El alud de hielo y la misteriosa tetera

Los arándanos en almíbar son un manjar riquísimo, especialmente en el glaciar del Baltoro. Me encuentro tranquilo y contento en mi saco de dormir mientras me como una sabrosa compota.

¿Y eso? ¿Qué es eso? Un trueno violento.

«Be quick… an avalanche», dice Julie abriendo rápidamente la puerta de la tienda.

Precisamente ahora, medio suspirando, tiro la compota en un rincón, salgo precipitadamente, de cabeza, dando un salto de carpa hacia la cámara… que está siempre ahí, preparada, el ojo en el visor, el botón de contacto, zumba ya el motor… Allí están las nubes de polvo de nieve, gigantescas, atronadoras; se juntan, se hinchan, explotan en sí mismas, como si se renovaran siempre.

¡Cientos de metros de altura! Esa avalancha debe de haberse precipitado unos dos mil metros y continúa creciendo, junto al espolón de los Abruzos, cubriéndolo y haciendo desaparecer los contornos de las rocas… es un alud gigantesco.

Estoy entusiasmado. Algo así me hacía falta. Jadeo en busca de aire, pues hasta ahora no había respirado por la emoción, y también para evitar que durante el rodaje, con el dedo encima del botón del obturador, ningún movimiento irregular arruinara la toma.

That was gorgeous —comento a Julie.

Mmmm… I believe —responde ella. Julie tiene su cámara de fotos, por lo visto ella ha hecho algunas.

Ahora me doy cuenta de que estoy en calzoncillos y descalzo. Me he dañado unos dedos del pie en la escombrera de la morrena cuando salté hacia la cámara. Los aludes tienen algo majestuoso, especialmente para los cámaras. Hace frío, voy a volver a mi saco de dormir. El cielo está cubierto. El alud arrancó desde las nubes en las que se oculta el espolón de los Abruzos. Pero el mal tiempo no puede molestar a un cámara. ¡Y menos aún cuando se trata de filmar un alud! En ese momento hay que tener el dedo en el botón de contacto… aunque se caiga el mundo.

Es verdad, reniego para mis adentros y cambio el cartucho de película. Para un cámara ni la noche de luna de miel puede evitar el filmar un acontecimiento así.

¿Mis arándanos estarán todavía por ahí?

«There are some cherries left», susurra Julie dulcemente desde el interior de la tienda, «you want another bite?».

¿Que si quiero también cerezas? ¿Acaso no acabo de comerme unos arándanos? Pero cerezas, sobre el glaciar del Baltoro, ¿quién puede decir que no?, por supuesto que quiero.

Desde que los alemanes se fueron y nos dejaron todas estas maravillas gastronómicas estamos aprovechándolas a tope. Setas, estofado, un guiso especial, chucrut, pepinillos en vinagre, hígado de bacalao, anchoas, arenque ahumado, y otras conservas de pescado… arándanos… Es como un sueño. Basta, se me hace la boca agua sólo de pensarlo.

La cocina de nuestros amigos italianos tampoco era mala —un excelente jamón, aceitunas, montones de espaguetis—, pero siempre que Julie y yo subimos al espolón y cocinamos nosotros mismos, recuperamos nuestra salud. En el campo base siempre anduvimos con problemas de estómago. Julie cree haber encontrado la causa en el revestimiento oscuro del fondo de los bidones de agua… Gianni, el segundo jefe de la expedición italiana, cree al contrario que fue un producto de limpieza usado frecuentemente. Pero, como no todos los italianos han sufrido los trastornos, su origen permanece oculto. Tal vez, también uno se pueda aclimatar en esta cuestión. Como siempre, ahora nos va bien y, día a día, nos encontramos mejor. Steve Boyer, médico de la expedición americana, nos ha dejado unas pastillas de vitaminas de color verde venenoso y también otras pastillas blancas chiquititas que contienen cierto ácido. Nos ha dicho que sin éstas últimas no sirve de nada el resto de la comilona de pastillas. Todavía no sé a qué debemos agradecer nuestra mejoría, si al largo período de descanso, a las pastillas de los americanos o a la buena alimentación de los alemanes. Tal vez fuera todo junto. Sólo hubo una sombra: a veces Julie sentía nostalgia de su tierra. Esto la ha empujado a pedir los porteadores para el regreso. Lo hicimos con la ayuda del capitán Neer Khan, el oficial de enlace de los austriacos. Hemos fijado la fecha de regreso: el día 5 de agosto. He sentido el alivio de Julie, una vez fijado el asunto su alegría ha vuelto. A propósito: también nuestra cerveza corría deliciosa y espumante motivando invitaciones de tienda en tienda.

El poblado del campo base se había empequeñecido, y de una forma u otra, echamos de menos a todos aquéllos que ya han regresado a su casa: uno de ellos era Norman, Norman Dyhrenfurth. Aparentaba cansancio cuando se fue. A pesar del éxito de su expedición ha debido de haberse llevado decepciones personales. Desde que el jefe de la expedición alemana, el doctor Karl Herrligkoffer, partió de regreso desde el campo base en helicóptero, nombrando a su mayordomo personal —un hunza que habla perfectamente el alemán— jefe provisional de la expedición, el pobre Norman ha tenido que pasar bastantes noches sin dormir.

Norman, con sus muchos años de experiencia en el Himalaya, podría haberlo hecho muy bien. Pero a veces los viejos leones de las montañas son algo raros entre ellos. Julie y yo visitamos a Herrligkoffer en el campamento base del Broad Peak con motivo de su setenta cumpleaños. Con Norman yo mantenía una buena amistad desde nuestra expedición al Dhaulagiri en 1960. Nunca he ido de expedición con Herrligkoffer, pero me gustaría dejar claro que él ha dado la primera oportunidad de ir al Himalaya a muchos escaladores.

Nos despedimos de Norman con emoción, tanto a Julie como a mí nos dio mucha pena.

Queda aún mucho que hacer. Hay que terminar de filmar. Para las escenas de escalada será suficiente con subir hasta el campo II. Con este tiempo no se puede llegar mucho más arriba. Pero también tenemos que filmar algo al pie del espolón. Tal vez la vieja y oxidada botella de oxígeno del año 54 que encontramos entre el hielo y las piedras de la escombrera. Pertenece a la expedición que conquistó el K2 por primera vez, tal y como se deduce de la inscripción que en ella descubrimos. El 31 de julio de aquel año Lino Lacedelli y Achille Compagnoni, miembros de la expedición italiana dirigida por el profesor Ardito Desio, hicieron cumbre. Con respeto pesamos la vieja botella de treinta años y nos la llevamos a la tienda. Hay que filmarla, al igual que las torres de hielo.

Rasch, rasch, rasch…, nuestros esquís se deslizan por la nieve del glaciar. Nos movemos con esquís cortos que llevan pieles de foca. Vamos hacia el serac. Ahí dejaremos los esquís y continuaremos al campo base avanzado. Da gusto poder luego regresar esquiando sin tener que caminar.

El cielo está gris. Bajo las nubes, en la falda gigantesca del K2, destella aquí y allí el hielo gris azulado. Estamos ahora en la periferia de la superficie kilométrica donde se encabritaron las nubes de nieve de la avalancha. Veo un cartucho de gas destrozado, retorcido, rayado. Por aquí han pasado poderosas fuerzas. Todavía se puede ver en el suelo trozos de hielo y bloques de nieve con una cola de nieve en polvo, como de cometa, por detrás.

Rasch, rasch, rasch… nos damos prisa, no conviene perder el tiempo aquí.

¡Hay que ver qué cosas hay por aquí tiradas! Incluso una tetera completamente retorcida. Se me ocurre una idea. Puede servir para mostrar la violencia de un alud, mejor que mil palabras. ¡La cogeré!

Julie, go on, I will just fetch an old teapot for the film.

Okay —contesta ella.

Doy la vuelta para recoger la tetera que está artísticamente retorcida. Es de aluminio y no parece muy vieja. Merece la pena haber dado la vuelta. La filmaremos en el campo base avanzado, la guardo en la mochila y corro tras Julie.

Ya estamos llegando al final de la zona del alud, aparecemos por encima de una bóveda y descubrimos, a cierta distancia, al pie del cono del alud, otras figuras. Están buscando algo. Son porteadores baltís que parecen regresar al campo base. Han dejado sus cargas cerca de las primeras torres de hielo.

Parece que han encontrado algo. Dos de ellos llevan algo en las manos. ¿Son restos de una tienda? Eso es interesante. Les llamamos y se paran. Luego comienzan a andar despacio hacia nosotros.

No es emocionante encontrar restos de viejas expediciones que caen de la montaña. Ocurre a menudo. Pero algo excita mi curiosidad. Tal vez ese color naranja de un trozo de tienda que uno de ellos lleva en la mano. Creo haberlo visto antes. Sí, claro, al otro lado del K2. Allí encontramos los restos de una tienda japonesa, nos llevamos unos jirones como recuerdo de la arista norte. Están en casa, colgando junto al gran cuadro del K2.

Pero… ¿no tenía Quota 8000 tiendas del mismo color?

Pensativo, doy vueltas al guiñapo de tela que me ha dado uno de los baltís. Hum, no tengo ni idea. Devuelvo el trapo.

«That looks like Austrian gear», oigo decir a Julie. Tiene un jersey rojo en la mano, le da vueltas… un jersey con el pecho roto.

¿Qué hace un jersey austriaco aquí?

«You give this», dice Julie señalando el jersey, «to the Austrians in the base camp», ella le da el jersey a uno de los porteadores, a uno que conocemos del campo base. Es un cocinero baltí, un tipo simpático y alegre cuya frase favorita era: «The Koreans have everything, they are very rich»; los coreanos tienen de todo, son muy ricos.

Descubrimos entonces que el tercer baltí era al que habíamos encargado que nos bajase al campo base un saco con material (a cambio de una buena propina), pero en un momento de confusión ha cogido otro que contiene importante material que aún necesitamos. No parece muy convencido de tener que volver a subir con la carga, pero no le queda más remedio. ¿Qué bajarán los otros dos que parece pesar tanto? En fin, no es asunto mío. Al fin y al cabo son porteadores de los coreanos.

Cuando, hacia el atardecer, llegamos al campo base avanzado, el porteador baltí no tiene ninguna gana de bajarnos nuestro material y desaparece rápidamente. El jersey roto y los jirones de tienda ocupan un buen rato mis pensamientos, pero no sé qué significa todo ello. La tienda no tiene por qué ser italiana, ni el jersey austriaco. Pasamos una noche estupenda. Cocinamos cantidad de té y comemos opíparamente compota de arándanos. Estamos solos con las torres de hielo, a gusto y felices.

Al día siguiente filmamos la viejísima botella de oxígeno. La escena es la siguiente: yo la «encuentro» entre las piedras, la recojo «asombrado» y, con «precaución», la examino por todas partes. Junto a esta escena podré narrar la historia de la primera conquista del K2.

También se pueden mostrar las diferencias entre el material nuevo y el que se utilizaba antes: los infiernillos y las botas dobles. Mis viejas y pesadas botas dobles de cuero —que llevé al Everest y que todavía uso, porque son buenas y porque mi rodilla izquierda no soporta las modernas botas de plástico que no se doblan tanto como las de cuero— comparadas con las ultramodernas botas dobles de material artificial. Especialmente para la película he traído el mini-infiernillo de gasolina que el maestro Borde desarrollara hace algunos decenios en Suiza y con el cuál se equipó en su día a las tropas de montaña. Con este infiernillo y acompañado en parte por Wolfi Stefan, y en parte por Franz Lindner, hice en los años 50 la arista Peuterey del Mont Blanc, la norte del Eiger, el espolón Walker, y sabe Dios cuántas cosas más. Además, cuando no se dispone de gas, puedo cocinar con él en cualquier país de Asia donde, naturalmente, siempre se encuentra gasolina.

La comparación entre un infiernillo de gas con uno de gasolina no es difícil de rodar. Además queríamos beber té… Por cierto, se me ha olvidado decir que en círculos montañeros este infiernillo recibe el nombre de «bomba Borde» porque a algunos escaladores que la manipularon mal les llegó a explotar. En cualquier caso, Molotov no tuvo nada que ver en este descubrimiento. Y, finalmente, saco la retorcida tetera de la mochila.

«Whow!», dice Julie, «it’s had it!».

Sí, a ésta la pilló bien. Como si la hubiera pateado un regimiento de enardecidos escaladores. Como si unas terribles garras hubieran jugado con ella, comprimida, abollada, doblada y arañada. Dejo rodar la cámara, mientras Julie le da vueltas en su mano con una mirada encantadora, como buscando algo; aguzando el entendimiento.

«Stop», digo yo, «it’s enough».

Pero Julie no para de mirarla, sus ojos parecen perforar el aluminio.

«There is a name written on it», dice y se muerde los labios.

¿Un nombre? Ahora, también yo logro ver las letras débilmente grabadas en el aluminio.

«M-A-N-D-I», deletrea Julie despacio, forzando la vista. ¡Mandi! Tiene que ser el nombre del dueño. Suena italiano, pero no conozco a nadie que se llame así. ¡Tal vez sea de una expedición anterior! Tengo la impresión de haber oído ese nombre en algún sitio. Podría ser un nombre familiar austríaco. ¿Pertenecerá la tetera a los austriacos? De pronto me acuerdo del jersey de ayer. La tetera y el jersey. No hay duda de que están relacionados.

¿Y los jirones de tela naranja? Entonces me doy cuenta. Las tiendas de Quota 8000 que estaban debajo de la gran barrera de hielo, a casi 7800 metros de altura, en el Hombro, tenían exactamente este color. De allí puede haber partido el alud. Recuerdo una cuerda japonesa, negra y amarilla, de la que tiré y que cayó sin oponer resistencia alguna. Evidentemente hay movimientos, lentas transformaciones en el hielo que la cuerda no pudo resistir. Me viene a la cabeza una grieta que recorría la barrera de hielo por encima del campo y el montón de toneladas de hielo colgando sobre nuestras cabezas. Si los austríacos han hecho algún depósito allí arriba entonces el enigma queda solucionado. Está claro lo que ha ocurrido. Todo el equipamiento que había allí arriba ha desaparecido, Julie opina lo mismo que yo. Tenemos que hacérselo saber a los austríacos, Alfred Imitzer, Willi Bauer, Hannes Wieser y Manfred Ehrengruber. Todos quedan consternados: su campo más alto está destruido. El equipo fotográfico de Willi también está destrozado… Todo lo que había depositado en las tiendas de los italianos ya no existe. Sí, los austríacos habían utilizado este campamento, abandonado, como punto de apoyo más alto, incluyéndolo en sus planes. El alud lo ha aniquilado. Mala suerte.

A pesar de todo nos agradecen la información. La tetera con el nombre de «Mandi» pertenece a Manfred Ehrengruber y él sabía perfectamente que la había dejado en el campo IV.

No aparece de momento el jersey austríaco. ¿No lo han entregado los porteadores? Nadie sabe nada. Sólo cuando el oficial de los austríacos soltó algún improperio entre los porteadores y el personal de cocina, aparece el jersey. No hay duda: es de Willi Bauer.

Un día después me encuentro con él y con Alfred en la morrena, observando la montaña. Sólo se puede ver la vía en parte. Estoy intranquilo ante la posibilidad de que también el campo III haya sido barrido, pues este campo está en la zona de caída, si algo se desprende de los seracs que hay por debajo del Hombro. Intento convencer a Willi y Alfred de la posibilidad de que el campo III no exista. Algo me impulsa a ello. Aunque con ello me pueda tildar de pesado, creo que debí confesarles mis miedos. Su siguiente campamento está a más de 2000 metros por debajo de la cima.

Alfred empieza a dudar, siento que me cree. Siempre presta atención a mis consejos. Nos entendemos muy bien.

Pero Willi aparta mis temores con un movimiento de mano.

—Si el alud ha traído todas esas cosas donde las habéis encontrado, no puede haber alcanzado jamás el campo III.

—Willi, un alud puede dividirse, el campo III puede haber desaparecido —intento convencerle con vehemencia, pero es inútil. Cuando Willi Bauer tiene una opinión las cosas sólo pueden ser así. También Alfred parece creer más en Willi que en mí. Nos separamos. Nadie queda contento.

Tal vez no quede ninguna ocasión de llegar a la cumbre. Con este tiempo tan miserable…