¿Dónde está el campo? ¡El puerto donde debe finalizar nuestra odisea entre las nubes! Tenemos que encontrarlo. El descenso del glaciar suspendido ha durado muchas horas, exigiéndonos todas nuestras energías y atención. Era el último acto de la batalla por la supervivencia en la pirámide de la cumbre… Al menos eso pensábamos.
Ahora estamos alrededor de los ocho mil metros, no sabemos dónde y no vemos nada. Hace poco —o quién sabe, quizá pasó toda una hora— habíamos divisado por encima nuestro el Cuello de Botella y el techo del glaciar. Desde allí y afinando la memoria, determiné la dirección de la bajada, desde entonces avanzamos sin ver nada. El riesgo de pasar el campo de largo, sin verlo, es enorme.
Siento que el descenso nos ha hecho consumir excesivas energías, por muy extrañamente bien que nos encontráramos esta mañana. Julie hace rato que pide una pausa para descansar. Sin embargo sólo le concedo descanso cuando se acaba la cuerda, en cada reunión, cada vez que nos juntamos. Un paso después de otro, de cara a la pared.
Sí, estamos realmente «en la nada».
Las nubes cumiliformes, y las bandas de niebla pasan llevadas por el viento; todo está blanco o gris, según la densidad de la «capa de algodón» que nos envuelve a cada momento. La inclinación de la ladera, el recuerdo que guardamos de ello cuando subimos, es el único punto de referencia para saber dónde estamos. Antes confundí una piedra con una tienda. Y esto me ha impresionado mucho. El susto me ha desaletargado y ha movilizado todos mis sentidos. Encontraremos el buen camino. Por algo se dice de mí que tengo un sexto sentido para andar por la noche y con niebla. Debe de ser verdad, si no hace tiempo que estaría muerto.
Veo la figura de Julie inmersa en la niebla, sus lentos movimientos. Sabe tan bien como yo que aquí, por esta zona, se perdieron Liliane y Maurice Barrard.
—Continuando en zig-zag deberemos encontrar el plateau donde está el campo —digo por decir algo.
—Sí, lo deberíamos encontrar, pero la ladera es aún demasiado empinada —responde. Su mirada es seria bajo el pelo incrustado de hielo. La atmósfera es tan oscura que hace rato que nos quitamos las gafas.
No debemos pasarnos el plateau de largo, acabaríamos en la vertiente china, donde están las cornisas sobre el abismo. Tal vez Maurice desapareció allí cuando perdió a Liliane. Julie y yo vamos encordados, cualquier cosa que ocurra será para ambos la vida o la muerte.
¡Debe ser la vida!
Probemos por la derecha, sólo bajando en zig-zag encontraremos el campamento. Mantengo la esperanza, absurda y desesperada, de que un golpe de viento abra las masas de nubes.
Continuamos en zig-zag. Apenas si perdemos altura, derrochamos energías y sin embargo es nuestra única oportunidad. Sólo así no pasaremos de largo junto al campamento.
Pero crece la preocupación, estamos cansados, hemos pasado ya tanto. ¿Acaso la montaña no nos quiere soltar? Desde la caída estamos en sus manos.
La pendiente se suaviza. Dios mío, Julie, esto debe de ser el plateau. Pero también podría ser el borde superior de una enorme cornisa. No llego a ver esa superficie llena de restos de hielo que se desprendió del glaciar suspendido. ¿Dónde está esa zona del borde superior del plateau que tan bien recuerdo de la subida? ¿Dónde estamos? ¿Será realmente una cornisa? Tal vez la nieve transportada por el viento lo haya tapado todo; en tal caso, puede que estemos en el inicio del plateau.
Si estamos donde yo creo deberían oírnos en el campamento. Bastará con gritar.
—¡¡Haaallooo!! —grito a través de la niebla; luego le digo a Julie— Deberían oírnos.
Me mira estupefacta:
—¿Estás pidiendo ayuda?
—No, pero así no nos despistaremos del campo.
Escuchamos.
Silencio.
—¿Puedo sentarme ahora? —pregunta Julie.
—Claro —contesto y continúo escuchando. Vuelvo a gritar… Estoy angustiado. ¿Acabará esta jornada en otro vivac? Ninguna respuesta. Sólo nubes y silencio y el ligero ruido del viento contra la superficie nevada. «Tenemos que seguir», le digo a mi compañera que se levanta veloz.
De improviso se oye un grito a través de la nieve.
¡Respondamos, Julie!
Gritamos de nuevo, a todo pulmón. Felices, como si se nos hubieran caído de la espalda toneladas de miedo. ¡El campamento! ¡No tendremos que vivaquear!
Volvemos a oír la voz, parece la de Willi. Por la dirección, deduzco que estamos al borde del plateau. Avanzamos. Un poco más allá encontramos los primeros trozos de hielo. Aquí está la zona que tan bien recordaba. La pendiente se reduce. Estamos sobre la superficie nevada que lleva directamente al campo.
Con todo lo que se ha dicho y escrito sobre esta tragedia, no puedo por menos que hacer aquí una serie de precisiones, contrarias a lo que algunos autores han expuesto:
No es cierto que Julie llegara a cuatro patas al campo. Tampoco es cierto —como ha narrado Willi— que su nariz y sus mejillas estuvieran negras, ni que le colgaran trocitos de carne de una mano, ni que no pudiese sujetarse y por ello él la arrastrara hasta las tiendas.
Opino que Willi fue víctima de alucinaciones. (Algo comprensible a esa altura). ¡Otros autores con mucha fantasía han dado como hora de nuestra llegada a la cumbre las 7 de la tarde! Incluso los ha habido que han contado la última conversación de Renato, que en realidad estaba desmayado, al borde de la grieta donde murió. Hay tal cantidad de historias inventadas que sería largo narrarlas, de tantas como son.
—Quiero descansar ahora un rato, —dice Julie tirándose al suelo.
Ambos estamos enormemente aliviados desde que sabemos que el campo está aquí al lado.
Un golpe de viento levanta por un instante la niebla y alcanzo a ver los colores de las tiendas. Al momento siguiente la niebla vuelve a cerrarlo todo.
¡Recuerda la dirección, Kurt! ¿Dónde estaba?… Todo recto, ¿no? En cuanto vuelva a abrirse un poco esta niebla, nos pondremos en marcha. Me agacho junto a Julie en la nieve y le paso el brazo por el hombro. Su cara refleja cansancio y distensión. Lo conseguimos. Conseguimos hacer cumbre y ahora estamos de vuelta, seguros, y el K2 nos pertenece. Esta vez por poco… Pienso en la caída y el vivac. Veo la nariz, ligeramente marrón, de Julie. Es un principio de congelación. Pero estamos vivos. No volveremos a subir aquí nunca. Hemos puesto el punto final a esta montaña que tanto soñábamos.
De nuevo se abre la niebla. Veo las tres tiendas, veo a Willi, allí, de pie. Tenemos que movernos ahora, antes de que se vuelva ¿Puedo tirar de ella? Allí hay té, descanso, calor. Allí está fin el final de esta horrible odisea. Me pongo de pie.
—Tiraré de ti —le digo mientras la cojo de la mano y empiezo a tirar de ella, para abajo.
Es más fácil de lo que parece, pues ella lleva los pantalones lisos de perlón. La superficie está ligeramente inclinada y es bastante regular. Se apoya en la otra mano y levanta ligeramente las botas con los crampones.
Por aquí había una pequeña grieta, no creo que nos caigamos precisamente ahora. Llevo los ojos bien abiertos. Camino hacia el campo respirando fatigosamente, hasta que en cierto punto me paro.
—¿No preferirías levantarte? —pienso que o esta forma de bajar le gusta mucho o, ahora que todo ha pasado, se siente agotada. ¿Pero no sería mejor, después de todo lo que ha superado y pasado, que llegara al campamento a pie?
—No veo muy bien, prefiero quedarme en el suelo —contesta a mi pregunta. ¿Qué está pasando? Estoy sorprendido: durante toda la bajada su vista no falló. ¿Es el esfuerzo o el comienzo de una oftalmía?
—O.K. —digo, me pongo de pie y sigo tirando. Oigo la voz de Willi por algún lado, pero ahora sé dónde está el campo, aunque no lo vea.
—Mi guante, mi guante —grita de pronto Julie.
Ha debido de perderlo al apoyarse en la nieve. No tiene sentido pararse para recogerlo.
—Ya llegamos, Julie, queda muy poco —le digo jadeando. Delante de mí, en la niebla, emergen las siluetas de las tiendas y Willi, que viene hacia aquí. Levanto a Julie del suelo, andamos juntos los últimos pasos hacia Willi. Nos abrazamos, es el regreso de otro mundo.
—Willi, por favor, haced algo de té para Julie.
Está claro que en su tienda no hay sitio para los dos. Pero estoy contento de que alguien se ocupe de ella. Me doy cuenta de que he llegado al límite de mi resistencia y aguante psíquico, estoy infinitamente cansado y sólo quiero dormir. Los austríacos cogen a Julie y yo me meto en nuestra tienda, poco después el mundo alrededor de mí se desvanece.
No he visto a Alan ni a «Mrówka», deben de estar aquí, pues con este tiempo y la poca visibilidad, nadie puede pensar en descender.
Tal y como Willi me contó luego en Innsbruck, Julie recobró sus fuerzas después del té caliente. Indudablemente, la sensación de encontrarse segura contribuyó a ello. Lo más duro había pasado. Al menos eso pensábamos todos. Julie no presentaba síntomas de congelación en los pies, como dice Willi. Pero tenía, según él, herida una mano. Willi opinaba que conseguiría descender. Sólo le preocuparon los problemas que tenía en la vista.
—Cuando le dábamos algo de beber, algunas veces su mano no atinaba a coger el pote.
Por ello Hannes y Alfred hablaron de una eventual operación de rescate con helicóptero en la parte inferior de la montaña. Pero Willi sabía, sin embargo, que los helicópteros sólo pueden recoger a alguien por debajo de los 6000 metros y, en cualquier caso, en óptimas condiciones. Julie no se tomó tal operación en serio, sin embargo le alegraba poder volar en un helicóptero. Pues tal y como ella misma le dijo a Willi allí arriba, el general Mirza le había prometido un vuelo en helicóptero si llegaba a la cumbre del K2. Yo también estaba allí, en el campo base, cuando el general lo dijo. Vi la alegre sonrisa de Julie: más tarde o más temprano volaría. Julie jamás había subido a un aparato así, para ella era una aventura, como dar una vuelta en un Concorde, aunque sólo fuera por encima de Londres.
Willi me aseguró luego muchas veces que el primer día nadie dudó de la recuperación de Julie, ni de que lograría descender. Se quedó todo el día con los austríacos. Recuperando el sueño, tal y como me dijeron en un momento dado en que yo me desperté y pregunté desde la tienda vecina.
Ya en años precedentes, había constatado que la meteorología en el K2 se desarrolla frecuentemente de manera muy distinta. Puede ocurrir que en la parte inferior del espolón de los Abruzos no corra nada de viento, y sin embargo, un piso más arriba, la fuerza de una tormenta esté atravesando horizontalmente las torres rocosas. Es más, el Hombro puede estar envuelto por una nube gigantesca y la cima permanecer libre bajo el sol. La tremenda altura del K2 se acerca a la altura de vuelo de los jets. Los pasajeros de la línea Islamabad-Pekín pueden ver a menudo, por encima del mar de nubes, la marcada silueta de la pirámide de la cumbre alzarse hacia el cielo; puede que también los Gasherbrum y el Broad Peak. Y por abajo es posible que esté nevando.
El día 4 de agosto empezó a recalar el mal tiempo. La fuerza de la tormenta sólo se había asomado débilmente a la parte superior de la montaña. De otra forma Julie y yo no hubiéramos sobrevivido a un vivac a casi 8400 metros en un nicho medio abierto.
Por debajo de los ocho mil metros, a las cinco de la tarde, la ventisca atravesaba la pared sur del K2. Cada vez oscurecía más. Las nubes que envolvían el K2 más arriba llegan casi hasta el glaciar. Luego empezó a llover, finalmente nevó.
El día 5 de agosto a mediodía, según cuenta Jim Corran, pudo verse un poco de cielo azul, pero se pudo imaginar también el fuerte viento que reinaba en el K2. Ya a las 13,30 el tiempo había empeorado como nunca antes. Lleno de preocupaciones Jim le contó a su grabadora: «… Me temo lo peor. En este momento hay doce personas en la montaña, a 7000 metros o por encima, y el tiempo allí arriba tiene que ser horrible». (Como ha narrado también en su libro: K2. Triumph and tragedy).
El 8 de agosto, dos días después que Petr y Przemyslaw, los últimos escaladores de la Magic Line llegaron al campo base: Janusz Majen el jefe de la expedición polaca y las dos chicas, Krystyna Palmowska y Anna Czerwinska. La retirada por la dificilísima vía había sido una dura lucha. Afortunadamente, había cuerdas fijas.
Aunque ciertamente se pensó en una operación de socorro para los siete que estábamos atrapados en el Hombro, mientras duró la tormenta no existió ni una posibilidad de que alguien llegara desde la base hasta nosotros. En semejantes condiciones, ni siquiera un equipo de rescate numeroso hubiera podido hacer algo. Las personas que en el campo base podrían haber participado, estaban en parte «tocados», y en parte sufrían congelaciones o estaban agotados. De los austríacos sólo quedaba Michael Messner; los otros, ajenos a todo, hacía días que habían emprendido el camino de vuelta, llevando la alegre noticia a la embajada austríaca: ¡Tres austríacos en la cima del K2!
Los coreanos, en el descenso, habían dejado en el espolón todo lo necesario para un posible caso de urgencia. También Julie y yo teníamos nuestros depósitos, pero la pregunta para todos era: ¿cuándo se podrá bajar hacia el espolón sin matarse?
Jim, el amigo de Alan, observa el tiempo día tras día, espera y espera. Las probabilidades allá arriba son cada día menores. Nadie puede aguantar ilimitadamente a esa altura por muy aclimatado que esté, aunque tenga suficiente líquido para beber.
El 8 de agosto Jim se desespera: «… yo creo que probablemente estén todos muertos». Pero él continúa esperando.
El 9 de agosto, junto a Michael Messner, sube al campo base avanzado sin descubrir nada. Pasa la noche en nuestra pequeña tienda verde, la única que ha quedado allí. Durante toda la noche el viento agita la tienda. En la mañana del día 10, la tormenta continúa sobre el K2. Aunque el tiempo ha mejorado, Jim regresa al campo base.
El día 11 de agosto la noticia de nuestra muerte recorre el mundo.
Pero volvamos al 5 de agosto, a aquella isla perdida en la tormenta a ocho mil metros.