La decisión.
Saldremos juntos

Willi Bauer da unos golpecitos sobre el altímetro. El tiempo está mejorando. Los ingleses regresan a casa. Sólo quedan Alan Rouse y Jim Curras, el cámara. Alan quiere hacer un intento con «Mrówka», la «hormiga» polaca, al espolón de los Abruzos. Es la última oportunidad. Los coreanos están inmersos en los preparativos de la ascensión. Me alegro de que Alan haya decidido subir. Conozco a este dinámico joven de unas conferencias que di en Inglaterra. También Julie le conoce. Es uno de los escaladores punteros de Inglaterra. En silencio me pregunto si Julie, aprovechando este ataque general, quizá acceda a intentar la cumbre conmigo. Yo también amo la vida y no tengo ninguna gana de arriesgar el pescuezo, ni tan siquiera por la montaña de mis sueños. El caso es que hasta el Hombro conocemos la ruta tan bien que la decisión de si lo intentamos o no se presenta realmente allí. Si cuando se está allá arriba no se puede continuar, bueno, entonces se vuelve a bajar. Si el tiempo empeora, se da la vuelta. Basta con que no ocurra cuando ataquemos la cumbre. Cierto riesgo siempre existe.

No digo nada a Julie, pero sé que ella también anda dándole vueltas a todo esto. La conozco muy bien para que no sea así. Vamos a filmar al campo II. Al mismo tiempo llevaremos todo lo necesario para el caso de que se presente una ocasión de hacer cumbre. Creo que es la mejor decisión. Mientras preparamos las mochilas veo de reojo que Julie se mantiene en esa decisión. Me digo a mí mismo que, en realidad, la decisión final no se tomará ahora, dependerá del tiempo, de las circunstancias allí arriba, y finalmente de nosotros. Intuyo que la opinión y el parecer de Julie ha cambiado; lo sé antes de que ella diga nada.

Willi Bauer me había medio preguntado, medio planteado, la posibilidad de, en caso de dificultades, intentar la cumbre juntos. Aunque le di una respuesta vaga, ahora le busco y le digo:

—Willi, tengo la impresión de que Julie ha cambiado de parecer, creo que vendrá.

Moviendo la cabeza y sonriendo con franqueza al tiempo que se encoge de hombros contesta:

—Pues nada…

Poco después le veo abandonar el campamento con otras tres personas en dirección al espolón. Estamos a 28 de julio. En el último momento aparecen cinco porteadores que podrán llevar nuestras cosas hasta Skardu. Semejante oportunidad no se puede dejar pasar. Aquí nunca se sabe si realmente estarán los porteadores cuando hagan falta. Con la ayuda del capitán Neer Khan, el oficial de los austríacos, uno de los hombres más amables y predispuestos que he conocido en las expediciones, organizamos la transacción. Finalmente y bajo la dirección de un montañero barbudo que llevará la caja que contiene la cámara grande, despedimos al pequeño grupo que se pone en camino enseguida.

Hacia el atardecer, también nosotros nos ponemos en marcha. En la confusión de la salida me dejo las gafas de sol colgadas en la entrada de la tienda, pero cuando reparo en ello ya estamos en el campo base avanzado. Desgraciadamente el walkie-talkie de este campo no funciona y no puedo avisar a Alfred, que saldrá más tarde, para que me las suba.

No me queda más remedio que volver a bajar. Por suerte para mí, Heli, el esquiador austríaco, me presta un par de gafas de reserva. Él ha tenido que abandonar la idea de bajar esquiando del Hombro del K2, pero no renuncia a la cima. Tengo unas gafas de tormenta, seguras contra los rayos ultravioletas, pero siempre conviene contar con gafas de sol de reserva. A Heli le debo el no haber tenido que regresar.

Oscurece cuando pasarnos entre los seracs.

—Le dije a Jim que teníamos que bajar las cámaras desde el campo II… lo que no es verdad —dice de pronto Julie.

¿Bajar las cámaras del espolón? ¿Qué le importa a Jim lo que hacemos?… Una persona curiosa.

—Julie, no te preocupes, no es su problema lo que nosotros hagamos.

La excusa de las cámaras es diplomática. Estoy bastante irritado por el interés de nuestro «competidor» en este lado de la montaña. (Es un hecho que a pesar de sus críticas, más tarde él ha encontrado muy útil para sus propias películas nuestras mejores tomas de avalanchas, tormentas y escalada de 1984).

A veces Jim, cuando visita nuestro campamento, me parece un leal perro de San Bernardo, de ojos fieles, lleno de preocupaciones.

Despacio, sin prisas, seguimos subiendo hacia el campo base avanzado.

Cocinamos hasta entrada la noche. Varias veces bajo hasta el arroyo a por agua. Las estrellas brillan sobre mí. ¿Qué significan? Cuando al fin cerramos la entrada de la tienda, nos dormimos enseguida y profundamente. Y así, ni siquiera oímos a los austríacos partir temprano. Seguramente quieren alcanzar el campamento II, saltándose el I. Algunos de ellos tienen prisa, no quieren perder el vuelo de regreso desde Islamabad. La mañana es agradable, llena de sol. Filmo a los austriacos ascendiendo por el espolón, el Broad Peak lleno de luz, las torres de hielo…

Para llegar al campo I basta con salir a mediodía o primera hora de la tarde. Llevaremos la cámara pequeña de 16 mm y tal vez una docena de rollos de película. Además el resto del equipo, gas y comida…, aunque algunas cosas ya las tenemos en los depósitos que hemos dejado previamente en la montaña. Veo que Julie se lleva, curiosamente, su pequeña grabadora. ¿Querrá dictar algo para su diario, o tal vez para la película? Mientras mi compañera prepara, prueba y ajusta su equipo, se me hace más y más claro que, también para ella se trata de algo más que de una salida a filmar en el campo II. Yo ya lo había sentido en el campo base pero no quise hacerme ilusiones: se confirman ahora ante mis ojos. Vamos a subir juntos, como antes y siempre. Vamos a intentarlo juntos. Estoy conmovido. Se ha decidido.

Involuntariamente la observo: así pues, iremos…

Como si notara mi mirada, Julie dice de repente: «Sabes, no quería intentarlo más… pero he cambiado de idea». Me quedo mudo, no encuentro palabras. Acaba de decirlo ella misma… ya no hay duda. Intentaremos juntos la cumbre.

La alegría que me invade está más allá de cualquier palabra, como si se concentraran en este instante todos los años que pasamos juntos. Todo lo que hemos vivido juntos en el K2 se hace presente. Yo lo habría intentado solo, pero de alguna manera hubiera sido absurdo. Tal vez hubiera tenido que dar la vuelta enseguida y regresar. No lo sé, en cualquier caso ahora soy increíblemente feliz. Ya no estamos distanciados como podría haber parecido últimamente con tanta incertidumbre. También sé que ahora, intentando juntos nuestra cumbre, me costará menos dar la vuelta si fuera necesario por cualquier motivo. Sólo el hecho de que ahora estemos juntos en camino ya me hace inmensamente feliz.

De repente, oigo una voz en mi pensamiento: os puede separar para siempre. Un instante me quedo atónito, sorprendido. Luego la emoción, la felicidad, barre las preocupaciones. ¿Qué nos puede separar? Vamos encordados con la misma cuerda. Y si la cumbre no es posible nos daremos la vuelta.

Entonces desaparecen las meditaciones. Ahora se trata de reflexionar a fondo y con precisión. Con realismo. Si el alud partió por debajo del Hombro, la poderosa agitación puede haber provocado el movimiento de otras masas de nieve. En caso extremo puede incluso haber partido del Hombro mismo. No entra en nuestros cálculos el hecho posible de que haya alcanzado el campo III. No tenemos nada allí. El depósito que hicimos junto a un serac azulado, un poco más arriba, no contiene casi nada. Podemos incluso soportar la desaparición del saco con gas y de algunas pequeñeces que dejamos en la tienda de los italianos y que aparentemente ha sido destruida o barrida por la avalancha… pero… nuestro depósito del Hombro… ¿Existirá aún nuestro campo IV?

Por seguridad vamos a suponer que no existe. Nuestra tienda túnel está colgada de un saco en la torre, por debajo de la Chimenea House. La cogeremos allí. Los sacos de dormir los llevaremos nuevos de aquí. Lo mismo que los pasamontañas gruesos de lana, guantes, linternas frontales y pilas, hornillo, gas, algo de comida…; todo lo demás ya está en el espolón. Sin embargo, el cúmulo de cosas que hemos de subir aumenta. Por ejemplo: mis cubrebotas Javlin para el intento a la cumbre. Si ya no están en el depósito necesitaré otros. Me llevo los japoneses anaranjados que compramos en Katmandú cuando vinimos de Tashigang. Los pantalones plumíferos de Julie se quedaron en el Hombro. Decido llevar los míos. Tres pares de guantes para cada uno, calcetines de reserva, los pasamontañas finos… Es importante tener casi todo doble. Cuando finalmente levanto la mochila, suelto un taco. ¡Es la carga de una mula! También la mochila de Julie pesa muchísimo. Vaciamos sus contenidos y empezamos desde el principio otra vez. Al final hemos reducido los cartuchos para filmar a la mitad. No se pueden quitar muchas más cosas (ya en la subida caeré en la cuenta de que en este trajín me dejé los pantalones plumíferos abajo). Al final, a pesar de todo, cogemos una carga extra para hoy: ya que vamos a realizar tranquilamente la subida al campo I, llevamos zumos y frutas escarchadas en la parte superior de la mochila.

Dado que por debajo del campo I hay unas escenas magníficas, rodamos tres cartuchos allí mismo. Además, los cartuchos usados los dejaremos en el siguiente campamento y representarán un peso menos. Ya se recogerán a la vuelta. Quedan tres cartuchos, para más arriba. ¿Cuánto tiempo más cargaremos la cámara si intentamos la cumbre? Podemos hacer también diapositivas. Julie ha recuperado su humor habitual, franco y sereno. Entre nosotros vuelve a reinar el entendimiento y la armonía de siempre. La crisis de la incertidumbre de estos días atrás ha finalizado. Respiro hondamente, no sólo por el peso que cargo. Nos acompaña la alegría y aunque no lleguemos arriba éste será un final con el que se podrá regresar a casa. Incluso si el tiempo no nos dejara pasar del Hombro, si toda esta carga no sirviera para nada, regresaría con ella sin rechistar. Mejor intentarlo y no llegar, que no intentarlo y dejar pasar la oportunidad.

¡Santo Dios! ¡Cómo está el campo I! Las tiendas coreanas parecen banderas a media asta. Los rayos solares han actuado con fuerza y gran parte de la nieve se ha derretido, naturalmente también por debajo de las tiendas. El suelo de la nuestra está inclinado. Dentro está uno echado como en una cama sin dos patas. Por precaución monto una cuerda en la entrada asegurándola a la roca más cercana y dormimos encordados. Julie sostiene que así la cosa está bien y que no es necesario desmontar y volver a montarlo todo. Para ahorrarme algunas energías acepto su idea y me limito a ajustar el suelo de la tienda con algunas piedras. Estamos acostumbrados a cosas más duras. ¡En peores garitas hemos hecho guardias!

Una tormenta cae por la noche, no demasiado grande. Pero que ésta ha debido de ser mucho más fuerte algo más arriba, lo descubrimos sólo el día siguiente. No creemos lo que ven nuestros ojos. Por la ladera empinada, salpicada de hielo y nieve del espolón, por debajo de la Chimenea House, bajan fatigosamente dos figuras. Son austríacos. No es Willi, al que habría reconocido por su silueta enseguida. Tienen que ser dos de los jóvenes. Efectivamente. Aquí llegan Siegfried Wasserbauer y Helmut Steinmassel.

Están hartos. Nos cuentan que para ellos se acabó, que arriba la tormenta ha sido fortísima. El gesto con la mano no admite dudas.

«Es suficiente», dice lacónico uno.

Hacemos té mientras ellos desmontan una tienda para llevársela abajo. De pronto oigo, en el más fino acento austriaco, un ¡Kreuzbirnbaum! improperio clásico de todo buen austriaco, seguido de una fuerte carcajada.

«La tienda está toda llena de agua. ¡Habrase visto cosa igual!».

Miro aquello y llamo enseguida a Julie: verdaderamente nunca había visto una cosa igual en toda mi vida.

Acabamos riéndonos todos. La tienda parece una bañera. ¿Será la condensación o agua que se ha colado por el deshielo?

«Ya veo que la impermeabilidad de vuestra tienda es óptima», les digo bromeando a mis compatriotas, «especialmente la parte inferior».

Mi compatriota se pregunta cómo sacar el agua, sin darse cuenta del inmenso placer que me produce —debo confesarlo con vergüenza— contemplar el baño más alto del mundo. Son más de treinta litros de agua.

«Lo mejor es que agujerees la cosa ésa por el lado del valle, justo al lado del suelo», le digo con mi mejor intención.

Entre tanto yo he cogido la cámara y me dispongo a filmar como la navaja suiza penetra en el abultamiento y como un chorro de dos dedos de grosor se precipita formando un gran arco en las profundidades. ¡Juegos de agua sobre el glaciar de Godwin-Austen! Más divertido aún que los juegos de agua del Arzobispo Markus Sittikus en su castillo de Hellbrum, cerca de Salzburgo. Cuando la tienda está completamente vacía, los pobres chicos tienen que ponerse a escarbar las placas de hielo que se han quedado en el fondo, y que el sol mañanero aún no ha podido derretir. Mientras tanto el té está listo y nos lo bebemos antes de que ambos reemprendan la bajada. Antes de irse me dejan un quemador Husch (adaptable a unos cartuchos superligeros) fruto de un intercambio en el campo base con Alfred, que me había dicho que cogiera uno de los que había en la montaña. Después de la mala experiencia con el peso durante el primer intento a la cumbre, había medido las cosas hasta el gramo. ¡Con una meticulosidad digna de un Benoît Chamoux!

Un quemador de cartuchos Husch pesa bastante menos que un infiernillo de camping gas. Además constituye una garantía en caso de vivac en el intento a la cumbre.

Arriba del todo Julie sólo llevará una riñonera y yo una mochila de asalto superligera japonesa, en la que cabe todo lo necesario. También la descubrimos en el bazar de Katmandú. De momento somos los más puros borricos de carga. Así que determinamos dejar aquí la cámara de 16 mm y filmar previamente el resto de los cartuchos. Enseguida se presenta una ocasión. Alegre, como siempre, bajo su gorro negro, con una sonrisa en la boca, aparece Hannes Wieser —satisfecho, por encima del canto helado—. Seguro que Willi y Mandi no andan lejos. También aparece Alfred rebosante de marcha y «espídico». Llega incluso antes que Hannes. Nos filmamos los unos a los otros mientras bebemos té. Y Julie mira hacia el Broad Peak, parece algo cansada después de la noche en la tienda torcida, pero sus ojos tienen la increíble serenidad que le da esa fortaleza y ese aguante. Dentro de poco saldremos hacia nuestra tienda en el campo II. Recogemos. Dejamos la cámara y las películas colgando del techo de la tienda. La bañera austríaca nos ha servido de aviso.

Cuando estamos a unos 100 metros por encima del campamento y miramos hacia abajo, asoma una caravana de gente con trajes multicolores. No pueden ser otros que los coreanos y sus porteadores de altura. Una multitud de gente. Nos apresuramos.

En el depósito de la torre recojo la tienda y unos cartuchos de gas y mientras trepo trabajosamente por la Chimenea House supercargado, entiendo que los porteadores de altura se nieguen muchas veces a subir sin cuerdas fijas. Hay que haber sido uno de ellos, para hacerse una idea de la dureza de este trabajo (pues eso es en el fondo). Ahora bien, quien por experiencia conozca el estilo alpino en el Himalaya, sabe por las mochilas sobredimensionadas lo que un porteador de altura le quita al escalador. También en otras formas de escalada hay oportunidades de sobra para practicar el porteo a lo bestia. Quien haya conquistado una cima en el Himalaya lo ha hecho con merecimientos.

Sin duda alguna muchas expediciones no habrían alcanzado sus metas sin la ayuda de los porteadores de altura —sobre todo los sherpas, pero también los fuertes hunzas— Estos hombres de las montañas tienen una fuerza que haría los honores a un búfalo de las montañas (de existir tal animal). También se les ha llamado «tigres del Himalaya». Aunque a mí esta comparación no me parece adecuada para los «hombres que vinieron del este» (shar = este) hace algunos siglos desde el Tíbet, poblando los valles altos del Nepal y de Sikkim. Ni para los salvajes hunzas, que originarios del Pakistán, mantuvieron mucho tiempo su independencia y se hicieron tristemente célebres hacia finales del siglo XIX por sus asaltos y robos a las caravanas de camellos que atravesaban el Karakórum.

Sean sherpas o hunzas no es sólo la fuerza sino el coraje lo que destaca en estos hombres, y su asombrosa capacidad de aclimatarse a la altura que normalmente supera a cualquier escalador de alta montaña. La audacia y generosidad de algunos sherpas se ha hecho leyenda. Algunos murieron intentando rescatar al sahib que quería llegar a una cumbre del Himalaya. Los aludes, las tormentas, las operaciones de rescate… siguen causando víctimas entre sus filas. Aquí, en el K2, en 1939 murió Pasang Kikuli junto con otro dos sherpas cuando subían por el espolón de los Abruzos, con mal tiempo, para rescatar a Dudley Wolfe, gravemente enfermo y agotado. Desaparecieron en la tormenta. Estos hombres ven la montaña y la escalada de manera distinta a nosotros. Ya he mencionado a Nawang Tenzing mi amigo y compañero de cordada en varias expediciones. Con él hice la cumbre del Makalu y con Nawang Dorje subí al Dhaulagiri. El tercer nativo fue Fayazz Hussain con quien escalé la cumbre del Gasherbrum II. El dinámico Fayazz era nuestro oficial de enlace. Provenía de las montañas al noroeste del Pakistán. En los tres casos la relación con ellos fue buena, éramos amigos y como tales quedamos. El acercamiento y la comprensión hacia los nativos es, en la mayoría de las expediciones, escaso y superficial si es que alguien llega a preocuparse de ellos. Sólo cuando se habla —al menos un poco— su idioma y se intenta comprender su vida, su religión, se consigue entender alguna cosa. Entonces no te parece extraño que el valiente Pasang Dawa Lama —que más tarde estuvo con Herbert Tichy en la cima del Cho Oyu— se negara a continuar, por miedo a los demonios nocturnos, aquí, en el K2, el año 39, a casi 8400 metros de altura, lo que le costó la cima a Fritz Wiessner. Naturalmente, el «miedo» a los demonios nocturnos encierra el principio de supervivencia o autoconservación.

Aparte de las figuras legendarias, hay entre los hombres de las montañas gente de lo más normal. En cierta ocasión, se presentó a nosotros un baltí con una recomendación muy favorable firmada por un famoso escalador. Durante toda la expedición estuvimos preguntándonos si en realidad sería para él mismo o para su hermano. Trabajaba poco, pero al menos siempre estuvo alegre y cantaba de maravilla.

Los porteadores de altura, tal y como manda la ley, además de la paga reciben un equipo completo de montaña. Si éste se reparte demasiado pronto, el receptor no tarda en correr al bazar, donde revenderá todo y aparecerá entonces con sus vestiduras de siempre. En realidad no puede uno enfadarse por ello, la pobreza aquí es grande y la gente procura sacar dinero de cualquier ocasión. El hecho es que en el bazar de Katmandú se puede comprar el equipo de montaña más moderno de cualquier parte del mundo. En Pakistán, el equipo queda para un uso más familiar y normalmente no termina en los bazares.

La idea de poseer cosas provenientes del lejano, rico y exótico mundo de los escaladores, el prestigio que depara a su poseedor, y no menos la miseria, provocan deseos irrefrenables en estas gentes. Un bastón de esquí de acero reluciente confiere al porteador un estatus comparable al de un propietario de un Porsche. Al menos eso opina el portador de tal bastón.

Excepto en la montaña, donde todo está calculado, no se debe dramatizar si alguna vez desaparece algo. Este tipo de «delitos de honor» son la excepción. La gente, más bien, comparte y ofrece gustosamente lo que posee. Los hunzas por ejemplo, tienen fama de honrados y de no mentir nunca. En algunas zonas del Himalaya a veces se puede observar que al final de una expedición la montaña se convierte en una mina para estos hombres. Quien haya estado en el Himalaya habrá notado que cuanto menos es visitada una zona por extraños menos posibilidades hay de que le desaparezca cualquier pequeñez. Más bien al contrario, generalmente será obsequiado. Los nativos son demasiado tímidos para pedir al «riquísimo extranjero» algo de su propiedad y que al nativo le gustaría poseer. Puede que entonces desaparezca cualquier tontería.

Fue de lo más inocente cuando en el Hindukush nuestro querido «Hayat» rapiñó un par de bolsas de nueces para sus hijos. Estaba abrumado cuando Tona le dio una caja entera. Más difícil fue con «Musheraf». Tenía una increíble capacidad para «perder» bastones de esquí. Se le caían por las grietas, en los arroyos glaciares, en los cortados… pero era un tipo servicial y tan lleno de entusiasmo y energía —nos traía manzanas de un poblado a tres días de marcha, donde sus amigos evidentemente no tenían bastones— que finalmente consentíamos sus «accidentes» con un guiño y nos lo tomábamos como una especie de «impuesto de bastones de esquí». Sin embargo, se puso muy rojo cuando le dije que para el regreso me haría falta al menos un bastón. Desde entonces llevo suficientes bastones conmigo.

A propósito de bastones: tanto Julie como yo hemos amarrado un bastón a nuestras mochilas. Es algo incómodo cuando se trata de seguir subiendo por la Chimenea House, a cuyo final me estoy acercando ahora. Aun cuando la conocemos de memoria (en dos años hemos subido por ella una docena de veces) la chimenea, con sus cuerdas fijas y su escala, es todo un follón si se sube con mucha carga. Resoplando y jadeando me paro para volver a tomarme un respiro.

En 1954 los italianos montaron aquí una polea para subir todo el material. El escalón rocoso tiene cerca de 80 metros y la chimenea lo atraviesa diagonalmente. La roca parece ser de tipo dolomítico, ocre y amarillenta, y por la dificultad que presenta recuerda la gran lisura de la cara norte del Cervino. El último tramo es tan estrecho que la mochila roza continuamente por la pared. Caen trozos de hielo.

Por fin lo he pasado. Llamo a Julie para decirle que ya puede subir. Se ha refugiado bajo un saliente para evitar que le caigan piedras y trozos de hielo mientras yo subía. Oigo su respuesta, ya viene. Aparte de este escalón casi vertical el espolón de los Abruzos tiene una inclinación media de unos 43°. A partir de los 7000 metros serán entre 50 y 55° en las placas de la pirámide negra.

Sólo después de superar 2000 metros de desnivel desde la base de la montaña, comienzan las laderas más suaves del llamado Hombro. Entendiéndose, a diferencia de en 1954, sólo como tal, el Hombro nevado más alto por debajo de la pirámide de la cima y que está entre los 7800 y los 8000 metros. Desde allí continúa ya muy vertical hasta la cumbre.

El campamento II a 6700 metros. Enseguida llegaremos. Ya veo brillar desde abajo el rojo amistoso de nuestra tienda de campaña vasca. Está al abrigo de una isla rocosa, enterrada en una superficie bastante inclinada de nieve acumulada por el viento, en una posición bastante aérea, con una vista panorámica sobre la Plaza de Concordia y las cimas montañosas del Baltoro. Este lugar ha sido utilizado como campo II en la mayoría de las expediciones (antiguamente se instalaba aquí el campo V. La expedición que conquistó el K2 por primera vez montó nueve campamentos, lo que tiene ventajas e inconvenientes).

Julie y yo ascendemos juntos los últimos pasos, que tal vez por ello son demasiado rápidos. Pero ascendemos llenos de alegría esperanzada y alivio por haber terminado por hoy.

¡Santo cielo, cómo está nuestra tienda! ¡Por Cristóbal Colón! Es como una carabela española que a toda vela hubiera quedado varada y atrapada en la nieve. Eso es lo que parece. Fantasía no exageres —me regaño a mí mismo— sólo asoma la vela más alta.

La nieve transportada por el viento ladera abajo, durante las tres últimas semanas, ha aplastado la lona de la tienda. La punta, sin embargo, estaba amarrada un poco más arriba con una cuerda a la ladera. De tal forma que toda ella ha sido sometida a presiones y tensiones que han dado forma a una obra «sin nombre» de un artista moderno.

¿Sin nombre? No, la bautizo «la carabela española». Al fin y al cabo ya he visto bautizar con los nombres más extraños algunas obras con o sin nombre. Los únicos que podrían objetar algo al barco «español» serían nuestros amigos vascos, que han sido los que nos la han dado.

«Half an hour of work», sentencia Julie, riendo y asintiendo con la cabeza. Media hora de palear nieve antes de poder vivir dentro. Ella sabe que yo paleo con gusto. Ya en mi época de estudiante vienés, naturalmente mucho antes de conocernos, salía a la nieve a desfogarme. Palear ensancha las vías respiratorias. Una regla de oro para escaladores me decía para consolarme. Luego empiezo a tirar nieve por la ladera hacia abajo, los bloques se parten, mientras ruedan montaña abajo, deshaciéndose en muchas bolitas pequeñas que acaban convertidas en polvo. Mientras paleo Julie tira de la lona. Afirma los palos, los tensores: no, nada se ha roto.

Al fin está todo listo. ¡Qué placer es ganarse las horas de descanso, tirarse en el saco de dormir, sorbetear la sopita y mirar tranquilamente el mundo desde la entrada de la tienda, abierta de par en par! Otra vez las cosas nos van realmente bien.

Pero estamos cansados, apoyamos la cabeza en la pared de nieve que hay tras la lona, nos quedamos dormidos enseguida. Bastante temprano, todavía es por la tarde.

¡Qué pasa! ¿Una manada de elefantes? Voces y gritos en lengua extranjera. ¿Estoy soñando acaso con una película de vaqueros? ¿La batalla del Río Rojo? ¿Una emboscada? Plafs… Soltando tacos me incorporo. Algo me acaba de dar en la cabeza. «¡Porca miseria!» grito bien fuerte, consciente de que cualquiera me entenderá aunque se trate de una expresión italiana. Sobre la lona de la tienda han vuelto a caer otros tres bloques de nieve.

«Be calm», dice Julie para tranquilizarme, «the Korean altitude porters».

Por un instante hay un momento de tranquilidad ahí fuera. Luego suenan de nuevo unas risas con fuerza y bromas en lengua extranjera. Al menos ahora no cae nada más que pequeñas bolas de nieve en la tienda. Todo el mundo tiene derecho a usar la pala comunitaria que hay en este campamento, pienso para mí tratando de permanecer objetivo, y hundo cabeza en el saco. También otros palean con gusto. Pero a medio metro de mí un hunza pica el hielo peligrosamente cerca con su piolet, hasta que roza la tienda. Me levanto furioso. Si se le escapa el golpe me abre la cabeza.

«Himmelkreuzdonnerwetter», exploto en austriaco. Y después en un inglés más comprensible: «Don’t make a hole in the tent».

El coreano, al que no veo, comprende al fin. Cesan los golpes a mi lado; le estoy eternamente agradecido. Pero el jaleo general continúa varias horas más. Golpeteo de vajillas, gritos, llamadas, risas, bostezos y ronquidos: toda una «sinfonía de campamento de altura».

Julie hace ya mucho rato que se «sumergió» en el saco. Tiene una forma admirable de acabar con las cosas. Me da envidia. No consigo dormir.

Entonces recuerdo algo: en el año 84 tuvimos que aguantar aquí dos días de tormenta. Leímos entonces el libro de Herbert Tichy: «Nubes blancas sobre tierra amarilla». Yo iba traduciendo lo mejor que podía. Las ráfagas azotaban la tienda. En aquella ocasión el K2 nos echó una bronca pero esto era mucho más ruidoso. Con este pensamiento me quedé dormido a pesar de la sinfonía hunza.