Las dudas de Julie

Después de un ataque hasta los ocho mil se necesita al menos una semana de recuperación en el campo base, antes de pensar en intentar la cumbre de nuevo. Esto ya se había demostrado en 1957 cuando con Hermann Buhl, Marcus y Fritz tuvimos que hacer —por los pocos metros que nos faltaron en la primera ocasión para alcanzar la cima— dos ascensiones al Broad Peak en un corto intervalo de tiempo. He repetido esta experiencia en diversas ocasiones, lo mismo que otros alpinistas, y no tiene sentido cuando alguien afirma que, después de una ascensión a ocho mil metros, se está acabado para el resto de la expedición. Al contrario, en el segundo asalto a las máximas alturas la forma física es siempre mejor. Es algo que muchos pueden confirmar.

Lo importante es recuperarse bien abajo. El tiempo necesario para ello puede ser diferente para cada persona, pero nunca es inferior a una semana.

Julie y yo habíamos dejado nuestro campamento en el Hombro convertido en un depósito, pensando en un segundo intento. Habíamos superado el duro descenso sin llegar a agotarnos, aunque los nervios sí que nos llegaron a traicionar en las dos noches que pasamos en tiendas azotadas por la tormenta. Nuestros mayores miedos fueron los corrimientos de nieve y los aludes. Por lo demás, después de dos expediciones, el espolón era para nosotros terreno conocido.

Un porteador de altura de los coreanos, que había salido del campo II delante de nosotros, estaba ahora sentado en el campo base con ambas manos vendadas: se había congelado todos los dedos. El médico coreano, Doctor Duk-Whan Chung, pudo, finalmente, salvárselos.

Realmente no supuso ningún problema recuperar la forma física, sobre todo porque la meteorología nos dio tiempo más que suficiente para recuperarnos. Durante tres semanas no se presentó ninguna oportunidad que prometiera éxito.

Pero había habido cinco muertos en la montaña, y ello daba que pensar a todos. También a Julie y a mí. Cada cual trata de enfrentar los hechos, los motivos de los sucesos, antes de caer en la indefinida explicación de «la fuerza mayor». La montaña no quiere matar a nadie, y menos el K2…; parecía incomprensible. Peter Habeler había definido la personalidad helada y poderosa del K2 como de «una buena montaña». También a mí me lo pareció. Era difícil de entender. ¿Habría caído una maldición sobre la montaña?

Julie y yo no habíamos acabado aún nuestro trabajo. Cuando la mayoría de nuestros compañeros de Quota 8000 estaban ya recogiendo, nosotros teníamos que quedarnos, independientemente de que apareciera una oportunidad para hacer la cumbre.

Constaté que Julie no mostraba el mismo entusiasmo, estaba más pensativa. Yo la entendía…

La situación permanecía abierta.

A pesar de la sombra que los acontecimientos habían extendido por el campo base, hubo momentos alegres. Estaba claro que, a la larga, no se puede destruir lo que en el hombre hay de positivo. Julie y yo continuamos trabajando en nuestra película, reemprendiendo la atmósfera de la espera que cada cual superaba como podía. Filmamos a los coreanos con sus juegos de mesa, a diversos escaladores que controlaban su peso en las balanzas (se pierden de quince a veinte kilos en una expedición así). Luego filmamos a Hannes Wieser y Alfred Imitzer cuando trasladaban una tienda, pues en estas semanas, durante las cuales se va produciendo el deshielo debajo de la escombrera de la morrena, las tiendas acaban generalmente torcidas y elevadas sobre una especie de pedestal. Y filmamos otras cosas: escaladores que tomaban la heroica determinación de hacer asomar sus caras, con unas tijeras, de entre la espesa mata de pelos y barbas… o a la rubia polaca Krystyna —llamada «Krysia»— que siempre que yo aparecía llenaba un vaso de vodka con una sonrisa algo tímida para que brindara con Janusz Majer —su jefe de expedición— o con Wojciech —Wojciech Wroz que en años anteriores había superado por distintas vías los ocho mil metros en el K2—, o con «Mrówka», «la hormiga», o la silenciosa Anka…; todos nosotros nos conocíamos de antes. Los polacos se habían empeñado en la arista Sur-Suroeste, su Magic Line; y lo intentaban, no solamente con buen tiempo.

Por lo demás, sólo Renato Casarotto, el solitario, continuaba infatigable en la arista.

El 12 de julio Renato parte en su tercer y definitivo asalto a su vía. Le había prometido a su esposa Goretta que sería el último intento. Luego quería regresar con ella a casa. Como siempre, ella se quedaba en su tienda sobre la morrena y hablaba varias veces al día por radio con Renato.

Fue al principio de la tercera semana de julio, estando Renato aún en la arista, cuando Julie y yo pudimos registrar en imágenes y sonido una conversación de ambos que arrojó luz sobre la dramática situación de Renato Casarotto; Gocetta estaba sentada delante de nosotros, sujetando el aparato de radio, Renato era invisible allá arriba, entre gigantescas bolas de nubes que envolvían la arista y golpes de vientos que levantaban remolinos de color amenazante hacia el cielo.

Voz de RENATO desde el walkie-talkie: «Ciao, Goretta. He llegado a las cinco al campo III. Hay mucho viento. El tiempo no parece mejorar. Esperemos que el viento de China limpie el cielo y me permita esta vez llegar por fin a la cumbre. Cambio».

GORETTA: «Ma, no lo so. El altímetro señala buenas perspectivas, pero hay tanto viento… lo veo allá arriba. Ya se verá mañana. Cambio».

RENATO: «Sí, va bene. La tienda que dejé me la he encontrado llena, llena de nieve y hielo. Llegue a las cinco y llevo más de una hora sacando hielo y nieve. Todo está mojado. Esperemos que acabe esta historia… Me dejé la cremallera abierta y ha entrado mucha nieve. Cambio».

GORETTA: «Tu, como stai, Renato?».

RENATO: «Io sto bene… Bastante bien. Sólo que muy harto de esta historia. Me entran ganas de dejarlo todo y largarme de aquí».

GORETTA: «Es una decisión que debes de tomar tú. Va bene. Hablamos dentro de un rato…».

RENATO: «Sí, d’accordo. Me llamas tú…».

GORETTA: «Va bene. Ciao».

En ese momento entra Julie en el encuadre de la escena y hace el «chac» final. El antiguo gesto de las manos que yo filmo sustituye a la claqueta. (Para facilitar la sincronización habíamos tomado un «chac» inicial). Julie da ese «chac» final, luego murmura un «grazie» en dirección a Goretta. Fin del rodaje por hoy. Recojo la cámara y nos volvemos a la tienda.

Fue unos dos días después, el 16 de julio. Sabemos que Renato ha abandonado definitivamente. ¡El pobre! Ha llegado a los 8300 metros. Todos en el campo base son partícipes de sus vivencias y le habrían otorgado su arista Sur-Suroeste… pero después de dos meses, hasta el inagotable Renato se ha hartado. ¿Llegará esta noche al campo base?

Goretta establecerá dentro de un rato contacto con él. La tarde se acerca a su fin. Cree que Renato está aún por encima del collado Negrotto. La última vez que habló con él se encontraba muy arriba.

Estoy junto a nuestra tienda, Michael Messner está cerca, tal vez habláramos del tiempo. Pensativo miro hacia arriba, a la mole glaciar que se forma por debajo del collado Negrotto, llena de grietas y paredes amenazantes de seracs, un alargado campo de restos de un alud, laderas blancas y estrechas entremedias… el acceso a la Magic Line nunca me resultó simpático.

De pronto creo ver un punto en medio. Se mueve rápido… Afino la mirada. Hay unos dos kilómetros en línea aérea hasta allí… Sí, el punto es en realidad una coma, es alguien que baja a toda velocidad del campamento I. Está superando los seracs del corte glaciar, desde donde se llega al campo base en media hora. ¿Será Renato?

Ahora la coma se mueve horizontalmente. De repente desaparece como un rayo. Como fundida. Me froto los ojos asombrado. Vuelvo a mirar. Nada, ni rastro. ¡Pero si no lo he soñado!

Algo me intranquiliza: que la figura haya desaparecido tan de repente. Estaba de pie y ha desaparecido como por arte de magia. Cuando alguien que está destrepando desaparece entre bucles glaciares se ve de otra manera. ¿Acaso han aflojado algo mis ojos un momento?

—¿Michael, has visto a alguien allí? —pregunto señalando.

—Sí, había alguien bajando por el glaciar.

Así que… él también lo ha visto.

«Pienso… no sé…», digo dudando, «ha desaparecido tan de pronto como tragado, como si hubiera caído en una grieta… pero no estoy seguro» concluyo, confesando mis dudas.

Michael no sabe qué aconsejar. Piensa que, en cualquier caso, debería estar aquí en media hora. Yo me encuentro intranquilo. ¿Renato? Imposible comunicarle mis horribles sospechas a Goretta. Pero tampoco puedo esperar.

Corro a su tienda. Está sentada junto a ella y me saluda cuando llego.

Ciao, Kurt… ¿Qué hay? —dice amistosamente.

—¿Dónde está Renato ahora? —pregunto con toda la tranquilidad que puedo.

—Está aún bastante arriba en la arista —dice ella.

Por un instante me tranquilizo pero luego me vuelve a invadir el desasosiego. Había alguien allí. Él, Michael, también lo ha visto. Había alguien en el glaciar. ¿Quién?

Si ha pasado algo…

—He visto a alguien más abajo… —y me callo, no quiero decir más.

—No era Renato —opina Goretta con determinación. Sus ojos azules y claros me miran tranquilos—. En cualquier caso hablaré con él en pocos minutos… a las siete.

¿Era acaso un polaco? ¿Debería correr al campo polaco? Posiblemente no haya pasado nada, dentro de media hora alguien aparecerá por la morrena. Pero no, debo decirlo inmediatamente.

—Goretta, ¿no podrías probar ya con el walkie-talkie?

Me mira un tanto extrañada.

E… va bene.

Coge el aparato transmisor y llama a Renato.

Jamás lo olvidaré. La voz de Renato suena desesperada, angustiada y destrozada. Está en el fondo de una grieta, está mal. A pesar del rápido acento del dialecto veneciano entiendo claramente. La pequeña Goretta se estremece entre lágrimas.

—Vamos a sacarle —trato de tranquilizarla—, sé dónde está.

De nada sirve. Está fuera de sí.

—Se muere, se muere —repite continuamente.

—No, no se muere, enseguida llegamos donde está.

Cojo el walkie-talkie.

—Renato, aguanta, ya llegamos, sabemos dónde estás.

Fa’ presto, Kurt, fa’ presto —suplica Renato.

¡Rápido! ¡Rápido! Puede que esté atrapado. Es cuestión de minutos.

En segundos el campamento se ha convertido en un hormiguero. Todos corren a recoger lo necesario para rescatar a Renato. «¡Una cuerda! ¡¿Dónde hay una cuerda?!». Búsqueda desesperada. Por esa costumbre de andar sin cuerdas por el Himalaya —aparte de las cuerdas fijas— puede pasar que en el momento en que los rollos de cuerdas han sido llevados a la base de las paredes no quede ni una cuerda en el campo base. Para rescatar a Renato, Julie y yo cogimos la única cuerda disponible, la nuestra, y salimos corriendo. Más tarde se la dimos a Agostino que era más rápido.

Jadeando pasamos sobre los bloques helados. Agostino habla como un padre con Renato continuamente. No suelta el radiotransmisor de la mano ni para seguir trepando. Lo hace para mantener la voluntad de vivir de Renato, que está en algún lugar por encima de nosotros en una situación horrorosa, seguramente herido en el fondo de una grieta. Para explicarle que ya no estará solo más tiempo, que vamos todos corriendo a ayudarle… tan rápido como es posible a cinco mil metros de altura.

Tropezamos, seguimos jadeantes, llegamos al borde del glaciar. Cada minuto cuenta. (Volviendo al problema de las cuerdas, no sería mala idea que, en el campo base, las expediciones tuvieran preparado siempre un kit de rescate. Para no tener que ponerse a buscar cuando haya que salir muy rápido).

En el caso de nuestro amigo Renato Casarotto, a pesar de la improvisación, llegamos en seguida a donde estaba. Hacia las ocho de la tarde, apenas una hora después de su primera llamada de auxilio, nos movíamos tanteando en las últimas luces del día, alrededor de la helada grieta. Yo había indicado la posición aproximada a Gianni que me había adelantado con Little Karim. Él fue el primero en localizar a Renato. Alcanzó el borde de una grieta estrecha pero aparentemente profunda y a su llamada recibió una débil contestación del fondo.

Renato había cruzado exactamente por la huella habitual, por encima de un puente de nieve que había cedido. Apenas a cinco minutos del borde del glaciar. En su rápida marcha —que yo había observado— el peso de su cuerpo (también a causa de la velocidad) era mayor a cada paso que daba hacia abajo y cargó la superficie, bastante más de lo que se hace durante la lenta marcha hacia arriba. Por otro lado, su velocidad no había sido la suficiente para haberle impulsado hasta el otro lado de la grieta. El cruce de la hendidura tapada fracasó porque seguramente no la advirtió. Debió de estar con el pensamiento en otra parte, abstraído, desilusionado, amargado por su retirada de la arista Sur-Suroeste, harto, con ganas de dejar atrás esos meses de esfuerzo, esperanza y decepción.

Así, no notó la depresión, la leve curvatura apenas perceptible por la que discurría la huella marcada: un poco más allá, la grieta estaba incluso abierta. La nieve a esa hora del día estaba mojada, blanda y profunda… Todavía ahora lo estaba. El frío nocturno aún no la había endurecido.

Rápidamente montamos un anclaje y Gianni bajó por la cuerda. Renato había caído cuarenta metros. Primero oblicuamente, luego directo hacia abajo. Era una grieta en forma de «A», una típica forma de hendidura del hielo en zonas planas. Estrecha por arriba se ensanchaba hacia abajo. Tal y como Gianni nos contaría luego, Renato estaba acurrucado en el fondo de la grieta sobre su mochila… en completa oscuridad. El agua corría por todas partes. Abrazó a Gianni o intentó abrazarlo. Debió de ser un momento de alivio indescriptible para él.

A la luz de su linterna frontal Gianni le enganchó el arnés en la cuerda. Aparentemente Renato no tenía lesiones reconocibles, pero la fuerza de una caída desde tanta altura debió sin duda lesionarle gravemente por dentro. «Sto morendo, tutto rotto», había dicho por el walkie-talkie.

¡Sabe Dios! En aquel momento teníamos, a pesar de todo, una gran esperanza, Renato seguramente también. Cuando empezamos a izarle le dijo algo a Gianni, incluso ayudó como pudo. La sensación de alivio pese al dolor, de subir hacia arriba, de salir de la grieta, fue lo último que sintió. Llegando al borde del extraplomo de la ranura perdió el conocimiento. Con grandes esfuerzos por parte de todos conseguimos sacarle del agujero y ponerle en la superficie, donde lo abrigamos y tapamos con sacos de dormir. Finalmente Gianni también salió.

Renato estaba echado, sin moverse, entre los plumíferos.

Temíamos lo peor. Con cuidado alumbramos con la linterna frontal sus pupilas: se contrajeron. ¡Vivía!

Menos Gianni y yo, los demás bajaron a organizar el resto de la ayuda. Julie quería avisar a sus compatriotas ingleses y ocuparse de la desesperada Goretta.

Poco después de que todos partieran, Gianni volvió a alumbrar los ojos de Renato.

Estaba muerto.

Paso toda la noche de pie o sentado, mirando la oscuridad, oyendo las piedras caer de la pared detrás de nosotros, sintiendo el aire que pasa acariciándome. Gianni se mueve de cuando en cuando. Ambos callamos. Veo las luces ir y venir por el glaciar, sobre la morrena, una luz que asciende despacio por el Broad Peak. En cualquier momento aparecerán los ingleses con su médico, pero ya hace tiempo que no hay nada que hacer. Hay un contorno oscuro en la ladera junto a nosotros: Renato. Gianni piensa que si Goretta está de acuerdo deberíamos enterrarlo en la grieta.

Pienso en su vida. Sólo queda un consuelo: ha vivido realmente tal y como él quería. No todos pueden.

Goretta aún no sabe que ha muerto pero lo intuye. Está bien que Julie esté con ella.

Luego pienso en nosotros. Siempre ha existido un acuerdo tácito entre ambos. Que el uno no presionara al otro si éste no tiene la sensación de querer subir. Así lo hemos mantenido siempre. Me imagino que tras esta noche, después de la muerte de Renato, Julie no va a querer subir. Sí, si no se quiere, es mejor no subir.

Cada cual determina y elige para sí.

Pero aquí aparece un pensamiento. Si por lo menos uno de los dos hiciera la cumbre, romperíamos el maleficio. De otra manera permanecería como la «montaña de nuestros sueños», más tarde o más temprano volveríamos para intentarlo. Pienso, sin embargo, que ambos deberíamos trazarnos nuevas metas, aparte de las grandes cumbres. Pero… ¿podríamos hacerlo sin cerrar en paz el pasado?

Yo sé que Julie tiene el Everest en mente y también me ha hablado del Makalu. Ni ella ni yo podremos separarnos de las grandes montañas. En los próximos cinco años volveremos una y otra vez a subir a las grandes cumbres de la tierra. Pero también sé que debemos continuar, ir a los valles, a la selva… vivir con los hombres que allí hay, narrar con nuestra película su existencia, como en Tashigang…

Si al menos uno de los dos, como final de nuestros primeros años juntos, consiguiera la cumbre de la gran montaña… sería para ambos una realización profunda. Aun cuando sólo uno escalara la montaña de los sueños. Aun cuando sólo uno pudiera realizar el sueño.

Yo quiero intentarlo.

* * *

Ocurrió como había imaginado. Tras la muerte de Renato, Julie no sentía ningún deseo de conquistar este año, este desafortunado verano, el K2. ¿Tal vez nunca más?

Yo mismo me había puesto pensativo, pero no veía ninguna relación directa entre la muerte de Renato y nuestra ascensión por el espolón de los Abruzos. ¿Volver el año que viene? ¡Sería nuestra cuarta expedición al K2! Me decía a mí mismo: si el tiempo te da una oportunidad, ¡ve solo Kurt! si uno de nosotros dos lo consigue, la montaña no nos bloqueará el futuro por más tiempo.

Julie me preguntó un día, hablando sobre las posibilidades en el espolón, si no creía que la situación allá arriba podía quedar fuera de control. ¿Podría alguien, después de tantos muertos jugar «al azar»? Desgraciadamente, yo era optimista. Si se es autosuficiente y no se compromete con ninguna empresa… uno siempre se puede dar la vuelta cuando no lo vea claro. Así pensaba. Un error. Cuatro veces Julie y yo, consciente o inconscientemente, hicimos todo lo posible por evitar la tragedia. Inútil. ¿Es esto el destino? ¿Llega lo que tiene que ocurrir, a pesar de lo que tú hagas? Aún hoy no tengo la respuesta.

Entonces me vino a la mente el año 1984. Después de hacer la cumbre del Broad Peak nos retirábamos por el Baltoro en dirección a Skardu cuando hubo de pronto dos semanas de buen tiempo. Podíamos haber escalado el K2. No lo hicimos, pero la alegría por la ascensión que habíamos realizado hizo que no lo sintiéramos. ¿Se repetiría algo así?

Sí, también yo me retiraría a los valles verdes. Pero… no, no puedo irme ahora. Tanto si Julie se decide como si no. Sé que no debemos irnos. Ya sólo por la película que aún no está terminada. Y si no se presenta ninguna oportunidad para hacer la cumbre, entonces tranquilamente, me retiraré. Pero si se presenta la aprovecharé en serio.

¿Sabía ya Julie dentro de sí que iba a morir allá arriba? Fue la única vez en todos esos años que mostró sus dudas sobre la oportunidad de afrontar lo desconocido, aunque finalmente se decidiera.

También yo tuve una vez; antes de subir al Nanga Parbat, la imperiosa necesidad de hacer testamento. Aunque en realidad apenas si tuve luego tiempo de dejar una firma, en un papel en blanco, para mi mujer. Y al final regresé vivo.

¿Hay acaso un sexto sentido que te advierte del fin antes de que llegue, cuando te acercas a él?

Es como un cometa que supiera que va a estrellarse contra un planeta… O mejor, como una nave espacial cuya tripulación aún no sabe lo que los aparatos y detectores ya han reconocido. ¿Responderá la tripulación a la advertencia a tiempo?

Las voces interiores de los hombres son distintas, incluso en situaciones iguales, porque el camino de su destino es distinto.

No soy un fatalista pues pienso que lo que ocurra de verdad depende generalmente de tu decisión.