«It’s a crazy life, but it’s a good life», me escribe Julie a casa. Es una locura de vida, pero una buena vida.
Dos semanas más tarde nos encontramos de nuevo, esta vez en Viena. La vida que llevamos nos lleva de aquí para allá: Londres, París, Frankfurt, Múnich… y el lejano Himalaya. Depende de la meta de una expedición, o donde haya que rodar o apalabrar una película, cosa que a veces nos lleva varios meses. El último año, después de un intento al Everest por la arista Noreste, fuimos desde Pekín a Inglaterra, vía Hong Kong. Apenas sí permaneció Julie diez días en Inglaterra, durante los cuales celebramos con todos los amigos el 50 cumpleaños de Terry. Luego un avión nos llevó a Islamabad y una semana después estábamos filmando en la vertiente del Diamir del Nanga Parbat para el programa de televisión de Lutz Maurer «Land der Berge». En Lhasa apagamos al primer soplo 99 velas. Hemos nacido ambos en marzo, en días consecutivos, así que celebramos nuestros cumpleaños juntando velas.
Yo ya era conocido como «el cámara de los ochomiles» y ahora «el equipo de cine más alto del mundo» no paraba de trabajar.
Para poder llevar adelante nuestra vida aventurera e insegura debemos estar muy atentos y vigilantes; es como saltar de isla en isla, cosa que no siempre se consigue. Pero estamos decididos a no rendirnos… así que somos felices con nuestra vida, que a veces se asemeja a un baile en la cuerda floja.
Esta vez el destino se está cociendo en Viena, en la sede de la ORF, en el Küniglberg, donde está el abstracto «castillo» de la TV austríaca. Por sus pasillos proyectados armónicamente, según los principios de una mente inexplorable y retorcida, me he perdido con regularidad. Es más fácil para mí abrirme paso a través de cortados de hielo que encontrar aquí cualquier departamento de la ORF. El aire acondicionado me ha llevado a soñar con noches de vivac cuando he tenido que tirarme cuatro semanas ante la mesa de montaje. Pero también reina en este espacio el equilibrio del espíritu austríaco y reconozco haber conocido aquí gente realmente encantadora. El cocinero de nuestro destino es un hombre importante que tiene el poder de decisión financiera del departamento de ciencias, el «Magister» Peter Pfannenstiel (coincidencia: este apellido en castellano significa «mango de sartén»). Su cara tiene la tranquilidad de la luna llena y su aspecto exterior es un símbolo de la impasibilidad, algo que también reposa en su alma. Julie y yo le cogimos enseguida un gran cariño, no sólo por el presupuesto que le presentábamos sino también por la confianza y esperanza que irradiaba. Al igual que su jefe el doctor Alfred Payrleitner, actuaba por un lado con el conocimiento científico y preciso, y por otro como un narrador muy imaginativo. En ellos confiábamos al igual que en la gentil secretaria con la que charlábamos mientras tomábamos café. Julie y yo soñábamos con ponerle sobre el tapete a este trío: otros muchos pueblos en los que queríamos vivir, podía ser el Tíbet, los esquimales, la selva, o cualquier sitio en el fin del mundo.
Estaba claro que nuestra película tenía que ser absolutamente puntera en su género.
Para hacer la película no bastaba con esto. Hildegard, una de mis dos hijas de mi primer matrimonio —con Tona—, estudiaba etnología en Viena. Junto con su marido Christian estaban inmersos en la vida de un pueblo tibetano del Himalaya. Por motivos misteriosos sus pobladores habían abandonado, hace algunas centurias, la provincia de Tingri y se habían instalado en la zona fronteriza del Tíbet, Nepal e India. Hildegard y Christian, que hablaban algo de tibetano, fueron adoptados por una familia y en muy poco tiempo dominaban el idioma. Su vida entre los tibetanos y sus descubrimientos llenarían por sí solos todo un libro.
Como yo conocía el lugar —estaba cerca de una montaña sagrada— decidimos entre los cuatro hacer una película con los conocimientos de los etnólogos y técnicamente desarrollada con la labor de rodaje de Julie y mía. Fue una unión fructífera, pues aunque el «equipo de cine» no fue adoptado en el pueblo, pertenecíamos a la «familia». Fue algo de incalculable valor para nuestro trabajo y, además, la convivencia con los tibetanos nos deparó algunos de los días más maravillosos de nuestra vida en común.
En el último momento algo más se metió por medio. No lejos del sitio, entre las montañas, rodeado de un bosque mítico de rododendros, había un lugar sagrado dedicado al culto de la fecundidad y que también entraba en los estudios de mi hija. Fue un designio de la providencia: me sorprendí algo cuando, precisamente antes del primer viaje, de los dos planeados a Tashigang (para cubrir aquí todas las épocas del año), constaté que la bendición del lugar sagrado había pasado por encima de Hildegard dejando su huella. Me había hecho abuelo. La ciencia austríaca hizo la vista gorda mirando hacia el futuro y así rodamos la primera parte sólo con Christian. Para la segunda Hildegard ya estaba presente, mientras que Tona corría durante dos meses la suerte de todas las abuelas. Fue, por cierto, en el campamento base del Everest donde finalmente me enteré del nacimiento de mi nieta. Se llamaría Jana. Estábamos sentados sobre cajas de whisky escocés y enseguida aparecieron dos botellas encima de la mesa. Brindamos por Jana frente al Chomolungma con los montañeros de la expedición británica. ¡Así de fácil se hace uno abuelo!
Algo parecido pasó con Karen, la rubia hermana de Hildegard, que estudiaba en Viena. Cuando un día hablando opiné que se tomara su tiempo y no tuviera prisa —obviamente no me refería a los estudios— me pareció algo desconcertada. Emocionado me pasé la mano por mi barba de abuelo: ahora lo era por segunda vez. Esta nieta se llama Rubi. El yerno, un ingeniero agrónomo.
La primera parte de la película sobre el pueblo tibetano estaba terminada. El Magister Pfannenstiel estaba radiante, nos estrechó efusivamente la mano y nos mandó con dinero y su bendición de nuevo a Tashigang. Christian estaba allí desde hacía siete meses… en realidad ya no vivía más que allí.
Hildegard, Julie y yo hicimos nuestras maletas, unos en Bolonia, otros en Tunbridge Wells y otros en Viena, y nos reunimos en Múnich, para volar un soleado día de marzo a Katmandú.
Julie y yo llevamos todo muestro material para el K2, pues después de Tashigang no nos iba a dar tiempo de regresar a casa. Teníamos que ir directamente a Karachi para unirnos a los escaladores de la expedición «Quota 8000». A la mayoría de ellos los conocíamos pues eran nuestros amigos de la expedición al K2 por la vertiente china.
Sentados en el avión pensaba lo difícil que había resultado encontrar una combinación que nos llevase de vuelta al K2.
Parecía cosa de brujas. Cuando me enteré que se preparaba una expedición americana a la cara norte del K2 me entusiasmé enseguida. Y me preparé para realizar cualquier concesión. Ése era el lugar con el que Julie y yo soñábamos.
Escribí enseguida al jefe de la expedición, Lance Owens. Incluso recibí una llamada de un escalador de Washington… Pero no hubo nada que hacer. La conexión se rompió, mis cartas quedaron sin contestar. Cuantas cosas podrían ahorrarse unas personas a otras con una sencilla declinación. ¿No estaban interesados en obtener un documental? ¿Influyó el hecho de que participase una mujer y que el K2 no hubiese sido escalado aún por ninguna? Julie, que estaba en contra de cualquier competición, no le hubiera negado nunca ese honor. Estábamos muy tristes de que nuestra gran esperanza de volver a aquella tierra inefable se pudriese sin ninguna consideración.
El siguiente shock fue todavía mayor. Supe que una expedición austríaca de guías de montaña tenía autorización para el K2. Más tarde me enteré de que sólo tres de los participantes tenían experiencia en el Himalaya. Como guía de montaña que era veía posible poder unirme a ellos de manera formal. Las reglas pakistanís para expediciones fijan en por lo menos cuatro el número de montañeros. De ahí que un equipo de dos no tenía otra posibilidad que unirse a otro.
Yo había dejado claro a los austríacos que nos financiaríamos nosotros mismos, que éramos un equipo independiente y como tal queríamos permanecer, con nuestro propio material, avituallamiento y todo lo demás. Incluso ofrecimos rodarles gratuitamente una película para sus conferencias posteriores. La respuesta me conmovió: «No queremos estrellas»… Fue lo que me contestó Hannes Wieser por teléfono tras una reunión con los «determinadores», como él los llamaba. No daba crédito a lo que mis oídos habían escuchado. No me sentía una estrella y después de treinta años por las montañas de todo el mundo nunca me había comportado como tal. Al fin y al cabo se trataba de ahorrarse un trámite burocrático, una formalidad. Me resultaba incomprensible. No sabía que el K2 no había sido ascendido aún por los austríacos.
Unos amigos polacos, que también tenían un permiso para el K2, nos hubieran llevado gustosos pero necesitaban dólares y no una película.
Maurice y Liliane Barrard, con quienes hablamos en París, nos hubieran admitido en su pequeña expedición, pero salían demasiado pronto. No nos hubiera dado tiempo a terminar la película en Tashigang.
En ese momento crítico nos ayudó Renato Casarotto. Él quería llevarnos y se lo había dicho a otro equipo de dos que, por culpa de la famosa cláusula, estaban también pendiente de encontrar «enganche»: Mari Abrego y Josema Casimiro, amigos vascos que conocimos en el Everest en 1985. Desgraciadamente tampoco nos cuadraban las fechas para terminar de filmar en Tashigang. Hubiera sido una combinación ideal. A última hora me enteré de que también nuestro amigo Agostino da Polenza iba al K2. Con él estuvimos en China y su expedición iba a partir más tarde. Agostino nos admitió sin rodeos. Julie y yo estábamos felices con esta solución.
Una cosa nos maravillaba: medio mundo se iba a juntar este año en el K2.
Katmandú. ¡Mala suerte! durante el vuelo una picadura de mosquito, aparentemente inofensiva, ha producido una reacción alérgica en Julie. Los dedos se le hinchan. Vamos al hospital canadiense, donde la tratan. La hinchazón remite pero los dedos le quedan entumecidos. Pensando en el K2 Julie estuvo preocupada mucho tiempo, pero gracias a Dios el entumecimiento no acarrearía riesgo de congelación y poco a poco fue mejorando. También nos enteramos de que en la región a la que vamos han muerto seis personas de meningitis en los últimos meses. Nos vacunamos. Diez días después llegamos por fin a Tashigang y allí nos olvidamos de todo lo demás.
Las montañas están cubiertas de un manto espeso e impenetrable de árboles, negro y verde oscuro, otras veces brilla en tonalidades verdes y amarillentas, depende de la luz que caiga sobre este bosque selvático. Nubes de ramas y hojas enmarañadas, siluetas que crecen. Troncos curiosamente retorcidos, llenos de musgo, encostrados los unos en los otros, sinuosos, con brazos extendidos hacia el cielo, en cuyas puntas crecen, como dedos, orquídeas de color lila. Enormes cortinas de lianas que cuelgan hasta el suelo… algún claro, algunas laderas, y allí, en medio de un campo de terrazas ordenadas como escalones, algunas casas pequeñas, en grupos. Los techos abombados, están hechos de mantas de bambú entrelazado y llegan casi hasta el suelo. Pareciera que un grupo de pescadores hubiera puesto sus barcas, con las quillas mirando al sol, en medio de las terrazas.
Aun cuando el gran río, el Arun, se encuentra a un día de marcha, en Tashigang —tierra de montaña— hay agua por todas partes: helechos, líquenes y musgo la retienen como una esponja entre lluvia y lluvia. Una y otra vez vuelve a estirarse un velo gris sobre la región, torres de nubes que se elevan continuamente. «It’s water everywhere on my tape», se había quejado Julie ya en la primera grabación de sonido en el pueblo. Eso sí, con una sonrisa, pues se está aquí demasiado bien como para calentarse la cabeza. Hay murmullos de agua por todas partes, cerca y lejos, en los cortados verdes, entre escalones oscuros de rocas, cascadas que se precipitan, como bandas blancas, desde un valle verde y marrón, al vacío. Sí, incluso detrás de donde Julie y yo hemos instalado nuestro equipo de cine, un almacén de grano hecho de bambú trenzado y sujeto en el aire por cuatro postes gordos como brazos, no hay más que torcer la esquina para encontrar un arroyo claro de agua cristalina. En medio brillan las motas rojas de los dulces arándanos.
«Phagpa-lemu» nos dice sonriendo bajo el pelo negro y encrespado Drugpa Aba. Los ojos oscuros en la cara del tibetano, de piel de cuero curtida por el sol, nos miran con benevolencia mientras los arándanos se nos deshacen en la boca. Desde la adopción de Hildegard y Christian es su hermano. Viven con él y con toda la familia del campesino de montaña en la casa que hay por debajo de nuestro cuartel general. Allí la abuela dirige el regimiento, ella es la Drongpa Ama, lo que significa «madre de casa». El abuelo, un hombre tranquilo y callado que, como asegura Hildegard, narra maravillosamente, vive casi todo el año en los pastos de altura; los hay hasta a cinco mil metros. Ya en primavera, el septuagenario, con todo su rebaño, atraviesa descalzo un puerto de montaña aún nevado. A veces la abuela le visita allí arriba y le lleva algo de aguardiente y al mismo tiempo controla si ha hecho suficiente mantequilla.
Drugpa Aba tiene cinco hijos, y su nombre significa «Padre de Drugpa» (Drugpa fue su primer hijo). Pasangbuti Ama —madre de Pasangbuti— su segunda mujer, tras la separación de la primera, es una persona resuelta. Su risa chillona atraviesa cualquier enjaretado de bambú y se ha ganado entre nosotros el apelativo de «la chillona». ¡Hay cada carácter aquí! Como Kaili, a quien Hildegard llama la viuda alegre…
La garbosa y fuerte Kaili —fue un espectáculo verla arar con dos toros mientras la filmaba— había intuido, dos casas más abajo, mi llamada de ayuda para coser ropa y se había presentado rápidamente: asintió con la cabeza, examinó los daños y tocó expertamente el pecho, la espalda y los brazos…, luego Julie sacó, por el interés de la película, el costurero.
A diferencia de los etnólogos, que por principio viven y actúan como los nativos, he pensado en la alimentación complementaria para un escalador (y cameraman, que tiene que sujetar la pesada cámara Arri) en nuestro hogar aéreo: un queso de yak, grande como una rueda de carro (de Katmandú), y varias mantas de tocino austriaco. Son mi consuelo, cuando por cortesía, sentado alrededor del fuego familiar, engullo la diaria papilla de mijo que con un poco de verdura mejora el sabor. Mi idea de matar un pollo y —debo confesar— pillar de paso, por lo menos un ala, fue aceptada con gratitud: durante cinco días la familia comió papilla de mijo y caldo de pollo con trocitos milimétricos de carne.
Esto fue en el primer viaje. Ahora, en el segundo, después de la comida me retiro como un oso, a nuestro aéreo «El Dorado». Allí Julie comparte mi simpatía por las viandas no etnológicas. Cuando un día me presenté a la abuela con tocino, atún y queso para la familia campesina, coseché agradecimiento, pero también me llevé una bronca etnológica. En fin…
Además del gonden —nombre del espeso y pegajoso mejunje de cereales, que, con algunas patatas, es la principal alimentación— la abuela fabrica también, a base de mijo y maíz, una bebida alcohólica, el chang. Y del chang se saca el rakshi. Todo un espectáculo. El montaje para destilar tiene un metro de altura, tres pisos de ollas y un cono de cobre lleno de agua donde los vapores alcohólicos se enfrían y condensan.
La culpa de que no haya filmado nada más que un sólo amanecer la tiene precisamente el rakshi. Pues en cuanto clarea, aparece Drugpa Aba en la puerta del cobertizo cantando una canción, llama amablemente a la puerta e introduce un tazón humeante lleno de rakshi. Por mucho que uno se haga el muerto no sirve de nada: hay que bebérselo. Drugpa Aba sonríe, intercambiamos algunas palabras tibetanas. Bebemos el aguardiente caliente.
Julie me pasa el tazón, yo se lo devuelvo, ella me lo vuelve a pasar y Drugpa Aba espera con infinita paciencia. Después de semejante martillazo, se hunde uno entre nieblas en el saco de dormir y no vuelve a abrir un ojo hasta bastante más tarde.
¿Qué debería contar de nuestro trabajo de rodaje? Fue interesante y abundante. Dos viajes, cuatro estaciones del año. Un paraíso que retuvimos porque lo vivimos, lejos del vértigo de nuestros días. Sólo así fue posible. Aquí la naturaleza divide el tiempo, son hombres satisfechos. Los pobladores de Sepa, que así se llama la región, llevan una vida dura pero mantienen el equilibrio con el mundo que les rodea. Pocas veces nos hemos reído tanto como con las gentes de Sepa.
Cuando Julie y yo no estábamos, Christian había filmado algunos acontecimientos, pues había que cubrir todo el año. Así por ejemplo rodó el monzón, la época de las grandes lluvias en verano. Hildegard y Christian estuvieron siempre, hasta ocho meses seguidos, viviendo continuamente, durante tres años, en el pueblo, juntos o solos, para poder hacer su doctorado.
Phagpa-lemu —nombre local de los arándanos— significa «muy bueno para los cerdos», pero también podría significar, como me dijo Hildegard, que «gusta a los arianos». Quien haya probado los frutos de Tashigang entenderá, en cualquier caso, el sentido de estas palabras.
Cuando tenía sólo siete años llevé a Hildegard al Gran Sasso y, bastante más tarde, al campo base del Everest donde, de paso, escalamos el Island Peak de más de seis mil metros. Ahora mi hija, medio soñadora, medio resolutiva, habla correctamente el tibetano. Con su delgada y rubia belleza tiene siempre ganas para todo y no hace falta convencerla mucho. Para ella y para Christian, Tashigang se ha convertido en su segundo hogar, aparte de que por su trabajo investiguen la vida y religión de estos tibetanos. Un barbudo Naksong —uno que entra en la oscuridad— está en contacto con las fuerzas de la naturaleza, los espíritus que habitan en rocas, árboles y agua. También es médico y cura, no los síntomas, sino la raíz de las enfermedades. Por otro lado, el lama —perteneciente a los «capuchas rojas», que son los seguidores de la forma más antigua del budismo en el Tíbet— trabaja siempre con él, en bodas, peregrinaciones y procesiones a lugares sagrados. Ambos están casados, tienen familia, casa y campos. No hay aquí conventos, ni monjas ni monjes.
Cuando alguien quiere saber algo sobre el futuro, ha de consultar a «las pitonisas». Cualquiera de las tres tibetanas del pueblo vecino leen la mano y, cuando caen en trance, hablan a través suyo los espíritus de las montañas o algún lama muerto.
En la semioscuridad del recinto, la luz del fuego baila en la cara de la tibetana. Sus ojos miran hacia arriba, buscando en la oscuridad. Un canto extraño agudo y rítmico sale de su boca… empieza a agitarse, los brazos, las manos, todo su cuerpo se estremece cuando entra en trance. El lama hace las preguntas. Ella contesta con una voz extraña y extraterrestre.
Son momentos de una época en la que el K2 estaba muy lejos de nosotros. Julie y yo sabíamos que siempre volveríamos a Tashigang.
Pertenecíamos a este lugar.
Hace muchos años ya había experimentado la magia de un lugar sagrado en un valle cercano, sin saber que me encontraba en un «lugar de poder». Afectado de una tos fortísima y con el cuerpo en el límite, tuve que abandonar en el último asalto un ochomil y me refugié en un bosque de rododendros para aclararme conmigo mismo y con el mundo.
Fue algo notorio.
Tenía que conformarme con no volver nunca más a subir tan alto. ¡Cómo podría atreverme a escalar la quinta montaña más alta del mundo! Sobre todo después de una pausa de 18 años, en la que había conocido muchos lugares del planeta, pero no me había vuelto a acercar a la línea de los ocho mil.
Viví una semana, completamente solo, entre rododendros florecientes y gigantescos abetos del Himalaya en un extraordinario lugar que llamé bosque mágico. Allí ocurrió: no sólo se me aclaró todo…; significó no abandonarme a ningún dolor, la enfermedad sanó en pocos días, y curiosamente, cuando había renunciado a todo, me sobrevino una fuerza, unas ganas enormes de hacerlo todo.
Volví y escalé el Makalu, poco después —en otoño— el Everest, al verano siguiente el Gasherbrum II. Mi fervor por filmar me costó alguna que otra cumbre, pero casi siempre llegué hasta las últimas alturas.
A cambio de que alguna vez no pudiéramos alcanzar la alegría de hacer cumbre, Julie y yo tuvimos suficiente compensación pudiendo bajar para otros, haciéndoles partícipes del mundo salvaje, cristalino y tormentoso de los ocho mil.
Julie tenía 47 años —aunque parecía una treintañera—; yo tenía 54. A los dos nos iba todavía muy bien allá arriba. Parecía que la montaña nos devolviera las energías que nos dejábamos en cada subida. Todavía, durante algunos años, queríamos dedicarnos a las más altas cumbres. El Nanga Parbat aún nos llamaba; Julie pensaba en el Everest, incluso quería convencerme de volver a escalar el Makalu. Pero Tashigang nos hizo pensar que allí estaba nuestro futuro. Traer con nosotros cómo viven estas gentes, fue algo completamente distinto a filmar una expedición. Tendría además, sin duda, mucho más significado para todos los demás. El primer premio del Festival de Trento para «Tashigang, un pueblo tibetano entre el mundo de los hombres y de los dioses» lo confirmaría más tarde.
El pasado, que habíamos vivido recientemente, dudaba dejarnos. Julie había interrogado al oráculo de la tibetana para el Makalu, pero la mujer respondió poco claramente, dijo «qué iría muy alto». En ese momento nos íbamos al K2.
Una vez hablé con Hildegard de mi experiencia inexplicable cuando estuve en el Makalu; ella sonrío y me dijo: «Quizá fue Jinlab». Y me narró lo que le dijo una monja tibetana de la región del Everest sobre el hechizo de la montaña (bendición mágica).