El barco

¿Es Sirio la estrella que veo delante de mí? No, estamos en verano. ¿Será entonces alguno de los grandes planetas?

Brilla y resplandece bailando al son del barco en la mar, detrás de un cabo que la oscuridad apenas si me permite intuir. Si la estrella se separa demasiado de la negra línea del cabo, empujo el timón levemente para llevar al catamarán de nuevo a buen rumbo: Inglaterra.

De cuando en cuando, después de una rápida lectura al compás me busco una nueva estrella, pues todo gira constantemente en el cielo de esta noche en el mar del Norte. Prefiero ir mirando una estrella a tener que aguantar la vista más o menos constantemente en la brújula.

Y así, unido a las voces de la mar, al rugir de las olas y al canto de la brisa sobre las velas, a través de este espacio se mueven el barco y mis pensamientos.

He mandado a Alfrun, mi hermana, que comparte la guardia conmigo, a descansar al diván. Los crujidos me recuerdan que el barco ya está algo viejo. Herbert, su marido, un hombre de cine con éxito, lo había comprado de segunda mano en Dinamarca y había reclutado a la familia y a un amigo, pues como él decía, el barco necesitaba urgentemente una reparación en su lugar de origen, la desembocadura del Támesis.

Herbert es un hombre muy positivo. Con una sonrisa espléndida y convincente y una gran decisión es capaz de presentar las cosas de tal forma que incluso yo, rata de tierra firme, que desconfío de las cosas nuevas, había cedido en tan sólo dos días de charla en casa, allí en Salzburgo.

Pero ahora disfruto, me comporto como todo un marino, e incluso he catalogado como simpática aventura pasada el gran susto que nos llevamos en el Limfjord, donde nos vimos en apuros para salvar el catamarán (cuando embarrancamos en el bajo fondo del canal). Es fascinante pilotar un barco así. Con 12 metros de eslora 6 de manga y 2 palos tiene en sus dos patines capacidad para cuatro personas que, dependiendo del estado de la mar, pueden incluso llegar a dormir.

Mi cuñado está orgulloso de su barco. Ayer, con gesto de buen entendedor y un sextante determinó la altura de la meridiana del sol y con ello calculó el rumbo del barco. Nos pareció un mago. Y la verdad es que, del todo, no nos lo creímos ninguno… así ¡en medio del mar!

Algunas plataformas petrolíferas, no señaladas en la carta náutica, le han puesto visiblemente nervioso. Debí haberme callado mis observaciones sobre la vinculación entre la extracción de petróleo y la navegación.

Ahora el «Capi» duerme. Sólo debemos despertarle si vemos alguna luz pero no aparece ninguna. Los palos oscilan en el cielo estrellado que gira de hora en hora… como en un vivac en una noche clara al pie de la cima.

Y al igual que allí uno escucha las voces de la montaña mientras te invade una gran paz aquí le habla a uno la mar.

El año pasado estuve allí, donde ambos mundos se encuentran. La roca y la mar. Donde las olas y sus blancas coronas de espuma galopan como caballos salvajes contra las verticales paredes de la costa inglesa. Los escaladores han bautizado una vía con el nombre de «Dream of white horses», una vía con pequeñas presas que cuelga directamente sobre los poderosos rompientes, donde no eres feliz hasta que no consigues superar el miedo.

Y felicidad era lo que había en los ojos de esa morena británica que trepaba con ritmo fluido. Se llamaba Julie. Cualquier estremecimiento de su cuerpo irradiaba fuerza, significando la excelencia del ser, expresando armonía. Como un animal en su elemento que mostrara su alma con movimientos. Felicidad que asomaba también a los ojos de su compañero de escalada, Dennis, un hombre de pelo blanco, nervudo. El viento embrujaba su barba y melena salvajes, como la espuma de las olas, en su cara afilada. Mientras las rompientes amenazaban y el aire salado dejaba un extraño sabor en la boca.

Ambos encajaban fabulosamente bien, se sentía, sencillamente, que estaban en su elemento. Dennis era fotógrafo, captaba la naturaleza en fotografías encantadas, y Julie atendía junto con Terry, su marido, un Coffee Shop para escaladores en Sussex, al suroeste de Londres. Terry es el prototipo de guarda forestal tranquilo, que lleva dentro toda la fuerza del bosque. Allí, en las piedras de arenisca del bosque, impartían clases y cursos. Ambos eran abiertos; amigables y predispuestos, gentes de hechos. La sencilla «atmósfera Tullis» reinaba en su casa de Tunbridge Wells, por las rocas y en el bar. Todos querían a Julie y a Terry. Se habían dado cuenta de que los movimientos por las rocas actuaban beneficiosamente sobre disminuidos o niños ciegos. Así que alternaban continuamente los cursos. Sorprendentemente no escalaban juntos, les ponía nerviosos e insoportablemente críticos entre ellos.

Les conocí durante una gira de conferencias, y en 1975 otra gira me llevó a Gales, donde vive Dennis, con el que Julie escalaba regularmente.

La mar salvaje al pie de la roca me había impresionado fuertemente y quizá quería con mi viaje a Inglaterra superar el miedo que el elemento desconocido, la mar retumbante, me había inyectado. Quizá también pretendía demostrar que dominaba algo que antes me dominó.

¿Pero a quién? A mí mismo seguro, pero quizá también a Julie, esa inmutable y fascinante británica. Así debió ser porque si no no me puedo explicar nada de lo que viene a continuación.

Cuando vi a Julie y a Dennis tan inmersos en su elemento debió nacer en mí el tímido deseo de participar, de aportar algo de mi propio mundo. Ahora, mientras sostenía el timón, resbalando encima de las olas, me embargaba la misma sensación de fuerza que había sentido allí. Y creí sentir el por qué me acercaba a aquella costa.

Empecé a soñar: vi «Lohengrin» y su cisne a través de la silueta de la vela, entre las estrellas de la noche, y aunque había olvidado prácticamente la leyenda, no me resistí a construirme una nueva variante más adecuada a las circunstancias.

«Lo único que nunca debe pasar», había dicho Herbert, «es dejar el barco. Jamás se debe abandonar». El tono de su voz no dejó duda sobre la seriedad de su afirmación. A pesar de llevar la que llamábamos «pequeña isla de salvación amarilla» Herbert, que había iniciado su carrera como guía de montaña, había montado un sistema de seguridad: una cuerda a la que deberíamos enganchamos cuando hiciera mal tiempo y hubiera que trabajar fuera, sobre cualquiera de los dos flotadores. ¿Llegaríamos a utilizarla?

Herbert está soñando ya con un nuevo barco, más grande y lujoso, con el que atravesar todos los mares de la tierra. Construirlo le va a llevar varios años.

¡Temporal! Aquí lo tenemos, aúlla y silba, todo cruje, rechina y gime. «¡No os dejéis derrotar!». Me aferro a las palabras del capitán y al timón. «¡Temporal!». Delante tuyo no ves más que una pared de agua gris verde… Te eleva, y una vez arriba, ves la siguiente montaña, y ya estás precipitándote hacia el valle. Y ahí está otra vez un muro de agua, sin descanso.

Las velas vibran, el aire silba y canta, la espuma salpica y espolvorea todo. El viejo catamarán cruje y se retuerce cuando pasa por encima de una ola y parece querer romperse en mil pedazos. Miro a Herbert que me tranquiliza: «La madera trabaja». Él sabrá. Estamos juntos en el timón. La siguiente montaña de mar, el siguiente valle. No parece acabar. Es agotador, acabas rígido, como la interminable secuencia de muros. «¡Que nadie asome la nariz sin asegurarse con el mosquetón!», había advertido Herbert cuando comenzó el baile. Realmente sería dificilísimo, casi imposible, rescatar a alguien del agua con esta mar. Se nota que comenzó su carrera en el alpinismo: nadie debe salir a cubierta sin arnés ni mosquetón.

«¡Viento fuerza 6!», grita Herbert por encima del bramido, riéndose y mirándome con sus ojos azules. «¿Qué, Kurt?». No digo nada. Sólo espero que no llegue a 7.

Manteniendo la diagonal como me han advertido, atravieso las montañas, arriba y abajo, como un esquiador de descenso por una ladera jorobada. No hay quien aguante esto mucho tiempo. Ahora nos relevamos con mayor frecuencia y arrastrándonos a uno de los dos flotadores intentamos, entre tumbos, conciliar algo de sueño. No sé por qué me viene a la cabeza el Espolón Walker. Mil doscientos metros de escalada vertical en granito. No es tan fatigoso como esto. Además el espolón siempre está quieto.

Me sorprende lo bien que se maneja mi hermana en el mojado elemento, claro que teniendo un marido así aprende uno a estar siempre dispuesto. El amigo de Herbert, Gerhard, está bastante pálido. «Es por las cortas olas del mar del norte, que son así». El comentario de Herbert sobre el estado de la mar debería haber sido tranquilizador.

Ha pasado un día, el temporal se terminó. Nos relajamos. Alfrun y yo habíamos permanecido al final la mayor parte del tiempo al timón, siguiendo el rumbo más favorable de las olas. El pobre Herbert, que apenas si se lo creía, luchaba contra un fuerte mareo. Y ahora, cuando ya había pasado todo y el barco hacía su rumbo tranquilamente, al amigo de Herbert le da un ataque de nervios. Ya ha tenido bastante. Aquí no se puede descender. En cualquier gran montaña, pienso que puede uno retirarse bajando al campamento base; no, Kurt, a veces no queda más remedio que aguantar arriba… Entre los tres conseguimos que Gerhard, al final, muestre una leve sonrisa. Hace tres días que abandonamos la costa de Dinamarca.

La verdad es que me siento como después de un tercer vivac. Apenas he dormido algo, como si dormitara de pie, cierto que navegar por la mar puede ser tan duro como un salvaje recorrido de montaña. La mar se ha convertido en algo para mí.

Es bien diferente si estás en medio del agua, lejos de la costa, en contacto directo con las olas, y no sobre un transatlántico. Es entonces cuando te sientes penetrado por la fuerza de la mar… La tierra, la costa, son sólo una línea lejana. La mar. Hasta que no se ha vivido no se sabe realmente lo que es.

Hemos avistado grandes buques, es tranquilizador.

Pero hay que espabilarse, no entrar en el rumbo de colisión, porque estos gigantescos y autopilotados barcos pueden no avistar un velerito como el nuestro. Hay que protegerse. Ya estamos otra vez solos.

Ha aparecido una costa. ¡Tierra!

Nos agitamos a bordo… ¿Dónde estamos?

«Tenemos que conectar el sónar», pienso al mismo tiempo que recuerdo el intermezzo en el Limfjord danés, donde de pronto nos vimos embarrancados. «Tú y tu sónar», opina Herbert con sarcasmo, «no me extrañaría que lo hubieras conectado incluso en medio de la mar». ¿Qué voy a hacerle si me gusta saber cuánto hay hasta el fondo?

«Los grandes barcos nos muestran el canal», afirma Herbert con voz de conocedor, «delante de nosotros está Inglaterra».

«¿De verdad?», pienso.

«Pudiera ser que ésa fuera la costa holandesa…», pero me callo, pues la mirada del «Capi» es aniquiladora y sólo se tranquiliza cuando hablo de las imprevistas corrientes marinas. Pero no, claro, tiene que ser la costa inglesa pero ¿a qué altura? «Deberemos esperar la noche», determina Herbert. A pocas millas de la costa —se distinguen ya casas y árboles— fondeamos el ancla. ¿Esperar la noche? Sí, pues entonces comenzarán a funcionar los faros, cada cual con su código, su señal de luz, que una vez reconocida con un cronómetro se localiza en la lista del libro de faros.

Así ocurrió aunque no coincidía el color de una luz, «seguro que pusieron una roja cuando se les fundió la última blanca», doy como profano por explicación. En cualquier caso es seguro que estamos ante la costa inglesa, al este de la desembocadura del Támesis.

Londres. Muelle de St. Katherine. Tower Bridge. Hemos remontado el Támesis. Alfrun y el amigo de Herbert regresan al continente. Herbert y yo permanecemos un par de días más hasta que todo está dispuesto para la revisión del «Cisne». Así que este nuevo «Lohengrin» se dirige al teléfono y llama a Terry y Julie.

¿Dirá que sí? A mí apenas me conoce, a Herbert en absoluto. Ambos somos austríacos, guías de montaña, realizadores y cámaras de cine. ¿Serán estas circunstancias profesionales meritorias a los ojos de una dama inglesa? ¿O le pareceremos más bien aventureros en paro? Pretendo demostrarle mi agradecimiento por los bellos días pasados escalando en Gales y a cambio invitarla a pasar unos días en la mar. La enseñaría lo maravilloso que es bailar con un catamarán sobre las olas, un fin de semana, hasta la costa francesa. Herbert está de acuerdo. Pero… ¿y Julie?

«Kurt», me digo, «aléjate del “Cisne”; ¿quién sabe cómo acabó Lohengrin y su leyenda?». Dudo un momento al teléfono. Cuando finalmente nos encontramos es en la fiesta de cumpleaños de Terry. Julie no tarda en decir que «no» a mi proposición. No me doy por vencido. Al día siguiente nos presentamos en Leyswood donde están las paredes de arenisca. Lo vuelvo a intentar entonces. ¿Un crucero hasta la costa francesa?

Cuando alguien tiene el carácter aventurero se le nota. Hay algo que sale de ella, que la sobrepasa, y Julie tenía mucho de ese «algo»: era una descubridora nata. Creo que no hay nada por lo que Julie no sintiera ilusión y ganas. Aunque muchas veces tuviera que renunciar por causa de la familia, claro está que no siempre.

De repente desaparecía. Estaría corriendo por el bosque, trepando por las peñas, o habría ido a Gales a escalar con Dennis, o a cualquier otro lado… Terry, el tranquilo guarda, estaba ya acostumbrado como él mismo reconocía, así que no encontré nada extraño en repetir mi propuesta, pero me quedé intranquilo. ¿Cómo no iba a estarlo? Un viaje en catamarán a Francia. ¿Es que no iba a poder convencerla?

Me miró pensativa, era como si el aire vibrara en pequeñas ondas, como si se disolviera en un frenesí de miles de pequeños puntos. Yo sentía que ella quería por momentos, la veía en el barco, no sé cómo me conjuraron sus ojos. Por segundos me debatí en una sensación desconocida, incapaz de pensar. Lo tenía claro, no podía ser de otra manera, tenía que decir «sí». Nuestras miradas reposaron la una en la otra y supe que de su boca sólo saldría una aprobación.

Cuando abrió despacio sus labios había aún consentimiento en su mirada, pero también timidez, reserva y algo extraño…

«It is not possible» dijo, «I have to go to Dennis, he is sick». Y miró para arriba, hacia los árboles que se movían lentamente. Dennis tenía anginas y se sentía obligada a ir. Así me lo explicó. Él era su compañero de escalada, algo que yo ya sabía desde los días de Gales.

Tímidamente al principio, y con insistencia después, alegué que la navegación hasta la costa francesa no duraría mucho y que era una oportunidad irrepetible pues después Herbert tenía que llevar el catamarán al Mediterráneo. Yo quería llevarla imperiosamente a la mar con la que acababa de convivir. Sentía aún las olas verdes y grises y notaba cómo prendía en Julie esa aventura. Pero dijo que no y así fue. Ni lo que Terry le dijo sirvió de algo.

Más tarde me contó que no fue sólo la lealtad a Dennis lo que la llevó a rechazar la oferta: tuvo la sensación —suelen llamarlo intuición— de que no era ése el momento preciso para conocernos mejor.

Estaba descontento y desilusionado cuando me fui. No nos vimos durante tres años.

Por pura casualidad nos encontramos en el mismo restaurante en Trento. Julie estaba allí con Terry, y yo con Teresa y nuestro pequeño hijo Ceci. Nos alojábamos incluso en el mismo edificio, puerta con puerta. Todavía hoy me cuesta creerlo: llevábamos años sin pasar por festivales y sin saber nada el uno del otro.

Y ahí estábamos, de repente, como si las estrellas hubieran tirado los dados.

Nos dimos cuenta de que las cosas no habían cambiado. Parecía como si fuera ayer mismo cuando me fui de Inglaterra. Pero algo había cambiado.

«I would go on the boat now», dijo Julie.

«Let’s go and climb in the Alps», dije yo.

Fue el inicio de nuestras expediciones.

El Himalaya nació del mar.