Que un libro sea bueno no depende sólo de que el autor escriba bien. Debe nacer de una convicción profunda, de un compromiso hacia ti mismo y hacia los demás. No quiero comenzar este libro sin recordar a Julie y su deseo de transmitir siempre a los demás lo que estábamos viviendo y su sentido. Al escribirlo he intentado hacer realidad esta ilusión. Quizás era también una manera de continuar con nuestro «Highest Film Team» y una firme necesidad nacida durante el solitario descenso del espolón de los Abruzos después de la tormenta mortal. De esta manera tanto la montaña como nuestro pensamiento quedarán en estas páginas…
Cuando hace muchos años José Manuel Anglada escribió el prólogo de mi primer libro, Entre cero y ocho mil metros, nunca pensamos que después del gran éxito que tuvo tardaría tanto en escribir otros. Pero este relato sobre «El nudo infinito», el sueño y el destino en el K2, no es sólo un libro de montaña sino un trozo de mi propia vida…
«Anything is possible», solía decir Julie; todo es posible. Ella tenía una gran voluntad, era positiva y muy activa. Formando «el equipo de filmación más alto del mundo» trabajábamos magníficamente, a veces por encima de los ocho mil metros. Y también escuchábamos, silenciosamente, las voces de la montaña, de las torres de hielo, de las nubes, y comprendimos también que es necesario defender este mundo contra el desgaste que produce la civilización, dejando salvaje un último reino de fantasía. Por eso me siento identificado con «Mountain Wilderness» en su defensa de las montañas del mundo, y especialmente las de España. Me preocupa la preservación de sus magníficos parajes del Pirineo y, sobre todo, de ese otro salvaje macizo que está tanto en mi corazón como en el de mis amigos del «Colectivo montañero para la defensa de los Picos de Europa».
Cuando escribí este libro lo hice pensando también en mis amigos de España, país que desde hace muchos años atravieso dando conferencias, conociendo nuevos lugares o visitando a mis amigos —a veces también escalando juntos—. Recuerdo los premios que ganamos con nuestras películas en el Festival de Cine de San Sebastián y la alegría de Julie al recibir el Gran Premio por nuestra película sobre el Nanga Parbat, que fue nuestro debut. Quiero agradecer a los infatigables organizadores David y Mirari Hernández los fabulosos días que pasamos juntos en un ambiente único. La misma Julie, aunque nacida en Inglaterra, se sentía muy cerca de España; su padre era vasco, bilbaíno, y aunque no estaba muy segura de ello, era muy posible que sus abuelos fueran catalanes: por si acaso ponía en la tienda de nuestro campo base —entre otras— la bandera vasca y la catalana.
En ocasiones ha sido muy duro escribir sobre lo que acababa de ocurrir en el K2, pero era algo que debía hacerse. Jamás podré aceptar lo que ocurrió allá arriba, pero quizás al menos escribiendo y analizando pueda ayudar a que no se repita otra vez. Para ello he necesitado casi dos años…
Quiero dar las gracias a mi mujer, Teresa, por su increíble comprensión y paciencia. También quiero agradecer a Nacho de la Serna su perfecta traducción. Y a todos aquéllos que de cualquier manera han colaborado o contribuido en el libro: a Choi Chang Deok, un sacerdote que Dios (¿la providencia o el destino?) me envió para ayudarme a conocer el misterio de nuestra tragedia, escondida en los ilegibles jeroglíficos de un diario de expedición coreano; a Xavier Eguskitza, el infatigable cronista del Himalaya; a Franz Berghold, el especialista en medicina de altura; a Dee Molenaar, Eduard Sternbach y a mi hija Karen por su ayuda en la realización de los dibujos. A mi otra hija, Hildegard, por su capítulo etnológico. Y también al preciso y tranquilo Darío Rodríguez, a Mari Abrego, a Marilupe Larín…
No quiero olvidar a los primeros que hicieron posible que pudiera escribir, que pudiera dar comienzo a este libro: son muchos médicos… Gerhard Flora de Innsbruck y Hildegunde Piza de Viena, que han tratado mis congelaciones, el Hospital Pembury de Sussex, que me trató de un embolismo pulmonar después del K2, Enzo Raise de Bolonia por haber diagnosticado en el último momento mi malaria, producida probablemente en el avión del regreso, a consecuencia de la cual casi muero. Parece sumándolo todo que, simplemente, aún no había llegado mi hora.
Mientras lentamente me recobraba en Salzburgo, la señora Susi Kermauer me ofrecía su decrépita máquina de escribir y comenzaba el primer capítulo en su casa de doscientos años de antigüedad. Algunos meses después, ya en Bolonia, mi pequeño hijo Ceci interrumpía la tradición clásica: ¡me hizo aprender a usar el ordenador!
Dijo: «¡Por fin, papá!…».
Aunque no he puesto sus nombres, quiero dar las gracias a muchas más personas que me han ayudado. Todas están en el «Nudo infinito».
K.D.