«Para mí es una pasión. Muchos pensarán que estoy loca por amar una montaña. Pero el K2 es una montaña muy especial».
(Julie Tullis, mayo de 1986).
Aeropuerto de Karachi 15 de mayo de 1986, dos de la madrugada.
«Agostino gave me a good hug… and the warm greeting I got from the rest of the group, I felt to be in a big happy family». Julie está emocionada de volver a ver a nuestros amigos del espolón norte. Han pasado tres años, pero seguimos siendo como una familia, nos abrazamos, va a ser bonito volver juntos al K2. No, no todos los que están aquí estuvieron en aquella ocasión, la expedición Quota ocho mil (una asociación que se ha propuesto escalar todos los ochomiles en cinco años) consta de 16 componentes, un autobús lleno. La vibración es consecuentemente alegre e italianamente ruidosa.
Pocos días después nos encontramos en un alegre viaje por la autopista del Karakórum hacia Skardu. ¡Veintitrés horas! ¡Y qué viaje! «El chófer pakistaní no se inmutaba ni ante los socavones ni frente a las curvas, se aferraba al volante para permanecer sentado y sus sufridos pasajeros acabaron sacudidos y llenos de moratones al final del viaje. Kurt además había pillado la gripe en algún lugar», cuenta Julie en las notas que, como siempre, toma para nuestra nueva película. Mal comienzo: movía mi brazo izquierdo con dificultad, los hombros me dolían y tuve que meterme en la cama con fiebre a la llegada a Skardu.
El doctor Karl Herrligkoffer —jefe de una gran expedición y médico—, que estaba a punto de partir hacia el Baltoro, me trató y me puso de nuevo en pie. Pero durante la marcha de aproximación a través de los desfiladeros del Braldu tuve que pelearme tanto con sus aguas turbulentas, para arriba y para abajo, que finalmente Julie y yo acabamos con un pequeño grupo de cinco porteadores a dos días de diferencia del grueso de la expedición. Lo cual, además de permitirme mejorar día a día, tenía otra ventaja: quedamos absueltos de la prisa general por alcanzar el campamento base.
«En la cura que Kurt se había recetado iba incluida un día de estancia en los manantiales calientes que hay poco antes del pueblo de Askole». Pasamos muchas horas echados en aquella «bañera de roca natural y redonda», oliendo el olor azufrado del vapor del agua, contemplando las montañas nevadas que se elevaban alrededor nuestro. Sería nuestro último baño caliente en las, por lo menos, ocho semanas siguientes, y además consiguió que de verdad desaparecieran mis dolores musculares.
Entre tanto Hildegard hacía tiempo que había regresado con el material filmado en Tashigang a Europa, mientras Christian permanecía allá arriba en «su» pueblo, donde se sentía como en el cielo. También Julie y yo tuvimos que desconectarnos, desengancharnos de la atmósfera del asentamiento tibetano en el que habíamos vivido. Despacio, cada vez más y más, regresábamos a la montaña de nuestros sueños. En opinión de Julie era un doble viaje a través del tiempo. Por un lado al K2 y por otro a nuestros amigos italianos. De todas las empresas de diversas nacionalidades en las que había participado, la convivencia con los italianos le recordaba, precisamente, a la atmósfera que resulta de un grupo familiar. No viene al caso que ella no fuera italiana y la única escaladora femenina…, escribió Julie.
Estábamos todavía en la zona de los pueblos, brillantes oasis verdes, que aparecían continuamente en el paisaje, y que debían su existencia a los kilométricos canales horizontales, cavados con el trabajo de generaciones en los flancos del estrecho valle. El agua venía de los arroyos de montaña que tenían su origen más arriba, en algún lugar de los helados campos y glaciares.
Askole está a tres mil metros y es el último pueblo en el difícil y a veces peligroso camino hacia las montañas del Baltoro. A través de cien kilómetros en los que te mueves, la mayoría de las veces por senderos de cabras, siempre debajo de bloques que cuelgan en precario equilibrio en algún lugar por encima de ti. Es un reino de poderosas paredes; escombreras gigantes que pueden ponerse en movimiento en cualquier instante. Sí, aquí hay que tener los ojos bien abiertos Después de algunos brazos de río que hay que cruzar, vienen cuarenta kilómetros por el poderoso glaciar. De diez a catorce días dura la marcha de aproximación por uno de los lugares más salvajes de la tierra.
Los baltís nativos ganan como porteadores alrededor de mil pesetas al día en jornadas de ocho horas de acarreo de material, cajas, bidones de plástico o sacos marinos de veinticinco a treinta kilos en los que el material y el aprovisionamiento es llevado al campo base. «Les tienen que doler los hombros debajo de las finas ropas de lana de hilo debido a las cuerdas para portear. Además estas gentes se alimentan sólo de chappatis (bollo de pan), té, y de vez en cuando, lentejas».
Llegar al K2 es en sí una aventura. «Temo más lesionarme durante la marcha de aproximación que en la escalada que tendremos que hacer en la segunda montaña más alta del mundo», escribió Julie. Cada vez estamos más cerca de la montaña de las montañas y ella lo siente:
«… K2, K2…, se repetía como un eco a cada paso en mi pensamiento. K2, K2…, vaya un nombre más tonto para la segunda montaña más alta del mundo. Pensaba en la familia y en el hogar que estaba a medio mundo de distancia y lograba sacarme el eco de la cabeza, pero aparecía otra vez, embrujándome igual que lo venía haciendo desde hacía varios años. Para mí es una pasión. Muchos pensarán que estoy loca por amar una montaña. Pero el K2 es una montaña muy especial».
Fue la marcha de aproximación más bonita que jamás viviéramos. Los cinco baltís que venían con nosotros eran amigables y predispuestos a ayudar. Cuando a lo largo del camino nos encontramos con grandes expediciones de más de doscientos porteadores, nos alegrábamos de la intimidad que nuestro pequeño grupo tenía. En el Circo de Concordia —punto de encuentro de enormes ríos de hielo— apareció el K2 frente a nosotros, y ambos nos sentimos felices.
Estábamos en casa.