¿Dónde está «Mrówka»?

7250 metros. El imponente muro del serac termina en un poderoso corte de hielo azul brillante mezclado con placas blancas, duras, de polvo cristalino prensado.

Aquí empiezan las cuerdas fijas para descender al campo III. Casi todas han sido renovadas últimamente por los coreanos. En caso de tormenta, suponen el seguro de vida para descender por el espolón de los Abruzos. Naturalmente si no se comete un error, viniendo desde arriba en medio de la tormenta, y se encuentran las cuerdas. La empinada pendiente de nieve por debajo del campo III acaba abruptamente en el borde del corte que, debido a su verticalidad, solamente es visible desde abajo.

Ahora, tras la desesperada salida de Willi, «Mrówka» y mía de la zona mortal, en la que habíamos sobrevivido de milagro, estábamos convencidos de haber ganado. ¿Qué más nos podía ocurrir? Descender por cuerdas fijas era, para cualquiera de nosotros, como la tabla de multiplicar. Naturalmente depende del método que cada alpinista esté acostumbrado a usar, pero todo escalador debe también dominar otros sistemas de descenso por si pierde parte de su equipo. Incluso sin rapelador el descenso no era una cuestión de suerte —todos conocíamos bien el espolón pues lo habíamos subido y bajado muchas veces—. Humanamente no podía ocurrir nada. Tampoco el tiempo era preocupante y aunque todos estábamos muy cansados nadie estaba agotado. Sufríamos más por el hambre y la sed. Por eso resulta aún más inexplicable el hecho de que «Mrówka» no alcanzara el valle.

Una cosa es segura: nunca antes nadie había permanecido tanto tiempo a tanta altura. Nosotros estuvimos entre ocho y diez días sin oxígeno por encima de ocho mil metros. Ninguno de nosotros podía saber los daños que esta estancia tan prolongada podía habernos ocasionado. Tal vez no sólo «Mrówka», sino Willi y yo mismo, estuvimos tan al borde de la vida y la muerte durante el descenso al campo II que no nos dimos ni cuenta. ¿O tal vez sí notamos algo? A esa altura, toda nuestra sangre se había espesado como la miel, poniéndonos a todos al borde de la embolia. Contra ello tampoco sirve el aire más rico que hay a menor altura, sólo beber, beber, beber… Tal vez «Mrówka» perdió la carrera contra reloj, antes de que se formara el coágulo de sangre…

10 de agosto, a la caída de la tarde, al borde del canto de hielo: aquí abandono la cuerda roja y verde de nuestros amigos vascos; medio kilo menos. Ya no puede servir de ayuda a nadie. Por un momento recuerdo la tumba de Juanjo cerca del collado norte del Everest, donde estuve con Julie… y Mari y Josema, los compañeros de Juanjo que nos regalaron la cuerda, a mí y a Julie, que también es medio vasca… o era. Un trozo de nosotros, de ella, se queda atrás. La espera aquí es horrorosa, tiemblo de frío ¿Habrá llegado al fin «Mrówka» abajo?

Hay que tener mucho cuidado en este muro de serac, conviene no bajar demasiado pues te puedes quedar colgado en el hielo liso y no llegar a la travesía. Una cuerda que los coreanos fijaron aquí, ha formado —por culpa de la tormenta— un lazo de más de 40 metros en el serac quedando enredada allí.

Recuerdo que al subir, Julie y yo quisimos recoger la cuerda, para eliminar el peligro, pero no lo conseguimos; se había quedado atascada en los carámbanos de hielo azul.

Hace rato que la cuerda fija a mis pies no se mueve. ¿Puedo comenzar a bajar ya tras «Mrówka»? Tiemblo… la niebla, el frío, la humedad (pues casi toda mi ropa se había quedado a ocho mil metros, congelada). Para abajo, ¡tengo que moverme! Tambaleándome llego al borde, agarro la cuerda. ¡Pon atención! no cometas errores hasta que estés colgando de la cuerda. Por debajo hay 2000 metros de caída. Lo sé. Un mosquetón para autoasegurarme. El otro con una lazada para frenar. ¡Dios qué complicación! Los dedos, sin tacto, enfundados en el guante de cuero helado. Cuando comienzo a descender miro hacia abajo; no veo a «Mrówka», seguramente he esperado demasiado.

¡Date prisa, Kurt! todavía hay luz del día. Voy clavando los crampones en el hielo mientras bajo. Ahora veo a «Mrówka» agarrándose a la cuerda hacia el final de la travesía. Niebla gris, nieve y colosos de rocas me rodean. A Willi no se le ve por ninguna parte. «Willi se ha largado», pienso sorprendido. Estará corriendo hacia el campo II, allí podrá hacer té, tendrá sed. Dios quiera que aquí no pase nada más. ¿Qué más puede ocurrir? Hemos subido y bajado muchas veces por estas cuerdas fijas y casi hemos superado la pared del serac.

¡No del todo, Kurt! aquí está la peor zona de la travesía. Me apoyo en el hielo y respiro. Después cambio los mosquetones y comienzo… Respiro hondo una vez superado este obstáculo. Si se está agotado y se desciende demasiado puede resultar fatal.

He vuelto a perder a «Mrówka» de vista. Ha debido sacarme una buena ventaja.

Me doy prisa. Aquí la cosa es más fácil. Basta pasar la cuerda por el brazo y enganchar el mosquetón. Ahí está la cuerda violeta que conduce hacia abajo a través del escalón rocoso. Sé que estaba suelta cuando Julie y yo subimos la primera vez. Sin duda por culpa de una caída de piedras, de hielo, de la tormenta. En aquella ocasión Julie arregló el desperfecto. De pronto me invade la sensación de tenerla de nuevo cerca, de sentir su compañía.

Ahora vienen esos metros sin cuerda fija ¡Pon atención, Kurt! Después, la placa lisa con la chimenea. Tiene más de 30 metros y termina en un pequeño desplome. Hay una cuerda negra y amarilla que habíamos comprobado durante la ascensión. También hay ahora una coreana.

Aquí arriba, en la estrecha repisa llana que hay por encima, tuvimos que picar la nieve en el año 84, con la vana esperanza de hacer un hueco para plantar la tienda para una noche. Pero no lo conseguimos. Tuvimos que retroceder con Wanda hasta los 7000 metros.

Mis crampones chirrían en la roca. ¡Ten cuidado!

De pronto, resbalo…

¡Para, Kurt! ¡Para!

Consigo detenerme. He quedado de espaldas. Me duele el brazo del que cuelgo. Mi mano se aferra con fuerza a la cuerda. Ha sido un resbalón pequeño, pero un pie se me ha quedado enganchado, lo que me ha hecho girar y lanzarme contra las rocas. Durante unos segundos descanso jadeante, inmóvil en esta posición, asustado. Me incorporo despacio. Menos mal que pasé la cuerda por el mosquetón de manera que rozara, para facilitar el frenado. ¡Si hubiera tenido un rapelador! Seguridad y rapidez en una pieza.

Por debajo de la Chimenea House Julie y yo depositamos otros rapeladores de reserva. ¿Habrán desaparecido también?

Tampoco «Mrówka» tiene rapelador. Lo dejó en el campo base para llevar menos peso.

Mientras desciendo con prudencia por el desplome descubro de nuevo a «Mrówka» debajo de mí: poco después la alcanzo.

La veo parada, manejando una cuerda fina y la placa de asegurar. Espero. Aquí no hay dificultad alguna ni peligro.

—¿No sería mejor que continuaras sólo con el mosquetón? —no entiendo sus manipulaciones.

—No —contesta ella.

No pregunto más, pues conozco su cabezonería. Aquí cada cual debe manejarse como crea más conveniente.

—Con el mosquetón irías más rápido —insisto yo, pero ante su negativa pregunto—: ¿Puedo pasar delante?

Estamos en una repisa de roca, cómoda y en la que es fácil descolgarse.

Ella no tiene nada en contra. Poco después se continúa por un estrecho hombro saliente, en el que descansábamos cuando subíamos. Mientras cambio aquí los mosquetones, «Mrówka» me sigue.

—¿Puedes guardarme el martillo de hielo en mi mochila? —me pregunta.

¿Abrir la mochila con estas manos? En nuestra situación, su deseo me parece quijotesco y una pérdida de tiempo. El martillo ya no será necesario y supone un peso. Además, la luz del día disminuye.

—Te regalaré uno que tengo más abajo, no pierdas el tiempo con eso. Déjalo aquí —le digo y continúo con rapidez.

Debido al descenso por las cuerdas fijas, los dedos de mi mano derecha se han quedado sin tacto y el guante se ha mojado. ¿Por qué no habré cogido la otra manopla en el campo III? Claro que con ella me hubiera resultado muy difícil manejar los mosquetones. Todo lógico después de una semana encerrado en una tormenta a ocho mil metros.

Todavía veo a «Mrówka» por encima de mí bajando por las placas, allá donde hay varias cuerdas fijas paralelas. Estamos entre dos luces. Por el horizonte se acercan nubes oscuras, aquí y allá velos grises. La noche se acerca. Habrá que descender en la oscuridad.

Un poco más tarde, en la semioscuridad, me apoyo en la pared. Descanso. Ráfagas impetuosas de viento chocan con las rocas. Espero un rato a «Mrówka», después continúo. Está claro que su sistema, aunque más seguro es más lento. Debo sacudirme el frío de encima. Moverme. Ahora ya no puede fallar nada. La cadena de cuerdas fijas no tiene interrupción. Las violentas ráfagas me sacuden pero, gracias a Dios, no nieva. En un momento dado siento una imperiosa necesidad fisiológica, pero entiendo que me va a resultar imposible abrir la cremallera, así que todo resbala por la pernera del pantalón.

Me preocupa poco. Lo importante es haber conservado el guante puesto. No quiero ni pensar lo que puede ocurrir si lo pierdo. Mis dedos están congelados, pero tal vez se puedan salvar parte de ellos.

Oscurece. Lo que supone el final del descenso rápido. De todas formas estoy muy cansado para ir rápido. Sólo debo preocuparme de prestar atención a los cambios de mosquetones al final de cada tramo. Mi atención se concentra en la cuerda, en la roca por la que me muevo y en la nieve que piso. Incluso en plena oscuridad sé dónde me encuentro, pero he de ir despacio y no dar un paso en falso.

Lo más difícil es la escala de acero. Descanso en cada peldaño.

Pero tengo una sensación como si todo el tiempo hubiera una energía invisible alrededor y dentro de mí, una fuerza protectora. Ya me había rodeado arriba, en la tienda, durante los últimos días. ¿Es Julie?

Poco a poco caigo en un estado en el que no hay sensaciones, no hay percepciones. Sólo pensamientos a cámara lenta, ésta es tal cuerda, ésta tal repisa, esto el comienzo de tal travesía… el nudo de la cuerda… ahora girar… un paso atrás… rodear el voladizo… creo que hace un rato nevaba, ahora ya no… el aire es espeso y lleno de oxígeno… es un alivio respirarlo.

Debían de ser las diez de la noche cuando llegué al campo II a 6700 metros de altura.

De entrada parece vacío. Aprecio los contornos oscuros de nuestra tienda vasca. Sólo cuando doblo un pequeño balcón rocoso, veo la tienda de los coreanos con una luz verde luminosa. Es una visión mágica: luz, calor, vida. Como un faro verde y reluciente en la oscuridad de la noche. La imagen de un libro de cuentos.

Abro la entrada y parece como si el cuento se hiciera realidad: Willi está sentado rodeado de vapores, como un mago, removiendo un cazo con un líquido oscuro e indefinible. Sea lo que sea, hace mucho tiempo que no veo tanto líquido. Sin decir palabra me ofrece el cazo. Bebo… es una delicia sentir el líquido caliente resbalando por el torturado y seco gaznate. ¡Dios mío qué sed tengo! La cara de Willi está roja, encendida.

El interior de la tienda es como una sauna. El infiernillo de gas continúa haciendo ruido.

—¿Dónde está «Mrówka»? —pregunta de pronto.

—Creo que llegará dentro de una hora —doy por respuesta. Es difícil de decir con esta oscuridad, podrían ser dos… Cuando a media noche aún no ha llegado, comienzan a asaltarnos las dudas. ¿Vivaqueará? Yo sé que lleva su saco de dormir, también un infiernillo y un cartucho de gas que encontró en una tienda destrozada en el campo III. Creo incluso recordar que en un momento dado, durante el descenso, dijo algo de quedarse en la tienda de Wanda a 7000 metros, justo debajo de la escala.

Allí, a un lado de la vía, hay depósitos de alimentos, esperamos que esté allí… ¿Y si no? Dejamos la luz encendida, aguardando oír algo en la noche, derritiendo más nieve… pero «Mrówka» no llega. Willi tiene congelaciones en las dos manos. En las puntas de todos los dedos. Mi mano derecha tiene un aspecto horrible. Un dedo presenta una gran ampolla y ha perdido la uña. Los otros dedos también están mal, únicamente el pulgar parece estar en orden… me duele algo, lo que es una buena señal. El pie izquierdo está sin tacto e hinchado, me lo masajeo lenta e intensamente, sin resultado. La circulación sanguínea debe de estar bloqueada. Seguramente porque el botín interior estaba mojado y por la falta de un cubrebotas. Resignado abandono mis esfuerzos por despertarlo de nuevo a la vida y me ocupo del pie derecho: con éxito esta vez. Tras un largo masaje logro que vuelva a reaccionar. Los pies de Willi, en cambio, no parecen haber sufrido. Sus botas son de plástico y sus botines no se han mojado.

Esperamos a «Mrówka» hasta mediodía, pero no llega. Estamos intranquilos presintiendo lo peor. Hoy es 11 de agosto. Hace dos semanas que estamos en el K2. Nunca antes nadie había aguantado tanto tiempo en una tormenta a ocho mil metros, sin posibilidad de escapar. Sí, cuatro de nosotros han muerto arriba. ¿Acaso en el último momento, la montaña se ha cobrado una víctima más?

Sólo vemos dos posibilidades: o bien «Mrówka» ha alcanzado la tienda situada a 7000 metros y está durmiendo, o ha cometido un error técnico en las cuerdas fijas, precipitándose al vacío. ¿Tal vez cuando manipulaba aquella cuerda delgada? Si en cambio está durmiendo, pueden pasar un par de días antes de que dé señales de vida.

Dado que ninguno de los dos tiene fuerzas suficientes como para volver a subir, Willi toma la decisión de bajar lo más rápidamente posible al campo base para organizar un equipo de rescate. Mientras tanto yo continuaré bajando lentamente por el espolón. Willi me convence para que deje aquí mi congelado saco de dormir y me ofrece uno que tiene en el siguiente campo. Aunque estoy dudoso, pues no veo el sentido a esta operación.

Sobre el descenso de esta chimenea y el asunto del saco de plumas circulan versiones contradictorias. No sólo he hecho el descenso solo, además bajo el saco que no he utilizado. Cuando llego al campo base debo pedir uno prestado a los polacos.

Willi se pone en marcha primero. Quiere llegar hasta el campo austriaco que hay por debajo de la Chimenea House. Me esperará allí. Me vuelvo a ocupar otra vez de mi pie izquierdo. Sin resultado. Trato de secar el botín interior en la llama del infiernillo. La ampolla azulada que tengo en la punta de un dedo, acaba, con tanto trajín, por reventarse, pero no tengo dolor. Con esfuerzo me calzo de nuevo la bota y me pongo en marcha.

La escala de la Chimenea House me obliga a prestar la mayor atención durante el descenso. En alguna parte los peldaños están incrustados en el hielo, en otras han desaparecido o están torcidos. Cuando al fin llego al campo austriaco, Willi me da el saco de dormir y continúa el descenso hacia abajo.

Estoy otra vez solo en el espolón.

Mientras desciendo despacio esta escalera infinita de pequeñas paredes, campos de nieve y torres de roca, voy encontrando, una después de otra, las familiares siluetas de la zona inferior, y mis pensamientos regresan a la noche pasada. Esa noche, en el campo II, supe algo más sobre el final de Julie: ella se durmió y no volvió a despertar.

De pronto —todavía lo oigo—, por encima del murmullo de la montaña y de las ráfagas de aire que baten la tienda, de pronto Willi, con voz entrecortada, con la respiración agitada, y mientras las lágrimas asomaban a sus ojos dijo: «Ella todavía…», enmudece, coge aire y luego, cada vez más rápido, al tiempo que con cada palabra se me encoge el corazón, «… ella aún dijo: Willi, baja sano y salva a Kurt». Willi solloza.

Eso fue lo que dijo… Entonces, sabía que había llegado su fin. Me invaden oleadas de dolor. ¿Cuántas cosas más hay que no sé? ¿Qué más dijo?… «Eso fue lo último, después no habló más, se quedó dormida…», balbucea Willi.

Siento la oscuridad alrededor de la tienda, el movimiento del aire. A la noche le ha salido de pronto una voz. Su voz.

Eso fue lo que dijo.

Yo estaba tumbado a pocos metros. En medio de la tormenta.

Y no lo sabía.

¿Por qué no pude estar junto a ella?

No hay respuesta.

Su último deseo, que yo llegara abajo, por los dos.

¿Es eso una respuesta?

Tiene que serlo, es la respuesta a todo.

Es de día y yo escucho las voces de la noche.

Julie.