¿Cuánto puede depender de un día?
Bajo ciertas condiciones todo, la vida.
(De mi diario).
La montaña sobre la montaña: la pirámide de la cumbre del K2 y el Hombro están en la zona mortal.
Reflexión
De qué manera uno alcance la altura crítica, como se acerque a ella —despacio o deprisa—, es una cuestión de gustos. Puede depender del tiempo, la carga y otras condiciones… También, naturalmente, del estilo.
Pero una vez allí, el tiempo del que se dispone es limitado: tres días, con dos noches por medio. Ya la tercera noche le pone a uno al borde de lo razonable. Se estará entonces en condiciones de bajar, pero un ulterior intento montaña arriba implicará un cuarto día, lo que es demasiado y con el que no se conseguiría nada.
Aun así, el hecho de que algunos escaladores hayan acometido dos tentativas en los conocidos tres días en la zona de los ocho mil metros —desde Noel Odell en el Everest, pasando por Fritz Wiessner, a Willi Bauer y Alfred Imitzer en el K2— demuestra que en determinadas condiciones de aclimatación, incluso es posible. Claro que no todo el mundo puede permitirse algo así y naturalmente tratará de no hacerlo en más de dos días. Pero en realidad a alguien para quien tres días sean demasiados, no debería siquiera subir allá arriba. El uso de aparatos de oxígeno puede prolongar estos límites, pero generalmente su ayuda se sobrevalora y no son, en ningún caso, un salvoconducto. Básicamente se debe permanecer en la zona de la muerte lo menos posible y no perder ningún día inútilmente, ni tan siquiera una hora.
En los cinco «grandes» ochomiles, Everest, K2, Kangchenjunga, Lhotse, Makalu, a pesar de todo —con la excepción de ciertas empresas fuera de lo común— en menos de dos días (en la zona mortal) no hay nada que hacer. El tercer día es de reserva, no ha de ser utilizado en lo posible. A esta altura el descanso puede servir para relajarse, para reunir fuerzas, pero no existe una recuperación real del organismo. Los problemas allá arriba son: embolia, edemas y el tiempo meteorológico. Una óptima forma física y una total aclimatación son, naturalmente, requisitos indispensables. Y algo que es difícil de explicar: estar en sintonía con el universo, la armonía, el equilibrio. Tú sientes cuál es el día.
¡Sopla el viento de China! Su siseo en el canto de nieve, modelado mágicamente, produce un sonido tranquilizador. «Tenéis suerte», parece decir, «mañana iréis a la cumbre».
Nos hemos vuelto a tranquilizar. Posiblemente allí arriba hayan contado con vivaquear; no puede ser de otra manera, si no ya se habrían dado la vuelta. Al fin y al cabo, el tiempo es espléndido.
Un poco más lejos ha asomado el Nanga Parbat, justo pegado a la arista suroeste del K2. Por el mismo lado, pegado al glaciar del Baltoro, se alza el «Cervino» del Himalaya, el Masherbrum, con sus 7821 metros.
Julie y yo hemos alcanzado otra vez a «Mrówka» y Alan, quienes han plantado su tienda por debajo de una ladera algo inclinada, a una distancia de voz del «plateau» donde está la tienda coreana. Pero yo quiero subir un poco más, pues si sopla viento de la vertiente china, la tienda coreana protegerá nuestra pequeña tienda. Siento que Alan no suba también, sería más fácil para salir mañana, aunque claro, siempre se les puede dar una voz. ¿Ha elegido el sitio la voluntariosa «Mrówka»? Tal vez no subió hasta el «plateau» a causa del enorme balcón de hielo que cuelga por encima, en la pared de la cumbre. ¿Acaso quiso Alan estar más cerca del «paso de la muralla»? A mi pregunta, respondió lacónico: «I like it better here». Le gustaba más ese lugar.
Mientras tensa los vientos de la tienda para dos personas, «Mrówka» mira una y otra vez hacia la cumbre. Es pequeña y tierna, tranquila y concienzuda como una hormiga. Esta vez, esta «hormiga» enérgica y llena de vida —con la que una y otra vez he realizado unos bailes en nuestra «disco del glaciar», a 5000 metros— va a conquistar, seguramente, la cumbre. El Nanga Parbat se le escapó por pocos metros. Algo así no la puede ocurrir otra vez.
Nos paramos a hablar brevemente con Alan a fin de concretar para mañana y subimos por la pendiente hacia la tienda de los coreanos.
Mientras en el Hombro del K2 cada cual se prepara para el asalto a la cumbre, 3000 metros más abajo, en el campo base, el amigo de Alan, el cámara inglés Jim Curran, se muere de ansias tratando de averiguar lo que ocurre en la montaña. En el campo base Alan le había dicho: «Four days up and two down». Cuatro días para subir y dos para bajar, una previsión un tanto optimista, pero sin duda posible, incluso para alguien que escalando por el espolón de los Abruzos lleva encima todo lo necesario para el ataque a la cumbre. Desde entonces Jim ha tratado de seguir mentalmente la ascensión de su amigo. Los coreanos mantenían una conexión por radio entre el espolón de los Abruzos y el campo base, pero Jim —como explicará después—, debido a las dificultades del idioma, no parece estar en situación de establecer contacto con su amigo o hacerle llegar algún mensaje.
La cosa funciona mejor con los polacos, para quienes Jim —encargado por el jefe Janusz Majer— mantiene las comunicaciones por radio entre el campo base y la arista SSO.
Julie y yo no sabemos nada del asalto a la cumbre de los polacos por su Magic Line (distinta a la de Reinhold Messner) que se estaba preparando mientras tanto. Tampoco se sabe nada de su desarrollo. Sólo Alan debió saber algo sobre la nueva e inesperada misión de Jim: «… Actuar como coordinador del campo base y, lo más importante, mantener contacto por radio cada tarde con el equipo polaco. El parte meteorológico podía ser tomado de Radio Pakistán. Acordamos también poner en funcionamiento cada mañana a las ocho la radio para el caso de un eventual mensaje…». Así transcribió más tarde Jim su labor de apoyo a los polacos en su libro K2. Triumph and Tragedy, que además se extiende prolíficamente en los partes meteorológicos. Para ello Jim sólo necesitaba Radio Pakistán relativamente. Él mismo es un preciso observador meteorológico, como muestran sus anotaciones de esos días. Si sus sospechas fueron ciertas, y sus miedos fundamentados —cualquier pronóstico meteorológico conlleva siempre unos factores de inseguridad— es algo que nadie podía discutir en ese momento allá arriba, pues nunca oímos nada de Jim. Las muchas preocupaciones de Jim se pueden extraer sólo de las notas dictadas en su grabadora. Así, por ejemplo, en su opinión, el día 2 de agosto hubiera sido para Alan un «… perfect summit day…», es decir un día meteorológicamente perfecto para la cumbre. Pero, al mismo tiempo, tenía muchas dudas respecto al día siguiente, si Alan se retrasaba. «Mucho me temo que el tiempo se está deteriorando y que mañana va a volver a hacer malo», confía Jim en la siguiente frase a su magnetófono. Esto fue el día 2 de agosto. Alrededor nuestro soplaba el viento de la vertiente china, el viento del buen tiempo.
Si hubiéramos tenido algún tipo de preocupación respecto al tiempo, no nos hubiera costado nada pedirles a los coreanos una conexión por radio con el campo base. Nadie en el Hombro del K2 podía ser alarmado por las silenciosas preocupaciones de Jim.
Julie y yo hemos preparado un sitio para nuestro parapluie en el borde suavemente redondeado del plateau, protegidos del viento tras la tienda de los coreanos. Montamos el «paraguas» en un momento y lo aseguramos, clavando los bastones de esquí hasta el fondo y también con la estaca que trajimos del otro campamento. Luego sujetamos la tienda por dos puntos junto a la fabulosa tienda cupular azul oscura de los coreanos. A su lado, nuestro paraguas rojo brillando al sol tiene un toque de elegancia francesa. ¿A qué altura estamos? Es difícil de precisar, dadas las fuertes variaciones de presión, pero en cualquier caso es la zona de los ocho mil. Este paraje no está lejos del punto donde Walter Bonatti vivaqueó en 1954, pasando una noche gélida en la nieve con el hunza Mahdi; antes subieron el oxígeno destinado para la ascensión a la cumbre de Lino Lacedelli y Achille Compagnoni, quienes habían montado su tienda un poco más arriba, en un saliente rocoso.
Clavamos nuestros piolets en un pequeño espacio libre entre las dos tiendas y colgamos los crampones y los mosquetones. Julie se mete en la tienda y yo le paso las colchonetas amarillas —una normal, cortada en dos mitades— que sirven para aislarse del frío y la humedad, las cuerdas, las mochilas… y entonces veo asombrado cómo un coreano se dispone a bajar. Los dos muchachos hunzas ya van por delante. ¿Qué pasa? ¿Han llegado nuevas indicaciones de Kim, por radio, desde el campo base? Los coreanos parecían moverse según lo planeado. ¿Y ahora? El coreano se pone en marcha y me saluda con un movimiento de mano.
—No summit? —le pregunto. ¿No subirá a la cumbre?
—Not possible, three climbers in this tent. No space —es la respuesta. No hay espacio para más de tres en la tienda.
¿Le disgusta? Lo dice sonriendo mientras se encoge de hombros. Luego emprende el paso hacia abajo, en dirección al campo III.
Así pues hay tres coreanos en la tienda. Y van a atacar mañana. El «ricitos» está entre ellos.
Julie pide nieve y me pasa una bolsa vacía de plástico que yo me apresto a llenar. La sed en la atmósfera seca y fría de esta altura es una fiel acompañante. Tengo mucho tiempo hasta que se haga el té. Mientras cocina puedo tensar los vientos de la tienda, montar otro anclaje (el viento sopla del lado chino), un escalón delante de la entrada tampoco estaría mal… De cuando en cuando miro hacia arriba. Los tres austriacos son como hormigas pegadas debajo del enorme balcón. Sí, están montando algunas cuerdas fijas. En silencio les grito: «¡No perdáis mucho tiempo!». Seguro que han mirado para abajo y han visto lo que pasa por aquí. ¿Se le habrá ocurrido a alguno de ellos contar cuántos somos?
Probablemente hayan planeado vivaquear un poco más arriba, donde Wanda y sus compañeros pasaron la noche.
—Tea is ready —la mano de Julie con el pote humeante asoma por la entrada de la tienda, luego toda ella—. What’s the matter up there? —pregunta mirando pensativa hacia arriba.
Pero no puedo darle ninguna información tranquilizadora. Junto a nosotros, en la tienda de los coreanos, reina el silencio. Tranquilidad antes del asalto a la cumbre.
Julie sigue cocinando, sopa con setas, además de carne liofilizada y pan de galleta. No nos falta apetito. Luego hay que llenar las botellas para beber. Por lo menos una para la noche. Debido a la falta de porteadores de altura no tenemos termos. Son pesados y frágiles. De madrugada tendremos que preparar el té para el intento a la cumbre. La pérdida de tiempo que supone derretir la nieve se puede anticipar en parte. En la botella de aluminio inglesa el líquido permanece bastante tiempo caliente si te la metes en el saco de dormir, cosa que además hacemos encantados. En el Nanga Parbat una vez…
¡Atento, Kurt, allá arriba están subiendo ahora! No están fijando más cuerdas, continúan escalando. Despacio… pero hacia arriba. Se lo digo enseguida a Julie y me meto en la tienda, ella sonríe. A ambos nos acaban de quitar un peso de encima. Están al otro lado del paso clave; hasta el frágil paraguas francés parece respirar tranquilizado. Me acurruco en el saco y vuelvo a enhebrar el hilo de mis pensamientos:
Así que… en el Nanga Parbat, en 1982, me llevé al campo de altura una de esas bolsas de agua caliente cuyo contenido me bebí en el transcurso de la noche, aunque su sabor no fuera muy bueno. Pocas veces le recuerdo esta expedición a Julie, pues le volverían malos recuerdos a propósito de Pierre Mazeaud, el jefe, que no le permitió superar los 5000 metros, y además opinaba que ¡ella era una vaga! Desde entonces hemos estado tres veces a ocho mil metros. Errare humanum est. Julie me saca de mis pensamientos:
—I need more snow! —Más nieve…
Se acabó el soñar. Cojo la bolsa de plástico y salgo a buscar más nieve para cocinar (siempre pasa algo y no es que me queje).
¿Y ahí arriba? ¿Cómo van las cosas por ahí? Recorro despacio con la vista la pared. En la travesía por debajo del gran balcón, al otro lado de la compacta barrera rocosa situada en el primer tercio de la pared final de 600 metros, a la que sólo se puede acceder a través del difícil, arriesgado y helado «Cuello de botella», ya no hay nadie. Los pequeñísimos hombrecitos trabajan a cámara lenta junto al borde del flanco izquierdo del gigantesco voladizo helado. Allí es algo menos difícil pero no menos vertical, lo sé por nuestro primer intento hace un mes. La superficie de la fractura, una pared reluciente y peligrosa, a la vez que atrayente y repulsiva, debe de tener 150 metros de altura. ¿Qué es un hombre frente a estas dimensiones?
Willi, Hannes y Alfred han debido alcanzar ahora los 8300 metros de altura. ¿Por qué están directamente junto al borde del voladizo?
Julie y yo habíamos cruzado el empinado campo nevado un poco más abajo, pero después de superar todas las dificultades tuvimos que retroceder pues se nos hizo muy tarde. No quisimos arriesgarnos a un vivac.
Recojo nieve y me vuelvo a meter arrastrándome en la tienda. Sí, sigue siendo estrecho…, sigo sin ser un francés… Por lo menos esta vez está montada cuesta abajo, igual que la de los coreanos. Julie me pasa el té de la última cocción, está templado. Pienso mientras bebo: aun siguiendo por el borde del voladizo, también se sale a la cumbre desde la parte superior del balcón de hielo. Dentro de poco alcanzarán los 8400 metros. Sí, conquistarán la cumbre hoy. De aquí a la noche habrán subido y presenciarán seguramente una increíble puesta de sol. Mañana bajarán a descansar aquí. Me alegro de que consigan la «primera ascensión austríaca» que tanto satisface a Willi. Pero nosotros somos una cordada internacional, no vamos en nombre ni de Inglaterra ni de Austria, lo hacemos por nosotros mismos; es la montaña de nuestros sueños…
¿Qué cosas vamos a llevarnos mañana? Me bebo el último sorbo de té y con una mano empiezo a apartar en un montón algunas cosas que necesitaremos, otras se las doy a Julie. De vez en cuando nos decimos algo… lo hemos hecho tantas veces que casi todo queda sobreentendido. Esta vez llevaremos el peso mínimo: la ultraligerísima mochila de asalto japonesa para mí; y para Julie la riñonera, en la que cabe una cantimplora llena y bastantes cosas más. También subiremos el quemador Husch: pesa poco. Por la mañana meteremos el pequeño cazo de aluminio, las dos linternas frontales y las pilas de reserva; los chubasqueros amarillos que no pesan nada y los nuevos chaquetones plumíferos los llevaremos puestos. Todo un equipamiento inglés de la máxima calidad. Julie lo ha conseguido en Inglaterra especialmente para el K2. Más cosas: guantes de reserva, dos tornillos de hielo de titanio, dos clavijas de titanio, ¿merecerá la pena llevarme un jumar para las cinco o seis cuerdas fijas?… uno, a lo mejor. ¿Nuestros dos ositos? Hum… ¿No sería mejor que se quedaran aquí? (¡Alto! aquí interviene Julie: los quiere llevar) Un mechero, mejor los dos. Pero todo pesa algo, cada pequeñez…; una cuchara, por ejemplo, hubiera sido un lujo. Las dos cantimploras llenas ya pesan bastante Cada litro pesa un kilo. Pero es absolutamente necesario. Las guardaremos mañana. Lo que sí meto ahora en la mochila es la sábana de aluminio para vivaquear. ¿Imprescindible? Nunca se sabe. Luego volveremos a repasar —en una especie de cuenta atrás— todo lo que nos hace falta. Ahora recuerdo el aparato fotográfico de Julie y la grabadora pequeña, aunque casi seguro que ésta se quede aquí; si no ya se lo recordaré.
Julie, con un punto de nerviosismo en la voz, me pide que me asome para ver si continúan la ascensión ahí fuera. ¡Hombre! supongo… Me asomo.
¡Cielos! ¡Han dado la vuelta!
¡Están bajando bastante deprisa!
—¡Julie! —grito al interior de la tienda—. I am worried. The austrians retreat. Rather fast…
No hay cumbre, no hay vivac. Están bajando.
Silencio preocupante.
—No accident —añado. No han tenido ningún accidente, eso se ve a simple vista.
Cuelga, sin embargo, una amenaza en el aire.
«Espero que no quieran quedarse aquí», comenta Julie en voz baja. ¡Si quieren quedarse esto será un caos!
Podrían llegar hasta el campo III, tienen toda la tarde. Les daría tiempo. Pero… ¿Querrán bajar hasta allá? ¿Sin haber llegado a la cumbre? Habría una solución: Willi, el más fuerte, se queda aquí; en caso de necesidad los coreanos podrían darle cobijo. Con ello la «primera ascensión austríaca» quedaría asegurada. Los otros dos llegan al campo III y lo intentan un día después. Pronto lo sabremos.
—Pon el quemador en marcha, Julie; seguro que tienen sed.
—Ya estaba en marcha, Kurt.
Naturalmente, ¡idiota! Es la altura… estoy nervioso.
La curiosidad por saber lo que ha pasado allá arriba se mezcla con mi preocupación por el problema del espacio. Pasar una noche muy estrecha, antes de un ataque a la cima puede ser un verdadero problema, pues se perjudica la forma física y se pierde sueño. Las cosas pueden salir mal. Los coreanos tienen una botella de oxígeno para la noche… de todas maneras… no sé… En silencio me vuelvo a meter a rastras en la tienda.
¿Pisadas en la nieve? Vienen los austríacos, jadeando, deprisa, como «cebras» alpinas que van a beber. Ya han llegado. El resistente, férreo Willi Bauer; Hannes Wieser, el entusiasta; y Alfred Imitzer, el sensato jefe de la expedición.
El pelirrojo Willi no muestra señales de las fatigas del día. Incombustible, como siempre. Las caras y los gestos de los otros dos reflejan la dureza de la jornada. Los tres están totalmente deshidratados.
—El siguiente té está listo —dice Julie— tenéis suerte.
Llamo a Alfred. Los otros dos se están metiendo en la tienda de los coreanos para beber.
Hay una cosa que me extraña: Willi afirma que se les ha hecho tarde montando las cuerdas fijas. Alfred, en cambio dice haber dado la orden de abandonar el ataque a la cima a causa de la nieve, insegura y profunda. Era demasiada responsabilidad. Alfred tiene una sed de gigante. Él mismo es un tipo gigante. Aunque mantiene sus piernas fuera, estamos los tres tan estrujados dentro —haciendo tambalear la pequeña tienda— que apenas si podemos sujetar la tetera humeante. Mientras Alfred continua narrando la experiencia de esta mañana, empiezo a preguntarme cuáles son sus intenciones y las de los otros dos.
Poco después, no cabe la menor duda… junto a nosotros, en la tienda de los coreanos, empiezan a oírse las voces excitadas de los asiáticos como una ola cada vez más ruidosa. Entre ellas reconozco la voz tranquilizadora de Willi, pero se hunde en el torbellino de las enfadadas voces coreanas. No hace falta mucha imaginación para entender el motivo de esta «algarabía»: los austríacos no sólo vienen a tomar el té, piensan pasar la noche.
Aunque no se entiende el coreano, lo de «acuerdo amistoso», como luego lo definió Willi, es una expresión exagerada. Debe ser un punto de vista personalísimo. Está claro que los coreanos lo vieron de otra manera. En el libro Clouds from both sides, Peter Gillman recoge fielmente algunas frases de Chan Bong-Wan, jefe de la cordada de cima coreana: «Después de fracasar el intento a la cumbre, los austríacos preguntaron si podían quedarse en nuestra tienda. Nos negamos, pues nosotros queríamos intentar la cumbre al día siguiente. Pero insistieron en sus peticiones, nos rogaron y rogaron. No hubo manera de rechazarlos, así que dos miembros del equipo austriaco durmieron en nuestra tienda. Estaba sobreocupada. Otro austriaco durmió en otra tienda».[3]
Desgraciadamente hay enormes discrepancias en la descripción de los hechos, depende de los puntos de vista de cada cual. Lo que había en juego era ganar o perder un día importantísimo, tal vez para ahorrar energías, y encontrar una salida que no comprometiese la cumbre. De cualquier forma no se trataba de un caso de emergencia, frente al cual todos hubieran aceptado de buen grado.
Cuando más tarde, después de pasar inacabables y horribles días, llegué al pie de la montaña con lo que me quedaba de vida, pensé que jamás tendría que hablar de la discusión del Hombro. De momento no hablé de ello. Sobre mí pesaba demasiado todo lo que había ocurrido.
Tres de agosto, el día perdido; era algo más que el día que Julie y yo habíamos planeado para hacer cumbre. Fue un hecho: siete personas que con buen tiempo permanecen inactivos en el Hombro del K2… es algo que no puede pasar desapercibido. Incomprensible…
Escaladores de todo el mundo han tratado de encontrar la razón, invocando motivaciones absurdas. Incluso se llegó a decir que el hombre más fuerte que en esos momentos había allí, Alan Rouse, era un fantasioso incapaz de evaluar la situación, y que además no estaba en forma. Otros opinaron que, atacados por una especie de «euforia de cumbre», nos tiramos todo un día cocinando té. Pero aun cuando las razones fueron apareciendo y finalmente se dieron a conocer, expertos —o presuntos expertos— prefirieron aferrarse a sus teorías, sin pararse a analizar atentamente toda la cadena de sucesos.
Los peores son —siempre lo son— aquéllos que en vez de pensar y buscar los motivos de los acontecimientos, se escudan detrás de juicios estereotipados e ideales fingidos; por ello además son incapaces de ponerse en una situación determinada. Son ésos que, después de todo, dicen que ya lo sabían de antemano (los hay a miles) y que con referencia a la piedad humana, como mayor disculpa ante una tragedia, quieren poner el punto final que de todas formas el tiempo pondrá. Las voces de los muertos no exigen un silencio escueto, sino que se reconozcan exactamente los sucesos que evite su repetición.
El 3 de agosto. ¿Qué significa un solo día? En un ochomil tal vez todo.
Ya la tarde anterior nos encontramos cada uno ante la disyuntiva de escoger entre varias decisiones que iban a influir determinantemente sobre los acontecimientos que estaban por llegar.
(Campo IV, Hombro del K2. Según las anotaciones de mi diario).
—¿Qué pasa con la tienda que teníais en el depósito? —pregunta Willi desde la tienda de al lado.
—Imposible de encontrar —respondo lacónico.
¿Se van a poner a sondar ahora? El problema de la falta de sitio está aún sin resolver. Pero a ocho mil metros es difícil tomar decisiones.
—Podríamos pasar la noche aquí los tres, aunque estemos un poco estrechos —dice Alfred mientras se bebe el té. Y eso que la posición en la que nos encontramos es ya bastante incómoda y forzada. Julie y yo con las piernas encogidas sin poder siquiera preparar las cosas para el ataque de mañana, por no hablar del problema de cocinar de madrugada. Y Alfred que tiene todavía las piernas fuera. ¡Es enorme! Esta tienda, la más pequeña en el campo IV, está construida con tanta precisión y economía de espacio que, para estirar los pies cuando estás tumbado, hay que utilizar una bolsa lateral que a tal efecto hay a la altura del suelo. Si no, no habría sitio. Entre los vapores del té veo la mirada alarmada de Julie.
—There is no way —dice en voz baja.
Haciendo de tripas corazón digo:
—Alfred, no puede ser. Ni con la mejor voluntad. Si hoy no habéis llegado arriba, es una pena. Pero no es la primera vez que estamos aquí, al contrario que vosotros. Es nuestra tercera expedición a esta montaña. Mañana es el día planeado para llegar a la cumbre. No podemos dejar que te quedes aquí. Tenemos que estar descansados.
¿Renunciar a todo ahora?
Por fin hemos llegado al día ideal con el tiempo ideal. Con Alan y «Mrówka» hemos establecido otra cordada fuerte. Cómo está la situación de los coreanos, no lo sé, pero ellos van con oxígeno. Es la mejor de las ocasiones que nos podíamos imaginar. No, no vamos a sacrificar nuestro planeado día de cumbre. ¿Quién sabe cuánto tiempo nos soplará el viento de China? Veo la expresión preocupada de Julie que, cada vez más, crece en su determinación.
—Alfred —dice Julie—, you have to sort it out with the Koreans, we have not done this agreement. (Da igual cual sea el motivo, pero es algo que debe resolver el grupo austriaco con los coreanos).
¡Todavía no es demasiado tarde para seguir bajando! De todas maneras me pregunto: ¿Un malentendido? ¿Confusión a la hora de determinar cosas concretas? El caso es que aquí tenemos ahora el problema.
—A lo mejor puedes hacerte un sitio con los otros dos en la tienda de los coreanos. O si no podemos montar un vivac y vosotros os vais relevando. ¿Qué pensasteis en realidad esta mañana temprano sobre la cuestión del espacio? —interrogo a Alfred.
—Pensamos que podríamos bajar hasta el campo III después de hacer cumbre —confiesa.
Cierto y ahora…
Consecuentemente continúa diciendo:
—Comprendo. En realidad deberíamos bajar al campo III pero nos hemos tenido que esforzar tanto hoy arriba, que mañana descansaremos todo el día y después atacaremos otra vez.
¿Un segundo asalto? A pesar de tanta constancia e insistencia me quedo aún más intranquilo.
—Alfred, por favor, pero si hoy no habéis tenido éxito y mañana queréis descansar no debéis obstaculizar el intento de los otros. El día de descanso lo podéis pasar en el campo III. Reunid vuestras fuerzas y bajad hasta allí. Al menos uno o dos de vosotros.
Alfred se lo piensa.
—Sí —dice y hace una larga pausa—, aunque tal vez haya otra solución.
—Well, dile que cavamos un agujero en la nieve y durante la noche preparemos té —interviene Julie. Es una solución. En el Everest los británicos hicieron esto durante semanas. Si todos ayudan, un agujero así se hace fácilmente. Se mete uno solo y se hacen relevos. Claro que no es una alegría, pero mañana los tres podrían dormir en las tiendas vacías.
No hay manera.
Cuevas de hielo con té. No parece ser el sueño de nadie aquí arriba.
—It’s just for one night —sólo una noche, dice Julie—. Nosotros estamos dispuestos a hacerlo mañana… Walter Bonatti pasó una noche peor vivaqueando en un lugar expuesto y más arriba.
Alfred calla. Tal vez si pudiera apretujarse con los otros. Una tienda para tres personas con cinco. ¿Un sexto? Parece casi imposible. Estoy que exploto por dentro. «¿Por qué diablos no se subió una segunda tienda aquí arriba?». Habiendo sólo una todo debe desarrollarse a la perfección, si no el mecanismo no funciona. Aun dando el máximo reconocimiento al montaje de unas cuerdas coreanas…, un día perdido es demasiado. La discusión es acalorada. El «paraguas» rojo parece participar, estirándose y retorciéndose por todos lados.
Pero ¿dónde está la solución? Julie no sabe qué decir, ha agotado su capacidad inventiva: Julie les daría el regalo de Michel a los tres austríacos pero no un día antes del ataque final. Estamos en un callejón sin salida. Cada vez se hace más tarde. La discusión continúa, con pausas, tanto en la otra tienda como aquí. Hemos suspendido todos los preparativos para mañana. Poco a poco me invade la rabia. ¡Tiene que pasar algo dentro de poco! No es justo que por culpa de una tienda no prevista acabe pagando gente que no tiene responsabilidad ninguna en el tema. Ni Alan, ni «Mrówka», ni Julie, ni yo tenemos por qué jugarnos nuestro ataque a la cumbre. ¿Tendremos que despedirnos de la ascensión conjunta? ¡No! Alan es uno de los mejores alpinistas británicos. Para Julie resulta muy importante afrontar la peligrosa aventura también con él. Es una suerte que haya puesto su pequeña tienda más abajo. Así todo este «affaire» no le llega.
Son más de las 6. Hace ya bastante rato que la helada sombra de la pirámide final nos ha cubierto. ¿Cuánto tiempo nos va a durar este tira y afloja? ¿Una o dos horas?… una eternidad.
De repente la situación toma un giro inesperado.
—Sí, será mejor que bajemos —dice por fin Alfred— pero por lo menos debemos de ser dos. Voy a ver qué dicen los otros.
Sale trabajosamente de la tienda.
—¿Podéis darle cinco minutos de oxígeno a Alfred? —pregunto en voz alta hacia la tienda vecina. Cinco minutos pueden aportar mucho rendimiento. Pero ¿cómo van a entender esto los coreanos? ¿Por qué?, preguntarán.
—No —contesta enseguida Willi—, ellos necesitan el oxígeno para la noche y la cumbre.
—Sólo cinco minutos y después descenderá con uno de vosotros al campo III —le respondo—; si no tendréis que apretujaros aún más o cavar un hoyo en la nieve.
Entonces todo sucede bastante rápido: en pocos segundos se toma la decisión fatal. Los coreanos no quieren a otro más bajo ningún motivo. Willi y Hannes no quieren dejar su sitio. Alfred no está dispuesto a bajar solo al campo III y se queda indeciso ante la tienda de los coreanos. Una voz sugiere el nombre de «Rouse», una voz baja, pero que Julie ha oído. Salta como picada por una tarántula, abriéndose paso por la entrada de la tienda.
—¡No puedes hacer eso! —grita enfadada—. No le dejas ninguna opción. Alan necesita descansar, si no, ¿cómo va a subir mañana a la cumbre?
Julie posee un sentimiento muy fuerte sobre la justicia. Está enfadadísima, no tanto porque con ello se fuerzan nuestros planes de ascender juntos, sino más bien porque así tampoco le dejan posibilidad de elegir a Alan.
—You don’t leave him any choice —grita otra vez, llevada por la ira, pero Alfred, con el saco bajo el brazo y sin decir palabra, ya está bajando hacia la tienda de Alan.
¿Qué va a hacer un gentleman inglés si, a ocho mil metros, de repente le aparece una persona con un saco de dormir delante de la tienda?
Estoy impresionado, por mucho que trato de comprender a Alfred y su situación, no puedo reprimir lo que pienso. Pero mis palabras no sirven de nada. En vez de cavar juntos un agujero o tratar de llegar al campo III, se corre el riesgo de hacerle pasar una mala noche a un hombre que va a atacar la cima al día siguiente. ¿Es que no se respetan los planes de los demás? En ese momento hubiese preferido bajar como protesta, si no fuese porque ya llevaba tres años intentando esta montaña. De no ser por ello seguramente lo hubiera hecho.
Mi irritación no era tanto por Alfred, que al final parecía entender la situación. Lo que no podía comprender es que nadie más considerase cualquiera de las salidas aceptables que se ofrecieron, como si la gran altura comprometiese, transitoriamente, la capacidad humana de enjuiciar.
De una cosa no hay duda: a ocho mil metros, que es como estar en el filo de la navaja, las cosas son muy distintas respecto a las cimas de los Alpes. Las decisiones poco claras, los olvidos momentáneos, la tendencia a la inmovilidad, a veces también la testarudez y la irritación, son efecto de la altura, que pueden alcanzar a cualquiera (y no quiero excluirme). Sentado en un cómodo diván es muy difícil juzgar la situación allá arriba.
La discusión en el Hombro decidió dónde se movía la aguja de la balanza. Más tarde sólo las fuerzas de la naturaleza dominaron la escena.
El 3 de agosto fue el último día en el que aún controlamos la situación, el último día en el que se pudo conquistar el K2 y haber bajado en buenas condiciones.
Con la decisión austriaca de no bajar al campo III, volvían a rodar los dados en esta partida con el K2. Sin saberlo se habían metido —finalmente también Alfred— en la despiadada maquinaria de altura, tiempo y tormenta de la que apenas si se podía salir. Al mismo tiempo que Alfred, Alan y «Mrówka» habían sido atrapados por los engranajes invisibles. Los siguientes fuimos Julie y yo. ¡No necesariamente! Pudo haber sido de otra manera.
Pero la siguiente noche con su mañana nos trajeron la decisión.
Es de noche. Estoy intranquilo. ¿Qué debemos hacer? Mis pensamientos bullen. Al parecer se está desmoronando la fabulosa combinación que ha hecho que aquí se junte este equipo fuerte de gente con experiencia. Ahora que el tiempo es bueno, que con seguridad el 3 de agosto es el día adecuado para atacar la cumbre, Alan, el «as» británico y la dura polaca «Mrówka», después de una noche con estrecheces no van a poder salir. Los coreanos, gracias al oxígeno pueden estar mejor preparados. A pesar de él, el overbooking ha debido de ser también un inconveniente para ellos. A Julie y a mí no nos afecta directamente pero hemos participado plenamente del stress nervioso. Nuestro equilibrio se ha visto afectado.
¿Qué hacer? En el torbellino de pensamientos se alza una voz como un convencimiento interno: tienes que ir mañana. Es tu día y el de Julie. Atente a lo planeado, no esperes. Es como un imperativo categórico.
Otra voz argumenta: los coreanos son buena gente, simpática. Su compañía es agradable. Tanto en el campo base como aquí, son gentiles y corteses. Me tratan como a un padre y yo muchas veces les doy consejos como a hijos. Me siento más cercano a ellos, que no a ciertos batidores de récords de velocidad alpinística. Si las condiciones no son adversas, habrá grandes posibilidades de conseguirlo. Vete mañana con ellos, insiste la voz.
Pero al mismo tiempo escucho otra voz, fuerte y enérgica como una orden imperial: ¡No conoces a los coreanos!; desde el punto de vista alpinístico son desconocidos para ti. ¡Es un juego de azar!
Una cuarta voz dice bajito: Kurt, si estuvierais solos, lo intentaríais mañana, naturalmente. Id mañana, como si estuvierais solos.
Pero una quinta voz se eleva sin pasión en este parlamento, es la voz de la razón: si después de tres años estás por fin ante la gran oportunidad debes sopesar todos los factores. Debes encontrar la decisión más oportuna. A esta altura únicamente tienes un tiro y has de hacer diana con él. Derrochar energías en un segundo asalto incierto es lo último que te puedes permitir. Tú sabes que otro intento tendría pocas probabilidades de tener éxito.
Encontrar la estrategia correcta en la montaña es decisivo. Tan decisivo como en otras circunstancias importantes de la vida, y como en éstas, también en la montaña se emplea parte de la terminología militar. Y aunque aquí no se desarrolle ninguna guerra, se habla de «ataque», «conquista», «victoria». Términos incorrectos, pues naturalmente nadie ha «conquistado» una cumbre en el Himalaya. Los «conquistadores» son simples hombres que, con inteligencia, habilidad, fuerza y suerte, han participado en un juego que para algunos simboliza el inexplicable sentido del ser.
¿Y la razón? ¿Qué me dice? Efectivamente, no conozco a los coreanos pero si salen temprano, (cuatro y media de la mañana había dicho uno de ellos, en contra de las seis que para mí era mejor hora por el frío mañanero) entonces puede estar bien salir con ellos. Podremos ayudarnos mutuamente para hacer huella; ellos tienen oxígeno. Si después, más adelante, tuvieran que renunciar, podremos continuar por el último trecho. Julie y yo, ya otras veces hemos escalado a gran altura solos. Si la nieve está como dice Alfred, nosotros dos solos no conseguiremos abrir toda la huella hasta la cima. Consecuentemente tendremos que partir con los coreanos. De todas maneras tenemos que estar listos a tiempo.
¿Qué piensa Julie de todo esto? Mi compañera duerme sosegada. No la despierto. Durante un rato permanezco tranquilo, descanso, bostezo, duermo un poco. Pero luego no lo puedo remediar. Necesito saber su opinión.
Me responde con poco entusiasmo: «Si realmente crees que debemos… Yo preferiría ir con Alan pero, probablemente, después de esta noche esté fuera de combate. Es una pena».
Pienso exactamente lo mismo.
Después de un rato Julie me dice: «Si Alan no está en condiciones mañana y salimos un día después, tendremos un equipo más fuerte».
Sí, eso es verdad. ¿Acaso su compatriota es para ella el factor determinante? Tiene razón, pero la sensación de inquietud no me abandona. No creo que debamos perder nuestro día sin un motivo importante. Se lo hago saber a Julie. Los dos sabemos de sobra lo que puede representar un día en las grandes alturas del Himalaya: la conquista o la renuncia, la alegría o la tristeza y, por añadidura, la vida o la muerte.
Pensativa, Julie dice:
—If we start with the Koreans early we may see how it works… then continue or go back.
Claro, si con los coreanos la cosa no va bien y nos damos cuenta de ello a tiempo, podríamos regresar y utilizar el día siguiente. Sólo hay un problema. Ellos llevan oxígeno y nosotros no. La velocidad puede ser muy distinta. Recuerdo las malas experiencias con las máscaras de oxígeno en el Makalu. Si nos quedamos atrapados en mitad de la ascensión con los coreanos perderemos nuestra oportunidad. No todos son un Compagnoni o un Lacedelli para poder seguir sin oxígeno[4].
—Well —dice Julie interrumpiendo dudosa mis pensamientos—, si tú crees realmente que podemos hacerlo con los coreanos… let us try.
Muy convencida no está. Pero lo haría. Parece haberse decidido. Yo no lo tengo tan claro.
Quedan dos cosas pendientes para mañana: una es Alan —¡Dios mío, dale un sueño reparador!—, la otra, los coreanos. Además no está claro a qué hora van a salir, sobre todo después de la saturación con la que van a pasar la noche. También hay que contar con la gran cantidad de nieve que hay allá arriba. Pasado mañana no tendremos dudas, suponiendo que el tiempo aguante.
Acabo cansándome de tanto pensar. Todo parece oponerse a la salida de mañana. ¿Será una señal del destino? ¿Fallarán mañana los coreanos y nosotros con ellos? La voz vuelve a decir: ¡No!
Lo mejor será estar pendiente de ambos: tener un ojo en cada tienda y decidir ad hoc. Pero, en cualquier caso, habrá que estar listo. No encuentro una solución mejor. Por fin me duermo.
El sol ilumina la tienda. Veo sus rayos filtrarse desde dentro. Oigo moverse algo en la tienda de los coreanos. Recojo nieve y empiezo a preparar té. Julie está en el fondo del saco. No veo su cara. Cuando el té está listo, la despierto. Nos bebemos en silencio la bebida humeante. Siento el líquido caliente resbalar por la seca garganta hacia abajo. Es muy agradable. Creo que Julie me mira interrogativamente, pero no dice nada. Una de las primeras cosas que he hecho esta mañana ha sido mirar para abajo, a la tienda de Alan. Allí no se movía nadie tal y como nos temíamos.
—Let’s get ready, Julie —le digo. Preparémonos.
No contesta, pero comienza a moverse lentamente.
El tiempo continúa siendo bueno. Algo pasa en la tienda de los coreanos. No es difícil imaginarse lo que ocurre en una tienda de tres personas ocupada por cinco. Sacar botas, infiernillos y aparatos de respiración…; todo hecho un barullo. Todavía tardarán un buen rato en aclararse ahí dentro. De cuando en cuando hago una pregunta y por respuesta recibo una confirmación: «Sí, enseguida estaremos listos».
Pero de la tienda no sale nadie. Lo que no podía saber entonces es que uno de los coreanos no se encontraba muy bien, era Kim Chang-Sun. El retraso empieza a minar mi confianza, mientras el tiempo corre imparable. De una salida a hora temprana ya no se podía hablar. Julie tampoco mostraba ningún entusiasmo. Y todavía menos cuando quedó definitivamente claro que Alan no saldría hoy. A las 7 Julie y yo dimos el día por perdido.
Sobre la hora de salida de los coreanos —que partieron con bastante retraso, lo que no se cuestiona— hay diferentes opiniones. Peter Gillman, en el capítulo final del libro Clouds from both sides, mantiene que el coreano Chang Bong-Wan dio como hora de salida las 6 de la mañana, lo que en mi recuerdo no corresponde con la realidad. Tengo la impresión de que debieron ser aproximadamente las 8 de la mañana (ver entrevista de la revista Climber, número XXV, diciembre de 1986). Pero pueden haber sido también las 7,30. En cualquier caso, el sol ya estaba alto cuando el último coreano partió, después de que reguláramos a tres litros por minuto el aparato de oxígeno en vez de los dos en los que estaba. Tal vez un reloj no funcionara bien o puede ser que la última mirada a la esfera del reloj se le quedara grabada en la memoria, y se olvidara de que el tiempo corrió luego antes de salir definitivamente. Todo es posible, incluso un error de traducción: Dennis Kemp, recién llegado de Corea, explicó que un miembro del equipo coreano del asalto a la cumbre le dijo, sin lugar a dudas, que a las 6 de la mañana estaban preparándose para salir. También se puede comprender que estos miembros del equipo cumbrero no quisieran confesar al jefe de su expedición, al que todos respetaban mucho, una salida tardía. Dado que llegaron a la cumbre a las 16,15, si hubieran salido a las 6 habrían empleado diez horas y cuarto, lo que es mucho más de lo que habían empleado, sin oxígeno, la mayoría de los escaladores de nuestro grupo. Como cada uno salió con una botella de oxígeno, hay que tener en cuenta también su duración.
Fuera la hora que fuera a la que partieron los coreanos, Julie y yo no los seguimos. Ya he expuesto qué complejos eran los motivos.
Aunque fue mucho lo que se escribió sobre aquel 3 de agosto —cada cual quiso dar su opinión—, por qué siete personas perdieron un día, es algo que ningún autor ha resuelto. También Peter Gillman termina por concluir: «Cualquiera que fuese la razón, la pérdida de ese día tuvo consecuencias desastrosas».
De todo ese parlamento de voces nocturnas fue la débil, la voz interior, la que tendría que haber escuchado.
El día 3 de agosto transcurrió sin nada fuera de lo normal. Desaparezco en lo profundo del saco mientras siento a los de fuera hablar sobre el progreso de los coreanos en su ascensión. Tenía sensaciones confusas. ¿Tendríamos que haber salido? ¿A pesar del retraso? ¿Tenía razón esa voz interior y bajita? «Sal hoy, decide como si estuvierais solos», todavía la oía, pero ya era tarde. Traté de tranquilizarme, nosotros no podíamos ir como ellos que llevaban botellas de oxígeno. Pero la certeza de haber perdido el día de la cima permanecía.
Poco después Julie habló con Alan: había pasado realmente una noche miserable, tan estrecho y encogido que no pudo pegar ojo en toda la noche. Quería descansar todo el día y tenía previsto salir mañana bien temprano. Julie le propuso acercar su tienda a la nuestra para poder concretar mejor al día siguiente. Lo hizo, y junto con «Mrówka» trasladaron todas sus cosas, instalándose al otro lado de la tienda coreana. Poco a poco también me tranquilicé sobre las consecuencias que el primer intento austríaco a la cumbre podía tener en nuestra situación. Mañana iremos todos a la cima, seremos un equipo más fuerte y las discusiones de ayer acabarán olvidándose. Una cosa tenía clara: en lo sucesivo trataría de evitar a toda costa esta especie de «alpinismo en masa» con tanta gente en la misma vía. Esta experiencia que estábamos viviendo no era del gusto de Julie ni del mío. No es sólo una cuestión de número y de cantidad de gente. También en el espolón norte del K2 formábamos parte de una numerosa expedición, pero reinaba otra atmósfera, otro espíritu. Soplaban otros vientos. Tal vez la razón esté en las diversas maneras de entenderlo, en la forma con la que cada uno afrontaba la empresa. Tantos grupos y equipos autónomos sin una coordinación no era del agrado de los buenos espíritus del Himalaya. ¿El ocaso de los dioses? ¿De los hombres? Hay algo que ya no cuadra. No sólo en el K2. Siento nostalgia de Tashigang. Y de la soledad de los valles del norte.
¿Qué se hace en un día de descanso a ocho mil metros? No mucho. Se duerme y se hace té. El día 5 llegarán al campo base los porteadores para nuestra marcha de regreso. Nosotros no estaremos allí, pero no nos preocupa mucho. Al oficial de enlace no le costará mucho retenerles allí un día más.
El cambio de programa, sin embargo, supone la aparición de otro problema. En un día de descanso se consume más gas y víveres que durante un día de ascensión. Julie y yo habíamos calculado con mucha exactitud, incluyendo una reserva, pero no quiero tocar nada de lo que está previsto para la ascensión o la bajada. Entonces me acuerdo del infiernillo y el cartucho de gas que le di a Hannes hace tres días. Ahora ellos no tienen problemas de combustible, pues disponen del gas y de los víveres que los coreanos han subido aquí en abundancia. Dado que se están ateniendo a lo planeado, no les van a hacer falta. Después de que los austríacos montaran las cuerdas fijas de los coreanos, sin duda alguna ahora Hannes y compañía podrán echar mano de este material. Los coreanos habían pertrechado el campo para cinco días[5].
Así que, haciendo de tripas corazón, le hice ver a Hannes que debido a que habíamos perdido un día me iba a hacer falta aquel cartucho. Lo entendió enseguida y al momento me dio un infiernillo epigas, coreano según dijo, no un camping gas, aunque esto me daba igual. Además me dio un poco de pan biscotado y un saquito con un extraño polvo liofilizado. Llenos de curiosidad nos pusimos a preparar aquella extraña especialidad. Las instrucciones, en jeroglíficos coreanos, nos resultaron incomprensibles y así, aquello que parecía una especie de sopa de pescado, resultó incomestible. Apenas sí dimos un trago y el resto lo tiramos y nos hicimos té. Para consolar a Julie le cuento la historia de las sardinas de Anderl Heckmair que casi le cuesta la escalada de la cara Norte del Eiger. Bebemos más té.
Poco a poco reaparece el buen humor. Incluso empezamos a alegrarnos un poco por el día de mañana. Curiosamente Julie afirma estar contenta de no haber alcanzado la cima hoy; en Inglaterra Alan hubiera aparecido como un pretty old, bastante viejo, lo que no hubiera sido muy elegante por su parte.
En algún momento noté que el viento que se había levantado del lado chino había dejado de soplar y lo hacía ahora, a intervalos, del lado pakistaní. Al principio no me gustó, pero luego me tranquilicé otra vez, no había nada que pudiéramos hacer para evitarlo. Sólo desear que la suerte nos concediera un buen día para la cumbre.
Grandes nubes habían ido creciendo y el viento movía la tienda en la que nos encontrábamos. El sol lucía sobre la lona; nosotros dejábamos correr nuestros pensamientos. A veces hablábamos de nuestros planes y deseos: lo más importante era que, independientemente de ellos, nuestro camino permanecería igual. Estábamos felices de existir y estar juntos. Hacía muchos días que no disfrutábamos de tiempo para nosotros, de tanta paz en la montaña. Hasta el viento que movía nuestra tienda era como una voz confiada. Por la tarde Alan nos comunicó que pensaba que los polacos que ascendían por la arista SSO podrían llegar ese día o el siguiente a la cumbre. Los coreanos deberían estar llegando. Del tiempo no dijo nada, aparentemente no había motivo de preocupación. Viento de Pakistán y cielo nuboso suele ser una situación muy frecuente para los aspirantes a una cima en el Karakórum. La gran excepción es el viento de China. Cualquier señal de un cambio en el tiempo, si fue reconocible, pudo ocurrir cuando estábamos dentro de las tiendas. Pero no fue suficiente para impedir que otros escaladores que se preparaban para atacar otros ochomiles en la zona, salieran, al igual que nosotros, al día siguiente. El 4 de agosto escaladores yugoslavos alcanzaron la cumbre del Gasherbrum II, 8035 metros de altura, y del Broad Peak, 8047 metros, al mediodía. Tomo Cesen, después de 17 horas de escalada en solitario, llegó al Hombro del K2 por una nueva vía. Los americanos alcanzaron los 8100 metros por el espolón Norte del K2, pero se ven obligados a retroceder, pues siendo únicamente dos hombres, les resulta imposible abrir huella en la profundísima nieve virgen. Con esto escapan de la tormenta mortal, mientras que a nosotros nos alcanzó en la zona de la cumbre.
Mientras los coreanos alcanzaban la cumbre del K2 el día 3, los escaladores de una expedición francesa se abrazaban en la cumbre del Hidden Peak a 8068 metros, el mismo día. Nosotros fijamos el día 4 de agosto para la cumbre en sustitución del día anterior. Parece una ironía del destino que los mismos austríacos hubieran podido usar el 3 de agosto para atacar si hubieran llevado arriba una de sus tiendas del campo que estaba debajo de la Chimenea House. Pero el 4 de agosto ellos debían llegar a la cumbre ineludiblemente, porque cuando después, el 5 de agosto, finalmente bajaron del Hombro, habían pasado ya cuatro días enteros en la zona de la muerte.
Ni para ellos, ni para nosotros todavía, hasta aquel momento, el haber perdido un día nos había provocado consecuencias en nuestra forma física, aunque sí estábamos en la zona llamada «de la muerte».
El día perdido se reveló fatal, porque nos arrastró directa e irremediablemente a todos en el diabólico anillo de la tempestad, puntual como un tren en horario.
Un simple hecho que quieren comprender algunos observadores.
A las cuatro de la tarde se extiende un respiro por nuestro campo. En pocos minutos los coreanos habrán llegado a la cumbre. Nos alegramos por ellos. Y también por Kim y todos los demás en el campo base. Se lo han ganado.
A las 16,15 pisan la cumbre. Julie y yo pensamos en el alegre «ricitos», ahora Kim tampoco tendrá nada que objetar cuando vayamos a brindar juntos delante de nuestro barril.
¿Y nosotros? A última hora de la tarde el tiempo no es malo. A veces en el Karakórum se establece un tira y afloja entre la influencia meteorológica del lado chino y el pakistaní. Fuera de aquí domina el monzón que aún no llega, pero que a veces presiona y trata de llegar. Muchas veces es difícil saber cuándo se va a decidir. Ya lo veremos mañana. Ahora hay viento.
Estamos en la tienda: tratamos de ahorrar energías, pensando en mañana, concentrados. Todo está preparado. Hemos pasado casi todo el día juntos en la tienda. En un momento dado oímos voces. Los polacos han debido de alcanzar la cumbre. La Magic Line ha sido vencida. Increíble, hoy todo sale a la perfección. Entonces alguien dice lacónicamente: «Están descendiendo». ¿Que están descendiendo? ¿Aquí?
Normalmente soy una persona que se sabe controlar, incluso tengo cierta flema. Se me atribuye una gran calma aunque también una sinceridad que no todos soportan. Agostino dice de mí: «Kurt, sei terribile, pero ti vogliamo bene». No me excito con facilidad ni ante grandes sorpresas. A veces, pocas, cuando hay algo que no entiendo, que no acepto, porque sencillamente es imposible, puedo llegar a explotar. Incluso entre amigos. Esta vez fue una de ésas. ¿Por qué los polacos bajan aquí si no hemos acordado nada con ellos?
«El hotel del Hombro está lleno a rebosar»… No entiendo el mundo. Con toda la simpatía por nuestros compañeros de Varsovia, Cracovia y de donde sean, con toda la admiración por ellos… ¿qué está pasando? Julie está igualmente agitada: ¿Cómo pueden algunos alpinistas llegar a la cumbre de una montaña, descender por la otra parte y llegar al campo de otros sin haber organizado nada con ese propósito? ¡No puede ser! Saben de sobra que vamos hacia la cumbre. Debe tratarse de una emergencia. Trato de tranquilizar a Julie en lo posible. «Mrówka» tendría un walkie-talkie —y otras cosas— si se tratase de una acción planeada. Es decir, es algo imprevisto, al menos no calculado.
Parece que en los últimos días reina el caos en esta montaña. Si se tratase de una cumbre con menos altura… ¡Pero, por Dios!… en la «Montaña de las montañas».
De cualquier forma ya veremos. Aunque esta noche seamos trece personas a ocho mil metros. No será fácil.
Pero lo más horrible de la noche —algo que nos alcanzó a todos— aún no había ocurrido. Se trataba de la muerte de Wojciech. Fue un golpe tal que nadie allá arriba se preguntó por qué… Así sólo puedo narrar lo que luego se pudo reconstruir.
Los polacos habían llegado a la cumbre a las 6 de la tarde, no demasiado tarde para descender. Nos lo contó Willi, pues nosotros estábamos en la tienda. Willi siguió la situación con la vista hasta que, al oscurecer, puso su linterna frontal sobre la tienda de los coreanos, para que los que bajaban pudieran encontrar el campo. Pero cuando la visibilidad aún era buena, Willi creyó ver que, por debajo de la cima, alguien se despeñaba. Lo que Willi vio no se sabía con claridad. Pero antes de la media noche, hacia las 23,30, efectivamente un polaco se despeñó en la zona del Cuello de Botella, Wojciech Wroz. Era un experimentado escalador, que ya había superado dos veces los ocho mil metros en el K2, una vez por la arista NO, y otra por la NE. Conocíamos al audaz polaco de cara afilada de nuestros tours por el campo base, que a veces finalizaban tomando un trago de vodka en el amistoso círculo de estos escaladores, que sólo tienen como zona de entrenamiento la Tatra invernal y las chimeneas de las fábricas, pero que se cuentan hoy, junto con los yugoslavos, como los mejores himalayistas del mundo. El grupo estaba formado, además de por Wojciech, por Przemyslaw Piasecki y por el checoslovaco Petr Bozik. Llegados a la cima, decidieron que, aunque no conocían la vía, era más fácil que regresar por la Magic Line. Tuvieron que enfrentarse entonces, además de con los efectos de la altura y el cansancio de varias noches de vivac, con la oscuridad en una vía desconocida.
Dos de los coreanos que también bajaban lo hacían muy lentamente. Finalmente uno de ellos se amarró a una clavija y vivaqueó. También ellos estuvieron presentes en el desgraciado suceso del Cuello de Botella. Todos estaban agotados y únicamente se puede imputar a la altura el motivo del accidente. Cómo ocurrió realmente, no está aclarado del todo.
En un tramo particularmente vertical, en el que había cuerdas viejas y otros nuevas, había un pasaje peligroso y sin asegurar. Por lo que se ha podido reconstruir, el primer coreano que bajaba pensó asegurarlo con un trozo de cuerda para lo que cortó otra cuerda, dejando el extremo colgando. De allí a la siguiente cuerda no había dificultad.
Por otro lado, Julie y yo encontramos al día siguiente, en la base de un diedro casi vertical —la parte más empinada del Cuello de Botella (no en un punto de interrupción en las cuerdas fijas)— una cuerda azul nueva que colgaba libremente desde arriba sin nudo en su final. Era una trampa, no sólo de noche. Enseguida lo solucionamos, por si alguien bajaba por esa cuerda, haciendo un nudo grande por el que no pasara un mosquetón y una gaza para la mano. Viniendo de arriba aquélla era la última cuerda fija.
En aquel momento pensábamos aún que Wojciech se había precipitado por debajo de la cima, donde Willi lo había visto. Pero habría llegado con seguridad al Cuello de Botella. Los acompañantes que después de bajar rapelando en la oscuridad —a unos 8100 metros— esperaban a su compañero por debajo de las cuerdas, oyeron de pronto un ruido seco, como si alguien se hubiese caído. ¿Habría caído cuando se creyó enganchado a una cuerda segura porque el cansancio no le permitió notar que faltaba un nudo final? Entonces eso no tenía ninguna importancia. Wojciech se había despeñado, caído, muerto. Cuando desapareció toda esperanza, los otros dos descendieron al campo IV donde llegaron a las 2 de la madrugada.
Finalmente, en la noche del 3 al 4 de agosto, había once personas en el campamento del Hombro. Alfred pudo ocupar el sitio del coreano que estaba vivaqueando. ¿Y Alan? Después de la noche anterior no estaba dispuesto a pasar otra noche de estrecheces e incomodidades. Su solución fue: agujero en la nieve. Invitó a Petr y a Przemyslaw a utilizar su tienda (que compartieron con «Mrówka») y él vivaqueó medio dentro medio fuera de la tienda, en un nicho de nieve incómodo pero al menos con bastante aire, y eso sí, gélido.
Interesante es el hecho de que esto no le perjudicó. Al contrario. Durante la ascensión a la cumbre Alan se mostró como el hombre más fuerte, abriendo huella casi hasta la misma cima, donde Willi le adelantó tomando el relevo. Sin embargo, curiosamente, «Mrówka» anduvo muy mal de forma al día siguiente, aunque seis días más tarde tuvo fuerzas para descender.
Las noches de «overbooking» (diez y once personas respectivamente) tuvieron efectos negativos sobre varias personas: Alan Rouse y Kim Chang-Sun en la primera noche, «Mrówka» y Hannes en la segunda (Bauer mantiene que Hannes renunció porque tenía los guantes húmedos, pero por la forma en que se movió los primeros cien metros no hubiera llegado a la cima ni con guantes secos). Julie y yo previmos su retirada antes de que aconteciese. Esto, por otro lado, no resulta extraño: muy pocos se han atrevido a atacar una cumbre de ocho mil metros en días casi consecutivos. Kim Chang-Sun, que por la mañana no se encontraba muy bien, fue sin embargo el más fuerte de los coreanos, al igual que lo fuera Alan en nuestro ataque a la cumbre, mientras «Mrówka» recuperaba la forma algunos días más tarde. El insomnio, las limitaciones, la escasez de oxígeno en el interior de la tienda ¿puede ser causa de los diversos males pasajeros? La forma física no es una contante lineal, depende de muchos factores. Incluso la curiosa teoría francesa de que la forma física de un escalador en el Himalaya decae constantemente en el transcurso de las semanas, mientras que la aclimatación aumenta constantemente, es prácticamente, en lo referente a la forma, una teoría gris (un médico lleno de buen humor, me dijo: es verdad, si alguno tiene diarrea). Según esta matemática, todos los que estábamos en el Hombro tendríamos que estar muy débiles desde el principio, pues llevábamos muchas semanas en la zona del K2.
«A pesar de su baja forma X, Y y Z alcanzaron la cima del K2», concluye el editor del citado informe matemático al que uno quisiera añadir: «y encima sin oxígeno». Limitado por su perspectiva matemática ha olvidado el hecho de que la resistencia prolongada por algunos tira por tierra la teoría de la courbe de form. En realidad la forma física es una línea sinuosa muy particular e individual, que depende de muchos factores. No sólo del tiempo que pasa.
El 3 de agosto, el día perdido, se convirtió en el día 4 sin una línea precisa de separación, salvo la muerte de Wojciech, que flotaba solitaria por encima. Ahora en el campo IV había dos walkie-talkie, uno coreano, otro polaco, pero los acontecimientos del momento ocuparon los minutos de conversación. Y los siete que esperábamos salir hacia la cima no establecimos contacto directo con la base, ni allá arriba recibimos noticias de nadie de abajo.
Estamos consternados y tensos al mismo tiempo. La última oportunidad, la última batalla. Todos piensan, saben que lo van a intentar. Se siente el inmenso poder de la gran montaña. La tememos, pero nos es imposible dejarla.
Al mismo tiempo confiamos en ella.