de Bizancio? ¿Qué es eso?

—El tipo de bordado que está de moda en las más refinadas cortes orientales —mintió Miriam, recuperando su bastidor—. Consiste en hacer un bordado algo más abstracto, de manera que haya que adivinar las figuras que representa. Pero claro —añadió, con tono inocente—, olvidaba que no habéis viajado mucho y, por supuesto, jamás habéis estado en Constantinopla…

Las tres doncellas cruzaron una mirada y estudiaron el bordado con nuevos ojos.

—¿Me dejas copiarlo? —preguntó Ángela con voz melosa.

—Os lo regalo, alteza —respondió Miriam con voz solemne, tratando de que no se le notase que estaba aguantando la risa—. No me cuesta nada hacer otro.

Dejó a las doncellas examinando su lienzo y salió de la sala apresuradamente, riendo entre dientes. Iba con tantas prisas que no se dio cuenta de que alguien caminaba en dirección contraria, y estuvo a punto de chocar contra él. Cuando alzó la mirada con una disculpa en los labios, descubrió que ante ella estaba el príncipe Marco en persona, observándola con curiosidad. Enrojeció intensamente y no fue capaz de decir nada.

—¿Te encuentras bien? —preguntó el príncipe con amabilidad.

Miriam asintió, sin poder hablar todavía, y sintiéndose torpe y ridícula.

—Ten cuidado, Marco —dijo una voz burlona, que Miriam conocía bien—. No seas demasiado gentil con ella, que te pegará.

Miriam descubrió entonces que Darío, Rodrigo y Santiago estaban también en el pasillo, tras el príncipe. Y la voz era de Santiago.

Marco rio alegremente.

—Te lo tenías bien merecido, Santiago, por tratar de seducir a una doncella decente como ella delante de todo el mundo. Si yo hubiese estado en su lugar, también te habría pegado.

Miriam sonrió y se quedó mirando a Marco, embelesada.

—¿Nos dejas pasar? —dijo el príncipe.

Miriam reaccionó.

—¡Oh! Por supuesto, yo… ¡qué tonta soy! Disculpad, alteza.

Se apartó de su camino, con las mejillas ardiendo. Los jóvenes caballeros pasaron junto a ella. Santiago la miró, riéndose entre dientes. «Estúpido bufón», pensó Miriam, resentida.

Sintió de pronto unas ganas terribles de llorar, y corrió a refugiarse en la torre.