«Si yo no reflexionara mucho, estudiara y planeara la ascensión
cuidadosamente, hace tiempo que estaría muerto».
Tomo Cesen, Trento, 1990
Gigantes abejorros, brillantes, de color azul oscuro y alas de cristal. Beben. Con ellos, en la arena húmeda, un buen centenar de mariposas amarillas como el limón. Parecen veleros reunidos en una regata. Las alas quietas, apenas sí se mueven, la mayoría las tiene plegadas. Sólo de cuando en cuando alguna de las mariposas abre sus alas amarillas, gira el cuerpo un poco, las vuelve a cerrar y mete luego la trompa, con forma de espiral que le nace junto a los ojos oscuros, en otro lugar entre las diminutas piedrecitas que forman la arena del lecho del río. Algunas mariposas, mucho más grandes y negras, de brillo aterciopelado y alas con una graciosa forma curvada, se han dejado caer entre las otras; destaca su oscuridad en la reunión multicolor.
La espesa reunión en el banco de arena es una imagen llena de vida y, al mismo tiempo, el positivo y el negativo de las miles de escenas de muerte que tienen lugar en este instante en el bosque. La lucha por la luz que un árbol caído deja pasar, el incesante nacer y morir de las especies, el equilibrio siempre renovado del ciclo de la vida…
La isla en el banco de arena parece la ciudad de la paz. Todos beben.
El campamento base sobre la morrena al pie del K2, instalado en un banco sinuoso de arena y piedras del kilométrico río helado del glaciar Godwin-Austen, está a cinco mil metros de altura y no tiene nada que ver con la reunión de mariposas que tiene lugar en el banco de arena del Orinoco, en la selva venezolana. Pero las alegres tiendas, montadas en grupos sobre la morrena, lucen alegres en cuadrillas de colores, por expediciones, como si un grupo de mariposas se hubiera dejado caer en el lugar más apropiado. El tranquilo mundo de montañas que lo rodea es de fuerza y tamaño cristalino y su poder se extiende sobre el campamento, igual que el poder de la jungla sobre el banco de arena.
Parece la imagen de la paz: de tienda en tienda escaladores de distintas nacionalidades se invitan a té y están dispuestos a ayudarse mutuamente. Se sientan juntos, narran historias y beben. Pero han pasado treinta años desde los tiempos de soledad vividos con Hermann Buhl. Todo ha cambiado. El amigable cuadro sobre la morrena esconde una coexistencia y una mezcla de las más diversas formas de expedición. Todos los tipos, desde las de los tiempos clásicos hasta las de los últimos desarrollos más modernos, se han reunido aquí: personas con ideas completamente distintas de cómo se afronta una montaña, con distintos puntos de vista sobre estrategia en la escalada, sobre riesgo y seguridad, escaladores de distinta dureza y experiencia. Estoy convencido de que la expresión «jungla del alpinismo moderno» es la única correcta para explicar lo que se puede ver hoy en día en algunos sitios del Himalaya.
¿Se llegará a un estado de equilibrio natural? Es difícil responder pues la situación es artificial. Gente que juzga con poca profundidad los problemas creen allí poder resolverlos todos, con la llave de la camaradería y la hermandad. Pero así de sencilla no suele ser la historia… ¡Especialmente cuando estás escalando la montaña! Al contrario que en el campo base, el encuentro de varias expediciones sobre una misma vía no siempre trae consecuencias positivas.
Sólo cuando se han reconocido claramente los peligros de la convivencia —y se tiene ganas de afrontarlos abiertamente—, sólo entonces, podrán compartir como amigos el té en el campo base sin ser víctimas de una ilusión.
Ya en 1979, cuando fui al Gasherbrum II, se había acabado la soledad en el Baltoro. Una docena de expediciones montaban sus campos base al pie de las grandes montañas. Nos visitábamos unos a otros, de montaña a montaña, de campo base a campo base. Invitaciones a albóndigas tirolesas aquí, a pescado japonés allá, a «delicadezas» francesas, a jamón y vino tinto español. El Baltoro había cambiado, reinaba la cordialidad. Sólo quien conocía la época de la soledad podía sentir nostalgia.
En 1984 había ya una docena larga de expediciones cortejando una sola gran montaña: el Broad Peak. Hermann Buhl hubiera mirado con asombro si hubiera vuelto al espolón oeste. Tiendas aquí y allá, cuerdas fijas por todas partes, no sólo en el hielo pulido, vertical y reflectante —como el de nuestra pared de hielo por la que ahora ya no se pasa—. Sí, el espolón oeste estaba completamente asegurado en grandes tramos.
Pero los peligros no habían desaparecido: escaladores de primera clase como Peter Habeler y Wojciech Kurtyka estuvieron a punto de despeñarse cuando viejas cuerdas fijas se rompieron o saltaron algunos anclajes. La mayoría de las personas se dejaban engañar por su sentido de la seguridad e incluso alguno creyó poder esperar en un improvisado vivac en el collado, a 7800 metros, y sufrió serias congelaciones. El Broad Peak, que técnicamente no es muy difícil, no se había convertido tampoco en una montaña segura.
Precisamente por eso, porque pasaba por ser fácil.
¿Se volvería a repetir una situación parecida en el K2? El poblado de tiendas de campaña, coloreado y alargado, las manchas de colores agrupadas en islas, me recordaban la imagen que la morrena al pie del Broad Peak me ofreció en el 84. Pero el K2 es bastante más difícil. ¡Y mucho más alto! Una montaña sobre la montaña. ¡Qué pasaría! La mayoría miraba el futuro con optimismo, pues el colorido campo base era un lugar amigable, acogedor y nunca aburrido, con amigos y conocidos, con su propia atmósfera positiva.
Estamos sentados con el larguísimo Renato y su encantadora esposa Goretta en el interior de su imponente casa-tienda de color azul grisáceo. Es grande como una habitación y contiene en una esquina otra tienda roja más pequeña en la que ambos duermen. A lo largo de la pared interior hay una fila de bidones de plástico con equipamiento y víveres. Detrás de ellos, en una esquina, cómodamente sentados, damos cuenta del café y del pastel cocinado por Goretta (lo cual es toda una rareza a esta altura) mientras charlamos amigablemente. Renato habla del pasado y de su situación frente a la montaña. Es uno de los mejores escaladores del mundo: en 1983 realizó en solitario la primera ascensión de la difícil cima norte del Broad Peak. En 1979 tomó parte en la expedición de Reinhold Messner al K2. Tenían proyectado trazar una vía por la arista SSW —más arriba continuaba por una pared cercana formando una línea excepcional— que su descubridor, Reinhold Messner, había bautizado como Magic Line. Contrariamente a la voluntad de Renato, y por diversos motivos, la expedición cambió su objetivo y atacó el espolón de los Abruzos por el que Reinhold Messner y Michel Dacher alcanzaron la cumbre del K2. La meta de Renato era la arista SSW pues desde entonces tenía una cuenta pendiente con esa vía: quería conquistarla en solitario. Ahora nos contaba que tendría que compartir la vía con los italianos de la expedición Quota 8000 y con una expedición americana que se había desviado de su ruta original. Y, finalmente, se esperaba la llegada de una expedición polaca que también escalaría la misma arista… Para un escalador solitario era frustrante ver cómo muchos otros alpinistas se movían por su vía. A pesar de todo, humanamente, Renato se entendía bien con todos, y algunos de los escaladores eran buenos amigos suyos.
La comparación con las lianas, que trepan en la jungla enroscándose unas en otras y que, naturalmente, no tienen nada unas contra otras, se me antoja la mejor imagen. Por otro lado es fácil comprender que dos grandes grupos que trabajen juntos avanzan más rápido y mejor. La ventaja práctica de este tipo de unión se extiende invisiblemente a todos cuantos vienen por detrás, a menos que se desmonten las cuerdas fijas —cosa que ocurre muy poca veces—. Pero cualquiera que llegue a una vía semejante encontrará de sus predecesores al menos, clavijas y plataformas para las tiendas; de manera que, de alguna forma, la conquista por primera vez de esa cumbre representa el resultado de la colaboración de todos cuantos trabajaron en esta ruta. Algunos dan la bienvenida a este sistema, otros rechazan este hecho y preferirían la montaña intacta. La realidad hace imposible el sueño de todos.
Situaciones de este tipo también tuvieron lugar en los Alpes durante la época de las «primeras» rutas difíciles.
Por otro lado, en 1979, durante una expedición de cuatro meses, los franceses casi habían alcanzado la cima por la arista SSW Les faltaron alrededor de doscientos metros de altura. La vía transcurría, en su parte alta, a la izquierda de la «Magic Line». Sí, la situación de Renato en la llenísima arista resultaba poco atrayente para un solitario.
Quienes estaban totalmente convencidos de no encontrar a nadie en «su» vía fueron los austríacos, que llegaron bastante tarde al pueblo de la morrena. Estaban seguros de tener para sí solos el espolón de los Abruzos. Atónitos miraron el enorme poblado de tiendas al pie del K2 y lo primero que hicieron —para secreto regocijo del resto de los pueblerinos— fue tender una cuerda azul para señalar el perímetro de su campamento. Estaba claro que en ese espacio las tiendas de extraños no serían bien recibidas. Pero el espíritu austríaco, como más tarde se vería, sabe amoldarse con facilidad.
En cualquier caso, cuando Julie y la «estrella» Kurt, con una guitarra bajo el brazo, traspasaron la cuerda azul, tardaron poco tiempo en encontrarse sentados en sana camaradería, cantando viejas canciones de montañeros y vagabundos y compartiendo cerveza mientras yo contaba a los jóvenes historias de los «buenos viejos tiempos».
Los cantores austríacos de jodler (típico gorgorito alpino) son una atracción en todo el mundo. Enseguida aparecieron un par de coreanos que, por cierto, también tenían autorización para el espolón de los Abruzos. Tras una pequeña conversación, afinaron sus voces tímidamente con el coro de cantores. La mezcla austríaco-coreana sonaba exótica.
La expedición coreana, formada por diecinueve hombres, era la más grande del lugar y fue también de las que más tarde llegaron: hacia la última semana de junio. Tenían las tiendas adosadas, porteadores de altura, oxígeno para la escalada, era la más perfecta imagen de una clásica gran expedición a un ochomil. Al mismo tiempo contaban con un equipamiento supermoderno pues es sabido que muchas marcas de artículos deportivos fabrican en Corea sus productos a precios muy bajos. Varias baterías solares proveían tres cámaras de vídeo que operaba un técnico de televisión de Seúl. En la parte coreana del pueblo se podía incluso ir al cine, a ver el vídeo: la historia de la escalada al K2, luego «James Bond» en Diamantes para la eternidad y después hubo incluso una película californiana no autorizada para menores. Los coreanos eran muy generosos. El cine se hizo ambulante y realizó una tournée por toda la morrena, llegando hasta el campamento base inglés, alejado un cuarto de hora de camino, al borde del glaciar Saboya. Los ingleses querían intentar la arista noroeste y se apiñaban para ver a James Bond. Cuando se está dos o tres meses viviendo entre rocas y hielo, un poco de variación es siempre bienvenida. Cada vez con más asiduidad Alan Rouse, Jim Curran y los gemelos Burgess abandonaban su splendid isolation detrás de la pirámide de Gilkey para visitarnos en la morrena principal, a ver el strip como decían. ¿Qué cosa, aparte del colorido, les recordaba a Las Vegas?…
Hasta entonces no había habido ningún accidente que tuviera consecuencias graves. Sólo un periodista italiano, que quería fotografiar el K2 desde el Collado de los Vientos, se había caído con los esquís en una grieta quedando clavado a cinco metros de profundidad en el interior. El tipo tenía nervios de acero. Lo primero que hizo fue enviarnos la cámara para arriba, debíamos fotografiarle y sólo entonces deberíamos subirle… Según decía, semejante oportunidad no se tiene muchas veces en la vida.
En total se desarrollaban en el K2, junto o una tras otra, 14 empresas distintas aquella temporada del 86. De ellas, diez eran expediciones: la francesa-internacional de Maurice Barrard en el espolón Abruzos, por la misma vía que los austríacos y los coreanos: Quota 8000, que había pagado el permiso para el espolón de los Abruzos y la arista Sur-Suroeste: Casarotto, que intentaría en solitario la misma arista, al igual que las expediciones americana y polaca. También estaban en el K2 los ingleses y la expedición internacional de Herrligkoffer. Todos ellos en el lado paquistaní de la montaña. Sólo una expedición americana intentaría el espolón norte desde la vertiente china. A todos éstos se sumarían tres equipos extras en el espolón de los Abruzos: los dos vascos, Julie y yo, los suizos Fuster y Zemp, que aunque pertenecían a la expedición de Herrligkoffer tenían propósitos independientes (más allá de la autorización, y no fueron los únicos que tuvieron que pagar luego en Islamabad una sobretasa de 45 000 rupias) y, finalmente, el yugoslavo Tomo Cesen, que más tarde, audaz y espontáneamente, llegó hasta el Hombro en solitario por una vía nueva.
Es obvio que el Ministerio de Turismo pakistaní, para hacer frente al asalto masivo que sufren sus montañas —casi la mitad de las expediciones van a los ochomiles— haya dictado, hace ya algunos años, unas rules and regulations muy precisas que hace cumplir mediante unos oficiales de enlace. Algunas de estas normas han sido elaboradas en un despacho, otras son muy útiles: protegen la naturaleza y el medio ambiente, pero normalmente no se cumplen. Y a veces la realidad acarrea auténticas «perlas». Como la siguiente…
El grupo alemán sobre la morrena estaba completamente fuera de las reglas. El campamento base donde estaba el jefe de la expedición se encontraba a una hora de distancia, al pie del Broad Peak, para el cual también tenía autorización. Y tal y como nos recordó el oficial de enlace paquistaní, no estaba permitido que una expedición tuviera más de un campamento base. Pero… ¡eureka! el punto de apoyo a la base para su segunda cumbre permitida —el K2— podía ser considerada desde el Broad Peak como «campamento uno».
Incluso en el Baltoro hay una trampa para cada ley…
Delante de la ordenadísima tienda general, en la que frecuentemente nos sentábamos para dar cuenta de jugosos knödeln con kraut y una suculenta compota de arándanos, había como muestra de la capacidad germánica una bicicleta muy especial: un ergómetro. En ella podía uno hacer ejercicio —frenándola más o menos— pedaleando a cinco mil metros de altura. Conocía el valiosísimo juguete preferido de Herrligkoffer desde el año 78, entonces estuvo aquel aparato a 5300 metros de altura en la morrena del Everest… Karl me invitó incluso a pedalear: era un test.
Aunque nunca se le viese sobre la bicicleta, tenía aquí su sitio el que en aquel momento era el himalayista más fuerte del mundo, Jerzy Kukuczka, quien junto con su compatriota Tadeusz Piotrowski, pertenecía a la expedición alemana-internacional. En la carrera por conquistar todos los ochomiles Jerzy iba pisándole los talones al gran Reinhold Messner y, aunque ambos evitaran el hablar de competición, por aquel entonces aún no se podía saber quién iba a ganar. (Messner hizo los catorce en otoño del 86, Jerzy Kukuczka once meses más tarde).
Aquí, en el K2, el amistoso y callado polaco, con la cara sana de un granjero y ojos claros que descubrían tranquilidad y reflexión, tenía un programa muy particular: la directísima por la pared sur, que permanecía aún virgen. Su barbudo compañero en la presente ocasión era tan tranquilo como el mismísimo K2; era uno de los mejores escaladores invernales de Polonia. Aunque ambos iban a contar al principio con la ayuda de los dos suizos, un alemán y de Little Karim (hay una película sobre este legendario porteador hunza), todos pensaban que el problema real lo afrontarían los propios polacos al atacar la montaña en el más puro estilo alpino. A mitad de la pared enormes seracs amenazaban con aludes de hielo, luego la vía continuaba por terreno combinado muy vertical, hacia arriba, directamente a la zona donde originariamente desembocaba la Magic Line. Canales, corredores de hielo y barreras de roca de color marrón-oxido: «Una ratonera si el tiempo empeora», había comentado sobre la salida de esta directísima el viejo zorro del Himalaya, Norman Dyhrenfurth. Fue una alegría para mí volver a verle, pues aunque ambos residimos en Salzburgo, viajamos tanto que no coincidimos nunca en casa. En 1961 habíamos estado juntos en el Dhaulagiri. Norman había rodado la película de la expedición y yo había contribuido en las escenas de la cumbre. Fue una expedición muy aventurera. En ella tuvo lugar, en el collado del Dhaulagiri, el primer aterrizaje sobre un glaciar del Himalaya de un avión con esquís. Ernst Saxer y Emil Wick consiguieron el aterrizaje sobre el glaciar a más altura del mundo, según las mediciones más recientes, cerca de la línea de los seis mil metros. El avión acabó hecho pedazos, creando un caos y grandes problemas en la expedición, y sin embargo, los ocho alcanzamos la cumbre. Probablemente ha sido la cumbre más alta cuya primera conquista se haya realizado sin equipos de respiración artificial.
Ahora Norman filmaba para la expedición de Herrligkoffer. Contando todos los que trabajaban o ayudaban en asuntos de rodaje de varias películas había una buena docena de personas aunque, naturalmente, serían menos en la montaña.
La labor de filmar en alta montaña en cotas elevadas es ardua y peligrosa y exige no sólo mucha dedicación, sino también una forma de pensar que a la mayoría de los escaladores les resulta extraña. Hay que aguantar más en las tormentas, hacer más depósitos, tener menos prisa, paciencia infinita y resistencia. Como un marino que aunque no tenga ganas no puede abandonar la nave. Estar en la montaña y realizar un trabajo «creativo» conlleva un alpinismo muy particular. Por ello Julie y yo, aun perteneciendo a la expedición Quota 8000, disfrutamos de una total independencia. Nuestra meta es el K2 por el espolón de los Abruzos y filmar una película sobre diversos aspectos de la convivencia que las expediciones modernas han desarrollado. Naturalmente, también, la escalada y la historia de la montaña. Quota 8000 por el contrario, está concentrada por el momento en la arista suroeste.
Mientras tanto ocurre un acontecimiento sensacional. El joven francés Benoît Chamoux, que también pertenece a nuestra expedición, alcanza la cumbre del Broad Peak en un día. No es el primero que lo consigue, el polaco Wielicki lo había logrado en 1984. Julie y yo estábamos en la montaña cuando su equipo le abrió el camino, pues de otro modo tales récords de velocidad son imposibles. Un «corredor de montaña» apenas lleva nada consigo… Abrir camino, plantar campamentos de altura para refugiarse en caso de tormenta, es labor del equipo que le precede. No por ello deja de ser una realización deportiva de increíble magnitud.
En cuanto a la importancia que pueda tener en el campo de la escalada, las opiniones son muy diversas. Algo así no se puede comparar con las escaladas en solitario de Reinhold Messner por vías nuevas en la vertiente del Diamir del Nanga Parbat, o con el tenaz merodeo de Renato Casarotto durante meses por la arista Sur-Suroeste. Cuando un «corredor de montaña» sin lastre, utiliza una vía que ha sido previamente pertrechada y equipada por alpinistas con lastre, generalmente con cuerdas fijas, la cosa se transforma, relativamente, en una pista de carreras, en una especie de prueba de obstáculos hacia arriba, pudiéndose concentrar en su esfuerzo físico y en el ritmo más efectivo. Aunque sin duda alguna también es una aventura.
Son cosas incomparables. Es difícil decir qué influencia o efecto puede tener sobre otros alpinistas…
Benoît había vuelto de su aventura irradiando felicidad por todos lados, había adelgazado algo y quería una foto con el «abuelo del Broad Peak». Naturalmente la consiguió. Y nunca —y esto quiero recalcarlo— dejó en la sombra a su grupo. Más tarde lograría una proeza aún mayor con el mismo sistema: la cumbre del K2 por el espolón de los Abruzos en un solo día. Así que el enjuto muchacho no es nada malo. Además de él conozco otro par de tipos punteros que son vegetarianos. No es que desprecie un muesli pero cuando recuerdo que en mi equipaje hay tocino, bresaola y queso, sé que llevo la mejor base para estar en óptima forma. No dudo de que las cabras montesas coman hierbas, pero un leopardo de las nieves, que llegó a ser visto a seis mil metros de altura, seguro que no vive de patatas. Ambas formas de vida dan buen resultado en las grandes alturas.
Hay algo interesante: Benoît es absolutamente preciso y meticuloso en la preparación y realización de sus empresas. Por ello el más joven vástago destaca en esta jungla de expediciones frente a otras empresas y realizaciones. ¡No improvisa nada! Últimamente está muy extendida la frase «ya lo haremos de cualquier modo» —tanto en la aclimatación como en la preparación de la escalada—. Es una frase peligrosa y difícil de reprimir. Se discute mucho sobre los diferentes estilos, con o sin oxígeno, grandes o pequeñas expediciones, con o sin porteadores de altura… todos los estilos funcionan si la realización es consecuente con un buen planteamiento. Pero si éste falla todo queda en manos de la suerte.
El funcionamiento conjunto de varias empresas en una misma vía aumenta este peligro, aun cuando, en caso de necesidad, se puedan prestar ayuda recíproca. Resulta que confiar «los-unos-en-los-otros» no siempre puede resultar positivo. La falta de una coordinación unitaria es el mayor hándicap en estas multiempresas.
Los oficiales de enlace debieron darse cuenta de este hecho y discutían periódicamente con el de mayor rango: un comandante. ¿Y los jefes de las expediciones? Podían resolver en reuniones los problemas de colaboración y logística sobre la montaña. ¿Lo hicieron siempre? ¿En profundidad? Seguro que cada uno tenía la mejor voluntad, pero un ojo crítico sobre las estrategias seguidas en 1986 descubrirá más de un «agujero negro». El encuentro de diferentes empresas conlleva, junto a la parte humana y positiva, un aumento del riesgo.
Ésta es una de las lecciones de aquel verano.
Cuando da uno un paseo para distraerse por la morrena —más de una hora no se puede filmar a esta altura con la suficiente concentración— resulta interesante escuchar las opinión de los distintos médicos. Al haber participado en otras muchas expediciones sé que éstas suelen ser distintas. Una cosa es segura: mientras que en 1957, y más tarde, tragábamos regularmente pastillas de vitamina B12 para conseguir un aumento rápido de los glóbulos rojos —importante en el transporte de oxígeno—, hoy en día tal práctica se ha abandonado pues la sangre se espesa y aparece el peligro de congelaciones. Hoy se prefiere suministrar vitamina E. La idea de diluir la sangre, que hace diez años se consideraba el mejor sistema para preparar un ataque a un ochomil, ha caído en desuso. Un médico francés me aseguró que era bastante peligroso y que para realizarlo con absoluta rigurosidad haría falta tener un hospital cerca. En cuanto a una pastilla diurética, definida como una maravillosa droga para la aclimatación y contra el mal de altura, las opiniones médicas de un Congreso celebrado en Londres no coinciden. Al parecer no es aconsejable tomarlas cuando se está aclimatado, pues puede producir una especie de «sobreaclimatación». Urs Wiget, especialista en medicina de montaña, me dijo que en caso de un diagnóstico equivocado de edema, un diurético allá arriba, con la sangre espesa, puede acarrear consecuencias fatales. Me siento obligado a advertir que ingerir pastillas a ocho mil metros, ofrecidas con toda la buena voluntad por un camarada, es muy peligroso; sólo pueden tomarse bajo prescripción de un médico presente en la expedición, lo que vale para cualquier medicamento.
En el Dhaulagiri, tras tomar algo para la circulación sanguínea, todos teníamos los pies muy calentitos, pero nuestra forma física había descendido a los mínimos. Perdí la cima del Nanga Parbat por culpa de un medicamento que en la oscuridad confundí con una aspirina. No quiero meterme en el terreno de los médicos, pero sobre el tema de la reacción humana a ocho mil metros de altura, su aguante físico y su capacidad, apenas si se ha investigado. Desde mi punto de vista sólo se deben ingerir medicamentos cuando no hay otra solución y en ese caso sólo para poder volver abajo. La aclimatación es, evidentemente, lo más importante: al menos tres semanas para un ochomil.
Pero escuchemos lo que tiene que decir sobre este tema un conocido médico especialista de montaña.
AFECCIONES A LA SALUD POR LA ALTURA
por Franz Berghold
Aunque el organismo humano básicamente no está hecho para la vida y la escalada extrema a grandes alturas; puede adaptarse asombrosamente bien e incluso realizar magníficos esfuerzos corporales mientras se mantenga dentro de las reglas para las estancias en tales alturas.
¿Pero qué ocurre cuando la adaptación no funciona?
Hay que distinguir entre causas directas e indirectas.
Todas las formas del llamado mal de altura son desfases en el acoplamiento, debido a la falta de oxígeno en el aire que se respira. En casos extremos puede llegar al temido edema pulmonar o cerebral.
El edema pulmonar se presenta predominantemente entre los 3500 y los 6000 metros. El agua de los tejidos entra en los pulmones, lo que se nota en la respiración dificultosa del afectado, que al mismo tiempo se esfuerza en buscar aire y que apenas puede mantenerse en pie. El transporte a cotas menores, mejora rotundamente el dramático cuadro clínico.
El edema cerebral no aparece con tanta frecuencia como el pulmonar, pero acaba con más facilidad en la muerte. Las causas de la formación de ambos tipos de edema siguen aún sin estar muy claras y no existe todavía un medicamento definitivo contra ello.
En general este tipo de edemas, en contra de la opinión generalizada, se da pocas veces. Con bastante más frecuencia aparecen desequilibrios indirectos mucho más peligrosos en la adaptación a la altura.
La continua pérdida de agua corporal en las escaladas a gran altura, supone una mayor amenaza que la escasez de oxígeno en sí. A través del sudar y de la respiración, el organismo del escalador de alta montaña pierde varios litros de agua diarios. El consecuente espesamiento de la sangre conlleva una serie de peligrosas consecuencias, tales como embolia pulmonar, ataque de apoplejía o bloqueo agudo del corazón. De ello mueren, en las escaladas a las grandes cumbres, más personas que por edema.
La llamada «lenta muerte de altura» (high altitude deterioration) está presumiblemente detrás de la progresiva pérdida de agua, aunque también lo está con la escasez de oxígeno. Sobre esto hay opiniones muy diversas, pero una cosa está hoy en día bien clara: sobre todo en alturas extremas, el motivo principal de afecciones a la salud, tanto peligrosas como mortales, es la pérdida de líquido del cuerpo. Aquí, por cierto, se establece un círculo vicioso. El progresivo espesamiento de la sangre por la pérdida de agua frena naturalmente el transporte de oxígeno a las células. Esto significa una mayor escasez de oxígeno, pues éste hace falta con urgencia para poder realizar los esfuerzos.
La escasez de oxigeno sumado a la pérdida de agua (espesamiento de la sangre) significa, en primer lugar, una peligrosa disminución del rendimiento. No sólo muscular, sino sobre todo de la capacidad de rendimiento espiritual. El riesgo de accidente, relativamente alto en las escaladas a gran altura, está sin duda relacionado con la falta de oxígeno del cerebro. Así se explica por qué, frecuentemente, algunos alpinistas cometen actos irracionales, graves faltas de apreciación y toman decisiones alpinísticas que más tarde, en la calle, son sopesadas con horror. Está claro que por ello aumenta el peligro de accidentes, incluso más que por culpa de condiciones objetivamente externas.
Finalmente unas palabras sobre ciertas molestias inofensivas a grandes alturas: edemas subcutáneos, hemorragias retínicas y dificultades respiratorias durante el sueño. Inofensivo no significa que no amenacen. La aparición de éstos síntomas debe tomarse como aviso de que esa persona tiene problemas con su adaptación a la altura. Por muy graves que sean no muere uno de edema subcutáneo o de dificultades respiratorias, ni se queda uno ciego por una hemorragia de retina. Pero estas personas deben tener cuidado y no caer en algunos de los graves problemas anteriormente descritos.
Volvamos a la medicina natural:
Lo mejor es el «somnífero de Hermann Buhl», un barril con veinticuatro litros de cerveza preparado con el «kit» de cerveza que Julie trajo de Inglaterra. Durante tres semanas lo pusimos a fermentar con azúcar, en el lugar más calentito de la tienda de reunión del campamento italiano, una semiesfera roja y azul gigante en la que caben veinte personas. Hay tres semiesferas de éstas que cuentan con iluminación lo mismo que la «calle» que las separa, todo ello abastecido por unas baterías solares, brillantes y plateadas. Una hilera de casas, como un rebaño colorido de triángulos de tela puntiaguda, rodea el centro del campo.
Para alejarnos del bullicioso campamento italiano, donde continuamente se escucha el dialecto de Bérgamo, Milán o Génova, Julie y yo hemos puesto nuestra tienda un poco más allá, sobre una colina de escombros, desde donde disfrutamos de una magnífica vista sobre el centro del campamento base de Quota 8000, a modo de visión futurista de una colonia en Marte. El cable eléctrico no llega hasta nosotros. No importa, tenemos velas.
Nuestro barril, en el que fermenta la cerveza, es del agrado de todo el pueblo. Continuamente está viniendo gente, para hablar del tiempo, del K2, de las vías… y así, como quien no quiere la cosa, se informa del estado de la cerveza. Willi Bauer «prueba» constantemente el proceso de maduración. Acabamos considerándole un químico de la alimentación. Cuando por fin nuestra cerveza está lista, se convierte en un éxito espumoso y atronador. Incluso del lejano Chogolisa llega gente para hablar del tiempo… Menos mal que Julie ha traído un segundo kit cervecero. En pocas semanas volveremos a tener cerveza.
A veces, cuando estoy en la punta de la morrena, desde donde hago fotos del campo base con el teleobjetivo, o espero asistir a la escena de la caída de un alud, reparo en que Julie no anda cerca. Sé entonces que se ha ido al otro lado del glaciar con su espada japonesa, a entrenar y meditar. O sencillamente ha ido a distraerse con Norman Dyhrenfurth, el viejo cineasta, a escuchar sus historias sobre sus vivencias en el Himalaya, tormentas en la cima, la búsqueda del hombre de las nieves y otras muchas cosas. Norman se alegra de la visita de la casi siempre alegre mariposa, que luego sigue revoloteando hasta Goretta y Renato, continuando luego hasta nuestros amigos vascos del Everest, Mari y Josema, y luego, siempre alegre, va a darle consejos al cámara italiano sobre sincronización del sonido. Excepto cuando practica el budo y aikido, desapareciendo entre las torres de hielo, siempre está cerca, y más tarde o más temprano, acabamos encontrándonos en cualquier punto del poblado sobre la morrena. Pero cuando coge su espada y cruza el arroyo glaciar para meditar, para entrar en el centro de su ser, o para realizar los precisos y difíciles movimientos de las artes marciales —una «lucha» que parece una balada con un contrario o compañero invisible—, entonces la dejo sola, no estorbo su círculo mágico.
Sólo me llevó una vez con ella.
«Tengo dos pasiones, la montaña y las artes marciales…», así me lo dijo.
Fue precioso estar con ella.