Vamos más rápido si yo voy delante. Yo soy mejor encontrando el camino. Puedo confiar en Julie que va detrás de mí, de lo contrario no iría yo delante. Está en buena forma. Lo conseguiremos sin vivaquear. Claro está que antes de llegar a la mochila, que nos espera colgando 300 metros más abajo, habrá oscuridad, pero tenemos nuestra linterna frontal.
—Voy delante, si no te importa —le digo mirando sus ojos bajo el pelo congelado y blanco. Asiente enérgicamente con la cabeza:
—De acuerdo, pero rápido. No hay tiempo que perder… —me contesta cuando abandono la cumbre.
—Sí —digo mientras me doy prisa. Cada minuto es precioso. Todavía hay claridad, con la oscuridad todo será el doble de fatigoso, cada paso será un problema. Una voz interior me impide ir más aprisa de lo que es seguro.
La antecima ha quedado atrás, en la bruma gris entreveo la silueta de la «aleta de tiburón». Aquí había una pequeña grieta. Trazo con mis pasos un pequeño arco, me dirijo de nuevo a la «aleta» y me encuentro con nuestra huella de subida. Me giro un momento y… me quedo atónito. Julie, al final de la cuerda, ha abandonado las huellas por la prisa. Me sigue en línea recta. Delante de ella, apenas perceptible, hay una débil fisura… ¡Le grito!
—Stop. ¡Por el amor de Dios! ¡Una grieta! —chillo justo a tiempo de detenerla. Tampoco yo había visto la grieta, sólo la memoria me ha ayudado.
—Vuelve y sigue mis pasos —le digo angustiado.
Debí haberle advertido, pero no lo hice. ¿Por qué? Me siento culpable. ¿Será culpa de la extrema altura? El efecto del aire enrarecido puede haber provocado una especie de cortocircuito, aunque uno se encuentre perfectamente bien. Omites aquello que no piensas directamente pero que harías normalmente, o peor aún, por el mero hecho de pensarlo dejas de hacerlo, como si ya el pensar en sí… ¡Un sofisma peligroso!
Estoy seguro de que no estamos en un estado así. El suceso de la grieta, achacable a las prisas, me suena no obstante como una advertencia. No precipitarse. Moverse con atención y precisión, sobre todo en la bajada. Los descensos son siempre más peligrosos.
A mi grito, Julie se para automáticamente. Con precaución da unos pasos atrás, regresa a mi huella y me sigue. Respiro, no me quiero ni imaginar si uno se hubiera caído en una grieta a 8600 metros… Continuamos. Poco después llegamos al pequeño escalón. Me detengo y aseguro a Julie mientras baja. Estamos a la altura de la «aleta de tiburón». Mientras baja le digo que meta la clavija al pie de la pared. No, no pienso que se pueda caer, pero la seguridad bien vale perder unos minutos.
—¡Baja! —grita Julie.
Mientras desciendo, ella recupera cuerda. En la reunión sólo intercambiamos un par de palabras. Julie se gira para recuperar la clavija. Noto otra vez su tensión, su determinación. Queremos llegar abajo, al campamento. Por un lado tenemos que ser rápidos, por otro prudentes. Debemos aprovechar la última luz del día para dejar atrás los seracs.
Continuamos juntos. Creo que será más fácil superar el próximo escalón de nieve y hielo por donde lo hizo «Mrówka» en la subida. Enseguida estamos en el punto donde se separan las huellas. Todavía se ve en la nieve el rastro por donde han bajado los demás. Avanzo solo hasta una pequeña hendidura transversal que apenas he podido entrever en la luz crepuscular. Espero a Julie mientras la aseguro clavando el piolet hasta el fondo. La veo bajar segura y veloz, me siento aliviado.
—¡Atenta a la pequeña grieta! ¿Recuerdas? —le digo ahora con el deseo de reparar la omisión anterior.
—¡Claro! —responde ella con la respiración forzada y una ligera sonrisa. Reconoce la grieta, es la que nosotros superamos por la izquierda mientras que «Mrówka» pasaba por la derecha. ¡Adelante! ¡Hacia abajo! ¿Habrán llegado la polaca y Alan al campo? Ha oscurecido tanto como para no ver nada más que las formaciones nevadas más cercanas. En la profundidad apenas se pueden intuir las formaciones rocosas del último hombro, allí tenemos que llegar.
Estas rocas están a unos 8400 metros y desde aquí hay muy poco hasta nuestra mochila. Lo conseguiremos aunque esté oscuro, más lentamente, claro, con la linterna frontal. ¿La saco ya? No, todavía se ve lo suficiente, no perdamos tiempo. Bajo con cuidado, clavando el piolet hasta el fondo, paso a paso, mirando abajo.
Aquí están las malditas placas de nieve. Comprimidas por el viento. No vayas demasiado rápido, Kurt, estate atento. Empieza a no verse nada.
«Cuidado, ten prudencia», le grito a Julie. ¿Deberíamos sacar la frontal? Julie la había guardado en un bolsillo cuando dejamos la mochila. La superficie nevada es irregular. ¿Son huellas de la subida? La zona no es muy vertical, la dirección es correcta…; hay que sacar la linterna.
—¡Oooh, Kuuuuurt!
El grito perfora la oscuridad, violento, desgarrador y desesperado. Me giro de golpe, clavo el piolet hasta el fondo y me tiro encima de él. ¡La cuerda, la cuerda!… Aquí está… Como una masa oscura, Julie pasa silbando junto a mí, hacia abajo. Aguantar, aguantar. Horrorizado me preparo para el tirón, desesperado y al mismo tiempo esperando poder aguantar esta inesperada caída. Hay pocas probabilidades. Kurt, éste es el final, 3000 metros de caída por el K2 hacia abajo.
¡¡Tirón!!
Durante una fracción de segundo consigo aguantar, luego una fuerza violenta me arranca, tira de mí, impotente como una pluma en la explosión de un volcán… la nada… sin ayuda… a toda velocidad…
Angustiado espero el golpe. El tiempo parece infinito. Me giro y volteo, cabeza arriba, cabeza abajo. Trato de sujetarme a la pendiente con la fuerza de la desesperación.
¡¡Tirón!!
Otra vez me arranca de la pared. El torbellino continúa.
¡Patsch! La fuerza me ha lanzado sobre la nieve. Estoy sentado, con la espalda en la pared, erguido sobre la ladera. Enterrado hasta las rodillas en nieve virgen. Tengo la cuerda en la mano, el piolet está clavado profundamente en la nieve. Estoy mudo.
¿Julie? ¿Qué ha pasado con ella?
—¿Kurt? —oigo aturdido por encima de mí.
—¡Clava tu piolet, asegúrate! —grito hacia arriba a la oscuridad. Me tiembla todo el cuerpo.
Al mismo tiempo, me apalanco mejor en la nieve en la que milagrosamente he ido a parar. También Julie se ha quedado parada unos metros por encima. ¿Ha frenado ella?
—No puedo coger mi piolet… estoy echada sobre él —oigo su voz. Así que parece que ha sido ella la que ha frenado. No logro entender cómo ha ocurrido. Es un milagro que estemos vivos y no destrozados al pie del K2—. Intentaré sacar el piolet, pero estoy en una posición mala, ten cuidado —dice sofocada desde arriba.
Sch…sch…sch… oigo el ruido de algo resbalando. Y entonces Julie choca con toda su inercia contra mí. Gracias a mi posición fuertemente asegurada, puedo aguantar el golpe. Esta vez ha salido bien.
—¿Estás bien, Julie? —le pregunto preocupado.
—Sí, estoy bien —dice—, pero mi piolet se ha quedado arriba —Un gran suspiro me indica lo alegre que está de vivir aún. Subo un poco y traigo el piolet.
Y ahora, ¿qué hacemos? Casi ha oscurecido del todo. No lejos veo la bóveda del glaciar suspendido sobre el que hemos aterrizado y también, débilmente, distingo el contorno de una grieta. Estamos al principio de un enorme balcón, en la mitad superior de la pirámide de la cumbre. La caída nos ha sacado de la vía y dentro de poco será de noche. Lo mejor será vivaquear allí enfrente. Como el cielo está cubierto y no hay viento, no puede llegar a hacer mucho frío, tal vez la grieta sea un buen lugar para vivaquear. Puede ser que después de algunas horas podamos seguir bajando. Lo dudo. Aunque reconozco débilmente el contorno del hombro rocoso, no será nada fácil regresar a la vía. Como sea… podemos estar contentos de seguir aún con vida. Lo demás se puede superar. El tiempo no es bueno, pero tampoco realmente malo. Estamos entre nubes, lo que para un vivac es mejor que una noche despejada. Pero estamos muy altos: alrededor de los 8400 metros, tal vez algo menos.
—Julie, tenemos que vivaquear, vayamos a aquella grieta.
Nos abrimos paso en la nieve profunda sobre una ladera poco inclinada. Cuando llegamos al borde de la grieta es prácticamente de noche. Puedo no obstante reconocer las formas más importantes. La helada hendidura parece ser un buen sitio para vivaquear. Unos dos metros de ancha y con una rampa para meterse en ella. Al lado intuyo el margen del balcón…; está muy cerca. La nieve es dura y consistente, muy buena para asegurarse. Julie clava el piolet a tope. La rampa debe de ser de nieve compacta, como suele ocurrir en los bordes de los cortes de la pirámide de la cumbre, expuestos a las tormentas y al frío. Estará llena de nieve. A pesar de todo no puedo reprimir cierta desconfianza. Me vienen a la cabeza los demonios de Pasang Dawa Lama…
¿No acabamos de salvarnos por un pelo de una caída mortal? De pronto, la magnífica rampa me parece una trampa.
«Julie, tengo que comprobar la grieta antes de entrar, enciende la linterna y asegúrame», digo. Quiero sondearlo con el piolet, asegurarme. Mi compañera se afianza en la nieve y busca la linterna frontal. En el espolón norte estuvimos días enteros viviendo en una grieta así, en ella nuestra expedición montó todo un campamento. Era un lugar seguro por encima del cual pasaban las avalanchas del peligroso flanco del espolón. También en el Tirich West IV mi compañero —Dietmar Proske— y yo pasamos una noche de vivac en una grieta. Pero la mayoría de ellas no son inofensivas del todo.
Julie, ha encontrado la linterna. «Tengo que darle la vuelta a la pila», dice con un suspiro y se pone a trastear el aparato. Tal vez nuestros ojos se hayan acostumbrado a la oscuridad, o acaso sea la luz de la nieve en la noche, ese resplandor que surge de no se sabe dónde y que siempre hay, incluso entre nubes. En cualquier caso no reina la más absoluta oscuridad. Se pueden reconocer algunos perfiles. Además Julie ha realizado cientos de veces esa operación. Abre la linterna y gira la pila, que por motivos de seguridad, para evitar una posible descarga, siempre se coloca al revés. Pronto lamento no haber traído, por motivos de peso, la otra frontal.
—No funciona —dice Julie resignada, enciende y apaga varias veces más sin éxito. Vuelve a abrirla.
—Lo intentaré otra vez —dice.
Tal vez la tensión nerviosa de las últimas horas fuera demasiada, un algo caliente crece dentro de mí: ¡Maldita sea, pienso, sólo faltaba esto! De noche, a 8400 metros, después de haber caído en el balcón más alto del mundo, resignándonos a encontrar cualquier sitio… y ahora…
Julie ha vuelto a poner la pila, cierra y vuelve a encender: Nada, no va.
Una ola de ira rabiosa me invade, me anula la razón y quitándole a Julie la linterna de las manos, la lanzo al vacío… En el mismo momento me horrorizo de mí mismo.
—Shit —murmuro estupefacto, angustiado por las consecuencias de mi ataque. Debe de ser la altura.
Julie no dice ni una palabra, pero está claro: debimos continuar intentándolo. Ahora estamos definitivamente sin luz.
Delante de mí, la oscuridad bosteza el agujero negro de la entrada a la grieta. Hay un increíble silencio dentro. Tengo que probar, a pesar de todo.
—Asegúrame —digo mordisqueándome la helada barba.
Me empujo despacio, precavidamente, por la rampa, sondeando continuamente. Estoy en el túnel cuadrangular entre las paredes de la grieta. El suelo es sólido pero demasiado empinado para vivaquear. Siento crecer en mí la esperanza. Vuelvo a sondear. La nieve es dura y resistente. ¡Si pudiera ver algo! El suelo aguanta, pero es demasiado vertical.
Me asalta cierta sospecha. ¿Continúo? Paro un momento.
—Julie, asegúrame.
Atento. Me doy la vuelta, sobre la tripa, con los pies por delante, el piolet bien asegurado en la mano y me empujo un poco más para adentro. Ahora es más plano. Mi bota tantea, siente que la dura rampa de nieve tiene un agujero de aire antes de llegar a la otra pared. ¡Por Dios, aquí no podemos quedarnos! ¡Por debajo esta grieta es hueca!
—¡Julie, atenta, tira!
Inmediatamente se tensa la cuerda. Al mismo tiempo un trozo de la rampa se parte cayendo al vacío. ¡No tengo apoyo en los pies!
Jadeando, en un esfuerzo de desesperación, tracciono con el piolet, encuentro apoyo, trepo un trozo más, clavo el pico otra vez.
—¡Julie, tira lo que puedas! —grito con pánico—. Hay un puente derrumbándose a mis pies.
Oigo los trozos caer en la profundidad, encuentro apoyo en el crampón izquierdo, el derecho cuelga en la grieta. Por un instante permanezco inmóvil. La maldita trampa. Lo había presentido. Si esto se parte voy listo… Estremecido pienso en Renato. Me empujo un poco más y consigo sacar el pie del agujero y apoyarlo en la rampa. No me atrevo a clavar los crampones, trepo sólo con las manos.
—Julie… —jadeo.
No hay nada que hacer. No puedo más. Jadeando me quedo oblicuo, con el equilibrio cambiado, colgando. Me sujetan el piolet, una punta de un crampón y Julie. Trato de reunir fuerzas, llenar mis pulmones de oxígeno, aunque aquí haya poco. Vuelvo a coger impulso.
—Julie, arriba otra vez, tira lo que puedas.
Centímetro a centímetro gano altura. Resoplando como una locomotora, por fin mis pies encuentran apoyo. Me quedo otra vez sin fuerzas.
—¡Para y sujétame! —grito con prisa.
Todo es negro y oscuro aquí dentro, apenas si veo el piolet. Con la cara en la nieve de la rampa siento la monstruosa vorágine del agujero. Me parece estar colgando al borde de un helado sarcófago. Estoy agotado. El abismo me atrae con sus brazos negros. Los demonios de Pasang desencadenados. Siento de golpe un miedo indescriptible, como nunca en mi vida. Si consigo salir de aquí, esquivar la muerte en esta tumba de hielo… No estoy abajo pero tampoco he salido.
—¿Qué pasa? —oigo decir afuera.
—Necesito respirar —contesto débilmente; me invade como una parálisis.
En este instante, bajo mi pie derecho el puente se rompe, cayendo en la profundidad. Cruje y resbala. Me asusto. Me invade el pánico. ¡Los espíritus! ¡Aquí están! Me aferró al piolet. ¡No, demonios, no me cogeréis!
—¡Tira! —grito.
Y enseguida noto el tirón. Por un instante mi peso entero cuelga de la cuerda. Consigo empotrar la mano lo suficiente como para clavar el pico del piolet un poco más arriba. Tiro de mí. Oigo ahora la pesada respiración de Julie por encima de mí, intuyo su figura oscura y encorvada, tirando con toda su fuerza de la cuerda. ¡Por fin! Siento cómo los demonios pierden poder… continúo estirándome hacia arriba, buscando el aire, clavo otra vez el piolet, apenas si tengo fuerza. Pero sí, Dios mío, voy saliendo… ¡Dios! Julie me ha aguantado.
—No tengas pánico, no vas a morir aquí —dice la oscura silueta por encima de mí con toda tranquilidad. Su voz suena como un presagio.
No, no moriré aquí.
Estoy fuera, echado boca abajo en la nieve. Julie, me has salvado la vida.
—Gracias, Julie, ha faltado un pelo —murmuro con mi último aliento.
¿Dónde nos quedamos ahora? De momento tengo prisa por alejarnos de la grieta. Aunque aquí todo es sólido, tengo aún el susto metido en el cuerpo. ¿Dónde nos meteremos? La única salida es hacer un agujero en la pared. Un poco más arriba la pared, aunque inclinada, tiene una costra dura en el exterior. Golpeo con el piolet, excavo medio círculo y luego cavo hacia dentro, haciendo sitio para dos, bien apretujados.
Es absurdo, nuestras cosas para vivaquear cuelgan cien metros más abajo… parece haberse conjurado todo contra nosotros. Sin linterna frontal no llegaríamos allí. Debemos encontrar por la mañana el camino de vuelta a la vía.
Trabajamos duro en el agujero, todavía no tenemos frío. Una vieja regla del vivac dice que cuanto más tardes en preparar un vivac, menos tiempo tendrás que vivaquear.
¡Peng! hemos dado con hielo, pruebo un poco más arriba, más abajo, nada, hielo por todos lados. Debajo de la nieve hay un muro de hielo.
—Bloody hell —maldigo en inglés.
Tenemos que conformarnos con un nicho abierto. Consigo excavar por debajo de la costra endurecida, de tal forma que con mucho cuidado para evitar que se rompa, logro finalmente abrir una pequeña cavidad, en la que uno de los dos —Julie— puede caber. Debajo del boquete el suelo es plano, no hay viento, el otro puede agazaparse delante y quedar parcialmente protegido en este nicho.
El lujo es espartano: un par de caramelos y una bolsita de ovamaltine. También tenemos la cuerda, sobre la que uno se puede sentar. Está además la riñonera de Julie. En cuanto a la protección contra el frío, llevamos nuestros buenos plumíferos largos y los trajes amarillos contra el viento: cubrepantalón y chaqueta, pero lamento amargamente haber olvidado mis pantalones plumíferos en el campo base avanzado. No tanto por mí, menos sensible al frío, como por Julie.
Por lo demás estamos bien protegidos, con nuestros pasamontañas, guantes, cubrebotas (efectivamente, ninguno de los dos se congeló los pies allá arriba: yo ni las manos, Julie ligeramente la punta de la nariz y posiblemente dos dedos de la mano).
Fue una pena no llegar a nuestra mochila. Un error, imputable a la falta de memoria a esta altura, el olvidar la sábana de vivaquear de aluminio, que apenas si pesaba unos gramos. Desesperado busco por todos los bolsillos. No está, se quedó colgando de la última clavija en la mochila.
Fue una larga, larguísima noche. Aunque afortunadamente no llegó ninguna tormenta, por la mañana se levantó un viento helado y la temperatura descendió mucho. Tratamos como pudimos de mantenernos calientes el uno al otro. Nos alegramos enormemente cuando al fin la claridad irrumpió entre las nubes y la niebla. Estábamos vivos y teníamos fuerzas para seguir bajando. Agradecíamos al cielo que el tiempo no hubiera empeorado definitivamente; incluso se vieron algunas «manchas» de luz solar mientras buscábamos el camino hacia abajo.