Es de noche. Oigo el silbido del aire y el ruido de la nieve golpeando contra la lona de la tienda. Estoy despierto escuchando las ráfagas de viento que transportan la nieve desde la montaña. En los momentos de calma me doy cuenta de que no está nevando. Esto me tranquiliza bastante. Tan sólo la posición de la tienda no es adecuada, pues la dirección en la que sopla el viento ha cambiado. Cuando Julie y yo la montamos, la brisa venía de China. De ahí que pusiéramos nuestra tienda al lado de la coreana, bien pegada a ella. De esta forma la cúpula coreana nos ofrecía un magnífico refugio. Pero esto fue el día 2 de agosto. Desde entonces el viento ha girado 180 grados, ahora sopla de Pakistán, golpeando en primer lugar contra nuestra tienda. No hay nada que hacer, los anclajes hace tiempo que desaparecieron en la nieve, congelándose en el suelo. Mañana temprano descenderemos, está claro… Continúo escuchando el ruido del viento: sí, no nieva, sólo es lo que levantan las ráfagas.
En un campo de altura enseguida se nota cuando nieva. El ruido es más débil y continuo. Comienza el riesgo de aludes y no se puede hacer otra cosa que bajar.
Mañana tenemos que salir de aquí, ya va siendo hora. Hemos perdido un día y, sin embargo, llegamos a la cumbre. Está finalizando el día 5 de agosto, es más que suficiente.
¿Y la visibilidad? Es el mayor problema. Desde la fatal caída del alud por el Hombro del K2 sólo hay un estrecho paso, el mismo que utilizamos para subir. Si las varas de bambú hubieran sido suficientes para marcarlo, podríamos bajar incluso con niebla y nieve fresca. Pero se acabaron en la ladera, por encima del campo III, a una altura de 7700 metros. Alan y yo hubiéramos necesitado de 10 a 15 varas más.
Cuando ascendíamos, el tiempo era espléndido y la mayoría debió tomarnos a Alan y a mí por unos fanáticos de la seguridad.
Mañana tenemos que descender a toda costa. Dios quiera que no caiga una tormenta de nieve, si no estaremos metidos en una trampa. El riesgo de perderse en el torbellino de nieve y no encontrar ni el camino de vuelta a la tienda es enorme. La muerte segura. ¿Qué se puede hacer? Paciencia y esperar.
¿Cómo le irá a Julie en la tienda de al lado? La nieve continúa chocando contra la lona, es nieve acarreada por el viento; me tranquiliza y me duermo.
De improviso oigo un ruido a la entrada de la tienda, luego la voz de Julie: «Please, open». Medio dormido respondo algo incomprensible, podía haber venido antes. Abro el túnel de entrada y mi compañera consigue meterse dentro con dificultad. No es extraño, la nieve se ha acumulado en la puerta.
—¿Por qué vienes ahora, en medio de la noche? —pregunto un tanto irritado.
—Willi se ha estado ocupando de mis dedos y me ha dado sus guantes de seda —contesta en la oscuridad. Bueno, en fin, no le vendrán mal, al menos ha podido beber té y ha descansado, está recuperada. Me siento más tranquilo. Nos acurrucamos en los sacos y nos dormimos.
Nos despertamos sobresaltados. Un fortísimo viento agita y sacude la tienda. ¡Tormenta de nieve! Como un huracán. Siento un nudo en la garganta, trago saliva. Ahora sí que estamos atrapados. No va a ser nada fácil salir de aquí.
Nuestra minicasita se dobla bajo la fuerza del viento. Allá arriba, en la pirámide de la cima, se oye un rumor sordo, como amenazante.
Sopla a más de 100 kilómetros por hora, acumulando la nieve alrededor de la tienda, formando un auténtico muro que aprisiona la lona. ¿Llegará a superar la masa de nieve la altura de la tienda como nos pasó en el Nanga Parbat? Allí, al menos teníamos una tienda sólida. Involuntariamente abrazo a Julie y la atraigo junto a mí. Aquella vez sobrevivimos. Entonces estábamos a 7400 metros, ahora nos encontramos a ocho mil. Julie no dice nada, se aprieta contra mí. Creo que piensa lo mismo.
Lentamente llega el día. Clarea una débil luz crepuscular. Me disgusta haber sido brusco con Julie esta noche, quiero decirle algo bueno, amable:
—Hemos alcanzado por fin la cumbre del K2, hemos sobrevivido a la caída y soportado el vivac. También saldremos de esta situación. El K2 nos pertenece. ¿No estás contenta?
No hay respuesta. Su silencio me preocupa.
Después en voz baja, murmura:
—No lo sé —hace una pausa—, no veo muy bien.
Dios mío. ¿Qué está sucediendo?
¡Ahora recuerdo! Cuando ayer tiraba de ella por la superficie nevada… me lo dijo: que no veía bien. Sí, pero lo achaqué al agotamiento. A mí ya me había ocurrido en el Everest.
—¿Tienes dolor?
Niega con la cabeza.
La miro a la cara, sus ojos me parecen más oscuros que de costumbre. Pero debe ser la poca luz que hay aquí dentro. Tiene los labios fríos. Estoy desconcertado pero trato de que no se me note. Hay algo en ella que no va bien…; es una depresión, un bajonazo. No, no es una oftalmia. Mañana estará mejor. ¡Si no estuviéramos pillados en esta trampa!… Una cosa está clara, con lo que hay fuera no podemos bajar.
—Esperaremos a mañana —digo tratando de aparentar calma.
Mientras tanto tengo que hacer algo para darle un empujón a Julie. Bebida, té caliente, pongo el infiernillo en marcha. Quiero saber exactamente cómo está la vista de mi compañera. ¿Cómo hacer para descubrirlo sin que se note mi preocupación? Entonces se me ocurre una idea:
—¿Puedes pasarme el cuchillo? —le digo—. Es para cortar unos trozos de nieve en la entrada para cocinar…
La observo sin que se dé cuenta. Julie lo coge con calma y me lo da.
Respiro aliviado. Estaba tirado por ahí, cerca de la pared. Tiene que poder ver, de lo contrario no habría sabido dónde estaba.
El té está listo. Es todo un placer beberlo. Julie se apoya en mí. Aunque afuera continúa la tormenta aquí dentro no hace frío. El muro de nieve impide que se escape el calor. Finalmente tenemos que quitarnos los plumíferos. Nos estiramos, metemos los pies en los sacos de dormir y en la bolsa lateral y esperamos…; finalmente nos dormimos.
Por la mañana he mirado los dedos de la mano derecha de Julie. Están algo marrones, igual que la punta de su nariz. Congelaciones, pero no de tercer grado. Estoy convencido de que se puede recuperar. A Julie le preocupa que en el futuro no pueda manejar la espada de artes marciales. No es que se lamente, pero sé lo importante que resulta para ella su arma.
Trato de tranquilizarla. Por otro lado sabíamos que algo así podía ocurrir cualquier día.
«Bloody hell!», maldigo en inglés. La tienda se está doblando por delante. La masa de nieve ha aumentado tanto que empieza a empujar la cúpula de nuestro frágil refugio. Las varillas que lo sostienen empiezan a curvarse tanto como les permite su propia elasticidad. En dos puntos están tan deformadas que parecen culebras. ¿Cuánto más aguantará la superconstrucción francesa? Sólo hay una solución: quitar nieve, reducir la presión. Para ello hay que salir afuera. Hay mucha nieve como para poder retirarla a empujones o puñetazos desde dentro.
No es la primera vez que salgo fuera en una tormenta para quitar nieve de una tienda. Casi siempre sin necesidad de equiparme del todo, sin botas. Además, aquí arriba tengo suficientes calcetines de reserva.
Lamentablemente el problema no es sólo cuestión de las varillas. No consigo salir por el agujero de la tienda. Situado justo encima del suelo, debe de ser muy bueno para pasar unos días de camping, pero no sirve para una estancia prolongada en nieve profunda. Y aunque la apertura está hacia el valle me resulta imposible salir.
«Al infierno con este paraguas», acabo diciendo después de esforzarme por salir. Aquí estamos como dos ratones debajo de una campana de cristal. Bueno, no tanto…; podemos hacer un agujero en la lona, pero no es aconsejable con lo que está cayendo. No es que me duela romper la tienda, pero en lugar de pelearme con la nieve, preferiría liarme a puñetazos con el inventor de este fabuloso paraguas.
—¡Merde! —exclamo pensando, no por casualidad, en francés.
En ese momento oigo la voz de Alan, parece hablar con Willi.
—Alan nos puede ayudar —dice Julie.
Le llamamos, le rogamos que nos ayude a librar la entrada.
—Of course —contesta e inmediatamente se pone a excavar como un perro. No puedo verlo, pero a través de la pared de lona oigo su fuerte respiración. Con las manos es una labor fatigosa, pero en este campamento no tenemos pala.
—Tengo que parar —resopla Alan— esto es como un pozo de minería.
Tiene razón. Willi coge su puesto, primero con el piolet, luego con las manos. Un golpe hace un agujero en la tienda, pero finalmente abre una brecha que llega hasta la entrada.
—El resto puedes hacerlo tú —dice resoplando como un hipopótamo—, pero date prisa, si no se volverá a cerrar.
Oigo como se vuelve a meter de nuevo en su tienda. Alan ha debido de hacer lo mismo, pues ya no le siento.
¿Y ahora? ¿Me calzo las botas? Es una operación demasiado larga. Puedo hacerlo en calcetines, tengo más de reserva. Da igual, estaré de vuelta en un par de minutos. Sólo tengo que librar la entrada y coger cualquier cosa como apoyo, un bastón de esquí o el piolet.
¿Y Julie? ¿Puede ayudar desde dentro?
—¡Claro que sí! —contesta con energía.
La miro, está sentada dentro del saco, esperando a que salga. A pesar de la angustia siento nacer dentro de mí una buena dosis de esperanza. ¡Julie, querida Julie, lo conseguiremos!
Comienzo a salir. De espaldas, con los pies por delante. Como un gusano me giro un poco más hacia afuera, sobre la tripa, hasta que consigo salir. Sofocado, jadeante. Me pongo de pie y en ese momento la tormenta me azota. El aire está lleno de nieve, a través de ella entreveo la mancha oscura de la tienda de los coreanos y la punta de nuestra tienda que aún asoma entre la nieve.
El viento es infernal. Los copos de nieve fustigan mi cara. Son montañas de nieve lo que se acumula alrededor de la tienda. Hace un frío tremendo.
Me pongo manos a la obra y enseguida entro en calor. Me siento como si fuera una excavadora. La tienda está bastante enterrada. Los anclajes sabe Dios donde estarán…, hundidos por ahí abajo. No encuentro ningún bastón de esquí. En la parte de la montaña del plateau donde nos encontramos, la nieve ha crecido formando una muralla tan alta como la tienda. Escarbo como un topo para librar la entrada, es un trabajo de Sísifo. Al mismo tiempo veo cómo la tienda empieza a doblarse hacia delante, sobre la brecha de la entrada.
Podría meter un piolet dentro y utilizarlo como apoyo, pero es muy arriesgado. Entretanto la entrada comienza a cubrirse otra vez. Empiezo a pensar que no podremos sujetar la tienda. El frío empieza a colárseme por todas partes. No pensaba estar tanto tiempo fuera.
—Trata de levantar la tienda —sugiere Julie. Pero… ¿Para qué? Sin embargo lo intento tirando de ella hacia arriba. ¿Servirá de algo?
—Creo que vamos a lograrlo —oigo decir a Julie.
Julie, querida Julie, cuánto coraje; te admiro.
Pero al momento siguiente la tienda vuelve a doblarse hacia delante. No siento mis pies. ¡Qué idiotez ha sido la prisa de antes, salir sin botas! Tengo que volver a la tienda rápidamente, si es que aún es posible. ¿Y quién nos ayudará dentro de media hora?
—No puedo sujetarla —oigo decir a Julie con resignación. Pobre Julie, no hay nada que hacer.
—Tenemos que abandonar la tienda y separarnos —le digo yo ahora. Los dos juntos no cabemos en otra. No tenemos otra solución. Estoy tiritando.
—Pásame el saco, rápido, vete con Alan, yo iré con los austríacos.
No puedo esperar ni un minuto más. Por la entrada asoma mi saco mientras Julie contesta:
—Yo iré con los austríacos, vete tú con Alan.
—Willi, rápido, nuestra tienda se va al traste, dadle cobijo a Julie por favor —grito hacia la cúpula oscura— ¿puedes ayudarla a salir ahora mismo? Fracciones de segundo, una eternidad y aparece la figura de Willi saliendo por la entrada.
—Claro, naturalmente —dice.
Por la entrada de nuestra tienda asoma la mano de Julie.
—Por favor, ayúdame a salir —le oigo decir.
Willi acude rápido hacia ella.
—¡Julie! —grito—. ¡Estoy congelado! Willi te ayudará. Tengo que correr… Nos vemos… más tarde.
Tambaleándome, cubierto de nieve, con los pies insensibles como trozos de madera y con el saco bajo el brazo, corro hacia la tienda de Alan.
—Por favor déjame entrar —pero ya Alan tiene la puerta abierta. Echo una última mirada y veo a Willi encorvado ante nuestra tienda.
No, Julie, no podíamos salvar la tienda, tuvimos que separarnos.
Mientras entro en la tienda de Alan y «Mrówka» siento agradecimiento, calor… y una infinita amargura creciendo por dentro.
Me apoyo en la pared de nieve. Detrás de la lona siento la nieve dura y fría.
Junto a mí están las piernas de Alan, tiene la cabeza al lado de la entrada, duerme. En la parte de atrás de la tienda, a mi lado, está «Mrówka», medio erguida. Silenciosa, ensimismada, la mirada fija. ¿Piensa en la suerte que no le ha concedido el K2? Parece completamente ausente.
A mi llegada, Alan se ha ocupado conmovedoramente de mí, ayudándome a meterme en el saco en la tremenda estrechez de la tienda. Me he tenido que quitar toda la ropa. Sólo conservo puesto el chaquetón de plumas, lo demás estaba mojado. Así pues, estoy desnudo dentro del saco. La ropa la hemos tirado en el ábside de la tienda, donde en poco tiempo se congelará. La otra ropa se quedó en el «paraguas», al igual que las botas. En la repentina mudanza no tuve ocasión de cogerlas. El té que Alan me ha preparado me ha devuelto la energía vital y ha aplacado en parte la amargura de la miserable situación. Sé que en la tienda vecina, Julie está bien cuidada, aunque lamento que la violencia de la tormenta impida cualquier conversación. Sólo saliendo de la tienda y gritando se puede mantener contacto. Pero yo estoy descalzo. ¿Habrán mejorado los ojos de Julie?
Encuentro particularmente doloroso, que nosotros dos, después de superar tantísimos situaciones difíciles, ahora, de pronto, estemos separados por un par de metros de nieve y un viento ululante, sin poder hacer nada el uno por el otro.
¡Basta de pensamientos amargos! No sirven de ayuda.
¿Podrá pasarse ella por aquí?
Alan y Willi, a gritos, se han comunicado que a la primera oportunidad descenderemos todos juntos lo más rápidamente posible. Con semejante tormenta el riesgo de perderse es tan elevado, que es preferible esperar un día más.
«Jesús Christ! So much snow» exclama Alan levantándose y saliendo de la tienda. No es la primera vez que, completamente vestido y moviendo los brazos como aspas de molino, limpia la parte de la tienda que da al valle y la entrada misma. Allí, protegida del viento, la muralla de nieve crece a ojos vista. Sin embargo, en el lado que da a China, Alan ha renunciado a cualquier intento de limpieza. La nieve acarreada por el viento se ha convertido en un muro macizo. De momento, la pequeña y sólida tienda de Alan aguanta muy bien la presión. Admiro a este joven montañero inglés. Su dinamismo y su inagotable energía, su elegancia y disponibilidad, han quedado demostrados en la ascensión. Hace cuatro días acogió en su tienda a Alfred, y hace tres cedió su sitio a la agotada cordada de la Magic Line. ¿De dónde sacará fuerzas este hombre?
Entre los austríacos, es Willi el que se muestra en mejor forma y más dispuesto a ayudar.
Si pudiéramos salir de esta trampa…
El día perdido. No quiero pensar en ello, pero me queda un amargo sabor de boca: ahora podríamos estar por debajo del espolón de los Abruzos o incluso en nuestra tienda al pie de la montaña.
Apoyo la cabeza en el muro de nieve y escucho la tormenta.
¿Qué ocurría, mientras tanto, fuera de nuestro limitado mundo, en el que, prisioneros, soñábamos con el fin de la furia de los elementos?
Los yugoslavos, que a mediodía del 4 de agosto, habían alcanzado las cumbres de sus dos ochomiles, habían descendido sin problemas. Los americanos, que intentaban la cumbre por la arista norte del K2, debieron renunciar a 8100 metros, debido a la nieve. Dieron la vuelta y regresaron a su campo base por las cuerdas fijas. Lo mismo hicieron los coreanos a lo largo de las cuerdas fijas del espolón el día 4 de agosto. Los polacos de la Magic Line luchaban hace días con el tiempo y aún no habían llegado abajo. Petr y Przemyslaw abandonaban el día 4 a las 10,30 el campo IV, mientras crecía la nubosidad a ocho mil metros de altura… También ellos lograron bajar sin grandes problemas.
Sólo nosotros nos encontrábamos arriba.
El 5 de agosto —demasiado tarde— Jim llamó al campo IV. Pero ya no había ningún walkie-talkie. Petr y Przemyslaw se lo habían llevado, al igual que los coreanos.
Consecuentemente, nuestro grupo, atrapado en el Hombro, está sin radio. Siete personas en medio de las nubes de tormenta, que no pueden aprovechar la posibilidad de descender que desde el campo base se aprecia, ya que no hay manera de comunicárselo. De nada sirve que el 7 de agosto, Jim Curran muestre una esperanza: «Hasta el Hombro, el K2 ha quedado libre de nubes, incluso el pico rocoso por detrás del cual está el campo IV. No sólo el espolón es visible, toda la vía de descenso se puede ver. Seguramente allá arriba no hace tanto viento como ayer y cada cual tratará de bajar lo más rápidamente posible. La gran pregunta es: ¿queda alguien aún allí?».
De todo esto no sabíamos nada. Y aunque la noche del 6 al 7 la tormenta amainó en parte y nosotros planeamos la salida, al alba la visibilidad era nula. El peligro de perderse en la niebla era considerable, sobre todo si no sabíamos hasta dónde llegaban las nubes, lo cual hacia que nadie se atreviera a ponerse en camino. Nadie sabía que por debajo del Hombro todo estaba claro. No conociendo la situación real, perdimos esa ocasión. En ese momento, un walkie-talkie habría salvado vidas.
—Esperemos que el gas no se acabe —murmura Alan entrando de nuevo en la tienda. Después del tiempo perdido, tampoco sus cálculos son válidos.
—Todavía tengo un cartucho lleno —trato de tranquilizarle—. El cartucho Husch que llevé para la cima está en mi plumífero, y en la tienda, el infiernillo epigas está intacto. ¿Querrá ir por él?
Alan niega con la cabeza. Ahora no le apetece. Mi esperanza de que, aprovechando la ocasión, me traiga las botas y la ropa que dejé en la tienda, se desvanece.
En la tienda vecina, con las reservas coreanas, aún no tienen problemas. Y aunque no queda mucha comida, aquí lo importante es beber.
¿Cómo le irá a Julie?
Tampoco consigo que «Mrówka» me traiga mis cosas, pues en una salida que hace para limpiar la tienda se le olvida. La tormenta continúa.
6 de agosto.
Es de noche. Todo está tranquilo.
¿Tranquilo? ¿Mejora el tiempo?
Siento voces fuera, oigo a Willi. ¿Vamos a descender?
Pero al rato vuelve el silencio. Al parecer no. Claro, si el tiempo está mejorando, esperaremos la luz del día.
Alan entra en la tienda:
—El tiempo mejora, mañana podremos descender.
Así pues mañana descenderemos.
Ésa fue la noche en la que —según me dijo Willi luego— Julie había dicho: «Fuera está todo tranquilo, podremos descender».
En el hospital de Innsbruck sus recuerdos, sin embargo, fueron distintos. Aquella noche Julie había dicho: «Fuera está tranquilo, podréis bajar». Ella ya no se incluía.
Recuerdo que no me disgustó que se retrasara la salida hasta el amanecer. Aún no había tenido ocasión de hablar con ella (una vez me habían dicho que dormía) y todo mi equipo e indumentaria estaban en la tienda abandonada.
Estoy en ángulo en el fondo de la tienda, en una posición forzada. La nuca me duele, la estrechez es grande. La temperatura en el saco se puede soportar, no importa que esté desnudo. Pero la presión de la nieve en la cabeza es peor. Trabajosamente cambio mi postura, sólo un poco, algo que afecta a los demás. Somos una agotada mezcla de miembros y cuerpos. Jadeos, respiraciones profundas, y luego otra vez el silencio. ¿Por qué las noches son tan horrorosas? ¿Por qué la estrechez tortura más de noche que de día?
Afuera oigo el suave rumor del viento y, de cuando en cuando, el crujido de los copos de nieve chocando contra la tela de la tienda. Debe de ser tarde esta mañana del 7 de agosto. En el exterior todo está gris, pero ligeramente algo más claro. Nadie ha dicho aún nada de descender. Siento crecer en mi interior la preocupación y la decepción. Es evidente que el tiempo ha vuelto a empeorar. La visibilidad es nula.
Al menos la tormenta ha cedido.
Estoy prisionero en el saco de dormir. Tras las estrecheces de la noche siento un cansancio de plomo.
El tamborileo de la nieve sobre la tienda, el susurro del viento… me adormezco…
¿Pero no es ésa la voz de Julie?
—Eh, Kurt… Julie te llama —Alan me agita del brazo—, creo que viene.
No acabo de creérmelo, me muero de alegría.
Viene, es señal de que puede ver.
—Julie —grito tan fuerte como me es posible.
—Oh, Kurt —oigo llegar su voz desde la zona de la tienda de los coreanos. Luego escucho sus pasos acercándose. Un momento después siento su cuerpo chocar contra la tienda por el lado donde está «Mrówka».
—No, Julie, la entrada está aquí, a la izquierda —le explico dónde está la entrada.
—Qué agradable es que vengas —¡He estado tan preocupado por ella! ¡Cuánto la he echado de menos! Me alegro muchísimo de que esté aquí, de que le vaya bien, de que se encuentre mejor.
—Sólo quería saludarte —dice ella y se queda sobre el montículo de la entrada.
—¿Cómo estás tú?
No puedo verla porque sólo hay una pequeña apertura en la nieve. También el ábside de la tienda está lleno de nieve. Yo estoy al fondo, con los pies hacia la entrada y las piernas encogidas bajo el cuerpo de Alan.
—No te preocupes, estoy bien —contesto echándome hacia adelante cuanto puedo—. Pero quiero verte, ¿podrías inclinarte un poco?
Quiero ver su cara.
Ahora asoma el borde de su pelo.
—Sigo sin verte, quisiera ver tu cara —insisto—; mira, te enseñaré mis manos. —Alargo mis manos hacia la entrada, hacia ella… aquí estoy, ¿pero, y ella?—. ¿Estás bien, te encuentras a gusto con los austríacos?
Su pelo, rociado de cristales de hielo, asoma un poco más en la niebla. Ese pelo que me es tan familiar y que, sin embargo, se me antoja lejano…
Recuerdo haber visto algo similar en el pasado, en la vertiente china del K2, en una zona llana al borde del glaciar norte, cristales de hielo, finas y largas agujas que formaban un curioso dibujo…
En el fango, cada noche, se formaban estos cristales, pequeños alfileres que nacían y después desaparecían, pero que dejaban en el suelo un dibujo tan bello que nos embrujaba: eran el presente, el pasado, el desaparecer y continuo renacer bajo la poderosa sombra de nuestra montaña.
Embrujados nos tomamos las manos: era el nudo infinito…
—Kurt, I’m feeling rather strange.
Su voz me llega como lejana entre un amasijo de pelos y cristales de hielo. Como si hablase desde muy cerca y al mismo tiempo desde no sé dónde. Se encuentra extraña…
Pero ha venido hasta aquí.
Tiene que beber, beber, beber. Mañana bajaremos, hoy ya no es posible. En cuanto tenga mis botas iré a verla. Le digo todo esto y luego apremio:
—Sé fuerte, pienso en ti.
¿Puedo darle ánimos y coraje? Me doblo hacia adelante todo lo que puedo, pero no consigo ver la cara de Julie. Ahora desaparece de mi vista su pelo.
—Adiós —dice mientras se va—, yo no tengo tus botas.
Extraña respuesta. Pero mientras sus pasos se alejan pienso: su vista está otra vez bien. Vuelve sola a la tienda de los austríacos, y también sola ha llegado hasta aquí. Más tarde yo mismo iré a verla, primero he de conseguir de una vez mis botas.
Ahora que sé que puede venir, lo primero que quiero hacer es salir del fondo de la tienda. ¿Por qué no me pongo con la cabeza hacia la entrada?
No es una empresa fácil. Después de una hora de contorsiones me encuentro con la cabeza en el ábside, en una esquina. Directamente enfrente de Alan. Tengo su cara delante de mí: afilada, la nariz recta, la mirada franca de sus ojos claros, a veces soñadora pero siempre positiva. «Mrówka» ha preferido quedarse donde estaba, al fondo de la tienda. Como una marmota en letargo.
Inútilmente propongo salir yo mismo a librar la tienda de nieve si antes alguien trae mis cosas. Alan dice que sí, pero se vuelve a dormir. Me siento impotente.
Tal vez me preste sus botas y el cubrepantalón para poder visitar a Julie. Entonces podría traerme todo lo necesario de mi tienda. Alan murmura una afirmación, pero opina que ya me traerá las cosas, hoy o mañana, como muy tarde antes de que nos vayamos.
Hay algo en Alan que ya no cuadra. No tiene la misma energía que antes.
Es mediodía. El viento sopla irregularmente. Hay pausas. Al otro lado tendrían que poder oírme ahora. Me incorporo un poco y gritando explico que me gustaría pasarme a la otra tienda. La respuesta es decepcionante: ¡No hay sitio, en absoluto! Además Julie está durmiendo…
Me deprimo.
Poco a poco oscurece. Mañana iré a verla.
Amanece el 8 de agosto. Ha pasado otra noche. Esta vez menos dura, gracias al cambio de posición. Alan está despierto. Volveré a pedirle mis cosas. Oigo el viento, irregular y flojo. La voz de Willi me llega clara. Contesto. ¿Querrá que vaya para allá?
—Kurt, esta noche ha muerto Julie.
«Si pudiera elegir un sitio para morir sería en las montañas. Cuando el alud nos barrió en el Broad Peak, supe que no me importaría morir así. Muchas veces hubo en la montaña momentos en los que habría sido muy fácil permanecer quieto y dormirse para siempre, pero espero que el ciclo natural no se cierre para mí aún. Tengo tantas cosas por las que vivir…».
(Pensamiento de Julie después de la muerte de Juanjo, nuestro compañero vasco; durante una conversación al pie del Everest en 1985. Publicadas más tarde en su libro Clouds from both sides).
Fue un martillazo completamente inesperado. Alan, junto a mí, trata de reconfortarme. Escucho sus palabras sin entenderlas. Poco a poco tengo que aceptarlo.
A partir de ese momento todo fue distinto. Los días, la luz, la oscuridad… todo. La tormenta, algo… había roto nuestra cuerda.
Campo IV, últimos días de tormenta
8 de agosto.
Rayos de luz, pensamientos fragmentados entre el aquí y el más allá, sueños que emergen del pasado, la realidad lo es todo: aquello que se fue, que es…
Julie había dicho una vez que la muerte más bonita sería dormirse allá arriba en las montañas. ¿Pensó que esa hora había llegado? No teníamos que habernos separado… eso fue el fin. ¿Estaba ya escrito en nuestro camino? No lo creo. Ha ocurrido, irrevocablemente, para siempre.
Desde que murió una especie de fuerza ha nacido en mí. Algo que me distancia de todo y al mismo tiempo me acerca a la tierra. Sea lo que sea, es una fuerza increíble: el ahora y el entonces, el arriba y el abajo. Inseparablemente unidos.
Pero si no puedo distinguir el arriba y el abajo, el ahora y el entonces, no estaré en condiciones de descender, y aún puedo hacerlo.
¿Y si la tormenta durara todavía varios días?
Aquí a ocho mil metros.
Notas del diario de estos días:
Cuando se acabó el gas en la tienda de Alan, pude conseguir que «Mrówka» trajera la mochila lila y el infiernillo de mi tienda, no así mis botas. De nuevo teníamos gas, tres bolsitas de té, un par de caramelos, dos rodajas y media de pan biscotado, que repartimos como un tesoro después de llevar varios días sin comer. De las tres bolsitas de té, apenas si obtuvimos un poco de sabor, pues no nos podíamos permitir hacer hervir el agua. Pero con ello el interés renació, era un lujo inesperado. Dos bolsitas de té se acabaron enseguida. Una vez a Alan se le olvidó sacarla del cazo antes de orinar dentro, otra vez a «Mrówka». Cómo conseguimos apañarnos con tanta estrechez es algo que sigue siendo un misterio para mí. Por otro lado no teníamos alternativa, fuera continuaba el mal tiempo. Recordando con precisión, creo que «Mrówka» debió de ir dos veces a nuestra tienda, pues finalmente obtuve también mis botas. De los días pasados en la tormenta, sólo guardo memoria del orden de algunos acontecimientos.
Desde la visita de Julie estuve con la cabeza en la entrada. Así pude coger nieve para seguir cocinando con Alan mientras hubo gas. Él y «Mrówka» libraron de nieve la tienda en bastantes ocasiones. También Willi vino dos veces. Al final, había tan poco aire en la tienda que la llama del infiernillo bailaba como el aura de un fantasma y se apagaba antes de que nos diera tiempo a poner el cazo encima. Era frustrante. Sólo después, tras vanos intentos y hacer con mucho esfuerzo un agujero hacia arriba en la nieve de la entrada, conseguimos al fin algo más de agua.
Las noches fueron lo peor. Los huesos del vecino se te clavaban en los músculos, hasta que el dolor te obligaba a cambiar de posición, pero la estrechez era tal que sólo era posible una mínima variación. Como nos ocurría a todos, era un calvario que sólo tenía fin cuando llegaba la mañana, quién sabe por qué. Una noche noté que el infiernillo perdía gas. Asustado lo busque y cerré la espita. No sé cuánto gas se perdió con ella. El último día —tal vez uno antes— ya no quedaba gas. Al final nadie tenía ni fuerzas ni voluntad para limpiar de nieve el ábside de la tienda. La nieve entraba poco a poco, como en un reloj de arena. Estábamos allí, echados, comiendo nieve con las manos.
9 de agosto, decimosegundo día en el K2
Cuando me despierto, noto que me he quedado dormido con la mano en la nieve. Las puntas de los dedos se me han quedado insensibles. Se han congelado. ¡Kurt, no se debe uno dormir con la mano en la nieve! Pero ha ocurrido. Por lo demás no tengo ninguna otra congelación. De momento. Nunca antes había sufrido congelación alguna.
Y ahora. ¿Continuarán las cosas igual?
A partir de un cierto momento las fuerzas no llegarán.
Todo depende del tiempo.
La punta del dedo corazón se ha puesto azul, con ampolla. No es bonito morirse así, poco a poco. De momento no se puede pensar en bajar, la tormenta continúa.
Una vez le pregunté a alguien si valía la pena algo así a cambio de un ochomil y me respondió que sí, que por esta montaña sí. Estábamos al pie del K2 y Julie estaba a mi lado. Era un día maravilloso. El sol lucía fuerte, y la luz brillaba entre las torres de hielo.
Cuando respiro siento una leve resistencia, como un bloqueo detrás del omóplato derecho. ¿En el pulmón? Un ligero dolor. ¿Es acaso una señal del fin?
¿Cuánto más durará esta tormenta? Alan se está apagando. La última noche ha sido muy mala. No ha dejado de moverse como una fiera enjaulada.
He tratado de tranquilizarle varias veces. Inútil. El bueno de Alan, que me abrazó cuando supo la muerte de Julie, que me ayudó con sus palabras, se hunde más y más. Tiene la cara marcada por las fatigas de los últimos días. No está del todo aquí, está como ido, cada vez con mayor frecuencia pide agua. Y no hay. Le meto nieve en la boca, que él chupa con avidez. Me pregunto cuánto más podrá aguantar. Quien no pueda caminar está perdido, incluso si la tormenta termina.
«Mrówka», en la esquina de la tienda, permanece inmóvil, parece aletargada.
Vuelvo a notar cierto dolor al respirar. Pero, salvo que signifique una sorpresa desagradable, siento que aún puedo aguantar un día más. Mastico nieve. Sólo si bebemos líquido y la tormenta acaba podremos salvarnos.
Me asombro de lo tranquilo que estoy. Tampoco sirve de mucho estar nervioso. Es así de sencillo: dependemos de la duración de la tormenta. Tengo que seguir comiendo nieve, aun cuando ya tengo el estómago estropeadísimo. Vuelvo a meterle nieve entre los labios a Alan. Chupa y traga. Sus ojos están rojos, llenos de venas pequeñas y enrojecidas. Ayer no las tenía. Con la mirada en el techo no para de murmurar: «Jesus Christ», una y otra vez.
La tormenta continúa. Los cristales de nieve chocan o resbalan por la lona de la tienda. Mientras, en el fondo se oye implacablemente el sordo rumor de las masas de aire chocando contra el K2. Cierro los ojos.
Campos soleados, las praderas verdes metiéndose en las terrazas, la selva alrededor con sus gigantescos árboles. El pueblo y sus casas con techos de bambú. Tashigang.
Alguien canta:
«La tela kore -i nyima ce shar…». Así gira la gran rueda, el gran sol se levanta… Es Drugpa Aba, el padre de Drugpa, que canta como todas las mañanas. Es la luz del sol, esa luz maravillosa que todo lo traspasa, los campos y las hojas…; un verde reluciente, una luz maravillosa. Es la luz.
Es de noche. Estrechez tortuosa en nuestra prisión. Entregarse al destino, aguantar. Agotamiento, aguantar. Sueños: sol, praderas… tu hogar, los tuyos… toda la vida… ¿Qué es la realidad?
10 de agosto, decimotercer día en el K2
En la tienda se esparce una leve luz que deja intuir los cuerpos arrugados dentro de los sacos de dormir. Ha vuelto a pasar otra noche. Continúa la tormenta, pero al menos ya no hay oscuridad. Incluso la estrechez torturante es más soportable con algo de luz. Parece haber más claridad que nunca. ¿Nos brinda la vida aún una oportunidad? ¿Hay todavía esperanza? Implacablemente la nieve empujada por el viento martillea el trozo de tienda que sobresale de la superficie nevada que nos ha ido tragando. Por encima nuestro las ráfagas continúan con violencia, como si aquí dentro, en una tumba, ya no le perteneciéramos. Efectivamente hay más claridad. Ya no nieva. Sólo el viento sigue acarreando cristales de hielo. ¿Se ha abierto un agujero en el mar de nubes? Ninguno podrá aguantar un día más. Si no te quedan fuerzas para bajar, sólo te restan los sueños.
¡El sol! El sol luce sobre la lona de la tienda. ¡Gracias a Dios! Me esfuerzo como un loco por salir entre la nieve del ábside. Alcanzo la entrada. Por un pequeñísimo agujero en la superficie nevada logro ver el cielo azul. Ese azul que nos trae la última esperanza de salir con vida de aquí.
Es la realidad.