K2, la montaña soñada.
El espolón norte

«… ninguna visión de una montaña me ha

impresionado tan hondamente».

Eric Shipton

Inundación en el alto valle
A lomos de camello en el Sinkiang

Inundación en el valle de Shaksgam. Un sonido dominante llena el cielo con su furor y el aire parece temblar. Mi camello se apoya contra la corriente del río. La espuma, el retumbar y el zumbido del agua salvaje nos rodean por todas partes. Siento cómo el animal tantea con las patas en el fondo, buscando posibles agujeros y pozas escarbados por la violenta corriente en el lecho pedregoso y arenoso del río.

¡Inundación! La misma violencia de un alud… Te sabes impotente, incapaz de hacer nada si el agua sigue creciendo. Al contrario que en la ira de una tormenta aquí tienes miedo. Oyes el estrépito… como cuando en una pared, en algún sitio por encima tuyo, se sueltan y rompen masas de nieve, precipitándose hacia abajo y no sabes dónde… sólo escuchas el estruendo.

¿Tendrán un sexto sentido los camellos del Sinkiang? Mi animal parece muy tranquilo mientras, tanteando, avanza contra la violencia del agua. Fíate del camello, Kurt.

Estamos en el valle del Shaksgam, a 4000 metros de altura. Es un territorio despoblado, uno de los lugares más inaccesibles de la tierra; glaciar, desierto y alta montaña, todo junto. Debe tener unos doscientos kilómetros de largo y no ha sido aún cruzado de principio a fin.

Por su parte más alta, lenguas glaciares cierran, a modo de presa, el valle. Deberemos abandonarlo antes, pero por ahora es nuestro único camino. Durante dos meses al año, casi todo el verano, es imposible de atravesar debido al deshielo. Todavía ahora, a finales de agosto, el fondo del valle es una red de brazos del río e islas, de más de un kilómetro de anchura, encerrado entre las mortecinas paredes del Kuenlun y la cordillera del Karakórum. Llevamos varios días buscando, en zig-zag, un camino a través del gigantesco e inquietante valle.

¿Cuántas veces más habremos de cruzar el agua luchando contra la corriente? ¿Veinte…, treinta veces? Recuerdo cuando entrarnos aquí en primavera (época seca) camino del K2, era una corriente poco profunda y clara que surgía de la llanura de grava en el fondo del valle; deliciosa y pura agua de manantial que bebíamos. Ahora es un amasijo de cuerpos serpenteantes, pegados unos a otros en incontables ramales y ríos caudalosos que cambian de una hora a otra, según haya nubes o luzca el sol. ¿Quién sabe qué aspecto tendrá cien kilómetros más arriba? Esta tumultuosa corriente ocupa todo el fondo del valle, entre las paredes cortadas, verticales e inescalables de las montañas desérticas. No hay otra posibilidad. Nuestro camino está marcado: ¡Por el valle!

Siento como mi camello se echa hacia delante, despacio, está metido en el agua hasta la tripa. Por un momento crees que vas a salir despedido por encima del camello, pues ves cómo la corriente forma remolinos de espuma alrededor del cuello. Este efecto óptico puede costarte caro si intentas corregir tu equilibrio. Me aferró a las riendas y al pelo espeso del camello, encorvándome, en tensión, preparado para saltar en cualquier dirección si el animal pierde el fondo bajo sus patas.

Un grito medio sofocado hace que me gire justo a tiempo de ver cómo Rodolfo y Giorgio desaparecen en la corriente. Entre ellos sobresale la cabeza de un camello al que la corriente ha arrancado las patas del fondo. Mis compañeros son arrastrados velozmente hacia una pared rocosa. Nadie puede ayudarles. Justo antes de chocar contra el muro consiguen agarrarse a unos bloques que salen de la orilla. El camello, gracias a sus largas patas, ha conseguido salir antes. Definitivamente, no se puede salir de esta parte salvaje de la montaña, en el lado chino del K2, sin la ayuda de estos inagotables e indestructibles animales. Ayer perdimos cuatro cargas en el río, hoy tres. A pesar de las muchas oportunidades que se han presentado nadie se ha ahogado. Pero las salvajes corrientes de los ríos de montaña del Himalaya y del Karakórum se han cobrado ya algunas víctimas.

A estas alturas ningún conquistador de cimas quiere saber nada de cumbres. Somos un grupo de figuras esmirriadas, que después de cuatro meses en el desierto montañoso del Sinkiang sólo tienen un deseo en el alma: ¡estar en casa! Con este desesperado pensamiento nos precipitamos, una y otra vez; en la crecida corriente que nos cierra el camino de regreso. De brazo de río en brazo de río, de isla de grava en isla de grava, de día en día. Uno de nosotros tiene motivos para pasar miedo cada vez que vadeamos las aguas. Nuestro «vencedor de la cima» en el K2, el enjuto Agostino, no sabe nadar. El resto, los 22 miembros de esta expedición internacional —fundamentalmente italiana—, está harto del agua del Shaksgam. Estamos marcados por las fatigas de los meses pasados en la montaña, las caras han adelgazado y las ropas ondean fantasmagóricamente alrededor de nuestros enflaquecidos brazos y piernas. Uno ha perdido quince kilos, otro veinte, yo he llegado a veintitrés. Julie, que ha filmado conmigo la expedición hasta los ocho mil metros, ha perdido sólo diez kilos. Y a pesar de todos los sueños por adelgazar que suelen tener las mujeres, no está en el momento más oportuno para presentarse a un concurso de belleza. Lo mismo reza para Cristina, nuestra médico. Pero cuando se ha estado combatiendo por una misma montaña y se han compartido miedos, desilusiones y alegrías, se está por encima de muchas pequeñeces, lo que importa es el hecho de estar dispuesto a ayudar, el permanecer resuelto. Veo los ojos en el arrugado rostro de mi compañera. Sólo me interesa lo que tienen dentro. A pesar de su aspecto, no ha perdido nada de esa energía y fuerza que la hacen tan admirable. A veces esboza una sonrisa callada, entre rasgos tensos, debajo de mechones de pelo rebeldes, y a sus ojos asoma una luz profunda y confiada, como el brillo inexplicable de las torres de hielo… Lo que traemos de uno de los sitios más solitarios del mundo es: la felicidad.

A pesar de haber sido una de las expediciones más largas y duras en las que he participado, volvíamos todos en sincera amistad. Pasamos, como en toda expedición, algunas veces por situaciones arduas y difíciles y creo que precisamente el carácter italiano, afable y alegre, es un temperamento extraordinario para superar dificultades. El tiempo que habríamos pasado juntos en absoluto aislamiento, resolviendo incontables problemas, fue lo que finalmente nos había dado ese mutuo entendimiento.

Un libro juega mi destino

La tarde fue maravillosa y nada estorbaba la mirada en el gran anfiteatro que me rodeaba. Los peñascos de roca y las aristas del K2 crecían en un único impulso maravilloso hasta la cima de la montaña, 4000 metros por encima. La panorámica estaba más allá de mi imaginación. Y ahí estaba yo sentado, inmerso en una especie de tímido encantamiento; círculos y espirales de niebla que en una increíble lejanía asomaban o se hundían en cavidades y acantilados. Vi aludes, de cientos de toneladas de peso, desprendiéndose de glaciares colgantes, situados a casi a tres kilómetros de mi cabeza. El hielo quedaba molido en un polvo fino, que mucho antes de llegar al borde de la quebrada era arrastrado por el viento…; ningún ruido llegaba a mis oídos.

Éstas son algunas frases escritas por Eric Shipton en 1937 en su libro Blank on the map. El libro con que todo comenzó y que descubrí, hace años, en mi biblioteca. Sigue siendo para mí un acertijo el cómo llegué a este libro. Lo había heredado de una tía mía, a la que gustaba viajar, que no tuvo nada que ver con la montaña y que además no hablaba inglés. Por una nota del libro supe que lo había comprado en la India hace mucho, mucho tiempo, cuando yo aún calzaba patucos de bebé. ¿Por qué adquiriría el libro? Murió poco después y no pude preguntárselo. Debió ser mi padre quien finalmente lo pusiera en mi librería. El origen del libro permanece oscuro y su odisea es algo que de vez en cuando me mantiene ocupado.

Sin ese libro no hubiera ido nunca al espolón norte del K2, ni ésta se habría convertido en la montaña de mis sueños.

Pero ahí estaban las palabras de Eric Shipton que retenían la magia de esta montaña misteriosa. Las releía continuamente.

«De todo lo que puedas hacer, la exploración es la mejor parte», dice un viejo refrán de exploradores. Ciertamente, descubrir valles y montañas desconocidos supone una mayor aventura que escalar una montaña, por muy alta que esta sea, a través de una vía ya abierta y conocida. Sin embargo hay un punto de unión entre descubrimiento y escalada: explorar el lado oculto de una montaña, escoger e intentar una vía, seguirla hasta la cumbre. Esto vale también para los ochomiles.

La cara norte del K2: Eric Shipton sólo quería mirar, pero sucumbió al encantamiento. Allí es como si el espíritu de la montaña entrara en ti desde la primera mirada. Shipton lo había sentido. Creo haber recogido ese sentimiento de sus palabras. Espíritu que se fue transformando convirtiéndose en deseo. Despertaba en mí la nostalgia hacia ese lugar, a esa montaña, a una ruta hacia arriba por un mundo lejanísimo, mágico e inexplicable.

Con 8616 metros de altura el K2 es la segunda montaña más alta del mundo y la más bonita, mucho más bonita y difícil que el Everest, apenas 256 metros más alto. Los chinos lo llaman Qogir, una variación del nativo Chogori, que significa montaña grande. La mayoría de las veces la pirámide regular, enclavada en medio del Karakórum, sólo es visible desde el aire, sobresaliendo sobre las demás.

Desde el lado pakistaní, donde el K2 recibe el nombre de Kei tu[2] ya había visto la montaña en 1957 cuando fui al Broad Peak con Hermann Buhl. Luego, en 1979, con motivo de la escalada al Gasherbrum II volví a verla. Pero no pude explorar la misteriosa cara norte del K2, con su maravilloso espolón de 3600 metros, hasta 1982, gracias a un permiso especial del gobierno chino y en cordada con el italiano Bubu (Enzo de Menech). Sólo nos acompañaron cuatro chinos, seis camellos, dos camelleros vigorosos de Sinkiang y dos burros. La cara norte del K2 fue escalada por primera vez ese mismo año. Una expedición japonesa, que al llegar a los ocho mil metros de altura abandonó el espolón, cruzó el glaciar colgante y llegó a la cima por la vertiente vecina. Así pues, los últimos 600 metros del espolón seguían vírgenes cuando, a comienzos de mayo de 1983, salí con la expedición internacional italiana al K2. Una inmensa caravana de 120 camellos que se abría paso entre los cortados del Surukwat, en la cordillera Kuen-Lun, hasta los 4750 metros del paso Aghil, descendiendo luego al valle de Shaksgam, por aquel entonces casi seco. Luego seguimos hasta los 3800 metros de altura, a orillas del Sarpo Laggo, un afluente en medio de una gigantesca superficie de grava. Pero ahí estaba el Suget Jangal, un fenómeno natural en medio del desierto de montañas: un lugar verde, con hierba y algunos arbustos de pradera. Eric Shipton lo había descrito con asombro. El coronel F. Younghusband y el profesor Ardito Desio habían sido los primeros en explorarlo (1887 y 1929 respectivamente). Aparte de esto, ese kilómetro cuadrado de verde, conocido por pocos nativos, no había sido visto por ningún europeo. Desde el campamento base inferior («campo casa» lo llamaron los italianos) que aquí se montó, los camellos todavía podrían transportar material hasta el comienzo del glaciar del K2. El campamento base de altura seria montado mil metros por encima, cerca de la montaña, sobre el hielo. Claro que por el laberinto de un glaciar no pasa ni siquiera un camello de Sinkiang. Por ahí sólo pasamos nosotros.

Porteando material. El mágico reino de las torres de hielo

Entre el punto límite para los camellos del Sinkiang y el lugar elegido para montar el «campamento base de altura», a 5000 metros, hay un desnivel de 1000 metros. Durante semanas recorremos los 25 kilómetros que los separan, entre montes escombrosos, guijarros, placas de hielo, cruzando por encima del arroyo glaciar una impresionante procesión de torres de hielo centelleantes, altas como casas. Y encima cargados con 20 o 30 kilos de material. Cruda realidad: somos camellos humanos. Desde el campo base de altura apenas si hay dos horas hasta la base del espolón de la cara norte del K2. Pero desde el comienzo del glaciar hacen falta tres días para alcanzar el «campamento base de altura». Para casi todos se trata del trabajo más cruel de su vida, algunos tuvieron que recorrer aquel «camino» hasta 30 veces. Naturalmente hubo que preparar, con algunas tiendas de campaña, dos campamentos intermedios para pasar las noches sobre el glaciar.

Durante un corto período de tiempo fuimos ayudados a transportar el material por un grupo de 20 italianos, «invitados» exprofeso para tal fin por el director de la expedición, Francesco Santón. Pero antes de que la mayoría lograra aclimatarse (dos de ellos estaban en viaje de novios) tuvieron que volver, así como el resto de los 120 camellos, pues las crecidas y riadas podrían empezar ya a mediados de junio. Además se había acabado el forraje para los animales.

¿Por qué no teníamos porteadores nativos? La respuesta es sencilla: no hay ninguno en Sinkiang. El Nepal tiene sus sherpas, Pakistán sus hunzas, el Tíbet sus porteadores tibetanos, pero los nativos de Sinkiang sólo van hasta donde lleguen sus animales de carga. Los camellos no quieren saber nada de glaciares. Pero… ¿y un burro? Intentamos mover dos ejemplares que con cierta intención habíamos dejado en el campamento base. Pero este intento fracasó totalmente: los animales no nos entendían o nos entendieron demasiado bien.

A cinco mil metros de altura había todavía animales. Mariposas revoloteando entre torres heladas, arañas moviéndose entre los guijarros, vimos incluso un águila y cabras en los escarpados.

Y recuerdo ahora a nuestros «ratones-espagueti» del segundo campamento intercalado en la ruta del glaciar. Aparecieron una noche por el suelo de nuestra cocina de piedra, en la morrena, furtivamente entre mis piernas. Mientras estábamos sentados cenando, ellos, apoyados en sus patas traseras, sujetaban con las delanteras un trozo de espagueti varias veces más largo que ellos y se lo comían a una velocidad increíble, royéndolo con sus incisivos. Julie y yo no nos atrevíamos a mover los pies por miedo a molestar tan bufonesca ocupación. Al final del verano resultó ser un problema porque nuestro «restaurante» al borde del glaciar se había hecho tan famoso que el número de clientes había ascendido a siete.

En el oasis verde de Suget Jangal, a 3850 metros, donde estaba nuestro «campo casa» (campamento base), los componentes chinos de nuestro equipo de apoyo (cocinero, traductor y oficial de enlace… que poco tenía que enlazar) habían plantado una huerta con verdura donde crecían cebollas, espinacas, rábanos… y un poco más allá, pastando entre los arbustos, había 50 ovejas. Era de lo más idílico pero su destino final iba a ser las cazuelas de la expedición. (Desde entonces no puedo ni oler la carne de oveja).

Pero había allí alguien más que observaba con interés los cambios ocurridos en el reino animal de Suget Jangal: un gran lobo que habitaba una garganta cercana. Y a pesar de que el viejo Liu, un curtido guerrero de la época de Mao, estuvo acechándolo continuamente con su carabina, se llevó 17 de nuestras ovejas y no fue posible sorprenderle. Hoy sé que se trataba de un leopardo de las nieves.

Llenos de preocupación ampliamos nuestro huerto.

Entre Julie, yo y el viejo Liu reinaba una amigable relación. Nos observaba de reojo cada vez que partíamos en una dirección inhabitual. A veces nos imponía un tiempo límite o nos señalaba glaciares prohibidos. Era un tipo genial. Nos convertimos en los primeros corredores de maratón de montaña. De todos los lugares que visitamos y de las historias del viejo Liu y nosotros dos daré noticias más tarde, en un libro sobre este mundo de montañas.

Una y otra vez subíamos, cargados al máximo, por el glaciar del K2 esforzándonos entre columnas azulado-verdosas.

¡Torres de hielo! Estas relucientes formaciones de 15 y más metros de altura, semejan por su regularidad un desfile del Ku-Klux-Klan. Algunas son huecas y si se chilla hacia su interior se escucha un extraño tono. Debido al lento derretir sus formas varían constantemente y aquí y allá se derrumban algunas tronando con estrépito. Por eso conviene guardar hacia ellas cierta distancia prudencial. No sólo en el glaciar del K2 hay torres heladas de éstas. Las más grandes y poderosas las encontramos durante una de las excursiones que hicimos para filmar, y que nos llevó explorando hasta el pie del Gasherbrum. Es como un mundo de cuento que brilla como si fuera de cristal.

Para realizar nuestro trabajo de filmación Julie y yo nos pateamos, con la alegría del descubridor y el consiguiente acarreo de material, alrededor de mil kilómetros. Cada uno de nosotros desgastó un par de botas.

Casi a finales de mayo y a una altura de 5000 metros quedaron montadas las primeras tiendas del «campamento base de altura», sin embargo, el transporte hasta allí arriba continuó hasta principios de agosto cuando hacía tiempo que había montados, ya en la montaña, otros campamentos de altura. Uno de los más originales era el campamento I: estaba a 5800 metros en una grieta del glaciar, cerca del espolón del K2. Allí pasamos Julie y yo algunos días acostumbrándonos a la altura, aclimatándonos para más arriba y filmando al mismo tiempo.

Julie no había estado nunca antes a ocho mil metros. Ahora estábamos por primera vez codo con codo en el K2 y presentíamos la poderosa masa de la montaña, la apenas imaginable altura del espolón… 3600 metros…; una cifra que no dice mucho: cuanto más alto se llega, más finas son las capas de aire, más grande el esfuerzo, y más grandes los peligros de la altura.

¿Qué tal se desenvolvería ella allá arriba? En el Nanga Parbat, el jefe de la expedición, Pierre Mazeaud —poco amigo de llevar mujeres— no la dio ni la más mínima oportunidad, prohibiéndola pasar de los 5000. Un hueso duro de roer para Julie, que cuatro años antes había superado los 6768 metros del Huascarán, en los Andes. Ni siquiera hoy en día, con test médicos previos, puede un hombre saber con certeza, sin haberlo probado antes, si está «hecho» para las grandes montañas.

Así por ejemplo, un montañero de nuestra expedición, el escalador de primera clase Marco Cortecolo, se vio envuelto en una situación altamente peligrosa en el campamento II: ¡mal de altura!; sólo el oxígeno y el trabajo en colaboración de toda la expedición pudieron salvarle de una muerte segura, pues no estaba en condiciones de mover las piernas y sin la ayuda de la cadena continua de cuerdas fijas, asegurada en la pared con clavijas, nadie hubiera podido bajarle a tiempo. Julie y yo no filmamos la arriesgada bajada en esquís sobre el flanco resbaladizo del primer tercio del espolón y sí lo hicimos luego, rodamos su rescate a partir del campamento I. Pero a pesar de este feísimo incidente las cosas en el espolón transcurrieron felizmente.

5800 metros, la vida en la grieta de un glaciar

El barbudo Pierangelo, fuerte como un oso, recibe mis instrucciones para el rodaje: «No rompas los carámbanos de hielo cuando le des a la claqueta del sonido». Pero se trata de una broma, pues por un lado hay carámbanos suficientes y por otro el pobre Pierangelo está fuera, en traje de baño, delante de la cortina de carámbanos del campamento I. Fuera quema el sol sin misericordia, mientras que dentro de la gruta que nos sirve de casa la temperatura es cercana a bajo cero. Por eso aquí no escasean los carámbanos. Crecen más rápidamente que las setas en el bosque. (En un diario goteo de dos horas en el lado sombrío del campamento). Puedes cosecharlos continuamente, para hacer sopa de carámbano, té de carámbano, una comida «freezedrye» superligera y si permaneces suficiente tiempo en la cueva, acaban creciéndote en la barba. A través de cortinas de carámbanos, filmo escenas de tiendas de campaña montadas bajo ellos. Incluso Julie ha sujetado un micrófono entre dos carámbanos. «¡Claqueta 1… clac!», grita Pierangelo a través de su barba, haciendo tintinear toda la gruta. Mientras la cámara rueda, la grabadora gira y discurre la acción, Pierangelo sale pitando en bañador hacia el exterior, al sol.

Poco a poco, Julie y yo hemos rodado mil metros de película y su correspondiente sonido, de toda la subida y la vida allá arriba, en el espolón norte de la montaña. Serán 11 000 metros de película cuando termine esta expedición de cuatro meses. Hace falta mucho idealismo y tener mucha fe en lo que se quiere conseguir. Por nuestra experiencia en el Nanga Parbat sabemos que los montañeros no ayudan mucho en esta labor. Esta vez es la excepción: por ejemplo, Luca está dispuesto mañana a acarrear la cámara grande (una Arriflex) hasta el campamento II, lo que supone superar más de 900 metros de altura por hielo y nieve de lo más vertical. Julie y yo subiremos, además de nuestra tienda, la grabadora para el sonido y el necesario equipo e instrumental. Debido a los imprevisibles cambios de lugar que conlleva el pertenecer al equipo de cine de una expedición, resulta difícil planear los sitios para pasar la noche a lo largo de la escalera de campamentos de altura.

La primera vez que llegamos a la grieta del glaciar no había sitio en ninguna tienda de campaña para nosotros. Así que nos paleamos un agujero en la nieve y nos tumbamos embutidos en nuestros sacos de vivaquear. La cosa resultó.

Desde entonces llevamos siempre nuestra superligera tienda inglesa en la mochila. Con algo así también puede intentarse un asalto a la cima en el K2.

Con más y más porteos de material la vida en la grieta se va haciendo cada vez más confortable. Junto a las tiendas hay cocinitas en el hielo, bancos y asientos en la nieve, clavijas para colgar pertrechos de la pared (a ser posible donde no crezcan los carámbanos, de lo contrario todo quedará convertido al día siguiente en una forma compacta, una especie de Uniblok, «de una pieza»). Sí, hay incluso, un «rinconcito tranquilo», donde enganchado a un piolet, allí clavado para autoasegurarte, colgado de un precipicio de 50 metros, puede uno «aligerar el cuerpo».

Sólo cuando llegan los aludes se nos quitan las ganas de reír. De pronto se oye un bramido, que pasa bufando por encima de la grieta y resoplando casi siempre por la puerta hacia dentro. De ahí que los pobladores de la grieta hayan montado una especie de techo protector para tapar la apertura, al menos en parte. Vivir a 5800 metros de altura en la grieta de un glaciar, en medio de una pared vertical…; el hombre se acostumbra a todo.

7000 metros. ¿Renunciar o continuar?

Hemos filmado suficiente con la cámara grande. Así que cogemos sólo la cámara pequeña para la cumbre y un par de películas y nos disponemos a intentarlo. Hace dos días Agostino y Joska, nuestra cordada puntera, hicieron cumbre y una segunda, formada por Sergio y Fausto, está en ello. Ninguno lo ha hecho por la soñada direttisima superando los ocho mil por el mismo espolón, sino por la vía japonesa, que transcurre a la izquierda y hacia afuera. Pero la cumbre es la cumbre, sobre todo en el K2, donde ya sólo para poder subir has de tener mucha suerte con el tiempo y, además estar en muy buena forma. Especialmente si se escala sin oxígeno, como es el caso de nuestra expedición (sólo había tres botellas de oxígeno para uso médico en la montaña que fueron utilizadas para males de altura y congelaciones).

La pregunta de si continuar o renunciar sólo se nos presentó durante dos minutos. Fue cuando el director de la expedición, Francesco Santos, nos dijo por radio que ya que llevábamos tanto tiempo por ahí arriba con la cámara filmando el espolón, a lo mejor nos apetecía una visita al río, al campamento base.

Sonó a chiste malo. No, no nos apetecía, queríamos la cumbre también. O por lo menos llegar tan arriba como fuera posible.

Y así subimos con nuestra tienda superligera y todo lo correspondiente en vestimenta, material, alimentación, infiernillos, cámara, grabadora, etc., etc; hacia un balcón voladizo, a un lado del espolón que aquí, a 7000 metros, se alza como un trampolín de esquí sobre un campo de cumbres. Inmensas lejanías se abren ante nosotros, de montaña en montaña, con valles brumosos en medio, y centelleantes y resplandecientes bandas de glaciar que asemejan perezosas serpientes gigantes.

Desde que vimos aquello sabemos que la cumbre del K2 no lo es todo para nosotros. La vida, por encima del mar de cumbres, vale por lo menos igual. Son días en los que la lejanía te pertenece.

Y también la cercanía de allá abajo: el pequeño collado encima del glaciar del Skyang, donde estuvimos no hace mucho, más allá el pálido surco del valle del Shaksgam, la cabeza redonda del Tek-Ri… lugares todos que conocemos. «¿Ves el Nanga Parbat?». «Sí, allá en el horizonte, completamente solo». «¿Y todas esas grandes montañas azuladas hacia el oeste?». «El Rakaposhi es una de ellas, el Kunyang Kish, el muro de Batura, todos los sietemiles por encima del valle del Hunza». Allí estuvimos el año pasado. Un día sobre las profundidades. Lejanía y cercanía.

Hemos bautizado una cima, un seismil de allá abajo, situado a la orilla del glaciar de nuestro K2, con el nombre de Shipton-Peak. Debió ser su auténtico mirador.

Por la noche llega la tormenta. Sacude, agita y tira de la tienda, porque este sitio del «trampolín» es muy expuesto. Empiezas a pensar en los 2000 metros que tienes por debajo, en si estarán bien hechas las costuras y en si no habría que haber puesto piedras mayores en los anclajes. «¡Un campamento de altura es siempre una lotería! Si retrocedes por culpa de una tormenta pierdes, tal vez, un posible único día para hacer cumbre. Si te quedas, la nieve y los aludes pueden cortarte la retirada», ésta es la siempre repetitiva pregunta en las noches de tormenta del Himalaya.

Al día siguiente tengo dolor de cabeza, y la cosa se alarga. La tormenta continúa hasta la tarde. Pero nos quedamos. De repente aparecen, descendiendo de la cima, Agostino y Joska y, viniendo de abajo llegan Soro y Giuliano: abrazos y felicitaciones. Nos alegramos con ellos. Rodamos una entrevista. Trabajo para un equipo de cine. ¡Pero también somos montañeros en cuerpo y alma! Mañana nos trasladamos al campamento III, luego al IV… y después vendrá la gran interrogación.

7600 metros. Solos por la escalera hacia el cielo

El campamento III está en un sitio horrible. Hay dos tiendas de campaña en medio de una superficie asquerosamente vertical, que se eleva hacia arriba por lo menos 100 metros más. Si la nieve en polvo se escurriese, barrena todo el tinglado de la pared. Dos mil quinientos metros de caída. Debe de ser terrible pasar una noche en un campamento así. A pesar de que hay instalada una cuerda fija horizontalmente desde la roca, no puede ser muy agradable despertarse colgando de ella, con la tienda por montera. Cuando llego con Julie y Giorgio, que se nos ha unido, busco obstinadamente un sitio mejor. Pero es demasiado tarde…, no encuentro ninguno. Elijo entonces el borde de la superficie de nieve para poder asegurarnos directamente a la roca donde está anclada la cuerda fija. Giuliano se esfuerza con abnegación ayudándome a palear una plataforma en la empinada ladera, lo que nos lleva hasta el oscurecer. Luego Julie comienza a montar la tienda, nosotros jadeantes descansamos un ratito y luego la ayudamos. No pasamos una buena noche. Los asuntos de cocina se hacen larguísimos. Habría que beber seis litros de agua por día, pero ¿quién diablos es capaz de derretir tanta nieve cada vez, aunque alrededor haya más que de sobra? Estoy furioso, intratable y bastante derrotado.

Amanece. El tiempo es bueno, pero hoy todos se levantan tarde. También Julie ha pasado una noche miserable. Se nota que aquí, a 7600 metros, la vida discurre al límite de las posibilidades. Es por esto que anteayer, algo más abajo, depositamos previsoramente una botella de oxígeno. Giuliano, sin camisa, se deja sujetar en el pecho los electrodos de una maquinita para controlar el corazón. Luego parte con Soro, más tarde lo hacemos Julie y yo, mientras que Giorgio prefiere quedarse durmiendo. Luca —otro ocupante del campamento— decide retirarse y bajar. Le admiramos, pues a pesar de haberle explotado un infiernillo hiriéndole gravemente en la cara quería hacer un intento. Por encima de nosotros la cosa se pone cruda. Debajo de la cumbre asoma el poderoso cortado del glaciar, literalmente pegado a la ladera. A la derecha de él se alza la arista de color amarillo pálido: torres salvajes de piedra calcárea, cristalina, en medio de acantilados, una detrás de la otra, escalonadamente, como una auténtica escalera al cielo, que sólo hacia la cima parece inclinarse un poco. La direttisima.

A pesar de estar en baja forma por la mañana, Julie y yo levantamos nuestro campamento y trepamos con mucho esfuerzo hasta las rocas del primer cortado. Lo superamos jadeantes, con movimientos lentos como robots. Continuamente hay que hacer paradas para tomar aliento. Pero ya nos encontramos mucho mejor y nos invade una gran alegría.

Después de atravesar un campo de grava, con muchas precauciones y a velocidad de caracol —no hay cuerda fija instalada—, nos enfrentamos a las elevaciones de la gran arista situada a la derecha del glaciar colgante. Ahora estamos en la amarillenta roca calcárea. ¡Ojalá la mochila no pesara tanto! Descansamos, comemos y bebemos algo en un estrecho saliente rocoso. Es maravilloso avanzar así, llevando de todo. Podríamos montar nuestro campamento en cualquier momento y no nos faltaría de nada.

¿Dónde estará el campamento IV? No puede encontrarse mucho más arriba. Un poco más abajo descubrimos hace rato en un saliente una botella de oxígeno, seguramente un viejo depósito de los japoneses, a lo mejor su campamento IV. Agostino ya nos había hablado de él y de un lugar que hay aquí para vivaquear.

Giorgio asoma por debajo y al mismo tiempo que él lo hacen unas nubes feas y grises que lentamente, desde Pakistán, van cubriendo cimas y cumbres. Su aspecto es preocupante. Giorgio nos hace saber que ha decidido retroceder y pregunta si Julie no preferiría bajar con él. Durante unos segundos dudo. La pregunta cuelga amenazadora en el ambiente. Busco su mirada: hay una muda confirmación en sus ojos. No, no me satisface la idea de que mi compañera pueda ser arrancada de la pared en un empeoramiento del tiempo mientras aquí arriba yo tiento la suerte.

«¡Mille grazie, Giorgio!», grito hacia las profundidades, «¡Julie non viene!».

Seguiremos escalando juntos. Hacia arriba mientras se pueda, si no… qué remedio, para abajo. Veo a Julie tomar aliento. También yo siento alivio, incluso ahora que desde las profundidades crece hacia nosotros un increíble casco de algodón. Lo hemos compartido todo en esta expedición. Entre los dos habíamos porteado la carga, rodado la película, soñado que, si todo iba bien, juntos alcanzaríamos la cima. O al menos se la facilitaríamos al otro. Tal vez mejore el tiempo de nuevo.

Continuamos en zig-zag por la pared. Encima de nosotros se agolpan las torres. Entonces, al final de una banda rocosa vertical de la arista veo, en un muro de hielo, un nicho. Un auténtico nido en el que entra el sol de la tarde. La luz rebota amarilla en todas las rocas. El lugar es único. Tanto que decidimos quedarnos. El tiempo se ha tranquilizado. Apenas si hemos terminado de montar la tienda cuando aparece Gigio descendiendo con rigidez por las piedras, le sigue Almo: vivac en el glaciar de la ladera a 8200 metros, no hicieron cumbre, resignación, desilusión, cansancio en sus caras. Tenemos palabras de consuelo para ellos, aunque no sirva de nada. Continúan descendiendo…

Sentados delante de la tienda Julie dice en voz baja: «It was a very good day». Sí, ha sido un buen día para nosotros. Asistimos a un atardecer maravilloso, miles de picos en un torrente de luz. Estamos tan alto que uno cree poder tocar el cielo dentro de poco.

Ocho mil metros. Un sueño se rompe en la tormenta

En los sitios donde el sol brilla al atardecer, lógicamente tarda en llegar el amanecer. Esperamos largo tiempo, pero al final llega hasta nosotros el sol con su luz caliente. No queda mucho por subir, el tiempo es estupendo, ponemos a secar los sacos y la ropa húmeda. Luego dejamos pasar el tiempo tranquilamente.

¡Ruidos por arriba! Llegan Fausto y Sergio. Han hecho cumbre pero antes han tenido que pasar una noche horrible vivaqueando al aire libre. La altura les ha marcado. Fausto tiene congelados algunos dedos de sus manos, Sergio sufre congelaciones en los pies. No hay alegría por la conquista en sus ojos, es el último esfuerzo. Pero esto cambiará cuando estén abajo. Soro acompañará a los dos. Sergio nos desea toda la suerte en nuestro camino hacia arriba. Aproximadamente alrededor de las 13 horas nos ponemos en marcha.

Sabemos por Sergio que Giuliano y Adalberto con una tienda van a cruzar hoy el glaciar y mañana intentarán la cumbre. En campamentos inferiores, cuando aún no sabía cómo se desenvolvería Julie en altura, había barajado la posibilidad de hacer cumbre con Giuliano. Pero ahora estaba convencido de que Julie superaría los ocho mil. Mientras, por el oeste aparecen nubes que se acercan rapidísimamente. ¿Cambiará el tiempo? Trepamos hacia un pasillo de roca amarilla, al lado se alza un cortado vertical. Fantasmagóricamente cerca, sobre nosotros, están las torres, la direttisima. ¡Dios! danos un día, mejor dos, de buen tiempo, pues queremos hacer la cumbre y bajar vivos. La cumbre… ¿será nuestra?

Al menos quisiéramos poder trepar un par de cientos de metros en la direttisima, explorar, tocar la piedra que hasta ahora nadie ha visto, nadie ha tocado, poder saber lo que hay allí.

Otro largo de cuerda, aparece entonces un balcón y encontramos la lona azul de una tienda, que sin forma y arrugada envuelve pertrechos y equipamiento. ¡No hay nadie! Descubro entonces a Giuliano y Adalberto en la travesía japonesa, cruzando hacia el glaciar colgante. Es impresionante verlos sobre el abismo. «Buona fortuna», les chillo y levanto mi mano, ellos nos devuelven el saludo.

Pero el ambiente es cada vez más amenazador, el sol ha desaparecido, hilos de niebla se estiran entre las torres, bailan los copos de nieve…, se siente cómo llega un mal cercano. Julie monta con rapidez nuestra tienda túnel azul, mientras yo arrastro todas las piedras disponibles para asegurar los anclajes. No sin motivo: medio metro más allá de la entrada a la tienda el balcón cae, abruptamente y en vertical, sobre el glaciar de la ladera. Desde nuestra posición aérea, miramos directamente al borde del gigantesco balcón de hielo y nos imaginamos los oscuros 3000 metros de profundidad. Pienso irremediablemente en la caída que sufrió aquí un expedicionario japonés, directo a la eternidad, y acarreo más piedras. ¡Dios! danos un día más sin tormenta. Las masas de aire, sin embargo, se mueven más y más.

¿Estaremos en condiciones mañana temprano para un intento? Hasta ahora, a pesar del esfuerzo que supone cargar todo el campamento, nos va bien a los dos. El camino no se ve muy difícil desde aquí, pero sí muy expuesto. El problema de la vía directa es sin duda el regreso. ¿Qué sorpresas nos depara la siguiente elevación? Aquí hay clavijas y cuerda…

Nos enfundamos en los sacos, fundimos nieve. Sujetando el cazo me quedo ligeramente dormido y se me vuelca el agua por la tienda.

Excitación, caos, recoger todo el valiosísimo líquido, otra vez al cazo, seguir hundiendo en el hornillo la nieve… minutos de cansina tranquilidad, luego ¡al fin! el té.

Las primeras ráfagas de la tormenta dan con violencia en la tienda. Fuera todo se vuelve gris, los otros dos han buscado refugio en una grieta del glaciar. Nieva furiosamente.

Las horas entonces no tienen importancia. Sólo cuentan los dedos de nieve que se van acumulando alrededor nuestro y la violencia del temporal a ocho mil metros de altura. La tienda aguanta la furia de los elementos gracias a sus líneas aerodinámicas y a las piedras de sobrepeso, pero no se puede pensar en dormir en toda la noche. Hablamos y hablamos… y pensamos, en vista de que está próxima la retirada, lo que hubiéramos hecho si… Son pensamientos maravillosos, nada alejados de la realidad, pues estamos muy altos, pensamientos que nos llevan a la cima, al último ataque por las alturas desconocidas de la montaña, la direttisima. Está bien estar aquí, haber alcanzado este lugar, aun cuando la montaña no nos permitiera dar ni un sólo paso más hacia arriba. Estamos en el último piso de nuestra rara casa, que semeja una pirámide o un gigantesco cristal en cuya arista azotada por tormentas, escondidos como arañas, apenas sí podemos aguantarnos. Ahora conocemos la montaña de nuestros sueños, de abajo arriba. Hemos vivido con ella.

¿Nos pertenecerá algún día su cima? ¿Mañana? ¿Otro año? «Me hubiera gustado tanto saber qué hay al otro lado de esa esquina», murmura Julie.

La retirada dura dos días, 4000 metros de cuerda hacia abajo. A veces nos quedamos clavados hasta las rodillas en la nieve polvo. Adalberto sufre mal de altura, tengo que ayudarle en el descenso por la arista hasta donde el aire es otra vez más espeso y él puede destrepar solo. Fue duro: tres veces se soltaron los anclajes de la cuerda fija, motivo o causa de pequeños vuelos que me dejaron por algún tiempo un codo dolorido. Los cuatro lo logramos sin congelaciones.

¿Ha merecido la pena? Una pregunta curiosa. Aparece cuando ya está uno abajo. Fausto tardó varios días, bajo el dolor de sus dedos congelados, en encontrar la respuesta. «Sí, no quisiera tener que echar de menos en mi vida el haber estado allá arriba».

A Julie y a mí, los cuatro meses vividos en el desierto de montañas de Sinkiang, nos aportaron más que la cumbre del K2, por mucho que la deseáramos. La nostalgia hacia ese paisaje nunca nos abandonaría. Nuestras exploraciones y descubrimientos en el fantástico mundo glaciar, el mar infinito de picachos, la ascensión al espolón norte del K2… todo ello era una parte de nuestras vidas, a la que ninguno hubiera renunciado. Sentíamos que entendíamos las voces que algunos días salían de esa tierra despoblada.

Lo que se constataba continuamente era que nuestra labor de cineastas estaba llena de sentido no sólo para nosotros. Esto nos llenaba de alegría y de vuelta a Europa fundamos «el equipo de rodaje de mayor altura»: sería a partir de ahora nuestro camino.

El K2, a cuya cima nos habíamos acercado tanto, permaneció desde entonces para ambos como la montaña de nuestros sueños. Como un símbolo de todo cuanto había resonado en nuestro interior, de ese mágico mundo de hielo, glaciares y cordilleras desérticas.