Schscht, schscht, schscht, schscht… las raquetas para la nieve patinan sobre el suelo surcado de hielo escupiendo un polvo centelleante.
Delante de mí marcha Hermann Buhl con dinámicos movimientos y paso corto. Su pequeña, casi delicada figura, rebosa energía mientras avanza por el irregular terreno del glaciar Godwin-Austen. Por encima de la mochila alcanzo a ver, delante de mí, el sombrero de fieltro de ala ancha y las delicadas manos que en los repechos buscan apoyo en los bastones de esquí para mantener el equilibrio. Puedo imaginarme la mirada previsora de los siempre despiertos ojos de Hermann y la forma en que escudriña el terreno. Tanteando a lo largo de puntiagudas formaciones de hielo avanzamos atravesando un bosque de cuento encantado. Las superficies libres situadas entre medias, la espalda de la morrena, todo está nevado…
Estamos solos, aquí, en el corazón del Karakórum, rodeados de tremendos glaciares. Un mundo salvaje de hielo y piedra, picos de montañas, torres de granito, figuras fantasmagóricas que se elevan más de mil metros hacia el cielo.
A excepción de Hermann, yo, y nuestros tres camaradas del campamento base, no hay nadie en el glaciar de Baltoro en este mayo de 1957.
Marcus Schmuck y Fritz Wintersteller de Salzburgo y nuestro oficial de enlace, el capitán Quader Saeed, que sueña hace tiempo con una vida más alegre en Lahore, forman junto con nosotros la única expedición de la temporada en varios cientos de kilómetros a la redonda. Estamos solos en la zona del gigantesco glaciar de Baltoro. Una corriente de hielo de 58 kilómetros rodeada de montañas, que constituye uno de los más bonitos y tranquilos lugares de la tierra. Incontables glaciares laterales que salen entre cimas de enorme altitud y verticalidad conducen hacia líneas armónicas, lugares de una magia inexplicable donde nadie se atrevería a preguntar un porqué de lo clara que tendría la respuesta ante él.
Tengo 25 años y he visto convertirse en realidad mi sueño de ir al Himalaya una vez en la vida. Después de haber ascendido la pared norte del Gran Zebrú superando el gran merengue, considerada la escalada en hielo más salvaje de entonces en los Alpes, Hermann Buhl me lleva con él. Estoy feliz, sé que no podía perder esta oportunidad.
Mientras arrastramos nuestros pies a más de 5000 metros de altura por el nevado glaciar lateral situado cerca del Circo de Concordia, que recibe el nombre del cartógrafo Godwin Austen quien a mediados del siglo pasado contempló por primera vez el K2, voy pensando en Adolf Schlagintweit. Él fue probablemente el primer forastero en acercarse a la zona del Baltoro y en alcanzar uno —el más occidental— de los dos pasos de Muztagh (Panmah Pass). Sin embargo ningún topónimo recuerda su paso. Al contrario, el glaciar lateral, situado al lado del Circo de Concordia, recibió su nombre del viajero G. T. Vigne, que ni siquiera lo pisó. Y Martin Conway, jefe de la primera expedición al Karakórum (1892) fue nominado Lord, y más tarde un collado nevado de casi 6000 metros fue bautizado con su nombre.
En comparación con ellos no somos unos descubridores más, aunque en el fondo lo seamos cada uno para nosotros mismos. Cuando andas por una tierra tan despoblada se te ensancha el corazón y encuentras con la mirada, a la vuelta de la esquina, algo no muy distinto a lo que hallaron los que ya estuvieron en estos lugares. Porque aún reina aquí la tranquilidad y la emoción entre las cumbres, como si hubiera una bóveda situada de montaña a montaña y algunos días te parecen regalos del cielo, como éste de hoy.
Sobre nosotros se alza el Broad Peak, cuya cima aún no ha pisado el hombre. Este ochomil de tres cimas se yergue como la espalda de un dragón cuyas escamas pertenecieran al cielo. Para mí esos oscuros peñascos rezuman misterio… nadie aún los ha tocado… Soy feliz de que la meta de nuestra expedición sea esa montaña.
Pero hoy Hermann y yo vamos al K2. Delante de nosotros, cada vez más cerca, va creciendo de forma regular la pirámide más grande de la tierra. Las mediciones de los cartógrafos dieron 8611 metros[1]. Es alrededor de 240 metros más bajo que el Everest, pero mucho más difícil. Sin duda una de las más bellas montañas que existen.
La expedición internacional de Oscar Eckenstein, a la que pertenecían los austríacos Pfannl y Wessely, hizo en 1902 el primer intento. Siguiendo la arista NE llegaron a 6525 metros. Pero fue en 1909, en la gran expedición del Duque de los Abruzos, cuando se intentó por primera vez el espolón sureste (Espolón de los Abruzos) que se revelaría como la mejor vía de ascensión; pero sólo se alcanzaron los 6250 metros. A cambio, el Duque y sus guías de montaña llegaron en el Chogolisa hasta los 7500 metros. Un récord mundial de altura durante muchos años. Apenas si le faltaron 150 metros para la cima.
Hermann Buhl se ha parado y mira este brillante trapecio de hielo y nieve situado a unos treinta kilómetros de distancia.
«Bonita montaña», murmura.
Se parece a un inmenso tejado en el cielo… pienso yo. Pero ya Hermann se ha vuelto hacia el K2: «Lástima que haya sido escalado. Tendría que ser fantástico alcanzarlo por la arista de roca situada a la izquierda y luego descender por el espolón de la derecha». Y entonces me explica todo sobre el Espolón de los Abruzos, el camino de los primeros escaladores, todo lo que sabe sobre la enorme expedición italiana de hace tres años. ¡Nueve campamentos de altura y 5000 metros de cuerda fija les ayudaron a escalar el espolón! La expedición estaba dirigida por el profesor de geología Ardito Desio. Lacedelli y Compagnoni, dos de los once escaladores, consiguieron finalmente vencer la cumbre: un acontecimiento nacional que llevó a toda Italia a un entusiasmo vertiginoso. Aunque los dos llevaban aparatos de oxígeno se quedaron sin él y aun así lo consiguieron. Hermann sonríe: «Ya ves, sin oxígeno también se puede…».
Y habla de Mallory e Irvine, que en 1924 desaparecieron cerca de la cima del Everest a pesar de llevar aparatos de oxígeno. Nueve años más tarde se encontró un piolet a 8500 metros y aún hoy se especula con la posibilidad de que ambos alcanzaran su meta. Y me cuenta de Norton que superó en el Everest esa altura sin oxígeno, y de Fritz Wiessner, que también llegó sin él, en 1939, a doscientos metros, más o menos, de la cumbre del K2. Hermann se ha animado, se lo leo en los ojos y en el movimiento de las manos: preferiría atacar ya mismo el K2, sin oxígeno ni porteadores de altura, en estilo alpino-occidental como él lo llama.
«El K2 es bello», dice y vuelve a mirar hacia arriba. «Sí, sería por la cresta de la izquierda para subir y por la de la derecha para el descenso», murmura meditabundo.
La montaña, sin embargo, se nos sigue apareciendo tan alta en el cielo como ninguna otra. Somos tan sólo pequeños puntitos frente a este pegote de piedra que brilla como el cristal, cubierto de nieve y hielo. Pero no, realmente no tengo ningún otro deseo. Estoy contento de nuestra decisión: el Broad Peak no ha sido aún escalado y apenas si tiene 600 metros menos que el K2. Para nuestro propósito, que muchos tachan de locura, es más apropiado que la segunda montaña más alta del mundo.
Mientras continuamos, sigo pensando en nuestro ochomil. Fue en 1954 cuando bajo la dirección del doctor Karl Herrligkoffer se hizo el único intento. Fue toda una aventura. Durante la ascensión por una ruta amenazada por los aludes, los montañeros se encontraron de pronto frente a unos enormes bloques de hielo. En una ladera lisa de unos 500 metros de desnivel resbaló el austríaco Ernst Senn y patinó con la velocidad de un bob hacia las profundidades, yendo a detenerse ileso en la suavidad de la nieve polvo y virgen de una plataforma algo elevada. A 7000 metros las heladas tormentas de otoño les obligaron a renunciar.
En el reluciente hielo de la pared descubrimos hace unos días un depósito de los alemanes: advocat, un digestivo, material y un trozo de salami, que aunque contaba con tres años de edad, estaba aún exquisitamente sabroso. En medio apareció una pequeña caja que contenía un tierno tocino italiano. Aparentemente había corrido toda una odisea entre el campamento base del K2 y las alturas del Broad Peak antes de ir a parar a nuestros estómagos. Es en realidad la curiosidad pura lo que nos mueve a realizar esta excursión al K2. ¿Quién sabe qué otros exquisitos bocados nos esperan en el campamento italiano del K2?
Pero nos decepcionamos; por mucho que buscamos no encontramos rastro alguno del campamento base. El blanco glaciar está limpio y en la morrena tampoco se ve nada. Finalmente nos damos la vuelta a picotear de nuestros platos.
Ha sido también la curiosidad la que nos ha llevado al ángulo de los aludes del Broad Peak. Hermann sólo quería echar un vistazo a la vía que había elegido su bien conocido jefe de expedición al Nanga Parbat. Hermann se había decidido por el directo y difícil pero seguro espolón oeste, que ya había sido recomendado anteriormente por el «profesor del Himalaya», G. O. Dyhrenfurth. También a Hermann le resultaba más simpático este espolón. Una línea recta, directa, que encajaba más con su carácter.
Mientras nos retiramos cansados, andando como si tuviéramos pantuflas, a nuestro campamento base, aparecen como en un caleidoscopio las imágenes de nuestro viaje hasta aquí. El aterrizaje en un viejo Dakota entre una enorme nube de polvo sobre la superficie de arena de Skardu que sirve de aeropuerto. El cruce del río Indus en una enorme balsa. Las tres semanas de marcha de aproximación, primero atravesando el ancho valle de Shigar con sus florecientes árboles, luego los precipicios del Braldu y finalmente el Baltoro. Con 68 porteadores y azotados por tormentas de nieve nos vimos abandonados a 12 kilómetros del campamento base. Vino luego el consiguiente transporte de material sobre nuestros propios hombros, en un tráfico de ida y vuelta, cargando 25 o 30 kilos cada uno hasta el campamento base, que con sus 4900 metros tiene más altura que la cima del Mont Blanc. Hermann me consolaba: «Esto es un perfecto entrenamiento para luego, para el primer ochomil en estilo alpino occidental». Más tarde el espolón Este, arriba y abajo, arriba y abajo, primero con dolor de cabeza, luego poco a poco la cosa fue mejorando. Una vez que dejábamos el equipo en el campamento I nos sentábamos sobre la culera del pantalón y nos deslizábamos velozmente hacia abajo. Las culeras de nuestros pantalones soportaron de 800 a 900 metros de bajada en media hora, con paradas, naturalmente, y con la prudencia necesaria.
El Broad Peak —esa trijorobada espalda de dragón— se asemeja desde el Circo de Concordia más a un enorme castillo… aunque depende desde donde lo mires parece otra cosa. La montaña es «algo» que nunca se sabe muy bien lo que en realidad es. En el camino de vuelta tiene Hermann previsto un intento a la Torre de Trango, o a cualquier otro de esos salvajes riscos graníticos de la parte baja del Baltoro.
Somos una expedición moderna. Hermann se ha ocupado de que no falte nada de lo que hoy en día pueda suponer progreso. Tenemos botellas de gas grandes —carga para un porteador— y pequeñas, de unos siete kilos de peso, que utilizaremos más arriba. También llevamos unas tiendas sencillas y pesadas, pero extraordinariamente estables. Y estupendas botas altas de pesado y sólido cuero. Son un poco grandes pero así cada cual puede calzarse calcetines, medias de fieltro y cuanto material aislante se le ocurra. Hemos notado que el papel de periódico se destaca por su eficacia. Naturalmente, si alguien se mueve por la morrena con semejantes tochos en los pies lo hará de manera torpe, como un buzo. Seguro que algún día se descubrirá algo, un zapato dentro del zapato. Sin embargo, no estamos descontentos excepto de una cosa, un pesado aparato de radio de once kilos que dejamos de todo corazón en el campamento I a 5800 metros. De aquí en adelante utilizaremos el viejo sistema de los papelitos: consiste en dejar una nota por escrito en la tienda para alguien que baje del campamento superior.
El campamento II es una gruta natural de nieve bajo el borde de una plataforma situada a 6400 metros de altura que nosotros hemos ensanchado. Aquí hemos montado incluso una cocina. Hermann Buhl prefiere productos salados, buñuelos de patatas, mostazas y todo tipo de cosas agrias, y sobre todo, cerveza. (Ésta, naturalmente, sólo en el campamento base). Él lo llama «somnífero natural». La primera dosis se transformó al abrirla en un espumeante géiser de un metro de altura, que sólo se acabó cuando la lata azul de Baviera se hubo vaciado. No es de extrañar, pues a 4900 metros de altura la presión es muy diferente. Fue entonces cuando aprendimos a hacer un diminuto agujero que tapábamos con el pulgar, de tal forma que en un lento equilibrarse de presiones nuestro «somnífero» no se perdiera por los aires.
Los días pasan. El 29 de mayo, desde el campamento III situado a casi 7000 metros, atacamos el camino hasta el filo de la cima llegando a la cresta somital. Allí descubrimos que el otro extremo de la arista es más alto, pero como es demasiado tarde decidimos dejarlo. En el campamento base nos damos cuenta de que por 20 metros de desnivel la cumbre es virgen. Tendremos que volver a subir.
Hermann y Marcus sufren ligeras congelaciones en las puntas de los dedos y Hermann requiere la asistencia del «médico». Ese soy yo. Con miedo pero con palabras tranquilizadoras, como si de verdad fuera un médico, le suministro una inyección. Más tarde otra, con muy buenos resultados. Un mes antes de la partida Hermann me había nombrado médico de la expedición con el siguiente razonamiento: «Tú has estudiado». A lo que tímidamente repliqué: «Sí, es cierto, pero comercio…». No sirvió de nada. Debía de tener mucha confianza en mí.
Así pues, con 27 kilos de medicamentos preparados por un verdadero médico y una tenaza para las muelas que nunca tuve que usar, me vi convertido en el médico de la expedición. Efectivamente curé a bastantes nativos, con muchas precauciones… ¡teniendo en cuenta que el camino de regreso era el mismo!
El 9 de junio lo logramos. Uno después de otro hacemos cumbre en el Broad Peak. Finalmente lo hace también Hermann que debido a sus congelaciones había tenido que quedarse en la cota 7900. Cuando yo regresaba de la cima me lo encontré, y juntos, con la última luz del día, subimos al punto más alto.
Debían de ser las 19 horas cuando pisé la cumbre con Hermann, el sol estaba muy bajo… Todo se transforma en verdad. El silencio que nos rodea. Callamos. Es la realización. Temblando se dobla el sol hacia el horizonte. Abajo es de noche, ahí reposa el mundo, sólo aquí hay luz. Mágicamente brilla la cercana cumbre del Gasherbrum y resplandece el techo del Chogolisa. Enfrente de nosotros, a contraluz, se recorta la masa oscura del K2. La nieve se tiñe de un naranja profundo, el cielo está extraordinariamente azul. Giro la vista: una gigantesca y oscura pirámide crece hacia la inmensidad del Tíbet y se pierde en las brumas de la lejanía. Es la sombra del Broad Peak.
Un rayo de luz atraviesa ahora la oscuridad y toca los últimos metros de la cima, asombrados miramos la nieve a nuestros pies, parece brasa, entonces se acaba la luz. Fue la gran puesta de sol para Hermann Buhl, la última en una cumbre.
Desde allí arriba pude admirar también el K2: una gigantesca y oscura pirámide azul que parece cortada por unas tijeras. Yo lo miraba pero no despertaba ningún deseo en mí. Era grande, inconmensurable y prefería dejarlo solo. Entonces no podía imaginar el importante papel que jugaría en mi vida. Sólo mucho más tarde las palabras de Eric Shipton me arrastrarían a él.