MandragoraTop

XIV

La última orden del capitán

P

antiago cabalgaba como una exhalación. Sabía que los caballeros espectrales le llevaban mucha ventaja, pero esperaba poder alcanzarlos antes de que llegaran al bosque. No era difícil seguirles el rastro: campos, graneros y casas habían caído bajo los cascos de sus caballos y el filo de sus espadas.

El joven duque de Alta Roca estaba preguntándose qué pensaba hacer el príncipe Marco para detenerlos, cuando se tropezó de improviso con la retaguardia del ejército enemigo. Hizo frenar en seco a su caballo y reculó precipitadamente. Por fortuna, los caballeros espectrales no notaron su presencia. Santiago se ocultó tras unos árboles, sorprendido. No había esperado encontrarse con ellos tan pronto, porque suponía que no se detendrían hasta llegar al castillo. Sin embargo, allí estaban, inmóviles como estatuas. ¿Qué era lo que había interrumpido su marcha?

Dispuesto a averiguarlo, hizo avanzar a su caballo con precaución. No tardó en darse cuenta de que los caballeros se habían quedado parados en los límites del bosque. Pero ¿por qué? Les había seguido el rastro durante todo el día, y a aquellas alturas ya sabía que ningún bosque, por profundo y frondoso que fuese, podría impedirles el paso. Vislumbró una escena extraña en la primera línea enemiga: algunos caballeros caminaban sin moverse del sitio, como si tratasen de avanzar y fuesen retenidos por una fuerza invisible. La mayoría, sin embargo, se habían quedado completamente quietos, con sus yelmos vacíos vueltos hacia la linde del bosque, como si estuvieran esperando algo.

Todos menos uno.

Santiago vio entonces a un caballero que, subido en lo alto de una loma, miraba a su alrededor, intentando abarcar con la vista hasta dónde se extendía su ejército. Su armadura era tan vieja como las de los caballeros espectrales. Santiago comprendió que debajo se ocultaba un hombre de carne y hueso, un hombre vivo rodeado de fantasmas.

El capitán.

Comenzó a palpitarle el corazón con más fuerza. Recordó que Zacarías había dicho que los caballeros espectrales necesitaban un capitán de carne y hueso que los guiase hacia su objetivo. Tal vez Santiago no fuera un gran caballero, y desde luego no era rival para los espectrales, pero sí podía tratar de vencer a su capitán… a pesar de que el conde de Castel Forte —en el caso de que, como sospechaba, fuera él quien se ocultaba bajo aquella armadura— era un hábil y experimentado guerrero. Pero existía una posibilidad…

Santiago espoleó a su caballo y se dirigió hacia la loma, avanzando entre los caballeros espectrales, que no le prestaban la menor atención.

‡ ‡ ‡

Un caballero desconocido irrumpió en las calles de la ciudad, y todos se apartaron a su paso y corrieron a esconderse. Su armadura había conocido tiempos mejores. Su caballo parecía absolutamente aterrorizado, como si no soportara el contacto con su jinete; pero el caballero llevaba las riendas con mano de hierro, y guiaba a su montura con una fuerza que parecía sobrehumana, de modo que el animal no se atrevía a contradecirlo.

Pero lo que había llevado a los ciudadanos a huir despavoridos era mucho más evidente y menos sutil que el terror del caballo: al caballero le faltaban varias piezas de la armadura, y cualquiera podía ver con claridad que no había nada debajo.

Zacarías también lo vio. Primero pensó que los caballeros espectrales ya habían alcanzado la ciudad; después se dio cuenta de que aquel en concreto parecía estar solo, porque ningún otro lo seguía. Tuvo una corazonada, y fue tras él.

‡ ‡ ‡

Santiago miró a su alrededor, desconcertado. Había perdido de vista al capitán.

Fue consciente entonces de que estaba rodeado de enemigos y, aunque no parecían percatarse de su presencia, sabía que en cualquier momento podían reaccionar y volverse contra él. Al fin y al cabo, ignoraba qué los había hecho detenerse y quedarse quietos y rígidos como estatuas; pero, fuera lo que fuese, también podía producir en ellos el efecto inverso.

Hincó los talones en los flancos de su caballo y escapó a toda velocidad hacia el bosque, cabalgando entre los caballeros espectrales y rezando porque el capitán no lo descubriese y ordenase a sus hombres que cargasen contra él.

Llegó finalmente al límite del bosque. Y se detuvo, sorprendido.

La imagen de aquellas mujeres de pie, con los brazos alzados, impidiendo el paso a los caballeros espectrales, era sobrecogedora, al igual que su letanía, repetida una y otra vez con fe inquebrantable:

—El bosque es sagrado…

—La vida es sagrada…

—¡Volved a vuestro lugar, criaturas fantasmales!

—¡¡No cruzaréis por aquí!!

—¡Miriam! —exclamó Santiago, al verla entre aquellas misteriosas mujeres.

Bajó del caballo y corrió hacia ella. Si allí existía una barrera invisible, a él no le impidió el paso.

—¡Santiago! —susurró Miriam al verle; el chico se dio cuenta de que estaba pálida y parecía muy cansada—. ¡Estás bien!

Se sentía tremendamente aliviada al verle. Reprimió el impulso de lanzarse a sus brazos, y no lo hizo no sólo por vergüenza, sino porque era necesario que mantuviese su posición en la barrera. Santiago se hizo cargo de la situación y no quiso perder el tiempo.

—¡He visto al capitán, Miriam! Está muy cerca. Le he perdido de vista, pero creo que podría volver a…

—No hay tiempo —cortó ella—. No podremos detenerlos para siempre; además, tarde o temprano, el capitán se dará cuenta de que él sí puede traspasar la barrera mística, y nosotras no somos inmunes al filo de una espada. Trae a las tropas del rey. ¡Si lucháis protegidos por nuestra magia, tendréis una oportunidad!

Santiago quiso protestar, pero no se le ocurrió nada que decir. Era cierto que nunca había confiado en la magia, pero aquellas mujeres habían detenido a los espectrales, y gracias a ellas existía ahora una posibilidad de salvar el reino.

—Sé que te he hecho daño y que no confías en mí —prosiguió Miriam—, pero te pido que lo hagas ahora, por la gente a la que quieres. Esta es nuestra última oportunidad.

Santiago asintió sin una palabra, hincó los talones en los flancos de su caballo y salió disparado hacia el castillo.

‡ ‡ ‡

Zacarías siguió al caballero espectral hasta las afueras de la ciudad. Cuando vio al caballo atado al exterior de una vieja y ruinosa casa que parecía abandonada, supo que había acertado. Se acercó con precaución y oyó una voz que parecía emitida desde lo más profundo de una caverna de metal:

—¿Cuáles son mis instrucciones?

—¡Esto es inaceptable! —estalló otra voz—. ¡Pongo bajo su mando a todo un ejército de espectros y él se asusta de un puñado de brujas!

Zacarías conocía aquella segunda voz. Hacía muchos años que no la escuchaba, pero no la había olvidado. Se asomó con precaución a un ventanuco de la cabaña para poder espiar desde allí, y vio a un hombre pálido y esquelético, de barba gris, que escudriñaba algo que había en el suelo y emitía un ligero resplandor. Parecía muy enfadado, y apenas prestaba atención al caballero espectral que se encontraba tras él.

—¿Cuáles son mis instrucciones? —repitió el caballero; hablaba como si no tuviese capacidad para pensar por sí mismo, como si simplemente recitara palabras que otro le había obligado a aprender.

El hombre de la barba gris se volvió hacia él.

—Dile a tu capitán —le dijo, muy despacio— que carguen contra la barrera. Una y otra vez. Las brujas se cansarán, porque están vivas, pero los caballeros espectrales no. Cuando las brujas desfallezcan, la barrera cederá, y podréis pasar. ¿Ha quedado claro? Cargad contra la barrera. Una y otra vez.

—Cargad contra la barrera —repitió el caballero, con un tono impersonal y monocorde; probablemente no había comprendido las instrucciones del hombre, pero se las repetiría a su capitán, palabra por palabra—. Una y otra vez. Cargad contra la barrera… Una y otra vez.

—Eso es —asintió su interlocutor, satisfecho.

Zacarías esperó a que el caballero espectral volviera a salir y se ocultó para no ser visto. Lo vio subir a su aterrorizado caballo, que no parecía nada satisfecho con la idea de volver a llevar a su amo a cuestas, y aguardó a que ambos se alejasen. Entonces entró en la casa.

Su único ocupante, el hombre pálido de la barba gris, se volvió hacia él al oírlo entrar.

—¿Quién…? ¡Tú! —exclamó al reconocerlo—. ¿Cómo me has encontrado?

—Hola, Cornelius —respondió Zacarías con una sonrisa.

‡ ‡ ‡

Santiago se encontró con el príncipe Marco y sus caballeros de camino hacia el castillo.

—¡Santiago, estás vivo! —exclamó el príncipe, con una amplia sonrisa de alivio—. Dijeron que habías caído.

—No hay tiempo para explicaciones, alteza —replicó el muchacho—. Vengo del bosque. Los caballeros se han detenido.

—¿Que se han detenido? —intervino el rey Héctor; no lo habían convencido de que se quedara en el castillo, y ahora se mantenía a duras penas sobre su caballo, convaleciente todavía.

Santiago sabía que, si les hablaba de las Guardianas del Bosque, perderían un tiempo precioso discutiendo sobre si toda la magia procedía del diablo o, por el contrario, podían confiar en un grupo de brujas que decían utilizar la magia blanca.

—Es el momento de atacar —simplificó—. Esos caballeros fantasmales tienen un capitán que los guía, un hombre de carne y hueso, y no son nada sin él. Si lo encontramos y lo derrotamos, nuestros enemigos caerán con él.

—Contad conmigo y con mis hombres —dijo entonces una voz grave.

Santiago reparó en un grupo de caballeros que acababa de llegar. Llevaban las divisas de Castel Forte. Su líder se levantó la visera del yelmo, y todos pudieron ver que se trataba del conde Gregor en persona.

—Celebro que hayáis podido acudir tan rápidamente —dijo el príncipe.

—Suelo acudir en ayuda de quien me la solicita —repuso el conde, mirando fijamente al rey Héctor, que desvió la vista.

Algo perplejo, Santiago se volvió para mirar al conde de Castel Forte. Lo cierto era que no había esperado encontrarlo allí. Suponía que estaba con el ejército enemigo, oculto bajo una armadura vieja y herrumbrosa…

«Si no es él», se dijo, perplejo, «¿quién guía a los caballeros espectrales?».

‡ ‡ ‡

—¡Viejo decrépito! —se burló Cornelius—. ¿Has venido a detenerme?

—Debo reconocer, mi escurridizo amigo, que me ha costado mucho encontrarte —repuso Zacarías—. Lo cierto es que te perdí la pista la noche que entraste en mi habitación para darme una paliza.

—Sólo entré para recuperar algo que me pertenecía —replicó Cornelius, de mal humor—. Y ahora, haz el favor de marcharte. Tengo un reino que conquistar.

Zacarías reparó entonces en los signos cabalísticos trazados sobre el suelo, en torno a un brillante pentáculo humeante, y supo lo que debía hacer. Se lanzó contra Cornelius, esperando cogerlo por sorpresa, y chocó contra algo que lo hizo caer al suelo. Pero el obstáculo con el que había topado no era el nigromante. Sacudió la cabeza para despejarse y trató de levantarse. Cornelius se volvió hacia él, con un brillo siniestro en la mirada.

—No puedes tocarme —le dijo—. ¿O es que creías que tus brujas son las únicas que saben cómo levantar una protección mística?

Zacarías no pudo decir nada. Cornelius añadió:

—Y tampoco puedes moverte.

Y entonces Zacarías se dio cuenta, con horror, de que estaba completamente paralizado.

‡ ‡ ‡

Lo que quedaba del ejército del rey Héctor se lanzó al ataque de nuevo.

Al principio, los caballeros espectrales no se movieron. Envalentonados, el rey Héctor y sus caballeros destrozaban cuantas armaduras encontraron a su paso. Pero entonces, de pronto, y como obedeciendo a una misteriosa señal, todos los caballeros espectrales volvieron a la lucha.

Mientras el rey guiaba a sus hombres contra los fantasmas guerreros, Santiago, Marco y Darío recorrían el campo de batalla en busca del capitán. Pronto, Santiago se dio cuenta de que aquello iba a ser más difícil de lo que parecía. Camuflado bajo una armadura vieja, el líder de los espectrales podía ser cualquiera de ellos. Cada vez que un golpe hacía volar un yelmo oxidado, Santiago tenía la esperanza de ver aparecer debajo una cabeza. Pero siempre se trataba de armaduras huecas.

Entre tanto, muchos de los hombres del rey Héctor se habían dado cuenta de que había una línea invisible que sus enemigos no podían cruzar. No fueron pocos los que descubrieron a las mujeres con los brazos alzados en el límite del bosque. Pero, por fortuna, su instinto guerrero les dijo que ellas eran aliadas, y que la misteriosa fuerza invisible que retenía a los espectrales era una bendición que pronto aprendieron a utilizar en favor suyo.

—¡No cruzaréis por aquí! —repetían las Guardianas.

Pero los caballeros espectrales seguían empujando la barrera mística, sin detenerse ni un instante, cumpliendo las órdenes recibidas, sin voluntad propia.

Ninguno de los caballeros del rey Héctor se dio cuenta de que la magia de las Guardianas comenzaba a fallar.

A diferencia de los espectrales, ellas estaban vivas y podían cansarse.

Mientras, Santiago había alcanzado la retaguardia del ejército enemigo. Entonces se dio cuenta de que estaba solo. Marco y Darío se habían quedado atrás, peleando contra sus contrincantes.

Por fortuna, los caballeros espectrales sólo caminaban hacia delante, y jamás se volvían para mirar lo que había tras ellos. Santiago estaba a salvo, por el momento.

Entonces vio, a lo lejos, una figura que se acercaba, tambaleante. Lo reconoció. Era el conde de Rosia. Lo vio vacilar y caer al suelo, y supo que estaba herido.

Ignorando la batalla que se desarrollaba a sus espaldas, Santiago corrió hacia él. Lo había perdido de vista en la primera batalla, y todos habían dado por sentado que había caído en la lucha. Se inclinó junto a él para comprobar la gravedad de sus heridas.

—¡Señor! ¿Os encontráis bien?

—San… tiago —murmuró él.

El chico lo miró, atónito. Aquella voz…

Rápidamente, le retiró el yelmo para ver su rostro.

No era el conde de Rosia.

Era su hijo, Rodrigo.

—¿Qué…? ¿Cómo…? ¿Qué haces vestido con la armadura de tu padre, Rodrigo?

—Yo… Él me pidió… que fingiese… ser él…

Rodrigo no pudo decir más. Se desmayó. Santiago cargó con él y avanzó hacia el bosque. Darío vino a su encuentro. Había perdido su caballo, y llevaba la espada desnuda en la mano.

—¡Rodrigo está herido! —exclamó Santiago—. ¿Puedes ponerlo a salvo?

Darío no hizo preguntas. Nunca las hacía, se dijo Santiago con una sonrisa. Se quedó un momento quieto, mirando cómo su corpulento compañero se llevaba a Rodrigo, y entonces asintió y se metió de lleno en la batalla.

Ya sabía cómo encontrar al capitán. Y sabía a quién hallaría bajo la armadura.

‡ ‡ ‡

—Era el conde de Rosia, ¿verdad? —dijo Zacarías, intentando deshacerse del conjuro que lo mantenía inmóvil—. El hermano del rey. Nunca soportó ser un segundón.

—Nunca soportó ser un bastardo —rectificó Cornelius, examinando el interior del pentáculo como si pudiese ver algo que sólo se mostraba para él—. ¿No lo sabías? No es hijo legítimo. Una lástima, porque es mucho más inteligente que el rey Héctor, y no dudo que será mucho mejor gobernante que él.

—Inteligente, culto y refinado —comentó Zacarías—. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Por eso ha estudiado tanto; para hacer olvidar al mundo que es ilegítimo.

—Tal vez se habría conformado con casar a alguno de sus hijos con uno de los príncipes —asintió Cornelius—. Pero el rey empezó a hacer planes de alianza con el rey Simón, y por otro lado, la caprichosa princesa Ángela no podía conformarse con Rodrigo, no, ella quería un príncipe…

—El hermano del rey… sus objetivos eran el monarca y su hijo, el príncipe, porque si ellos caían, el trono pasaría a ser suyo… ¡pero Marco no murió en la justa, ni el rey murió envenenado!

—Eso se puede arreglar —replicó Cornelius amablemente—. Muere mucha gente en una guerra, ¿no?

Zacarías no lo escuchaba. Seguía colocando piezas del rompecabezas.

—Y el duque de Alta Roca sospechaba que el conde de Rosia preparaba una traición, ¿no es cierto? ¿Lo espiaba?

—El duque siguió al conde a través del pasadizo. Y tu hija lo vio salir.

—¡Y fue a decírselo al auténtico traidor! Y, cuando el conde le dijo a Miriam que iba a explorar el pasadizo, ¡en realidad fue a avisarte a ti de que te habían descubierto! Por eso retó después al duque a un combate singular; debía quitárselo de en medio antes de que lo acusara ante el rey…

—Lo cierto es que el conde no habría podido derrotar al duque sin un poco de ayuda por mi parte…

—¿Otro de tus venenos administrados por el encantador hermano del rey?

—Unas gotas de extracto de boj en el vino, y el duque notó, mientras combatía, ciertos calambres abdominales que no contribuyeron precisamente a su concentración en la batalla.

—¿Y tú, Cornelius? —preguntó Zacarías—. ¿Te estás concentrando en tu magia?

Cornelius se volvió súbitamente hacia él. Zacarías se levantó de un salto, libre del hechizo, y lo empujó lejos del pentáculo.

—Primera norma del buen nigromante —le dijo—, nunca hagas varias cosas a la vez.

Cornelius se incorporó a duras penas y, con un aullido de rabia, se lanzó contra él, dejando desatendido el pentáculo cabalístico y, por tanto, privando de energía mágica a los caballeros espectrales que luchaban cerca del bosque. Zacarías corrió hacia los signos arcanos para tratar de desbaratarlos.

—¡Aparta de mi pentáculo! —chilló Cornelius, empujando a Zacarías contra la pared. El erudito se dio un golpe en la cabeza que lo aturdió por un momento. El nigromante volvió a centrar su atención en los símbolos que había dibujado en el suelo.

En el bosque, los caballeros espectrales, que se habían detenido un instante, se pusieron de nuevo en movimiento, sorprendiendo a los del rey Héctor, que ya lanzaban gritos de victoria.

Pero Santiago lo había visto a lo lejos.

Un caballero con una armadura oxidada y mohosa que, sin embargo, se había movido cuando los demás permanecían quietos. Con los ojos puestos en él, avanzó a través de la batalla, procurando pasar por detrás de los caballeros fantasmas, para no llamar su atención. Había encontrado al caballero que buscaba, y esta vez no pensaba perderlo de vista.

Avanzó entre los fantasmas acorazados hasta que llegó junto a quien creía que era su capitán. Este se volvió hacia él, lo cual no hizo más que confirmar sus sospechas.

—¡Conde Ricardo de Rosia! —lo llamó—. ¡Os desafío!

—Muy listo —dijo la voz del conde de Rosia tras el yelmo—. ¿Cómo lo has sabido?

—Habéis enviado a vuestro hijo a la batalla en vuestro lugar, disfrazado con vuestra armadura. Y apostaría a que también matasteis a mi padre a traición —añadió, rechinando los dientes con rabia—. Lo vi vacilar cuando peleó contra vos. Estoy seguro de que no se encontraba bien.

El conde de Rosia se quitó el yelmo para mirarlo con indiferencia y esbozó una sonrisa desagradable. Los ojos de Santiago se llenaron de lágrimas de odio e impotencia.

—¡Asesino! —chilló—. ¡Te haré pagar la muerte de mi padre! ¡En guardia!

Se lanzó hacia él, espada por delante, pero el conde se apartó con una hábil finta.

—¿Qué haces? —gritó Santiago, lleno de rabia—. ¡Pelea!

—¿De veras piensas que un individuo tan rastrero y traidor como yo va a enfrentarse contigo en una pelea leal? —replicó el conde con una fría sonrisa; se volvió hacia los espectrales y dijo—: Matadlo.

Siete yelmos vacíos se volvieron, al mismo tiempo, hacia Santiago.

Un poco más lejos, en la linde del bosque, las Guardianas tenían problemas.

—¡¡Aguantad!! —chilló Miriam—. ¡¡El bosque es sagrado!! ¡¡La vida es sagrada!!

—¡¡No cruzaréis por aquí!! —respondieron las Guardianas.

Pero sus voces sonaron débiles y temblorosas. Una de las mujeres gimió y cayó al suelo, desvanecida de agotamiento.

La barrera se rompió.

Los caballeros espectrales cruzaron el límite del bosque como una tromba. Las Guardianas gritaron y corrieron a refugiarse en la espesura.

—¡Sí! —aulló Cornelius; acababa de ver a través de su pentáculo que la barrera mística había caído; sus ojos relucieron con un brillo siniestro—. ¡Atacad!

Zacarías arremetió contra Cornelius, y ambos cayeron y rodaron por el suelo. El nigromante logró alcanzar una silla para golpear con ella la cabeza de su adversario, pero Zacarías se apartó a tiempo.

Los caballeros espectrales se detuvieron de nuevo. Con un grito, Santiago embistió al conde de Rosia, que apenas pudo alzar su arma, sorprendido. Las espadas de los dos chocaron.

El conde de Rosia no era un gran luchador, pero sí tenía mucha más experiencia que Santiago. La pelea no duró demasiado. El conde hizo una finta y atacó por donde menos lo esperaba Santiago, que interpuso su espada entre su cuerpo y el arma de su oponente en el último momento. La espada voló por los aires. Santiago retrocedió, pero tropezó y cayó al suelo. El conde de Rosia alzó su arma sobre él para matarlo.

Cornelius se arrastró como pudo hasta el pentáculo. Zacarías lo agarró de un pie para evitar que se acercara, pero el nigromante rozó los símbolos con la punta de los dedos y susurró:

—¡Atacad!

La magia de Cornelius volvió a infundir energía a los guerreros fantasmales que se habían quedado quietos.

En el campo de batalla, los caballeros espectrales se movieron de nuevo. El chirrido de las juntas de sus armaduras distrajo momentáneamente al conde de Rosia, y Santiago aprovechó para arremeter contra él. El impulso los hizo caer a ambos a tierra. Santiago sujetó al conde contra el suelo, pero enseguida se dio cuenta de que no era necesario. El noble se había golpeado la cabeza contra una piedra y había perdido el sentido, ya que no llevaba puesto el yelmo. Santiago no pudo alegrarse de su victoria, porque todos los caballeros espectrales se volvieron para mirarlo, y el chico sintió un estremecimiento.

Cornelius dio un puntapié en la cara a Zacarías, que lo soltó con un gemido. Se asomó de nuevo al pentáculo y no le gustó lo que vio.

—¡Elegid a otro capitán! —ordenó.

—¿Otro capitán? —murmuró Zacarías, aturdido—. ¿Has perdido a tu capitán vivo?

—Ya no lo necesito. El conde les señaló el objetivo. Ahora, el muerto más reciente ocupará su puesto, y se limitará a cumplir las últimas órdenes que recibió. Y ahora, quieto ahí —añadió, volviéndose de nuevo hacia Zacarías—. Me ocuparé de ti más tarde.

El erudito se vio de nuevo atado por el conjuro de Cornelius.

Santiago se volvió hacia todos lados, indeciso. Los caballeros espectrales estaban quietos, pero en esta ocasión no se trataba de falta de energía. Santiago los notaba perfectamente capaces de continuar atacando si lo deseaban. Sin embargo, aunque la magia de Cornelius seguía allí, otorgándoles la capacidad de movimiento, los espectrales necesitaban órdenes más concretas, necesitaban a alguien que los dirigiese en la batalla. Y un caballero sólo obedecía a otro caballero.

Por eso ahora sencillamente esperaban…

De pronto, los caballeros se apartaron a un lado para dejar paso a alguien, otro caballero que avanzó hacia él. Su armadura parecía estar en perfectas condiciones, y Santiago habría pensado que se trataba de un hombre vivo, de no ser porque conocía demasiado bien aquellas armas y la divisa que mostraban. Reprimió una exclamación de asombro y terror.

El caballero era el difunto duque Alexandro de Alta Roca.

Su padre.

Santiago no fue capaz de reaccionar, ni siquiera cuando el caballero espectral que había sido su padre alzó la espada sobre él para matarlo y cumplir así la última orden que había recibido del conde de Rosia.

Santiago no tenía fuerzas para seguir luchando. Cerró los ojos y esperó.

Pero el golpe no se produjo.

Percibió entonces un movimiento ante él y oyó el susurro de una falda. Abrió los ojos con cautela.

Miriam estaba allí, interponiéndose entre él y la espada del fantasmal duque. Había alzado una mano y miraba al caballero fijamente.

—Es tu hijo —le dijo—. El único hijo varón que te queda.

El duque no descargó la espada, pero tampoco la bajó.

—Tus hijos mayores luchan hoy a tu lado —prosiguió Miriam—, encerrados en sus viejas armaduras. Tus hijos mayores, que murieron en la batalla, y a quienes la magia negra no deja descansar en paz. ¿Deseas ese destino para Santiago?

El fantasma del duque vaciló, pero bajó la espada.

—La vida es sagrada —dijo Miriam—. Vuelve al lugar de donde viniste. No cruzarás por aquí.

El duque pareció dudar. Los yelmos vacíos de todos los caballeros espectrales se volvieron hacia él. Ahora, el espíritu del duque de Alta Roca era su capitán en la batalla, y todos seguirían sus instrucciones. En principio no había motivos para pensar que el fantasma del duque fuera a desobedecer las últimas órdenes del conde de Rosia, pero el duque había fallecido hacía poco y aún podía recordar quién había sido en vida… Miriam contuvo el aliento.

Entonces, lentamente, el caballero soltó la espada.

Todos los caballeros espectrales, imitando a su nuevo capitán, dejaron caer sus armas a la vez.

—¿Qué hacéis? —gritó Cornelius—. ¡No! ¡Volved al ataque!

Iba a colocar las manos sobre el pentáculo, cuando algo muy pesado cayó sobre su espalda y lo derribó. Era Zacarías; Cornelius intentó librarse de él, sin resultado.

—¿Lo ves? —le dijo el erudito amablemente—. Te dije que no se debe tener la magia en dos asuntos a la vez.

Cornelius gruñó algo ininteligible.

—Y ahora —le dijo Zacarías—, vas a enviar a esos fantasmas a su lugar de origen. Termina lo que has empezado, o, en otras palabras, perge quod coespiste.

El fantasmal duque de Alta Roca alzó la visera de su yelmo, y Miriam y Santiago pudieron ver que la armadura estaba vacía.

—Hijo mío… —dijo el fantasma con voz ronca y extrañamente metálica; eran las palabras de un ser consciente, no de un autómata sin voluntad, y Santiago se estremeció—. Has luchado bien. Estoy orgulloso de ti.

Y la armadura cayó al suelo con estrépito. Entonces, súbitamente, todas las armaduras de los caballeros espectrales se desplomaron en el suelo, mientras los fantasmas que las habían ocupado volaban libres…

Miriam y Santiago se pusieron de pie y miraron a su alrededor. Y vieron un inmenso campo de batalla cubierto por una extraña neblina espectral, montones de viejas armaduras amontonadas unas sobre otras, mientras los que quedaban vivos asistían, aterrorizados, a la liberación de cientos de fantasmas de antiguos guerreros que por fin regresaban a su descanso eterno. Los dos jóvenes se abrazaron, temblando.

Habían vencido.