La huida de la zona de la muerte

Algo se mueve. Voces de una tienda a otra. El sol ha devuelto la vida al campamento inmóvil en la trampa mortal. Alan delira a mi lado, farfulla continuamente, quiere agua, el agua que no hay. Quién sabe cómo estarán las cosas en la otra tienda. Sólo oigo la voz de Willi. ¡Hay que descender!

Sí, es la única, la última oportunidad. Nadie sabe durante cuánto tiempo seguirá siendo visible el camino de descenso. Ahora luce el sol, al fin, pero la tormenta continua y tardaremos horas en ponernos en marcha. Estamos torpes y aturdidos por los muchos días pasados prisioneros a ocho mil metros. La voluntad de vivir es tan sólo una débil llama en el fondo de nuestras conciencias. Tenemos que decidirnos. La situación es extrema. Quien permanezca aquí más tiempo morirá.

A mi lado «Mrówka» comienza a prepararse, y yo, para hacerle sitio, me apretujo contra el inmóvil Alan. Antes de que se ponga las botas veo que se le ha congelado completamente un dedo del pie. Pero a pesar de ello puede descender. Salvo esto, la «hormiga» ha aguantado relativamente bien estos terribles días. Sin duda también gracias al agua caliente que Alan ha ido dándole mientras hubo gas. Muchas veces renunciando él mismo al líquido; conformándose, como yo, con nieve semiderretida y agua fría. Pero el dinámico Alan, que ya durante el ataque a la cumbre puso sus fuerzas a disposición de los demás, está al límite de su resistencia. En la tienda flota una horrible verdad: en su estado no va a poder bajar. Aunque él apenas pueda comprenderlo.

La idea de dejarle aquí con vida es horrorosa. Mientras «Mrówka» se viste con movimientos lentos, señalo a Alan:

—¿Qué hacemos con él?

Alan dormita y jadea.

«Mrówka» retira la mirada diciendo en voz baja:

—La vida está allí abajo.

Antes habíamos intentado incorporarle. Es inútil. Volvió a tumbarse pidiendo agua. Debe de ser su único pensamiento. Sí, la vida está abajo… y también el agua. Pero es imposible cargar con Alan. No lo conseguiríamos.

La tormenta sacude la tienda. Fuera tiene que hacer un frío terrible.

Mis botas están en la otra tienda.

Cuando «Mrówka» sale se lo recuerdo:

—«Mrówka», mis botas… están en la otra tienda, con la mochila azul.

—¿Necesitas la mochila? —pregunta ella.

—No, tengo la de Julie.

—Entonces ¿puedo cogerla yo para mi saco de dormir?

—Sí, claro.

Estoy tirado con la cara sobre las botas. Me he debido de dormir.

Recuerdo sólo que «Mrówka» me las ha dado. Ahora se ha ido. Estará afuera. Tengo que vestirme. El viento nos azota fuertemente. El sol continúa luciendo. ¿Cuánto tiempo más?

Debe ser casi mediodía.

Tengo que vestirme. Levanto la cabeza, miro alrededor. ¿Dónde puse los pantalones? ¡Ah sí! los tengo en el pecho, doblados y protegidos por el plumífero para evitar que se mojaran. Por lo demás, estoy desnudo en el saco desde que busqué refugio en la tienda de Alan. Tuve que quitarme la ropa para evitar que el saco se mojara. De locos, sí, pero era la única posibilidad. La ropa está aún en el ábside, donde la dejé cuando solicité refugio, reducida a un trozo de hielo.

Todavía tengo la mochila de Julie, el chubasquero amarillo, un guante, una manopla, un solo cubrebotas… Todo lo demás ha desaparecido en la tienda abandonada, en el caos de nieve… Tuve tres pares de guantes, sí, eso fue antes. Ahora debo apañarme con lo que ha quedado. Es suficiente para llegar abajo.

Alan jadea junto a mí:

—¡Agua!

Se me encoge el corazón. ¡Dios mío, si al menos pudiera concederle ese deseo!

Tal vez encuentre alguna gota en la otra tienda.

Alan vuelve a hundirse en su delirio.

Un movimiento, una pausa para respirar, otro movimiento. Me visto lentamente. Casi mecánicamente noto que el botín interior de la bota está mojado. Estaba bajo mi cabeza. Respiro. No, el pie no parece congelado. Aún no. Respiro. La segunda bota está seca, menos mal. Comienzo a ponerme el arnés. Menos mal que, al volver de la cima, metí todo en la mochila. Respiro. No, no todo. Sólo tengo un guante y una manopla. Al menos los pies están cubiertos. Respiro. Finalmente logro ponerme el arnés. Respiro. También me llevo la cuerda hasta el comienzo de las que hay fijas. Seguramente no nos servirá para nada, pero quién sabe…

Gracias, «Mrówka», por traerme la mochila. Descalzo no me hubiera atrevido a ir a la otra tienda. Ciertamente, hace cuatro días tendría que haberme tomado el tiempo necesario para calzarme antes de salir a liberar la tienda de la nieve. Si la entrada no hubiera sido tan estrecha y baja y las varillas tan endebles, no tendríamos que habernos separado.

Ahora ya es demasiado tarde, no hay nada que hacer…

«Mrówka» aparece en la entrada y me pide que le pase el saco de dormir. El mío, húmedo y helado, lo he metido en la mochila. Mejor que nada en caso de vivac. Le doy el saco a «Mrówka». Alan murmura en sueños. Todavía no sé lo que he de hacer, aunque no tengo elección. Quedarme aquí significa morir. Podría, al menos, haber muerto con Julie, en nuestra tienda. No debimos separarnos nunca. Murió sola, y nadie me dijo una palabra hasta el día siguiente, pienso lleno de amargura. Mi compañía… ¿Hubiera cambiado algo? Tal vez sí. Para ella seguro. En cambio, ahora estoy aquí, en la tienda de Alan, solo y al mismo tiempo alejado de mí.

Realizo a cámara lenta una operación tras otra, con atención, tratando de concentrarme al máximo. No debo olvidar nada. Un error a esta altura puede ser fatal.

A lo mejor encuentro algo de agua para Alan.

Salgo afuera.

La tormenta me da de lleno, ráfagas heladas, furiosas, imprevisibles. Las nubes desfilan a gran velocidad por debajo de donde estamos, debajo del Hombro del K2, a unos 7700 metros de altura. La visibilidad por el momento es buena, pero el viento es espantoso. Si existe una posibilidad de descender la tenemos hoy, en este momento. Sin visibilidad sería imposible encontrar el camino entre los seracs inferiores.

Es como si tuviera que aprender de nuevo a andar. Balanceándome doy unos pasos en la tormenta.

Willi y «Mrówka» están fuera, separando los piolets y los bastones de esquí. Cojo mi piolet. Miro. Sus movimientos son rígidos, de autómatas. Un instante después el piolet, como por magia, ha desaparecido. Pánico. Lo busco desesperado. Por fin lo encuentro, en un sitio completamente distinto.

Entre las ráfagas de viento oigo voces, palabras. Voy andando como en sueños. Luego surge un pensamiento claro: tenemos que alcanzar el campo tres. ¿Tenemos? ¿Nosotros? Alan ya no puede y nadie tiene fuerzas suficientes, para moverlo. No basta con querer. No veo ni a Hannes ni a Alfred. Deben de estar aún en la tienda. Si se encontraran bien ya estarían fuera. Me parece que Willi trató de ponerles en movimiento a gritos.

Él, mientras tanto, ha comenzado a descender por la pendiente de nieve. ¿Cree que alguien le sigue o simplemente ha ido a echar una mirada? Por ahí abajo el viento ha barrido todo, no hay nieve profunda. La superficie es una placa dura que llega hasta el final del Hombro. Por donde está menos inclinado deberemos cruzar a la izquierda. ¿Pasaremos por allí? Tal vez Willi esté mirando…

Realmente es como si tuviera que aprender de nuevo a andar. A trompicones doy la vuelta en medio de la tormenta y me dirijo a la tienda de los otros. Sí, seguramente Willi trata de reconocer el primer tramo de la bajada, el punto crítico por donde, cruzando a la izquierda, se accede a la gran grieta. ¿O efectivamente se ha puesto en marcha con la esperanza de que los demás sigan su ejemplo? No lo sé, en cualquier caso nadie se mueve.

Cuando llego a la tienda de los coreanos, inclinada por el viento, encuentro a Hannes sentado en la entrada. Me reconoce y me saluda con un gesto de la mano como diciendo: «Hola, sí, sí, toda va bien». Pero su mano está blanca (se ha quitado la manopla y se la está friccionando), como sin riego sanguíneo, arrugada como si llevara días metida en agua.

Alfred está detrás de él chupando nieve de un cazo. Tiene la cara terriblemente marcada y los ojos llenos de venas pequeñas, enrojecidos. Su mirada tan pronto está fija como parece desvariar. Su estado, completamente confuso, me recuerda al de Alan.

No parece que vayan a abandonar la tienda. «Mrówka» y yo nos metemos en ella para protegernos del viento helado. Está claro que aquí no hay agua para Alan. En nuestra tienda, en la que ahora yace Julie, tampoco. Además, rechazo la idea de entrar y revolver por ahí dentro.

Veo ahora subir a Willi por la pendiente, jadeando y visiblemente irritado porque nadie le ha seguido. Yo he vuelto a salir de la tienda.

—¡Fuera, fuera! —les grita a sus compañeros sacándolos de la tienda.

No hay duda de que es la única forma. Bamboleándose torpemente, Hannes y Alfred comienzan a descender detrás de él. «Mrówka» los sigue.

Yo me quedo solo con Alan y Julie.

¿Qué puedo hacer?

Acongojado busco algo para Alan, pero no hay nada. Por un momento me siento en la tienda de los coreanos a reflexionar. Entonces me acuerdo de la grabadora de Julie. Quizá dejó algo grabado; no sé nada sobre sus últimas horas. Apenas algo de sus dos últimos días. En los bolsillos de su chaquetón no hay nada. No ha debido de utilizarla. Su pequeña cámara también ha desaparecido en la tormenta. Resignado me rindo. Nunca lo sabré.

Con un cierto respeto me acerco a nuestra tienda. Willi la ha roto por arriba con el piolet, para dejar allí a Julie. Eso me ha dicho «Mrówka».

No puedo ver su cara. La tienda está medio aprisionada pero no caída. Retiro el saco de dormir que cubre la apertura y pongo el plumífero sobre sus pies. Veo su ropa roja y negra. Julie…, la toco otra vez. Luego la dejo sola. En algún lugar, dentro de la tienda, sé que están los dos ositos, nuestras dos mascotas; uno de un autobús de Várese, el otro de un pequeño lugar del sur de Inglaterra. Se quedarán con ella. Todavía veo la satisfecha y orgullosa sonrisa de Julie cuando, en el campo base, consiguió arreglar, cosiéndolo con aguja e hilo, un ojo estropeado a su oso.

El saco de dormir situado en la puerta de la tienda está seco y entonces recuerdo la humedad de la tienda de Alan. ¿Debería dárselo?

Tapo la abertura con el chaquetón plumífero y le llevo el saco a Alan.

Cada paso que doy se me hace más difícil. No tengo agua, nada para él. El saco de dormir es tan sólo algo, pues no tengo nada. No puedo hacer nada. Estoy impotente entre una persona muerta y otra que va a morir. Y además sé que tengo que bajar, irme.

Mientras tanto, en el Hombro, se está consumando una tragedia. Lo he visto desde lejos y lo he registrado casi inconscientemente. Después de andar apenas un centenar de metros, Hannes y Alfred han llegado al límite de sus fuerzas. Willi y «Mrówka» tratan desesperadamente de ayudarlos, de levantarles cada vez que caen. Pero no sirve de nada. Fue un comienzo sin esperanzas.

Finalmente tienen que dejarles. Ahora veo a Willi y Mrówka, uno detrás del otro, lentos, encorvados, como dos sombras en el gris de la niebla trasparente. Hundiéndose en la nieve profunda, apenas si avanzan.

En mis manos sostengo el saco para Alan. Lo más seguro es que me pida agua… y no tengo…

¡Padre! ¿Qué puedo hacer? Siempre, en situaciones desesperadas, cuando no he sabido o no he comprendido nada, me he vuelto hacia ti: sé que, ahora más que nunca, estás cerca de mí.

¡Oh! ¡Alan! Aquí está el agujero oscuro que da a nuestra tienda…

Creo ver sus ojos delirantes, sus murmullos entre el fragor de la tormenta, sus manos agitándose como queriendo agarrar algo en el aire.

—¡Alan! —grito hacia el interior de la tienda—, te traigo un saco de dormir.

No hay respuesta. ¿Me habrá entendido? Empujo el saco hacia su lado.

Observo cómo se mueven las nubes sobre la cumbre en un torbellino, se espesan, se acercan. También las nubes de abajo van subiendo. ¿Cuánto tiempo más tardará en cerrarse todo de nuevo?

—Tienes que descender.

—Sí, Padre, lo sé.

Sí, Alan, tengo que irme. Pero no puedo quitarte la esperanza del agua, si es que aún me entiendes…

—Alan, voy a intentar traerte agua…

Hacia abajo, en el gris de la niebla, apenas si puedo ver a Willi y «Mrówka». Una ventisca espesa de polvo de nieve llena el aire en el recodo del Hombro. Un algodón gris que se va tragando todo hacia abajo, el camino, a ellos dos, todo.

Venga, en marcha. Nubes de nieve, rayos de sol brillando a intervalos pequeñísimos, placas de hielo que crujen a cada paso, despacio, Kurt, no tropieces.

La vida está abajo, ha dicho «Mrówka». Aquí arriba sólo hay muerte.

¿Y nosotros? ¿Conseguiremos esquivarla? Tal vez…

He alcanzado a Hannes. Está sentado en la nieve, de espaldas. Unos cuantos metros más allá está Alfred, inmóvil, con la cara en la nieve. Muerto. Hannes mueve débilmente los brazos, rema a cámara lenta en el aire. Me sostengo con esfuerzo entre las ráfagas de viento y nieve. Veo su cara. Sus ojos, como en blanco, miran al vacío. No, no me ve. Le llamo por su nombre, pero ni siquiera mueve la cabeza. Sólo sus brazos continúan remando, absurdamente, en el aire. No me oye. Tal vez esté en otro mundo. Es como si estuviese escuchando algo en la lejanía… Ya no está aquí… Sin embargo, pienso que sería mejor que estuviese en el campamento y se durmiese en la tienda. Un lugar mejor donde morir… aunque, probablemente, ya no siente ni el frío.

—¡Hannes! —le grito—. Si aún puedes, súbete a la tienda.

Pero no hace ningún movimiento, ni tan siquiera gira la cabeza. La ventisca azota las dos figuras ante mí. La luz se hace más clara, un rayo de sol, una atmósfera absurda. La impotencia, la resignación. La voluntad de sobrevivir. Todavía luce el sol.

Aquí ya no puedo hacer nada.

Continúo el descenso. Flanqueo el borde de la nieve y comienzo a bajar a la izquierda. Algunos metros más de sol y enseguida penetro en el gris. Sigo la huella de Willi y «Mrówka». Un cortado y debajo placas de nieve. Destrepo y descubro por delante de mí las dos figuras en el fondo gris, hundidas en un mar de nieve polvo. Clarísimamente observo que avanzan muy despacio. La huella es casi un foso. Willi progresa perforando la nieve como un bulldozer. «Mrówka» va pegada a él, como una sombra. ¿Será posible descender? Si sobrevivimos será con la ayuda de todos los ángeles.

Rápidamente alcanzo a ambos. Willi me ve el primero, yo noto su sorpresa. De pronto me pregunta:

—¿Tienes algo para comer? ¿Un infiernillo?

¿Cómo voy a tenerlo? Nadie tiene ya nada, pienso asombrado.

—No, claro que no —contesto.

En silencio, Willi continúa abriendo huella. «Mrówka» le sigue despacio, paso a paso. La nieve es polvo, vaporosa, blanda, todo un océano en el que te hundes. Subir hasta aquí es imposible. Incluso si en el campo base todavía nos dieran por vivos, no podrían hacer nada por nosotros. Estamos atrapados y dependemos de nuestras propias fuerzas y memoria. Del vago recuerdo de la línea de subida, pero en dirección contraria. La inclinación de la pendiente, los seracs, la gran grieta —que hay que encontrar—, el único paso por la pendiente vertical de la que ahora colgarán toneladas de nieve.

Un descenso en estas condiciones es una locura, pero la alternativa es la muerte. Eso lo sabemos. No hay ahora nada seguro, descendemos para sobrevivir. Con mucho cuidado Willi va tanteando hacia abajo, muy despacio. Apenas perceptible, aparece ahora la gigantesca grieta. Todo parece irreal en este mundo gris que da la sensación de flotar por encima. Ahí abajo tiene que estar el puente de nieve por el que subimos. ¿Aguantará la pendiente? ¿Nos precipitaremos entre una nube de nieve polvo? Mantengo la respiración y le grito algo a Willi. Estamos de acuerdo, no hay otra posibilidad. Aquí está el paso. Mientras Willi avanza por la nieve, ésta aguanta. Alcanzamos el puente, y superamos la gigantesca grieta. Hay una ligera subida y enseguida continuamos el descenso, la parte más empinada. Pero ahora renace la confianza: la nieve es profunda y aunque parezca increíble, aguanta. Tan sólo hay que estar muy atento para no caer por el borde de esta pared.

Todavía un problema: la parte final de la grieta está desmesuradamente abierta. ¿Qué hacer? Finalmente Willi encuentra una solución genial: mueve la nieve y la precipita en el vacío, tapando el agujero.

Lo logramos. Aunque ahora no vemos nada y estamos hundidos hasta la barriga, sabemos que debemos pasar por el lado derecho. Mrówka releva a Willi y luego yo la relevo a ella. Poco a poco van apareciendo por nuestra derecha los seracs, el lugar de donde partió el alud. La nieve polvo en ese punto no tiene fondo, el esfuerzo es inhumano. El gasto de energía se convierte en un hambre tremenda.

—¿Alguien tiene algo de comer? —pregunto sin esperanzas.

—Sí, un caramelo —dice «Mrówka»—, pero es para esta noche.

Inútilmente trato de convencerla de que ahora sería más necesario pues en el campo III deberemos encontrar algo, pero «Mrówka» dice que no.

Las primeras varas de bambú. Las últimas que Alan y yo pusimos en la subida. Estamos pues a unos 7700 metros de altura. Apenas si quedan 350 metros hasta el campo III. Ya no hay necesidad de seguir abriendo huella. La ladera ha sido barrida por la tormenta. Recuerdo ciertos sitios peligrosos de la subida y las inseguras placas de nieve. La visibilidad es nula.

Descender mirando hacia el valle es problemático, así que me giro de cara a la pared para ayudarme con las manos. Es mucho más seguro, pero también más lento. Al poco rato me quedo solo.

Otra vara de bambú. No permitas que los demás aceleren tu marcha, Kurt, es la única forma buena de seguir descendiendo. Un paso en falso y… al vacío. A Willi y a «Mrówka» les he dicho que no me esperen. Llevaremos unas cuatro o cinco horas de camino. ¿Cómo estará el campo III?

Un paso, otro más, remolinos de viento… niebla. Oigo voces. Al parecer me están esperando. Unos segundos después descubro a Willi y «Mrówka» junto a la torre de hielo azulada, bajo la cual Julie y yo montamos nuestra tienda túnel en el primer ataque a la cumbre.

«Bajar tranquilamente al campo III, yo voy despacio… no está lejos». Un par de varas de bambú más.

¡Campo III! 7350 metros. Pero está destrozado. Aquí no podemos quedarnos. La tormenta ha aniquilado el campo que había sido reconstruido. Sólo descubro una tienda coreana sepultada y retorcida por la nieve. La rasgo con el piolet. Busco algo para comer. Y los rapeladores que Julie y yo dejamos aquí en un saquito. Nada, no los encuentro. Desesperado revuelvo por el interior de la tienda. Lo mismo hacen Willi y «Mrówka» un poco más abajo, en la tienda de los austríacos. Willi me dijo luego que «Mrówka» encontró un cartucho de gas para el infiernillo que se trajo del campo IV.

Pero no encuentro nuestros rapeladores. Esto es más grave. Cuánta energía ahorran estos descendedores, cuánta seguridad ofrecen… ¿Caramelos de naranja? No, polvos efervescentes. Algo es algo. Me llenan la boca de espuma al mezclarlos con nieve. Guardo el resto para compartirlos con los otros dos. ¿Y estas manoplas rojas? ¡Fabuloso! Manoplas coreanas. Mi manopla izquierda está mojada, puedo sustituirla. Pero el guante de cuero de la mano derecha lo conservaré. Lo necesitaré para manejar los mosquetones en las cuerdas fijas. Sólo merece la pena cambiar la de la izquierda; la otra la dejaré aquí.

(Hoy en día maldigo esta lógica. Ese pensamiento lineal que después de muchos días se ha instalado en nuestro cerebro. La segunda manopla me habría evitado todas las amputaciones. Habría sido más lento en las cuerdas fijas, pero podría haberla cambiado de cuando en cuando por el guante de cuero. Pero en esa situación no estaba en condiciones de prever nada).[6]

Comparto con Willi y «Mrówka» los polvos efervescentes y maldigo por no encontrar los rapeladores. Willi me pasa un mosquetón con seguro de rosca. Tengo uno, pero es mejor tener de más que de menos. Desgraciadamente, ninguno de los tres tiene un rapelador. Hubiese sido algo más que un alivio o una ayuda.