Las rocas de la pirámide negra están agrietadas y destrozadas por las heladas y vueltas a unir por el hielo que actúa como si fuera cemento. Esta pendiente es un montaje ruinoso y escombroso tan empinado que puedes apoyarte en él. La gran pared está formada por placas quebradizas con intervalos de escalones verticales.
La columna de gente se estira hacia arriba, jadeando, tintineando, rayando o raspando la roca por encima de nosotros. De vez en cuando alguien llama a gritos en coreano o en el dialecto hunza.
Vamos pisándole los talones a la fila de porteadores, pero no queremos llegar hasta el campamento III. Nos imaginamos el follón que habrá allá arriba. No hay forma de encontrar la tranquilidad que un escalador necesita para afrontar un ochomil. Es imposible concentrarse, volcarse dentro de uno mismo, conectar cada fibra con lo que viene. Ya Hermann Buhl daba una importancia decisiva a esta fase antes de una ascensión a la montaña. Alguna vez hablamos de ello. Él acostumbraba a pasar la noche anterior a una escalada en una especie de duermevela, en un estado de semitrance, completamente entregado a la montaña. Por mi parte me conformo con un sencillo sueño reparador.
Nos quedaremos en el campamento intermedio a 7000 metros y continuaremos mañana. Allí deberemos encontrar la tienda superligera que Michel Parmentier nos legó cuando se marchó. Supuestamente estará dentro de la tienda de Wanda. Se trata de una tienda con forma de cúpula que se abre como un paraguas y en la que caben justo dos personas. Julie se alegra pensando en la maravillosa tienda francesa, como si tuviera algo del encanto de su propietario, el periodista de París. En mi opinión éste habla demasiado, pero bueno, eso es algo que forma parte de su profesión, además a mí me da igual. Pero confío más en nuestra propia tienda. Algo más estrecha pero más sencilla, es una tienda-túnel de color verde oscuro, con formas aerodinámicas y una especie de atrio delante en el que se puede cocinar. Naturalmente tumbado. No pesa ni kilo y medio, para dos personas es algo incomoda (demasiado, según Julie), pero muy estable. Sus cualidades quedaron acreditadas en nuestro ataque a la cima del Broad Peak, aunque Julie opina que dentro de ella no se puede uno mover. Así pues presiento que vamos a cambiar la tienda que llevo atada en la mochila para el asalto a la cumbre por esa francesa tan «chic».
Si en el Hombro del K2 está todavía nuestro depósito, cosa que a veces esperamos y a veces dudamos, podremos usar nuestra bien probada tienda-túnel azul, una «Ultimate».
De repente la columna se para. Agitación.
—What’s the matter? —grito hacia arriba. ¿Qué pasa?
—Camp III finish —contesta un hunza desde arriba y deja resbalar la pesada carga de sus hombros y la sujeta entre dos rocas. Por lo que se ve ha perdido las ganas.
«Camp III finish», significa que el campamento III está destrozado.
Una idea me atraviesa la cabeza: el mismo alud que lanzó la tetera de Mandi a las profundidades, estrujada, retorcida y abollada por la violencia de los bloque de hielo, y el jersey de Willi roto por el pecho; la misma avalancha de hielo y nieve que arrastró los jirones de lona de las tiendas italianas desde los 7700 metros de altura hasta el valle; este mismo alud ha alcanzado también el campamento III, tal y como me temía, y lo ha destrozado.
Entonces aparece una figura. Es Mandi, pálido, con la cara desencajada, con movimientos precipitados, como si aún le persiguiera el espanto, la consternación. Ha pasado la noche en guardia, a 7350 metros, en el lugar donde estaba el campamento destrozado, azotado por el gélido viento de la vertiente china, asustado por el temor de que cayera otro alud.
Ahora está aquí, nos ve, se para.
El campo III no existe, el campo IV tampoco. Todo el muro de hielo, por encima de las tiendas de los italianos, ha caído… ¡Dios mío! ¡Cómo está aquella ladera!
Le miramos en silencio. Su cara lo dice todo. Sus ojos se pierden momentáneamente en el vacío.
—En cualquier caso ya he tenido bastante —dice dirigiéndose a Julie y a mí, al tiempo que encoge resignadamente los hombros.
—Todo ha desaparecido allá arriba —respira con dificultad—, todo fue inútil.
Decepción sin límite. Su voz suena a cansancio. Estoy inquieto.
—¿Y Willi? ¿Qué hace? —pregunto.
—Encontró todavía una tienda de los coreanos, la única que no estaba rota, piensa continuar.
«Sí, Willi, —pienso yo—, tiene que pasar algo gordo para que abandone».
—¿Hay aún peligro de aludes?
—Sí, creo que sí, es difícil decirlo —se pone de nuevo en marcha y enganchándose a la cuerda fija dice—: De todas formas yo estoy harto…
—Que llegues bien abajo, Mandi. ¡Ten cuidado! —le grita Julie mientras continúa avanzando apresuradamente.
Me muerdo los labios. Por encima de nosotros todo se ha puesto en movimiento. Las voces se mezclan, la noticia ha caído como una bomba. Nos acercamos al grupo de porteadores gesticulantes, mientras los coreanos, indecisos, tratan de calmar a los hombres. Pero los porteadores no se amotinan sin motivo: tienen miedo. Unos a que el lugar que han de alcanzar esté destrozado y no encuentren cobijo para la noche. Otros tienen pánico de no conseguir regresar antes de que llegue la oscuridad. Por encima nuestro se alza, con sus placas, la Pirámide Negra, el tramo más difícil del espolón de los Abruzos. El jefe de los porteadores propone dar la vuelta y habla con los coreanos. Cada vez con más insistencia e ímpetu.
De pronto grita:
—You will all die.
Moriréis, todos vais a morir.
Todavía hoy, cuando escribo estas líneas, oigo esa voz. Sonó como el grito del miedo y al mismo tiempo como una tremenda advertencia. Mientras viva no olvidaré jamás los brazos y las manos del jefe de los porteadores alzados proféticamente, la mirada desencajada de sus ojos desorbitados, la barbuda cara del hasta ahora alegre y esforzado Mohammed Alí, el sonido suplicante de su voz que repetía: «Please don’t go on, you will all die».
Las alarmantes noticias llegadas de arriba han hecho cambiar la situación. Reina el pánico y el desconcierto. El horror a las fuerzas destructivas que habían pasado por arriba se podía leer en casi todas las caras. ¿Y ahora? ¿Qué iba a pasar? Los coreanos se consultaban frenéticamente. Julie y yo, aparte de un saco casi vacío depositado cerca de una torre de hielo situada por encima del campo III, no teníamos ningún punto de apoyo en la zona del alud. Pero fue como si de pronto se posara sobre todos la estrella de la mala fortuna. Una luz amenazadora iba apartando los rayos de sol que bañaban el espolón de los Abruzos y que tantas esperanzas nos daban.
¿Se trataba acaso de un signo de Alá para el barbudo jefe de los porteadores? ¿Sólo para él? ¿Era un vidente?… Me paro. Los gestos eran tan proféticos, las palabras tan amenazadoras, que parecieron la voz del más allá.
Busco la mirada de Julie.
—Vamos hasta el campo situado a 7000 metros, ¿no?
Realmente no estaba muy lejos, tan sólo un par de largos de cuerda, debajo de una pared rocosa.
Mi compañera asiente con la cabeza, un poco pensativa.
—Claro, vamos —dice entonces.
Pero, de momento, ninguno de los dos se mueve.
Mientras continúa la discusión —complicada además por los obvios problemas de idioma entre los coreanos y sus porteadores, tratando aquellos desesperadamente de llegar a un compromiso con éstos— yo me puse a pensar: el alud ha destruido los campos III y IV, Willi está ahora en la única tienda que ha quedado —una de los coreanos— en el campo III y se acordará demasiado tarde de mi advertencia; las últimas tiendas intactas de los austríacos están por debajo de la Chimenea House, aproximadamente a 6500 metros de altura, es decir, alrededor de 2100 metros por debajo de la cumbre; pues los austríacos, confiados en las limitadas dimensiones del alud, no han subido ninguna tienda nueva y sabe Dios qué habrá quedado disponible de todo su material en los campamentos III y IV.
Los coreanos, con tantos porteadores, seguro que llevan tiendas de reserva para el ataque a la cumbre. Además son gente dispuesta a ayudar. Pero si sus porteadores se niegan a continuar, la expedición coreana terminará aquí mismo.
¿Y nosotros? ¿Queremos continuar aún?
Yo estoy menos sorprendido por lo sucedido, pues era lo que sin duda había imaginado. Pero… ¿y el posible riesgo de aludes? ¿Qué dimensiones y demarcaciones tendrá la avalancha de hielo? ¿En qué condiciones estará la zona por debajo del Hombro? ¿Y si en la zona de los seracs se ha formado un corte vertical, una pared insuperable que exige un gran rodeo? Hay muchas interrogantes. Pero no se pueden juzgar por la cara desencajada de uno que baja de allí. Willi Bauer también se ha quedado arriba y tengo la sensación de que el tiempo cada vez es mejor. Mandi estaba aún, sin duda alguna, consternado pero no había abandonado sin motivo, sino más bien porque los austríacos se encontraban sin tiendas para atacar la cumbre y sin el material que el alud se había llevado por delante.
«Esta vez aguantaré hasta el final, incluso cuando la cosa se ponga dura. Es la última oportunidad». Esto lo había dicho Willi en el campamento base antes de la salida. Por eso estaba todavía allá arriba.
Para Julie y para mí lo más sensato es observar con nuestros propios ojos la situación y solo entonces decidir.
¿Los coreanos? Parecen desesperados; continúan negociando.
«Si continuamos», dice Julie sacándome de mis pensamientos, «esto hará que sus porteadores también se pongan en marcha». Naturalmente, si nos ponemos sencillamente en marcha, puede que sus porteadores salgan del atasco. Al menos podrían subir algo más antes de darse la vuelta. Algunos llegarían seguramente hasta el campo III.
Dando ánimos y diciendo algo para infundir coraje a los coreanos, nos ponemos a andar hacia las elevaciones rocosas y casi verticales. Más arriba, por encima de sus placas grises y negras, cuelga una viejísima escala con muchos peldaños. Vamos subiendo por una arista de nieve larga y empinada, nos cuesta respirar bajo el peso de las supercargadas mochilas. Después del segundo largo cruzamos a la izquierda por una banda rocosa y nevada, justo debajo de la pared, un tanto apartados de la vía. Miramos atrás y vemos con satisfacción que los porteadores se han puesto en movimiento, están subiendo.
«Ellos han resuelto el problema. Creo que les hemos ayudado», dice Julie sonriendo, y sus ojos brillan con fuerza.
La escalada de los coreanos continúa. Pasan con sus porteadores por delante de nosotros. Han superado el punto muerto de su ascensión. Durante un rato más se escucha el ruido de los crampones, las voces de la columna, luego por fin llega el silencio. Estamos solos.
Julie me pregunta entonces qué pienso del peligro de aludes. Tengo mis dudas.
—¿Sabes? no quiero morir —dice en voz baja. Hay miedo en sus ojos.
—Daremos la vuelta si algo va mal, yo tampoco quiero morir.
La escena de los porteadores también ha hecho mella en ella. Yo mismo sigo dándole vueltas. Sólo pensaré en el riesgo de aludes cuando haya echado una mirada. Y entonces, sólo entonces, decidiremos. Julie se ha tranquilizado. También yo. No, no queremos arriesgar inútilmente, pero tampoco abandonaremos sin motivo.
—Bueno, vayamos a coger la tienda francesa —dice Julie llena de renovado optimismo.
Murmuro una aprobación. Casi me había olvidado de ella. Debe de estar aquí, en esta banda rocosa, dentro de la tienda de Wanda.
«Ve y mira», dice Julie indicando el campo «7000 metros», nombre un tanto pomposo con el que se ha bautizado este campamento intermedio, situado en una estrecha franja al pie de la pared vertical, formado por una tienda verde de «Goretex» para dos personas que ha sido aplastada y retorcida por la tormenta y la nieve. Eso sí, está perfectamente asegurada, pues junto a la tienda se abre un abismo de unos 1700 metros sobre el glaciar Godwin-Austen. ¿Cuántos metros con exactitud? Es difícil de calcular, pues las cotas a las que se sitúan los campamentos se miden con aparatos barométricos y los cambios de presión pueden acarrear variaciones de 200 metros. Por eso el «campo 7000» puede estar sólo a 6900 metros.
Sobre la tela verde oscuro de la tienda de Wanda, medio borrado y apenas legible, se puede reconocer aún el anagrama de nuestro equipo: «Highest Film Team in the World». Le habíamos regalado la tienda a Wanda el verano pasado, después de que fuéramos expulsados por el mal tiempo a apenas 600 metros de la cumbre del Nanga Parbat. Wanda nos había dejado la suya pero tuvimos que abandonarla en nuestra rápida retirada.
Ahora —tras su victoria en el K2— ya no le hacía falta y nos había dicho que podíamos utilizarla tranquilamente con todo su contenido. Por razones de peso nos limitamos a recoger algo de gas, un poco de comida y… ¡voila! la mini tienda francesa, perfectamente enrollada y empaquetada, de color rojo brillante. Cuando se la doy noto su impaciente mirada y no puedo evitar pensar en el noble donante: el charmant Michel.
¡Efectivamente! se monta rápidamente, como si se tratase de un paraguas con suelo. El trasto es ligerísimo, se puede estar sentado y, metiendo los pies en una bolsa lateral que a tal fin hay en los costados, se puede incluso estar cómodamente tumbado. Refinamientos franceses algo extravagantes.
A mí, sin embargo, las varillas se me antojan un tanto débiles y encuentro el agujero de la entrada muy bajo y demasiado pequeño. Sin duda es ideal para un delgado y elegante francés (como Michel) pero insuficiente para un sólido y tripudo comilón austríaco como es un servidor.
Pero en los largos años pasados, mi compañera de cordada ha aprendido a reconocer las cosas que para ella son realmente importantes y sé que en esos casos no hay forma de resistirse. (En los «tira y afloja» que a veces se producen entre ambos, cada uno piensa exactamente lo mismo del otro).
Cuando entro resollando y a cuatro patas en la tienda, voy pensando: amor es aceptar incluso una incómoda tienda francesa teniendo una magnífica de fabricación británica.
Mientras Julie cocina dentro, veo de pronto a Hannes, que siempre contento y fácilmente reconocible bajo su gorro negro, viene subiendo a buena velocidad. Cuando cruza hacia nosotros, me parece notar que algo le preocupa.
—¿Tenéis por casualidad un saco de dormir de más?… Tontamente algunos de nosotros se ha bajado con dos sacos —nos dice según va llegando.
Negamos con la cabeza.
—Una tienda para vivaquear, muy buena y ligera, eso sí te podemos dar, porque allá arriba todas vuestras tiendas han desaparecido.
—No, gracias, la tienda no me hace falta; Willi se ha puesto de acuerdo por radio con los coreanos. Pero… ¿tenéis un infiernillo de sobra?, ¿y gas?
—Eso sin problemas: un infiernillo, un cartucho y comida, si quieres.
Trato de imaginarme el arrasado campo III. ¿Cuántas cosas faltarán, estarán rotas o habrán sido barridas? Seguramente Hannes y sus amigos querrán subir mañana al campo IV. Mejor sería que se llevase nuestra tienda. Cuando le doy el infiernillo vuelvo a decírselo.
—Nuestra tienda es superligera y además nos sobra. Te la damos con mucho gusto… nunca se sabe… tal y como está la situación allá arriba…
Pero Hannes declina el ofrecimiento. Un kilo más es un kilo más. Y tiene razón, así que me callo. Además, Alfred, en opinión de Hannes, le lleva mucha ventaja y no puede perder más tiempo. Se abrocha la mochila y se pone alegremente en camino, a buena marcha, como siempre y a su manera, con el gorro negro echado para atrás, sobre la nuca.
No le envidiamos nada pensando en el guirigay que debe haber en el campo III con tanta gente afanándose en su reconstrucción. Los coreanos estarán esforzándose a tope y, aprovechando el buen tiempo, preparando el asalto definitivo a la cumbre. Debe de ser sin duda la última oportunidad de la temporada.
A pesar de las dificultades que la montaña parece presentar a este ataque, comienza ahora a invadirnos la confianza. No queremos forzar el destino, la decisión definitiva queda aún abierta. El tiempo parece estable, nuestra forma es buena y si esta vez tampoco conseguimos pisar la cumbre, al menos lo habremos intentado y podremos volver a casa con una buena sensación. De momento vamos a pasar la noche tranquilos aquí, a 7000 metros, una buena altura si se está bien aclimatado.
Muchas veces he vuelto a pensar en este punto de la escalada. Se presentaron aquí tres posibilidades de evitar la tragedia: la advertencia del jefe de los porteadores —era irracional y la lógica la aplastó, pues exige pruebas—. ¿Por qué había que abandonar? ¿Había acaso oído una voz interior? Tal vez… Parece absurdo que fuera precisamente él quien muriera pocos días después en una avalancha de piedras, por debajo del campo I, en el mismo espolón de los Abruzos donde antes había advertido a los demás.
¿Por qué no oímos nosotros mismos esa voz? Tal vez sí la oímos, pero no la creímos. Aún veo a aquel hombre, con los brazos alzados, sus gestos proféticos, oigo su voz… «Allah-o-akbar»… Tendríamos que haberle creído. Pero él mismo murió.
La segunda posibilidad de esquivar el destino fue que los porteadores hubieran mantenido su paro. Su huelga. El intento coreano hubiese fracasado, pues no creo que hubieran intentado un ataque en estilo alpino; (se movían según un plan concreto, en el más clásico estilo de las grandes expediciones, cuya estrategia queda determinada de antemano en el campo base). En tal caso los austríacos habrían podido utilizar la tienda de los coreanos, la única que quedaba en el campo III, y llevársela para utilizarla posteriormente en su ataque a la cumbre, y sin límite de tiempo.
La tercera posibilidad de escapar a la siniestra combinación de sucesos hubiera sido nuestra pequeña tienda de asalto. Con capacidad para una o dos personas hubiera bastado para deshacer la combinación fatal. Cuando Hannes rechazó nuestra tienda, habíamos dado todos, sin saberlo, un paso más hacia la trampa mortal.
Fue un mecanismo infernal en cuyos engranajes nos íbamos metiendo más y más sin darnos cuenta. Los caminos que podrían haber llevado a una solución fueron rechazados por decisiones individuales, que por sí solas nunca fueron determinantes, pero que en conjunto abrían la trampa mortal para siete personas a ocho mil metros. Que dos de ellas sobrevivieran a aquel infierno es sin duda asombroso.
Tal vez el revivir las diversas fases de esta reacción en cadena pueda servir a cualquier escalador que se encuentre en una situación análoga para salvar la vida. Por ello voy a cada detalle: es la razón final de que escriba sobre ello.
La tarde trascurre tranquila y reposadamente. Es bonito no tener prisa, poder vivir de verdad unido a la montaña. Es esto lo que me hace regresar cada vez. Es esto lo que he encontrado con mi extraordinaria compañera de cordada. Aunque es algo que siempre he hecho desde el principio. Hemos intentado muchas veces comprender por qué, cada vez más, se extiende la manía de hacer tan cortas como sea posible las expediciones de montaña. Conquistar las cumbres tan deprisa como se pueda y emprender el camino de vuelta rápidamente. Es una enfermedad que ataca cada vez a más gente. ¿Es acaso esto amar a la montaña? De esta manera apenas si viven la montaña. O la viven de otra manera. Es comprensible que a veces, por motivos tácticos, haya que ser rápido en determinadas situaciones, en tramos concretos de una escalada o de un descenso. Pero parece convertirse en regla general. ¿Venimos acaso a estos maravillosos lugares a cumplir una obligación y una vez terminada abandonar tan rápido como sea posible?
Hoy es 1 de agosto. Un día fantástico. La suerte parece propicia.
En esta montaña la experiencia ha demostrado que para alcanzar la cumbre con buen tiempo hay que meterse en ella con antelación, cuando la situación es aún incierta. Naturalmente se puede uno equivocar y hacer una salida en falso. Pero si se sale sólo cuando el tiempo es espléndido, puede ocurrir que cuando llegues arriba la situación haya vuelto a empeorar.
Julie, esta vez lo hemos pillado bien de verdad. Sus ojos brillan de alegría, al igual que los míos, como el brillo del centelleante mar de picos y glaciares que se refleja alrededor y por debajo de nosotros. En medio de la cegadora oleada de luz se alza frente a nosotros y a una altura visiblemente superior, la figura del Broad Peak, que nos muestra desde aquí su vertiente más estrecha.
Su vista me alegra tanto que me hace pensar en la felicidad que debe de ser pisar por fin la cumbre de nuestro K2. Mientras Julie se acerca al corte de hielo por debajo del campo III, miro hacia el Sinkiang: allá abajo, en los valles salvajes, empezó todo. Ahora subimos hacia la punta del gigantesco cristal que se eleva sobre esta tierra.
¡7200 metros! Debido a la tracción inclinada que se produce en la pared de hielo sólo se puede mover una persona en las cuerdas fijas. Además, cargados como mulas, la cosa es harto complicada. Jadeantes maniobramos por la pared. Si en un momento dado averiguamos que aún existe nuestro depósito del Hombro, podremos dejar muchas cosas en el campo III. Esto depende de dónde se encuentre el lugar del que arrancó el alud. Naturalmente, cuando se lleva encima todo un campamento de altura se va cargado al máximo. Aun así, nos encontramos perfectamente en forma, sentimos que el prolongado reposo en el campamento base nos ha sentado muy bien e incluso nos hallamos más aclimatados que nunca.
Julie alcanza el borde superior en primer lugar, luego me espera. Avanzo entre resoplidos, con una mano en el jumar que voy subiendo a tirones al tiempo que clavo las puntas de los crampones en el hielo y con la otra mano hago tracción del piolet superligero de titanio.
Sí, el equipo ha cambiado mucho desde los tiempos de Hermann Buhl y pesa mucho menos. Ni siquiera se habían inventado los rapeladores o los bloqueadores. Estos fabulosos inventos que te permiten descender sin apenas esfuerzo. Nada de esto existía.
Dejaremos nuestros rapeladores —para el regreso— en el campo III. Las cuerdas fijas acaban aquí. Cuando llego al borde, donde comienza la nieve, compruebo que los bastones de esquí que dejé aquí, fuertemente clavados, han desaparecido. Suelto algún taco y Julie se encoge de hombros. Al fin y al cabo, previsoramente, nos hemos traído cada uno un bastón que inmediatamente soltamos de las mochilas. Hasta ahora eran un peso más, pero a partir de aquí serán de vital importancia.
Estamos en la superficie de nieve bastante inclinada que hay por encima del serac. Mientras nos encordamos con nuestra propia cuerda miro cuidadoso hacia arriba. El Hombro de la montaña está intacto. Allá arriba no ha pasado nada. Pero de la pared vertical que hay por debajo han debido desprenderse toneladas de hielo; a unos 7700 metros de altura, donde estaban las tiendas del campo Quota 8000, que los austríacos utilizaron como punto de apoyo tras la retirada de los italianos. Debajo de la imponente barrera de hielo, en una posición protegida del viento, estuvieron antes las tiendas de los suizos, la de Michel Parmentier, la de Wanda y la del matrimonio Barrard. Es una suerte que no hubiera nadie allí cuando se soltó toda la inmensa mole helada.
Con ojo crítico examino el corte fresco y reciente. Se ve liso, compacto, y no presenta ninguna grieta de tipo transversal. De momento no ofrece ningún peligro.
A sus pies seguramente todo está sepultado bajo varios metros de cascotes de hielo, si es que ha quedado algo.
Subiendo por la ladera observamos la fuerza que también aquí ha desarrollado el alud. Del campo austriaco sólo se ven jirones rojos. Un bloque helado, grande como una mesa, ha venido a frenar su rodar a pocos metros del campamento. Todo el lugar y la superficie por encima se ve horrorosa: grietas, ranuras, estrías, fragmentos de todos los tamaños que han salido disparados como proyectiles dejando atrás huellas y surcos. La apacible ladera que atravesamos en nuestro primer asalto se ha convertido en una cara llena de cicatrices.
Es realmente asombroso que una de las tiendas de los coreanos haya aguantado este infierno, naturalmente porque estaba sin montar y recogida. Pero los precavidos coreanos han subido nuevas tiendas que ya están montadas.
De Willi, Alfred y Hannes no hay ni rastro, han debido de salir esta mañana temprano hacia el Hombro.
Clavados en la nieve veo varios hatillos de varas de bambú. Son para marcar la pendiente por encima del campo III. Pero nadie las ha colocado aún. Tal vez porque el tiempo es muy bueno. Pero yo sé la importancia que tienen para Kim, el jefe de la expedición coreana. Nos ocuparemos de ello.
Kim Byung-Joon, de 37 años, me pareció siempre un hombre de carácter abierto y simpático. Un hombre prudente y escrupuloso. Nunca tomó una decisión a la ligera. Los preparativos de la ascensión, las decisivas conversaciones por radio entre la montaña y el campo base, sus preocupaciones —detalladas en el libro de la expedición— lo demuestran. Después del «alud de la tetera» también él estaba muy preocupado por la suerte que había corrido el campo III. A diferencia del campo II, que había quedado intacto, el III no se podía ver con los prismáticos. Mientras que un escalador coreano concedía al campamento un 50% de probabilidades de haber aguantado, el vicejefe coreano Chang Bong-Wan le otorgaba sólo el 10% y obraba en consecuencia: «Tenemos que cambiar nuestros planes». Kim Byung-Joon, que había repartido la gente en un grupo de ataque y varios de apoyo, determinó: «Equipar de nuevo el campo III con todo el material necesario para que el grupo de ataque disponga de todo por encima del campo III». La posición de los componentes de la expedición austríaca no debió de ser del todo unitaria en lo concerniente al último ataque a la cumbre. De lo contrario quedarían muchas cosas sin aclarar, pues todos sabían que el alud había barrido material muy importante. «Sin embargo es evidente que no subieron suficientes repuestos cuando afrontaron su intento a la cumbre», escribiría más tarde Adams Cárter en el American Alpine Journal. Hay algo digno de atención: los coreanos relataron después que por mediación de Willi Bauer sabían que los campos más altos estarían presumiblemente destrozados.
Campo III, 7350 metros, 1 de agosto… Julie y yo hemos montado en un instante nuestra tienda francesa-paraguas sobre una plataforma, entre dos tiendas-cupulares rojas de los coreanos. ¡No fue ningún mal cambio! En nuestra tienda, que hemos dejado en el campo intermedio, no hubiera sido posible estar ahora sentado y erguido. Utilizo una estaca de nieve, que no tenía dueño, para asegurar la tienda, al igual que nuestros piolets y los bastones que trajimos. Sólo esperamos que de los seracs no caiga de momento nada más. A pesar de todo, recuerdo que este lugar nunca me fue muy simpático.
De repente, me doy cuenta de que uno de los coreanos está filmando con una pequeña cámara de 16 milímetros. Es como una punzada, pues la mía está abajo. Además, los cámaras solemos ser muy celosos. Es la primera vez que veo a un coreano filmar durante la ascensión. Pero me tranquilizo, no se puede tener todo… Nosotros sólo somos dos y no tenemos porteadores de altura, así que usaremos escenas del primer ataque y algunas fotos.
Pero hay más coreanos por aquí. Muchas caras conocidas del tiempo pasado juntos en el campo base. Pero a excepción de uno, de pelo rizadísimo, no sé quién es quién. Se llaman casi todos Kim, Chang o Jon con el añadido de un nombre incomprensible, son de piel oscura, sonríen casi siempre, tienen los mismos movimientos redondos y son todos, en general, amistosos y predispuestos a ayudar… A mí me resulta fácil confundirlos.
Menos al «rizos». Él me saluda alegremente: «Hello», dice radiante. Sus chispeantes ojos de gnomo bailan traviesos. ¿Pensará en la cima o en nuestro barril de cerveza? ¿O en la posible combinación de ambos en el marco de una fiesta final? Él era el que con más frecuencia aceptaba nuestras invitaciones «secretas» a probar cerveza en el campo base. «Secretas» sólo para los coreanos… después de cada trago, el «ricitos» echaba una mirada para atrás, en dirección a la tienda de Kim, pues éste había obligado a la expedición coreana a dejar todo el alcohol durante la marcha de aproximación. Desde entonces los coreanos estaban en el dique seco.
A excepción de «cabeza rizada», el cervecero, apenas sí distingo un coreano de otro. ¿Cuántos hay aquí arriba dentro y fuera de las tiendas? ¿Cuatro, cinco, seis? Es difícil de decir. Si no están uno al lado del otro nunca se sabe cuántos son.
Le entrego a uno de ellos un saquito con nuestros rapeladores y algunas pequeñeces para que nos las guarden en la tienda hasta el regreso. «No problem», me dice. Sé que puedo confiar; incluso en una ocasión me bajaron de la montaña rollos de películas ya utilizadas. ¿Subiremos juntos a la cumbre? Casi parece que sí. Mientras nos fotografiamos mutuamente con seracs y mar de cumbres de fondo, uno de ellos me dice:
«Austrians today camp IV, tomorrow summit, we tomorrow camp IV and next day summit I think», y sonríe tímidamente… Sí, efectivamente, eso nunca se sabe.
Así pues éste es el plan: mañana será el día de la cima para Willi, Hannes y Alfred. Pasado mañana lo intentarán los coreanos. Esto es, el mismo día que nosotros y Alan Rouse que, entre tanto, ha llegado con «Mrówka», la encantadora polaca. Les saludamos calurosamente.
El inglés, delgado y dinámico, y su compañera tienen una cosa en común: los mismos ojos claros y fuertes, la misma determinación, los mismos movimientos enérgicos. Lo constato mientras montan su tienda por encima nuestro, en la pendiente, haciendo con la pala previamente una plataforma. También ellos han llegado cargados a tope; llevan todo consigo.
Una pregunta sigue pendiente: ¿está o no nuestro depósito en el Hombro? El alud no arrancó de ese lugar, pero… quién sabe. Miro pensativo hacia arriba.
«Three porters up there… today… coming down», dice amistosamente un coreano que a mi lado mira también hacia arriba.
«Fabuloso». Seguro que han visto si nuestro depósito está allí o no. Tienen que ser buena gente, hay pocos porteadores de altura que suban hasta los ocho mil metros… Así que hoy han subido seis personas a preparar el campo IV.
Mientras Julie habla con Alan, hago té. De pronto, oigo una llamada y miro hacia arriba. En un paisaje de luz y sombras, de velos de nubes y remolinos de viento que pasan, han aparecido tres figuras. Están de vuelta, son los porteadores de altura. Enseguida sabremos si aún existe nuestro depósito. Se acercan con rapidez. Son dos fuertes muchachos hunzas y el cocinero baltí que no entregó el jersey roto de Willi en el campo base, ganándose una bronca del oficial.
Llegan jadeando y sueltan sus sacos junto a una tienda que evidentemente ha sido destinada para los porteadores de altura. No puedo esperar más y les pregunto con impaciencia:
—¿Visteis algo de material en el Hombro?
—No depot up —contesta con determinación el cocinero baltí.
Los bastones de esquí que lleva son exactamente iguales a los que me desaparecieron al borde del corte de hielo… Es igual; olvídalo, Kurt. La mala noticia es que nuestro depósito ha desaparecido. Hemos cargado con un campo nuevo precisamente para esta eventualidad, pero los otros sacos de dormir eran mejores y la tienda más grande y sólida. No hay nada que hacer. Probablemente nuestro depósito en el Hombro haya desaparecido, sencillamente sepultado. Seguramente estará en cualquier sitio. Estaba tan bien anclado que la tormenta no ha podido llevárselo. De todas maneras tenemos que darlo por perdido.
La presencia del cocinero baltí me ha dejado pensativo. No pocos han manchado el nombre de los cocineros del Himalaya. En general, no es buena idea usar cocineros como porteadores de altura, aun cuando entre ellos siempre se encuentren tipos estupendos.
En el Himalaya la profesión de cocinero de expediciones es ejercida frecuentemente por gente que, en vez de dedicarse al pesado porteo de carga, prefiere ganarse la vida gracias a sus habilidades culinarias y a su capacidad organizativa para conseguir alimentos sobre la marcha. Sé por experiencia que son al mismo tiempo expertos negociantes. Por ello, conviene no perder de vista al cocinero estando cerca de un pueblo. Ya nos ha ocurrido en más de una ocasión que durante el camino de regreso pudimos comprar parte de nuestras existencias en los pueblos por los que pasamos. Los porteadores de altura, en cambio, son más sinceros. En cualquier caso, y siguiendo la regla de que «nada se debe de echar a perder», los depósitos en la montaña están siempre amenazados, no tanto los campos de altura.
También conozco el caso de un campo de altura que fue desmantelado completamente por nativos del valle. En la vertiente del Diamir del Nanga Parbat es incluso previsible que ocurra con las cuerdas fijas de al menos el primer tercio, y en consecuencia conviene ponerse de acuerdo a partir de qué fecha podrán ser recuperadas por los pastores que viven al pie de la montaña.
Pese a todo, no he perdido la esperanza de encontrar nuestro depósito.
Julie y yo estamos comprensiblemente deprimidos con la noticia. Es una suerte que hace tres días nos trajéramos de todo. Si no, ahora sólo nos quedaría el regreso. Pero mañana, en vez de un ataque sin peso, nos espera de nuevo una subida cargados a tope. No podemos imaginar ahora que en el Hombro nos espera otra sorpresa aún más desagradable.
Hasta ese momento no me había preocupado de la unión entre los austríacos y los coreanos para el ataque a la cumbre, a pesar de que sabía que los austríacos no contaban allá arriba con una tienda propia.
La mañana es espléndida. Todos tenemos la moral altísima. El tiempo es tan bueno que no puede ser mejor. La vista alcanza hasta lo más lejano. Empiezo a creer en mi presentimiento: mañana estaremos en la cumbre. No importa nada haber perdido el depósito. Lo que cuenta es el tiempo.
¡Nuestro K2! ¡Por fin! Desde aquí sólo vemos una pequeña parte, pero lo sentimos. La profunda alegría de Julie se manifiesta en los movimientos rápidos y precisos con los que hace su mochila, y luego en una breve sonrisa y en la mirada que me echa. Es verdad, en el aire vibra y palpita la alegría de uno de esos días en los que el mundo te pertenece, en los que piensas que merece la pena vivir sólo porque existe ese día.
A la luz del amanecer, los seracs resplandecen como si de todas partes prorrumpieran torrentes de luces que te envuelven y te conducen sobre el hielo iluminado, por las pendientes de nieve, por las superficies cinceladas por el viento. En el mar de cimas del Karakórum vibran a millares, como pececillos plateados, las superficies reverberantes de los lejanos glaciares. Deseas absorber todo lo que irrumpe de todas partes: tienes la sensación de estar atado a la montaña, te sientes, al mismo tiempo, por encima y en el centro del mundo, como en una esfera de cristal en la que se reflejan, se multiplican, las imágenes de la existencia. Como si todos los días se reunieran aquí, ayer, hoy, mañana, en las cumbres a nuestro alrededor; en el aire, en la esfera del sol que se mueve lentamente, en la sonrisa, en la mirada del compañero…
En un día así empieza uno a ver las cosas de distinta manera. Entonces comprendes que una montaña reciba el nombre de «La diosa madre de la tierra», que otra se llame «La cola de pez» y una tercera «El lugar de los gigantes». Y no necesitas una explicación, el porqué está en otro plano. Son días para poner nombres.
Fue seguramente en un día como éste cuando el hombre, su alma, miró las cosas desde otro lado y un nativo —nadie sabe cuándo— descubrió sobre la cumbre doble, brillante y helada, de una montaña del Himalaya, la figura de una «cola de pez» y la llamó por ello «Machapuchare». Hoy sigue siendo una montaña sagrada. Los nativos que viven al pie del Nanga Parbat bautizaron la montaña, debido a los continuos estruendos que producían los aludes, con el nombre de «Lugar de los gigantes», «Diamir». Así nos lo contó un día Sheraman Khan, uno de los pocos que allí se atreven a subir por sus paredes verticales.
Una pirámide altísima infunde temor y respeto a quien la observa en el profundo cielo del Himalaya; «Diosa madre de la tierra» la llaman los tibetanos, «Chomolungma». Pero éste es sólo uno de los nombres que recibe el Everest, igual que otras cumbres en el «país de la nieve».
¿Y el K2?
Esta montaña inmensa, enigmática, cincelada con la severa regularidad de un cristal, es «La montaña grande», «Chogori», y hoy creo intuir la razón de su nombre. Era inimaginable acercarse a ella para quien la bautizó así. ¿Y mañana? «La te la kore nyima ce shar» habrá cantado, igual que cada mañana, a más de mil kilómetros de aquí, en Tashigang, nuestro querido Drugpa Aba.
«Y así gira… el gran sol se levanta… el sol de un gran día… en los cinco colores… que la felicidad permanezca… que todo florezca…». Esta canción es su plegaria.
Las risas alegres de los coreanos, que se preparan para subir, me sacan de mis pensamientos y me devuelven al presente. Su alegría encaja perfectamente con un día como éste. Y mientras terminamos de beber la última taza de té, el centelleo continúa aumentando, el carrusel de cimas del que formamos parte gira de minuto en minuto imperceptiblemente en la luz… «La te la kore…».
Ahí está el Broad Peak, una silueta azul oscura en medio del torrente de luz. Parece la aleta de un delfín arqueado que jugando haya metido el hocico en el glaciar Godwin-Austen, cuyo movimiento ha quedado inmovilizado cuando saltaba entre el K2 y el Baltoro.
El reluciente trapecio del Chogolisa parece un iceberg traído del mar del Norte; su nombre significa «Gran terreno de caza». Más tarde los primeros exploradores ingleses lo llamaron Bride Peak, «Monte de la esposa», pues su manto blanco brilla como el de una novia.
Alto, Kurt, te estás dejando llevar por la fantasía. En realidad… el Broad Peak, este extraño delfín, tiene tres aletas dorsales. Pero desde aquí sólo se ve una, la delantera. Esperemos que ningún submarinista se ría de esto.
¿Acaso este mar de cimas es sólo producto de la fantasía? En nuestras exploraciones desde Sughet Jangal, Julie y yo encontramos, en la cima de una pequeña loma marrón, miles de púas de erizos de mar. Hallamos corales en el valle del Shaksgam, un caracol de mar petrificado en el borde del glaciar del Gasherbrum, y en la morrena del Baltoro descubrí incluso el caparazón de un Nautilus. El mar estuvo originariamente aquí. Las ondas de las montañas, al igual que las ondas del mar, no son eternas. Se mueven siempre.
«La te la kore»… el perpetuo movimiento.
En medio de todo, un cangrejo ermitaño, un alpinista con su tienda. En el fondo no han cambiado las cosas mucho. A veces, son varios los que van con su casa a cuestas.
Hacia el norte se eleva el Skyang Kangri, 7544 metros de altura, brillando con su mármol amarillento. Una elevación triple que originariamente recibió el nombre de Staircase Peak, «Montaña de la escalera». Cada escalón tiene de 300 a 500 metros de altura. A su lado, más abajo, en torno a los 6000 metros, está el «Collado de los Vientos», desde el que en 1909 Vittorio Sella —fotógrafo de la expedición del Duque de los Abruzos— fotografió por primera vez el K2. Su máquina fotográfica no era la famosa que usara en los Alpes con placas de vidrio de 30 x 40 cm. Las placas se hubieran roto en el transporte durante siete semanas atravesando valles y paisajes selváticos. Por eso usaba películas de 20 por 25 cm. Las fotos de Vittorio Sella no han sido superadas en belleza y nitidez. Él consiguió plasmar el espíritu de la montaña, lo indescriptible del K2, para siempre.
Mirando a lo lejos vio hacia el norte la cadena montañosa del Kuen-Lun, con sus elevaciones pálidas, amarillentas y grises, a veces cubiertas de nieve. Se encuentran más allá, detrás del surco del Shaksgam, que separa estas montañas del Sinkiang de las del Karakórum. Más allá, como una lejana rompiente de mar, hay una encrespada blancura en el horizonte… ¿Será el Tien Shan, «Las montañas del cielo»? ¿O el Pamir? También podrían ser nubes.
«Mira», Julie señala hacia el Shaksgam, en un determinado ángulo del valle, un pico rocoso y marrón… completamente insignificante. Sólo nosotros sabemos que fuimos los primeros en subir a él.
Es nuestra «Montaña del corazón». Recuerdo al buen anciano Liu y sus preocupaciones por las montañas vírgenes sin nombre. Allí enfrente estaba el «Left-ear-peak». «Cima de la oreja izquierda» y el «Right-ear-peak», «Cima de la oreja derecha». ¿Qué le vamos a hacer si para filmar hacen falta buenos puntos de vista?
Julie sonríe como una chiquilla. Los nombres que habíamos inventado tenían poco que ver con la geografía oficial.
«Look», vuelve a decir Julie señalando hacia abajo, «ahora sí que estamos bien alto». Sí, estamos clarísimamente más altos que una montaña sin nombre, de unos 7000 metros, situada al otro lado del glaciar Godwin-Austen. Desde aquí no podemos verlo, pero a sus pies hay un lago triangular, de un color verde profundo, que hace tiempo queremos visitar. Aunque sólo sea un día ¿Será posible? No, esta vez ya no. Hemos encargado los porteadores para el día 5. Otra vez será. Hoy es 2 de agosto.
Tenemos tres días. Suficientes para llegar a la cumbre. No tiene sentido permanecer tiempo en la llamada «zona de la muerte», por encima de los 7500 metros, donde incluso la regeneración de un cuerpo completamente aclimatado es a la larga imposible. Del tiempo no hace falta preocuparse esta vez. Mañana, sin duda alguna, será bueno, posiblemente también pasado mañana. Todo ello entra en el muestrario meteorológico del K2. Y además, pasado mañana estaremos ya descendiendo.
Miro hacia arriba. Pendientes relucientes entre blancos opacos y, por encima, la poderosa cúpula del Hombro. Al mismo tiempo veo, no muy claramente, junto al contorno de la siguiente tienda coreana, un mazo de varas de bambú. Y eso me recuerda que le hice entender a Kim que marcar el camino hasta el Hombro me parecía del todo imprescindible si quería ahorrarse el fatigoso trabajo de instalar cuerdas fijas. Estaba absolutamente de acuerdo. En caso de tormenta todos nos ahorraríamos los problemas de orientación.
Pensativo, mi vista continúa por las grandes bóvedas de nieve. En la pendiente que hay por encima nuestro varios hombres lucharon por su vida. Nosotros mismos tuvimos que esforzarnos para destrepar por aquí en medio de la tormenta. También Wanda me ha contado que le resultó muy difícil abrirse camino. En 1939, Pasang Kikuli, Pasang Kitar y Pintso murieron tratando de rescatar a Dudley Wolfe, enfermo en el campo VII a 7530 metros de altura. Otra tragedia ocurrió en 1953: Art Gilkey, enfermo, fue arrancado por un corrimiento de nieve antes de que sus salvadores, el americano Charles Houston y seis compañeros, pudieran llevarle al relativamente seguro campo VII. En una desesperada lucha habían tratado de rescatar al amigo enfermo de trombosis y embolia pulmonar. Su muerte evitó, posiblemente, una tragedia mayor. (Pete Schoening en esta ocasión lograba milagrosamente sujetar en la caída a cinco de sus compañeros).
Veo que sólo una de las varas de bambú que han subido los porteadores tiene un banderín rojo. Los otros debieron perderse en el espolón durante el transporte o no han sido puestos aún. Demasiado tarde para tratar de remediarlo. Por otro lado, con un tiempo tan radiante, la tentación de dejarlas aquí es muy grande. Miro pensativamente el mazo de varas. Es cierto que contra los aludes no sirven de nada.
Entonces pienso en Kim Byung-Joon: una de las mayores dificultades de las decisiones que se toman en el campo base es que no siempre se siguen allá arriba. A veces porque no se pueden llevar a cabo —debido a las condiciones reinantes—; más frecuentemente porque a gran altura las cosas se ven de manera diferente que en el campo base, en función de las prioridades que uno tenga, de la energía que uno ponga, de la voluntad personal. Así ocurre que para ahorrarse esfuerzos, donde hace falta más precisión y escrupulosidad se acaba improvisando. Kim Byung-Joon —el general de la planificación, le habíamos filmado con sus esquemas y sus programas—, se había preocupado de que las varas de bambú llegaran arriba. Nosotros haremos el trabajo de señalización.
Entre los que se están preparando para salir noto que están los dos jóvenes y fuertes porteadores hunzas que estuvieron ayer en el Hombro, así que el cocinero baltí no vendrá…; aparentemente va a bajar. Vuelvo a ver al coreano filmando con la cámara pequeña: la escena mañanera es preciosa, la atmósfera de la salida, los colores brillantes de las figuras moviéndose a la luz del sol —como un rebaño de mariposas multicolores que se apresuran a salir al mundo brillante de la mañana— que hoy irradia alegría y felicidad. Me duele muchísimo haber dejado mi cámara en el campo I. Me imagino mirando por el visor, pasando del amarillo de nuestras vestimentas al azul de los cortes de hielo para luego ir a parar a algún oasis verde en el desierto montañoso del Shaksgam.
Más vale que no me atormente por el asunto de la cámara. Hace un mes ya filmamos treinta metros de película a ocho mil metros. Ahora es más importante llegar arriba. ¡Llévate la estaca de nieve para anclar la tienda, recoge el infiernillo, ponte los crampones, quita la tienda!
También Julie me apremia cuando ve a los laboriosos coreanos. Dejo para luego los crampones y desmonto la tienda. Los dos ositos, nuestras mascotas, que Julie acaba de guardar en la mochila, nos han traído suerte. También Alan acaba de recoger su tienda y junto con «Mrówka» está terminando de empaquetar sus cosas.
Por fin Julie y yo estamos casi listos. Los porteadores de altura acaban de partir. Los coreanos salen en este momento. ¿Y las varas de bambú? ¡Casi me olvidaba de ellas!
Sí, creo que deberíamos marcar el tramo hasta el Hombro. Se lo digo a Alan, que en este momento está encorvado sobre su mochila. El joven inglés, de ojos claros, me mira:
«Pienso igual… Es interesante hacerlo, incluso si no lo necesitamos».
Él recoge un haz de varas, Julie también coge una docena. Iremos clavando las varas de cuando en cuando mientras subimos. ¡Nunca se sabe!
«Estoy contenta de que vayamos con Al», me dice Julie al empezar a andar. También yo veo con agrado la compañía de Alan. El pequeño episodio de las varas de bambú me ha infundido confianza. Aquí hay alguien dispuesto a ayudar, a hacer algo por la seguridad, por principio, sin miedo a las fatigas. La intuición me dice que Alan es una persona con fantasía y principios.
Luego nos rodea el crujido de las pisadas, palabras sueltas en el aire, el roce de las ropas de perlón a cada paso o movimiento de brazos… Se acostumbra uno tanto a este ruido, que después de algún tiempo terminas por no oírlo y el silencio de estas laderas acaba envolviéndote.
Procuro no clavar las varas innecesariamente demasiado juntas. Alan también va ahorrando. Estimamos que la ladera tiene unos 300 metros…; estaría bien que llegaran hasta el final.
Faltan tres varas.
«Please put three sticks in till to start of fixropes», le digo en inglés telegráfico a un coreano que va a comenzar la bajada hacia el campo III. Me mira atónito y se queda parado sin saber qué hacer —probablemente no entendió nada de mi reducido inglés— así que bajo hasta él y se las pongo en las manos. El borde del corte, en caso de niebla, es un peligro mortal. Además, las marcas hasta el comienzo de las cuerdas fijas son por sí solas de vital importancia. Lo comprendemos todos, especialmente desde la desesperada odisea de Michel Parmentier, que consiguió sobrevivir solo gracias a la ayuda de Benoît, que con singular sangre fría le guio con el walkie-talkie en medio de la niebla. Sin más explicaciones, pues, el coreano me ha entendido y, tras unas palabras de despedida, se pone en marcha. A pesar de todo le sigo con la vista y le veo clavar la primera vara.
Una cosa está clara: un escalador en estilo alpino no podría llevarse, además de todas las cosas que de por sí ya lleva, un haz de varas de bambú. Esto es algo que debemos de agradecer a los porteadores de altura.
En cierta manera este tipo de señalización puede llegar a ayudar en caso de alud. Cuando no se ven huellas ni se aprecian las formas se puede entonces, gracias a las varas, llegar abajo bastante rápido. Ahora no hay riesgo de aludes, la nieve tampoco es excesivamente profunda, pero sí lo será en las zonas protegidas del viento en el Hombro. Allí, los seis que subieron ayer a organizar el campo para el asalto a la cumbre de los austríacos y los coreanos, han debido trabajar duramente.
Por aquí la ladera no tiene de momento problemas, no es demasiado empinada, una buena bajada para esquiar al sol. Tampoco las viejas huellas del alud se ven tan amenazadoras. Si no supiéramos todo lo que ya ha ocurrido por aquí… No podemos presentir el pánico de Mandi, pero es que realmente la cosa ahora está menos seria. ¿O acaso se dio la vuelta por culpa del campo destrozado? ¿Consciente de que aquí, sólo con los medios de los austríacos, ya no se podía hacer nada?
Los sucesos son siempre interpretados de maneras distintas. La verdadera casuística, en cambio, permanece la mayoría de las veces desconocida, y el contexto real aparece pocas veces.
El final de una empresa, su éxito o fracaso, determina si un jugador es proclamado héroe o temerario. Pero al mismo tiempo, el más escrupuloso inventor de una maravilla técnica, no podrá más que rezar para que no ceda ni una tuerca el día en que «su obra» esté de pie.
No se puede esquivar el destino. Pero claro, es demasiado primitivo suponer que los hombres se abandonan al destino. Cuando algo va mal la mayoría de las veces hay razones concretas para ello. Sin duda es el destino el que te pone a una determinada hora en la autopista, pero si en ese momento llega otro a toda velocidad con una avería en la dirección y le lleva por delante, resulta que en el hecho aparece también un fallo técnico.
Si Reinhold Messner ha sobrevivido a tantos ochomiles, se lo debe en primer lugar a su capacidad y a su experiencia. Y un poco a la suerte también. Cuánto, no lo sabe él mismo. Tal vez Mandi escuchase «la voz» e interpretó de alguna manera el alud. Tal vez bajó por eso y vive aún. Excepto Mandi todos fuimos atraídos por la inaudible voz de la montaña. Un remolino imparable en cuyo centro estaba, como un escollo invisible, una tienda. Sin este escollo, la tienda coreana que se había salvado en el campo III, probablemente todos hubieran podido salir a tiempo del remolino mortal.
Hoy en día me pregunto frecuentemente ¿por qué la avalancha no destrozó también esta tienda? Que no lo hiciera, el hecho de que la perdonara… eso es el destino.
Mientan subimos por la pendiente clavando las varas de bambú, veo continuamente grietas en el fondo, como si en determinadas zonas todo se hubiera puesto en movimiento. ¿Es posible que haya tenido algo que ver un pequeño terremoto? Ya vimos uno en el Everest: muchas torres de hielo perdieron sus puntas y en el campo base una «mesa glaciar» (una roca sobre una columna de hielo), alta como una casa, se desmoronó.
Sí, en el hecho de que la tienda coreana «sobreviviera» al alud intervino el destino. Excepto a Mandi, a los austríacos esto les debió parecer buena suerte. De todas formas hay algo que me asombra: en esta situación existía, definitivamente, la posibilidad de bajar y subir una tienda austríaca del campo III antes de continuar el ataque.
En una o máximo dos horas, Willi podría haber llegado al campo situado debajo de la Chimenea House. Así, se habría podido hacer la ascensión conjunta al Hombro. Todas las fuerzas habrían sido unidas. Naturalmente, los austríacos no habrían formado la punta de ataque, serían parte de la larga fila que se movía hacia la cima. La consecuencia hubiera supuesto solamente la pérdida de un día, y no precisamente en la «zona de la muerte».
Tal vez Willi y sus compañeros querían simplemente asegurarse a toda costa la primera ascensión austríaca, para lo que necesitaban un día. Pero el día ganado aparentemente en el trato con los coreanos (que a cambio del uso conjunto de la tienda suponía, como pretende Willi Bauer, el montaje de unas cuerdas fijas «para los coreanos») se transformó en una desventaja. El día 2 de agosto los austríacos perdieron un día. Si hubieran bajado por la tienda habrían hecho cumbre con bastante seguridad el día 3 de agosto. Todas las fuerzas tanto austríacas como coreanas, inglesas y polacas, habrían estado unidas en un sólo ataque.
De momento nada de todo esto me preocupaba. Aparentemente los austríacos habían llegado a un arreglo con los coreanos y querían atacar la cumbre en días sucesivos. Con toda aquella gente supuse que habrían montado un campo proporcional en el Hombro, que sería la base para ambos asaltos.
Siete mil setecientos metros. Por encima nuestro, a la izquierda, está el lugar del que ha arrancado el alud. La nueva margen de los seracs es larga e insuperable. Hacia arriba la poderosa mole del Hombro tapa la cúspide del K2. Todo ello parece un castillo rodeado de una muralla formada por el Hombro y la barrera de hielo.
Tras la caída del muro sobre el campo italiano sólo hay un paso posible. Hace apenas un mes Beda Fuster y Rolf Zemp pasaron por la derecha, mientras que Julie y yo pudimos escalar directamente desde el campo italiano hacia el Hombro. Una vez superada la muralla se encuentra uno encima del Hombro, delante de lo que realmente es la construcción más alta del castillo, la pirámide somital, con su amenazador balcón…; el último baluarte de este importante castillo de hielo.
Después de nuestra experiencia del primer asalto, Julie y yo queremos aproximarnos a la pirámide de la cumbre lo más posible —alrededor de los ocho mil— para evitarnos la innecesaria pérdida de tiempo que supondría acercarnos a la pared al día siguiente. A esta altura ganar cien metros de desnivel supone una hora de trabajo, más arriba aún más.
Sólo me queda una vara, y precisamente es la de la bandera roja… ¿dónde la pongo? La travesía a la derecha hacia la pared vertical pasa junto a un bloque de hielo grande como un hombre. Debido a una curvatura de la pendiente, las varas de bambú precedentes no se ven. Para encontrar su línea hay que poner algo aquí. ¡Claro! la vara. Ahí está, desgraciadamente a Alan tampoco le quedan más.
Nieve profunda, nieve virgen en polvo. De cara a la pendiente, con el bastón de esquí cogido en corto, clavando continuamente el piolet, voy abriéndome paso por una huella clara que supera la muralla por la línea de máxima pendiente. La huella es de ayer.
Julie va detrás de mí, pero en realidad somos toda una serpiente humana, que trepa lentamente, con pausas. Por fortuna la pared no es muy alta, de 40 a 60 metros con esta pendiente, luego se inclina. Respirando trabajosamente, oprimidos por la carga que cada vez pesa más con la altura, llegamos al borde de una grieta gigantesca. Aquí la huella hace un giro. No debía de estar muy claro por dónde se podía cruzar. Entonces lo veo. Sigue por un puente y enseguida otra vez por una pendiente vertical. Un auténtico problema de orientación —la idea cruza como un tiro por mi cabeza— si de pronto llega una tormenta… Pero no nos quedan más varas de bambú. A alguien más le ha debido de pasar la misma idea por la cabeza. En la pared vertical, al lado de la huella, hay clavada una solitaria estaca de nieve. Un apoyo moral —me digo renegando para mis adentros—; no es nada más que eso. Pero el que la puso no debió tener otra cosa a mano. Mi opinión inicial era que el paso daría directamente al campo o a cualquier punto del borde del Hombro, sin desviarse.
De todas maneras, salimos bastante más arriba del punto donde hace un mes plantamos nuestra tienda. ¿Y nuestro depósito? No he perdido la esperanza del todo. Estaría bien encontrarlo aunque no sea de decisiva importancia.
¡De repente noto que sopla el viento de China! ¡Débilmente pero está aquí! Se lo digo a Julie, que sonríe. Es como la señal de un augurio. El viento del buen tiempo.
Ahora nuestra atención se concentra en el borde de nieve del Hombro, al que nos acercamos a cada paso. Veo claramente el lugar donde el canto blanco, un poco más abajo, corre casi horizontal. ¡Ahí tiene que estar! También la pirámide de la cima va creciendo ahora hacia arriba, sobre nosotros, a cada paso… pero no veo nada de los austríacos. Son las 13 horas…
¡Por fin! Hemos llegado al borde del Hombro. A través de los últimos coreanos, que siguen subiendo, miro hacia arriba, a la pared de la pirámide final y descubro tres pequeñas figuras en la travesía, debajo del poderoso glaciar suspendido. ¿Cómo es qué no están más arriba? Son Willi, Hannes y Alfred. Tendrán que vivaquear o volver a bajar sin hacer cumbre. Tengo una vaga sensación de angustia.
Luego miro hacia abajo y casi me da un infarto. Toda esa procesión de gente subiendo por encima del Hombro. Y allí, al borde de un pequeño plateau a ocho mil metros, hay sólo una tienda. No acabo de creer lo que ven mis ojos.
«Rápido, vamos a ver nuestro depósito», le digo a Julie y tiro mi mochila al suelo. Sin decir una palabra sigue mi ejemplo y sólo con el piolet en la mano recorremos el borde de la Espalda ¡Tenemos que encontrar nuestra tienda!
Aquí debió estar, aquí tiene que ser. Aunque no se ve ninguna señal de los bastones de esquí, hundo el piolet hasta el fondo. ¡Nada! Julie hace lo mismo, vamos sondeando, una y otra vez por toda la zona hasta que nos falta la respiración. ¡Nada!
Otra vez miro hacia arriba, a la travesía por debajo del balcón helado, luego al plateau, al que mientras tanto han llegado los coreanos. Clavo mi vista en la silueta del campo, constituido por esa única tienda de cúpula coreana en la que normalmente caben tres personas. ¿Dónde van a quedarse todos ésos? Todavía no entiendo cómo no hay dos tiendas ahí.
«Venga, Julie, vamos a mirar otra vez». Mientras seguimos sondeando, esta vez con más intensidad, en busca de nuestra tienda-túnel azul, reflexiono: a los dos porteadores de altura no los he visto hoy llevar ninguna tienda para arriba. Ya llevaban bastante carga —material y aparatos de oxígeno— para el ataque coreano a la cima. Sólo queda la posibilidad de que los porteadores subieran ayer una segunda tienda que no ha sido montada aún. Pero parece que nadie lo está haciendo, así que no debe existir tal tienda.
Los austríacos tendrán que vivaquear. ¿Antes o después de hacer cumbre? Es algo irremediable dada la velocidad que llevan. A lo mejor están fijando cuerdas. ¿Qué creían ayer cuando subieron sólo esa tienda coreana? ¿Pensarían que después de hacer cumbre podrían bajar hasta el campo III? ¡Hasta los 7350 metros! Eso es algo fuera de toda posibilidad.
Una y otra vez hundo con fuerza el piolet en la nieve, a un par de metros de Julie, que hace lo mismo que yo en la superficie plana al borde del Hombro. Nada, en la punta no siento nada que ofrezca resistencia, ni la sensación de la lona de la tienda. Y eso que el sitio es el correcto, de eso estoy seguro.
También Julie está callada y preocupada. No hace falta explicación: por encima de nosotros se mueven una docena de personas en la montaña y de momento sólo se ve una tienda.
La óptica engaña algo —trato de tranquilizarme— los dos porteadores de altura bajarán. Alan y «Mrówka» tienen su propia tienda para dos personas, lo que da cuatro personas menos. De entre los coreanos también habrá alguno que baje, aunque seguro que tres se quedarán para el asalto a la cumbre. Lo que significa que su tienda también está completa. Si en el caso de una posible retirada de los austríacos no quieren verse amontonados, hace falta una tienda más. Sigo sondeando.
No entiendo por qué de la nieve no emergen siquiera los dos bastones de esquí que formaban parte del triple seguro donde dejamos nuestra enorme mochila, que además contenía los sacos de dormir especiales. Y eso que aún se ve, débilmente en la nieve, la mancha amarilla y congelada de una pisada que había a pocos metros de la tienda. Por eso no me cabe la menor duda de que estamos buscando en el lugar correcto. Oscuros pensamientos me asaltan sobre el destino de nuestro depósito, pienso en el cocinero baltí que bajó esta mañana temprano del campo III y en las tormentas de nieve que ha habido en las tres últimas semanas. «Anything is possible», dice Julie jadeando y se sienta en la nieve, «but one thing is sure: here is nothing!». Abandonamos la búsqueda.