Un hombre minúsculo y todo un cielo de hielo sobre él…
El cielo está rasgado, centellea y refleja en silencio la luz del sol. Y aunque uno se pregunta cómo es posible que no se caigan todas esas miles de toneladas de hielo, se tiene al mismo tiempo el deseo, la confianza de que aguanten sin descomponerse.
De no ser así, el glaciar suspendido caería, precipitándose formando una descomunal nube de polvo helado, que con poderosa violencia acabaría a los pies del Broad Peak después de barrer los flancos del K2, incluso por encima del espolón de los Abruzos. Sin embargo, el hielo se mantiene inmóvil como el cielo por encima del diminuto hombre, que encorvado y a cuatro patas, trepa por él.
Si se mira el K2 desde el valle, por ejemplo desde el sendero que lleva al «Collado de los Vientos», no se llega uno a hacer realmente la idea de las dimensiones de esta construcción de hielo.
La montaña aparece como un cristal inmaculado, blanco, al que un gigante hubiera pegado, por debajo de la cumbre, una manzana de cristal mordida.
Toda la «construcción» de la cima está alejada por la distancia, más arriba, flotando…, no tiene nada que ver con la potencia cristalina de la parte inferior. Esta parte nace en el glaciar a unos 5300 metros de altura, y crece unos dos mil metros en una fantástica mole de catedrales, cuyas torres y pináculos se entrelazan en una vorágine de líneas ascendentes que, finalmente, acaban aplanándose como una suave sábana de nieve.
Y ahí, como en un altar, está la verdadera elevación de la cumbre, la «construcción final». La sensación que produce a quien la tiene delante es extraña e indescriptible. La montaña irradia fuerza, repulsión y grandeza.
Cuando se llega a la pared por debajo de la «montaña de cristal» se está, al fin, en condiciones de ver y escrutar con la mirada desde cerca. Se tiene la sensación de haber pisado un altar incomprensible con sus incomprensibles ofrendas para el sacrificio. Y te invade un temor. Sí, se puede decir tranquilamente: miedo. Es miedo.
Nadie que suba al K2 puede escapar de esta sensación. El hombrecillo encorvado que trepa a cuatro patas es Alan. Un poco más abajo, una segunda figurilla: «Mrówka». Por debajo una más: Alfred. Son las 7 de la mañana del día 4 de agosto. También Julie y yo estamos de camino. Por debajo nuestro vemos, poco después, a Hannes. Algo más tarde al que, de momento, es el último: Willi. Mientras tanto Hannes ha dado la vuelta.
Poco después Julie y yo vamos los últimos de esta fila. Éramos los únicos que íbamos en cordada, lo que es algo más lento, pero más seguro. Alan había salido una hora antes que nosotros pero, hasta llegar a la cima, esta ventaja no aumentó mucho.
Hemos tenido suerte con el tiempo. Alrededor nuestro la claridad es cegadora. Luce con fuerza el sol. Metro a metro nos acercamos a la mole de hielo con la misma sensación que un ratón entre las garras de un gato durmiente.
Sabemos que la caída de seracs es imprevisible y acontece a intervalos bastante grandes de tiempo. No podemos hacer otra cosa que confiar en la suerte, no obstante todos tratamos de ir lo más rápido posible. Nadie quiere pensar en ello: el poder pasar es hasta cierto punto cuestión de suerte. Es uno de esos casos, extraños e inevitables, donde se asume conscientemente un riesgo. Poco después de abandonar el campamento IV encontramos las huellas de la última caída, un campo de fragmentos de hielo. Es como estar al pie de un vertedero.
Ante la alternativa de pasar por el «Cuello de Botella», justo debajo del balcón de hielo, o escalar a la izquierda en las paredes rocosas perpendiculares, todos han adoptado la primera opción por motivos de tiempo y rapidez, razones decisivas en un asalto a la cumbre. A esta altura —en parte por la dificultad y la verticalidad— en el K2 ya no se puede contar con ganar cien metros de altura en una hora, lo que en otras montañas como el Broad Peak o el Gasherbrum II es posible.
Desde un último campo de altura, a ocho mil metros, se necesitan de 8 a 10 o 14 horas hasta alcanzar la cumbre, dependiendo esto de: las condiciones de la nieve, la condición física y la aclimatación de cada uno, el peso del equipo, la posibilidad de establecer relevos para abrir huella, lo bien que se haya descansado la noche anterior, la presencia de seguros en los pasos difíciles o cuerdas fijas, de llevar o no oxígeno, del calor, del frío o de la posible tormenta. Son tantas las incógnitas que es imposible determinar de antemano el tiempo que se necesita para conquistar la pirámide de la cima del K2. Muchas veces es simplemente imposible llegar a su cumbre. Los tiempos que doy son puramente indicativos.
La pirámide de la cumbre, «la montaña sobre la montaña», es una esfinge, más allá de las dimensiones humanas.
A las 11 de la mañana del 4 de agosto, enfrente nuestro, los yugoslavos están ya próximos a la cumbre del Broad Peak. En el cielo aparecen larguísimos velos blancos, y algo por debajo de la línea de los ocho mil metros, crecen por todos lados densos cúmulos de nubes blandas. Sólo la cumbre del K2 asoma por encima, libre, bajo los rayos del sol. Media hora más tarde los velos se han desvanecido. El cielo vuelve a ser azul, pero más abajo las nubes han ido espesándose.
A unos 7800 metros de altura, en la niebla y mientras comienza a nevar ligeramente, Tomo Cesen tiene que dar la vuelta. Los coreanos y Petr y Przemyslaw comienzan el descenso. También el grupo de polacos de la Magic Line están rodeados por la tormenta —allí el tiempo es miserable— y deciden regresar. Sin embargo, los escaladores del Broad Peak alcanzan la cumbre alrededor de las 12, todavía con buena visibilidad y por encima del mar de nubes. También, un poco más allá, hay camaradas en la cumbre del Gasherbrum II.
Y todavía, a primera hora de la tarde, Willi fotografía a Alan Rouse abriendo huella —vestido totalmente de rojo— contra el fondo azul del cielo.
En el K2, la situación meteorológica era variada a diferentes alturas y según desde donde se mirase. Tampoco es algo anormal. Situaciones parecidas ya las habíamos experimentado Julie y yo en el Nanga Parbat… y cuando el 13 de mayo de 1960 pisé la cumbre del Dhaulagiri, con mis compañeros suizos, dos mil metros más abajo se desarrollaba una tormenta cuyos truenos alcanzábamos a oír allá arriba…
¡Pero volvamos al K2!
—Julie, es sólo mediodía, esta vez lo conseguiremos —Estoy eufórico. Son las 12 horas y ya estamos casi al final de la travesía.
—Yes, this time we will make it —dice en voz baja y sonríe.
Somos felices. El sol se refleja sobre las bizarras formas heladas del glaciar suspendido, sobre sus crestas afiladas. Cuando ya no cuelgan sobre ti, cuando ya no prestas atención a cualquier sonido sobre ti, entonces se te antoja incluso bonito. El tiempo es bueno y aún tenemos todo el mediodía por delante. Hacia las 16 horas deberemos estar en la cumbre. Hemos superado lo más difícil, el Cuello de Botella y la travesía. Por fin vamos a conseguir el K2. Estamos eufóricos.
Llegamos a la última cuerda fija. Alan Rouse o los coreanos han debido colocarla, ya que anteayer Alfred, Willi y Hannes, después de la travesía, fueron subiendo a lo largo del balcón hasta quedar atascados en la nieve profunda.
La última cuerda fija, en realidad no hace mucha falta aquí, la travesía ascendente es fácil, aunque la nieve es muy profunda en algunas zonas, pero será un buen indicador del camino en caso de tormenta, cuando a ocho mil metros cualquier pequeñez que sirva de ayuda es toda una alegría. Además, no siempre resulta fácil recordar los sitios entre remolinos de viento, ventisca y niebla, como tampoco es fácil reconocerlos.
Una vez en la ascensión al Shartse fui marcando el camino con ropa, haciendo trozos un pantalón, con los calcetines de reserva, poniendo un calcetín en una piedra, otro más arriba…; era una vía complicada. En aquella ocasión eso no nos salvó a Hermann Warth y a mí la vida, pero pudo haberlo hecho si nos hubiéramos visto envueltos por las nubes.
8300 metros. Alcanzo la última clavija por encima de un bloque de hielo, en el lado izquierdo de la pendiente, y aseguro a Julie. Estamos ahora en la arista, a lo largo de la cual, en 1939, Fritz Wiessner atacó la cumbre con el sherpa Pasang Dawa Lama. Hubieran llegado a la cumbre pero empezaba a oscurecer y el sherpa, temeroso de los demonios nocturnos de la montaña, se negó a continuar. Apenas si les quedaban 230 metros de altura por superar.
Aquí arriba nunca sabes cómo va a acabar la cosa… Es la tercera ver que llegamos muy cerca de la cima del K2. Hace cuatro años que le damos vueltas y vueltas. Estábamos ya a punto de renunciar. El sol brilla. Nos encontramos mejor que nunca a esta altura del K2. Las semanas de recuperación en el campo base están haciendo efecto. Sobre nosotros, la montaña se eleva todavía hacia el cielo. No es tan vertical como por debajo del balcón de hielo. Es una bóveda azotada por el viento, marcada por los elementos, como un paisaje de dunas de hielo y nieve atravesada por seracs. Por encima de todo se perfila «la aleta de tiburón», caprichosa forma helada situada justo debajo de la cima. Tan sólo una figura vestida de rojo se mueve despacio por este mundo vertical de nieve; tal vez 150 metros por encima nuestro: es Alan. A los otros se los ha tragado el paisaje, han desaparecido entre moles rocosas y colosos helados.
La infatigable figura infunde esperanza, pero casi se desvanece en el fulgor de la claridad del sol, rebotando en la nieve contra el cielo azul oscuro, profundo, que parece querer tragarse todo. La tierra de los hombres está tan lejos…
Aquí todos somos prisioneros del poder de un ochomil. Sí, nunca se sabe cómo van a ir aquí las cosas, cómo van a acabar. A la alegría de haber llegado a esta altura tan temprano, se mezcla, como una amenaza, la sensación de que cualquier cálculo humano posible, aquí arriba, no tiene razón de ser.
Sólo tu compañero es parte del mundo de allá abajo. Los dos juntos somos como dos astronautas, unidos por la cuerda, en el espacio.
Los demonios de Pasang Dawa Lama… ¿Se despertarán?
Algo nos empuja a ir con rapidez, una intranquilidad que ensombrece un tanto la alegría que nos produce nuestra buena progresión. Casi son las 13 horas. ¡Cómo corre el tiempo!
Sólo nos faltan unos 300 metros de altura.
¿Y si en la última clavija dejamos colgando la mochila con el infiernillo, las cosas de vivaquear, el jumar? Por poco que sea, cualquier peso se multiplica a estas alturas. Pase lo que pase, hasta este punto tenemos que llegar en el descenso. Advierto a Julie de la necesidad de ahorrar tiempo. Asiente con la cabeza. Cuando se quita las gafas de sol, veo sus ojos brillar de alegría, seguramente porque estamos cerca de nuestra meta.
«Sí, un trago de la botella y en marcha», dice entre los jadeos y las profundas respiraciones que acompañan aquí a cada movimiento. Un par de guantes de reserva, un poco de ovomaltina, la linterna frontal… todo a los bolsillos de los plumíferos. También me llevo los dos tornillos de hielo de titanio, nunca se sabe. Acabamos de bebemos la botella, en cuanto a la segunda la metemos en la riñonera de Julie.
Se nos pasa por alto el pequeño paquete que contiene la «manta para astronautas» (la sábana de aluminio para vivaquear) que apenas si pesa.
Ahora se trata de ir tan rápido y con tan poco peso como sea posible. No, no es demasiado tarde aún, pero el K2 es todavía muy alto. Lo notamos cuando vemos el espeso mar de nubes en la profundidad. También los otros ochomiles han desaparecido, hundiéndose en ese mar: el Broad Peak, el Gasherbrum II… Te asalta un ansia, una mezcla de alegría y temor, no hay palabras para describirlo.
Seguimos subiendo. La mochila queda colgada de la última clavija. Hasta ahí deberemos llegar en la bajada.
Ya eran las 13,30 cuando dejamos la mochila. El sol luce, pero la luz es más débil. Debe de ser el último día de buen tiempo. Me vuelvo a decir: «Kurt, nos va bien, mejor que nunca a esta altura. Vamos a realizar nuestro sueño».
No obstante siento una débil intranquilidad, que se me acaba pasando.
Tras un largo llegamos a un paso rocoso, de color marrón oxidado, una pared de unos diez metros, vertical y en parte extraplomada. Aquí debajo el lugar es increíblemente plano, protegido, suficientemente grande para una tienda estrecha. Inmediatamente al lado, en el borde izquierdo, cae el abismo. Es la pared sur, por la que no hace un mes aparecieron Kukuczka y Piotrowski, después de tener que abandonar prácticamente todo el equipo. ¿Será éste el sitio donde vivaquearon los Barrard, Maurice y Liliane, con Michel y Wanda?
Pasado el oxidado paso rocoso, nos movemos por nieve blanda. Sobre nosotros se alza ahora el último hombro rocoso, del cual, por la derecha, se sale por la cresta blanca hacia la cumbre. Detrás de un muro de nieve, a la altura del saliente rocoso, veo, por poco tiempo, las figuras medio encorvadas de Willi, Alfred y «Mrówka». Luego dejo de verlos. A lo mejor han decidido hacer una pausa. Sólo Alan, aún más arriba, continúa escalando. Pero va más despacio. No parece que la cosa sea fácil por la pequeña pared de nieve, casi vertical. Cuando vuelvo a elevar la vista, veo a Alfred y a Willi que ahora van pisándole los talones, pero que superan el obstáculo, tras varios intentos, por el otro lado. El cansancio de escalar después de tantas horas se refleja en sus movimientos. Van como a cámara lenta. Todo ha quedado cubierto por una luz lechosa. Con sombras azuladas. ¿Dónde estará «Mrówka»?
El terreno es horriblemente sinuoso. Cortes y acanaladuras, simas onduladas y placas cinceladas por el viento con relieves caprichosos. Hay como escudos de polvo helado, de diferentes consistencias, placas más o menos grandes. La mayoría aguantan bajo tu peso, pero no todas. Puedes subirte a ellas o atravesarlas cuando las pisas.
—Be careful, Julie —advierto a mi compañera.
—I know… don’t worry —me tranquiliza. Aún llevamos crampones, hay que ir con mucho cuidado.
Saliendo oblicuamente de esta zona nos vemos metidos tan profundamente en la nieve, que me tengo que volver a ella. La distancia con los primeros, que parecen marionetas clavadas moviéndose de cuando en cuando, ha aumentado. Pero ellos apenas si han progresado. Continuamos. Ahí arriba aún nos espera algo… Los metros en altura, ganados a cada hora, son cada vez menos.
Respirando fatigosamente nos quedamos parados juntos.
—¿Cómo te va, Julie? —Después de siete horas de ascensión por la segunda montaña más alta del mundo, sin oxígeno… no es una pregunta que pueda sentar mal a mi compañera.
—Oh, I’m feeling fine —me sonríe—. Don’t worry.
—¿Sin dolor de cabeza? —continúo preguntando—. Quiero saberlo con exactitud, pues estamos cerca de un límite que sólo pocos días de tu vida —los mejores— puedes cruzar. Los lentos movimientos de todos aquí arriba demuestran cuánto nos hemos adentrado en ese límite.
La respuesta de Julie me tranquiliza del todo.
—No, Kurt, no problem, go on, go on, no time to lose!
¡Adelante!
Estamos a 8400 metros y son casi las tres de la tarde.
Poco después vemos a «Mrówka».
Está inerte, apoyada en la pendiente por encima del pequeño hombro rocoso.
—Está durmiendo —dice Julie asombrada.
No puedo creerlo. ¿Duerme de verdad?
Ya antes del final de la travesía, donde Alan o los coreanos pusieron la última cuerda fija, «Mrówka», apoyando la cabeza en el brazo, se había quedado dormida. Definitivamente no era «su día». Willi la fotografió en esa postura, tomando una foto con el fondo de nubes en la profundidad. También se ve a Alfred con su inconfundible mochila. Willi, bastante preocupado, la invitó a descender, pero «Mrówka» estaba muy lejos de rendirse. «Mrówka», sola, les siguió.
Me acerco con cuidado, verdaderamente asombrado. Está efectivamente dormida. La frente apoyada en el brazo derecho, contra la pared de nieve. La mano en la dragonera del piolet, que está fuertemente clavado, brinda cierta seguridad. Pero ¿y si se despierta de pronto?
—«Mrówka», ¿quieres un caramelo? —pregunto sujetándola por la espalda de su chaquetón amarillo. Se despierta asustada y mira asombrada.
—No… up, I have to go up.
Más alto, arriba, eso es lo que quiere.
Estoy perplejo, no sé qué pensar. La buena de «Mrówka», la laboriosa hormiga, está como posesa. No hay forma de sujetar este torbellino de energía al que la falta de oxígeno ha puesto en un estado extraño, como poco después se demostraría.
De pronto, «Mrówka» se pone a escalar entre nosotros dos. En cualquier tropiezo puede engancharse a nuestra cuerda y arrastrarme al vacío. Julie le propone seguir detrás de nosotros, y luego, con mucho gusto, la dejaríamos pasar delante en la cima. Pero «Mrówka» aumenta su velocidad de escalada y opina seca: «No quiero escalar detrás de un viejo…».
No puede haber dicho eso. ¿Está embrujada? No te lo tomes en serio Kurt, déjala pasar delante. Me quedo parado y enseguida me adelanta.
Placas inseguras de nieve. Con precaución sigo los movimientos bruscos e incontrolados de la polaca. Veo cómo clava el piolet y tira de sí hacia arriba. Está en un estado de somnolencia. Estoy irritado, impotente, no hay nada que hacer en contra, sólo quiere subir, luchar por su cima. De retorno no se puede ni hablar, y sin embargo sería lo mejor. Segundos después Julie me dice que debo necesariamente adelantar a «Mrówka»; pues teme que en una caída, caiga sobre nuestra cuerda y… Lo intento, pero abriendo huella es casi imposible. Cada vez que lo intento, ella acelera el ritmo.
«Basta», le grito a Julie. Estoy harto. Tendremos que aceptar el riesgo. Como un posible derrumbe de hielo sobre nosotros. Pero luego pienso algo mejor: guardar cierta distancia. Es lo único que podemos hacer.
¿Cuánto tiempo y energía hemos perdido con esta historia? Esperemos que «Mrówka» no tarde mucho en dar con Alan, tal vez a él sí le escuche.
Una parada para respirar y beber, lo necesitamos.
«Mrówka» escala ahora oblicuamente a la derecha, hacia fuera. Así quedamos lejos de su línea de caída. ¡Gracias a Dios!
Mientras tanto el cielo ha empalidecido. Crecen nubes desde abajo, muy despacio, pero intranquilizadoras. Si miro hacia el Baltoro, veo clarísimamente la figura del Masherbrum y, por debajo, el mar de cumbres. Pero por encima del paisaje se ha extendido una débil bruma gris.
El tiempo empeora lentamente, no hay duda. Es como cuando llegamos a la cumbre del Gasherbrum II hace siete años, me viene de repente a la cabeza. El 4 de agosto de 1979, cuando alcancé la cima con mis compañeros, el tiempo estaba casi igual, o, peor. El cielo oscureció lentamente, la luz llegaba como atravesando una cortina de plomo. Sobre las montañas del Karakórum gravitaba la atmósfera del Crepúsculo de los Dioses… Pero no pasó nada. Había una débil niebla. Un gris casi transparente que poco a poco envolvió la gigantesca pirámide del K2. Como un mágico abrigo de peligrosa belleza. Así se quedó y nosotros pudimos bajar sin problemas.
¿No podría repetirse ahora? Además, estamos demasiado altos para escapar. Si el tiempo empeora estaremos vendidos en la bajada, incluso si damos la vuelta ahora.
Me aferró al recuerdo del Gasherbrum II tratando de tranquilizarme, mientras el gris, poco a poco pero sin pausa, va cerrándose. ¿Crece el peligro? Sin duda. Es un añadido que conlleva una ascensión como ésta.
(Como los acontecimientos demostraron, aunque hubiéramos regresado, para nosotros no hubiera cambiado nada. Estábamos en la trampa. Igual que Hannes Wieser, que había renunciado y esperaba en el Hombro. Como «Mrówka», que regresó poco antes de llegar a la cumbre, como Alan Rouse, Alfred Imitzer y Willi Bauer, que la alcanzaron. El retraso para todos era de un día, no era cuestión de pocas horas).
Puede que se repita lo del Gasherbrum II. ¿Qué pensará Julie? Pero está mirando fijamente hacia arriba.
«Look there!», dice de repente señalando. En la suave línea azul de la cima, en el borde oscuro de nieve detrás de los seracs por encima nuestro, ha aparecido una figura, y ahora otra. Están medio hundidos, pero uno de ellos levanta, en un movimiento de júbilo, los brazos en alto. Allá arriba, ésa es la cima, tiene que serlo. Y ya casi han llegado.
Con esfuerzo freno mi excitación, obligándome a tener calma. La proximidad de la cima es ilusoria. Pueden ser unos 150 o 200 metros de altura, que por encima de los ocho mil metros son muchísimos. «Descansar y beber». Acabamos la botella. Estamos juntos y no imaginamos que en este momento Willi nos está fotografiando desde arriba: dos pequeñas figuras en la profundidad, debajo de su amigo Alfred que, a pocos metros de él, ha llegado a la antecima. Son las 15,15 horas. Más tarde, mirando para arriba veo otra vez a alguien. Tiene que ser el tercero. Han hecho cumbre. ¡Continuemos!
El serac que está encima de nosotros nos bloquea el camino. «Mrówka» lo ha superado por la derecha. Prefiero el otro lado, donde he encontrado mejor hielo, y meto el tornillo de titanio. Asegurado por Julie alcanzo el canto y luego, a cuatro patas y con el piolet, me abro paso por un espolón que poco a poco se va ensanchando. En una pequeña grieta monto la reunión y espero a Julie, que tiene que sacar la clavija antes de continuar. Por encima nuestro, en la luz lechosa, es difícil reconocer las formas nevadas; un serac de tres puntas nos impide ver la cima, y por la derecha, muy cerca, la puntiaguda «aleta de tiburón».
Son las 4. Estamos en el tiempo límite para la cima. Pero estamos cerca, tan cerca… En ese momento aparece Willi. Él y Alfred van ya de bajada.
—¿Estás seguro de querer subir? —me pregunta.
Me quedo sorprendido.
—No puede haber más de una hora —le digo. ¿Por qué me hace esa pregunta?; me intranquilizo.
—Ahí te equivocas —dice Willi—, nosotros hemos necesitado cuatro horas.
—Pero Willi… —digo incrédulo, pues algo así es imposible.
—Quiero decir que hemos necesitado cuatro horas desde allí abajo —dice, señalando la travesía de hielo.
—¡Ah, bueno! Eso es otra cosa…
Pero sigo muy inquieto, pues en ese momento recuerdo que nuestra mochila cuelga allí, con el infiernillo y las cosas para el vivac. Desde la cima habrá, seguramente, una hora de camino, aun cuando la bajada no requiere tanto esfuerzo. ¿Qué hacemos si no llegamos?
Entonces caigo en la cuenta de que nuestros amigos Agostino y Joska, en 1983, pasaron una noche cerca de la cima, y apenas si sufrieron unas congelaciones de importancia.
—¿Hay grietas donde poder vivaquear? —pregunto a Willi.
—Sí, ciertamente, y la cumbre sí que la alcanzáis —dice conciliador, y se pone en marcha tras Alfred, que ya lo ha hecho.
Me pasan mil ideas por la cabeza; las vagas referencias de Willi no han sido de mucha ayuda. La meteorología me preocupa menos que el tiempo del que disponemos, que es como de goma. Se está demasiado concentrado en lo que estás haciendo. El tiempo queda fuera de control. Es como si faltase esta dimensión aquí arriba.
Seguimos subiendo encorvados. A cada paso respiramos algunas veces. 8500 metros. De pronto, como por encanto, se forma un remolino de aire por encima nuestro, saltando y bailando sobre las últimas bóvedas oscuras. ¿Es esto el prólogo de una tormenta? ¿Un juego previo al desencadenamiento de las energías del aire? ¿Va a empezar enseguida… pillándonos en medio? ¿O es sólo un pliego del manto sedoso que comienza a envolvernos y que se disolverá al final?…
La confianza en la montaña y el miedo combaten en mi interior. La pelea desemboca en un único pensamiento desesperado: ¡Para arriba mientras se pueda!
De todas formas estoy preparado para dar la vuelta. Si hay motivo, por parte de Julie…
—¿Seguimos o no? La cumbre está tan cerca, está ahí… Pero podemos dar la vuelta.
Veo su mirada tensa. Ella también ha visto los velos grises danzando.
—I’m feeling very fit —dice ella.
—Nos puede quedar apenas una hora.
—If you think so… let’s go on —dice determinada.
¡Adelante, arriba! ¡Continuemos! Sabemos que está todo en juego. Una vez en la vida… lo tenemos muy claro.
El remolino desaparece. No se mueve el aire. Una tormenta no se acerca así. El velo gris que cubre el paisaje indica un empeoramiento lento. ¿Tendremos que vivaquear? Debemos de estar por encima de los 8500 metros.
Aparece entonces «Mrówka». Va clavando el martillo en la pared con expresión obstinada, está definitivamente claro que tiene la absoluta voluntad de llegar arriba. Cada dos pasos hace una parada, se apoya con los brazos y descansa. Me angustia pensar que tenga que pasar una noche aquí arriba. Es más que evidente que debería regresar. ¿Pero cómo dárselo a entender? Sólo hay una persona que pueda convencerla, su compañero Alan, pero ¿dónde estará? Ya antes, Julie me había advertido que nos resultaría imposible acompañar a una agotada «Mrówka» hasta la cima y bajarla luego, sana y salva, en un descenso que seguramente se llevará a cabo en la oscuridad. Por fortuna, en lo alto asoma ahora la delgada figura de Alan, que en el caos que se ha formado en esta montaña ha demostrado ser el más resolutivo.
—¿Hay grietas para poder vivaquear allá arriba? —le pregunto.
—Sí, sin problemas —me contesta.
—Por favor —interviene ahora Julie—, hazte cargo de tu compañera, nosotros no lo conseguimos… pensamos que no debería subir… —y señala a «Mrówka», que está apoyada en la pared descansando.
¿Conseguirá convencerla de la necesidad de bajar?
—Decidáis lo que decidáis —recalca Julie— quédate siempre a su lado.
Sorprendido, Alan se ha puesto rápidamente en marcha hacia su compañera.
Poco después los vemos descender juntos. Fue un día negro para una de las mejores escaladoras polacas. En el campo IV lloraba aún por la cumbre no alcanzada.
Estamos solos. Sobre nosotros, la «aleta de tiburón». Un velo transparente lo envuelve todo. Trepamos hacia la cumbre.
Efectivamente, no queda mucho. A cada paso es más evidente. No creo que necesitemos vivaquear aquí. Me fijo y memorizo por seguridad un lugar a refugio del viento. La tensión aumenta. Una barrera casi vertical de hielo de unos tres metros de altura nos cierra el paso y la vista. Por la derecha parece más fácil, pero no quiero dar ningún rodeo. Utilizo el tornillo de titanio y tallo un par de agarres en el hielo para evitarme esfuerzos mayores. Me impulso hacia arriba, miro a Julie que me está asegurando. Su mirada está llena de excitación y curiosidad. Tallo un par de presas más y tiro de mí por encima del borde.
Ahí está la suave línea de la cresta de la cima precedida de una ligera pendiente. Todo parece de pronto irrisoriamente fácil. Podemos dejar el tornillo de titanio puesto para el descenso.
«Ya casi estamos, deja el tornillo».
A pocos pasos de aquí se acaba el K2. Recupero la cuerda y ayudo a subir a mi compañera. Se ha traído el tornillo. Cuando nos reunimos en el borde, su cara se ilumina de alegría. Sólo unos pocos minutos más… A un lado, un agujero puede servir para vivaquear. La miro sonriente. Aquí hay más luz, es un lugar simpático comparado con la severa verticalidad que acompaña al resto de la montaña. Pero no tendremos que pasar aquí la noche. Hemos llegado antes de lo que hace poco pensábamos. Una grieta más, luego continuamos por la línea blanca que sube suavemente hacia la cumbre.
¡La alegría! ¡Somos felices! Permanecemos abrazados. Por unos instantes de eternidad el K2 es nuestro.
—Julie, our most desired peak —me tiembla la voz.
El maravilloso K2.
Sus grandes ojos oscuros, bajo la capucha amarilla, siempre me dan energía y confianza.
—Our very special mountain —dice en voz baja, casi un murmullo.
Hay miles de picos y cimas a nuestros pies, pero no los vemos. No importa, estamos sobre la nieve más alta del K2.
Cuando miro el reloj son algo más de las 5,30 de la tarde. Ahí están los cilindros de oxígeno de los coreanos. Y en medio la bandera roja-blanca-roja que los austríacos tenían en el campo base. Al lado, apenas moviéndose, ondea una pequeña bandera triangular de los amigos de la naturaleza y el banderín inglés que Alan ha dejado. Lo suelto y se lo doy a Julie.
—That’s for you…
A Alan no le importará que lo bajemos. Lo coge dubitativa pero se lo mete en el bolsillo.
—Luego te puedes quedar con ella o dársela a Alan si la quiere.
No parece que le preocupe la bandera, la cumbre de la montaña de nuestros sueños significa bastante más.
El manto gris tenue no nos permite ver mucho: una pequeña antecima justo en el otro lado, por allí habrán salido los de la Magic Line. Por debajo nuestro, hacia el norte, reconocemos una especie de antecima rocosa, o tal vez sea sólo el último saliente de la pared norte. Por un instante pienso en el punto donde en 1983 tuvimos que dar la vuelta y me invade una gran satisfacción.
Pero la neblina se espesa, un viento helado sopla en torno a la cima. Es una advertencia. Hacemos rápidamente unas cuantas fotos. Julie dice: «It’s high time to leave». Hay cierta inquietud en sus ojos. Son las 6 de la tarde pasadas. Tenemos que irnos.