21

En el «Cotton Club», la pista de baile se encontraba sobre una plataforma, a nivel de la superficie de las mesas, y servía también como escenario para las atracciones. En la parte trasera, unas encortinadas puertas daban paso a los camerinos.

Cuando Grave Digger y Coffin Ed atisbaron por detrás de una de aquellas cortinas, el club estaba lleno de gentes bien vestidas, blancas y de color, que se sentaban en torno a pequeñas mesas cubiertas con blancos manteles de algodón y cuyos ojos brillaban extrañamente en unos rostros a los que la luz de las velas daba un aire exótico.

El piano sonaba frenéticamente, el saxofón gemía con ritmo afrodisíaco, el contrabajo latía de forma sugestiva, la trompeta sonaba imperiosa y la guitarra suplicaba. Un foco provisto de filtro azul y colocado por encima de las cabezas de los clientes; bañaba con su luz el casi desnudo cuerpo de Billie, que bailaba en torno a una bala de algodón. Su figura se estremecía y sus caderas se agitaban como si estuviera haciendo el amor. De vez en cuando, su cuerpo era recorrido por espasmos, tras los cuales se tiraba convulsivamente sobre la bala de algodón. Frotaba el vientre con ella, luego se volvía y hacía lo mismo con las nalgas, provocando en sus desnudos pechos un estático temblor. Tenía los rojos labios separados, como si jadease, y sus blancos dientes brillaban bajo la azulada luz. Billie creaba la completa ilusión de estar siendo seducida por una bala de algodón.

Entre el público reinaba un absoluto silencio. Las mujeres miraban a la bailarina con brillantes ojos llenos de avidez y de envidia. Los hombres la contemplaban palpitantes de deseo, con los párpados entornados para ocultar sus pensamientos. La danza se hizo más rápida y el auditorio se estremeció. Billie, con loco deseo, se echó sobre el algodón. Las mujeres del público se vieron sacudidas por un incontrolable espasmo. En el local, la lujuria crecía como levadura.

El número estaba llegando a su clímax. Billie contorsionaba el cuerpo y movía las caderas con estremecedora rapidez. Rodeó completamente la bala de algodón y luego, de cara al público, se abrió de brazos y, dando una última sacudida de caderas, gritó:

—¡Oh, papá, algodón!

Bruscamente, las luces se encendieron y el público estalló en frenéticos aplausos. El suave y voluptuoso cuerpo de Billie estaba cubierto de sudor y brillaba como la materialización del sueño de un libertino.

Al cesar la salva de aplausos, la bailarina anunció, jadeante:

—Y ahora subastaré esta bala de algodón a beneficio de los actores ancianos. —La mujer sonrió, respirando trabajosamente, y miró hacia un nervioso joven blanco que se sentaba a una mesa con su novia—. Si tienes miedo, vete a casa —le retó, mofándose de él con un movimiento del cuerpo. El muchacho enrojeció. Estallaron risas—. ¿Quién da mil dólares? —preguntó la bailarina.

Se produjo un silencio.

Desde una mesa de la segunda fila, una voz con marcado acento sureño dijo:

—Van mil dólares.

Todas las miradas se centraron en el que había hablado.

Era un hombre blanco de largo y plateado cabello y bigote y perilla blanca. Iba vestido con una levita negra y corbata de lazo del mismo color. A su lado se sentaba un joven rubio que llevaba un smoking blanco y lazo de color de vino.

—¡El muy puerco! —masculló Coffin Ed.

Grave Digger se llevó un dedo a los labios.

—¡Un caballero del viejo Sur! —gritó Billie—. ¡Apuesto a que es usted un coronel de Kentucky!

El hombre se puso en pie e hizo una ligera reverencia.

—Coronel Calhoun, de Alabama, a su servicio —dijo.

Alguien del público aplaudió.

—Un hermano suyo, coronel —gritó Billie, encantada—. A él también le atrae este algodón. Ponte en pie, hermano.

Un alto negro se levantó. Las gentes de color que se encontraban entre el público estallaron en carcajadas.

—¿Cuál es tu puja, hermano? —preguntó Billie.

—Mil quinientos —gritó una divertida voz.

—Dejadle hablar a él —le cortó Billie.

—Yo no pujo —dijo el hombre—. Me has pedido que me levantase y yo lo he hecho. Eso es todo.

—Bueno, entonces siéntate. Muy digno, el hombre se sentó.

—A la una… —empezó Billie—. A las dos… Esta espléndida bala de algodón de Alabama va a adjudicarse por mil dólares… y puede que yo vaya también en el lote. ¿Alguna otra puja?

Sólo le respondió el silencio.

—¡Pobretones! —se burló Billie—. Podríais cerrar los ojos e imaginaros que era yo, aunque no sería lo mismo. Última oportunidad. Se va, se va…, se ha ido. Muchos actores saldrán beneficiados. —Guiñó un ojo descaradamente y luego dijo—: Coronel Calhoun, adelántese a tomar posesión.

—¿De qué? —gritó un gracioso.

—Adivínalo tú, idiota.

El coronel se puso en pie, fue hasta la pista y tendió a Billie diez billetes de a cien.

—Es un honor para mí, Miss Billie, comprar esta bala de algodón a una hermosa muchacha negra que quizá provenga también de esas felices tierras…

—No, yo no, coronel —le interrumpió Billie.

—… y al hacerlo, beneficiar también a tantos magníficos actores negros —concluyó el coronel.

Hubo una salva de aplausos.

Billie se acercó a la bala y arrancó de ella unos puñados de algodón. El coronel quedó tenso por unos momentos, pero se tranquilizó en seguida cuando la bailarina dejó caer los copos sobre su plateada cabeza.

—Queda usted ordenado Rey del Algodón, coronel —dijo Billie—. Que esta bala le traiga fama y fortuna.

—Gracias —dijo, galante, el coronel—. Estoy seguro de que así será.

Luego, señaló la encortinada puerta que había frente a la que servía de escondite a Grave Digger y Coffin Ed. Por ella aparecieron dos obreros de color empujando una carretilla de mano con la que recogieron la bala.

Grave Digger y Coffin Ed, cojeando, corrieron hacia la calle. Los obreros sacaron la bala de algodón y la pusieron en la trasera de una abierta camioneta de repartos. El coronel les siguió pausadamente, habló con ellos unos momentos y luego subió a su propia limousine.

Grave Digger y Coffin Ed se encontraban ya en su furgoneta, aparcada media travesía más atrás.

—Así que encontró su coche —comentó Coffin Ed.

—Apostaría, dos contra uno a que nunca fue robado.

—Haría falta ser muy tonto para aceptar esa apuesta.

Cuando la camioneta se puso en marcha, los dos detectives la siguieron sin ocultarse. El vehículo se metió por la Séptima Avenida y fue a detenerse frente a la oficina del «Movimiento de Regreso al Sur». Grave Digger siguió adelante y se introdujo en la entrada de un taller de reparaciones cerrado ya por toda la noche. Coffin Ed se apeó y empezó a hurgar en la cerradura, como si trabajara en el garaje. Seguía haciéndolo cuando al otro lado de la calle, la limousine del coronel se detuvo junto al bordillo, detrás de la camioneta, y Calhoun se apeó y echó un vistazo alrededor. Grave Digger había ya abierto la cerradura y estaba subiendo el cierre del garaje, cuando el coronel había ya franqueado la entrada de su oficina. Los dos obreros comenzaron a bajar la bala de algodón a la acera. Grave Digger metió la furgoneta en el extraño garaje, apagó las luces y se colocó detrás de Coffin Ed. Ambos permanecieron en la oscura entrada, comprobando sus revólveres y observando cómo los obreros metían la bala de algodón en la brillantemente iluminada oficina, dejándola en el centro del local. Vieron cómo el coronel les pagaba y decía algo al joven rubio. Cuando los de la camioneta se hubieron ido, lo$ dos hombres volvieron a cambiar unas palabras y el joven rubio regresó a la limousine, mientras el coronel apagaba las luces y cerraba la puerta. Luego, se unió a su sobrino.

Cuando los dos se hubieron ido, Grave Digger y Coffin Ed cruzaron corriendo la calle. Luego, mientras su compañero le protegía, Coffin Ed comenzó a trabajar sobre la cerradura de la oficina del «Movimiento de Regreso al Sur».

—¿Cuánto vas a tardar? —preguntó Grave Digger.

—No mucho. Es una cerradura corriente, pero tengo que encontrar la ganzúa adecuada.

—Procura darte prisa.

Inmediatamente después se oyó el «clic» de la cerradura. Coffin Ed hizo girar el tirador y la puerta se abrió. Los detectives entraron en el local, cerraron la puerta tras de sí y se movieron rápidamente en las sombras hacia un armario trasero que había en la parte de atrás. Dentro del pequeño cubículo hacía calor. Los dos hombres comenzaron a sudar. Tenían las pistolas en las manos, cuyas palmas no tardaron en humedecerse. Deseaban hablar, pero no se atrevían a hacerlo. Debían dejar que fuese el mismo coronel quien sacase el dinero de la bala de algodón.

No tuvieron que esperar mucho. Al cabo de casi un cuarto de hora, captaron el ruido de una llave en la cerradura. Se abrió la puerta, entraron dos personas y la puerta se cerró de nuevo.

Oyeron decir al coronel:

—Baja las persianas.

Se escuchó el ruido de las persianas al cubrir las cristaleras del escaparate y el del cierre de la puerta al ser bajado del todo. Luego sonó el interruptor de la luz y el ojo de la cerradura del armario se iluminó repentinamente.

—¿Crees que será suficiente? —preguntó una voz—. Cualquiera puede ver que aquí dentro hay luz.

—No tengas miedo, hijo, todo está previsto —dijo el coronel—. No tenemos por qué extremar las precauciones. A fin de cuentas, pagamos el alquiler de este local.

Se oyó el sonido de la bala de algodón al ser movida. Grave Digger supuso que estaban dándole la vuelta.

—Dame ese cuchillo y prepara la bolsa —pidió el coronel.

En la oscuridad del armario, Grave Digger buscó a tientas el tirador y lo apretó fuertemente; pero antes de hacerlo girar esperó a oír el ruido del cuchillo sobre el algodón. Silenciosamente, entreabrió la puerta y, con las mismas precauciones, soltó el tirador.

Ahora, a través del resquicio, podían ver al coronel enfrascado en su trabajo. Calhoun clavaba en la bala un largo cuchillo de caza e iba apartando las fibras con una horquilla de dos dientes. El joven rubio permanecía a un lado, observando con gran atención y sosteniendo con las manos una abierta bolsa de viaje. Ninguno de los dos miraba en torno.

Grave Digger y Coffin Ed contuvieron el aliento mientras, en la bala, el agujero se iba haciendo más ancho y más profundo. El suelo se fue llenando de algodón. El coronel empezó a sudar. El joven rubio parecía cada vez más ansioso. Entre los ojos se le formó un fruncido ceño.

—¿Estás seguro de que ese es el lado?

—Claro, se nota el lugar por donde lo abrimos —dijo el coronel, con voz controlada, aunque su expresión y su apresurada forma de moverse reflejaban su creciente ansiedad.

El joven rubio respiraba con esfuerzo.

—Ya deberías haber llegado al dinero —dijo al fin.

El coronel dejó de escarbar. Metió el brazo en el agujero, para medir su profundidad. Luego se enderezó y miró al joven rubio como si no le viese. Durante un buen rato pareció absorto en sus pensamientos.

—¡Increíble! —exclamó.

—¿El qué? —preguntó el joven rubio.

—No hay ningún dinero.

El joven rubio quedó boquiabierto. La conmoción frunció sus ojos y de su boca escapó un gruñido, como si alguien le hubiese golpeado en el plexo solar.

—Es imposible —jadeó.

De pronto, el coronel perdió los estribos. Comenzó a apuñalar la bala con el cuchillo de caza como si el algodón fuera un cuerpo humano y él tratase de matarlo. Su rostro se había enrojecido y tenía espuma en las comisuras de los labios. En sus ojos azules había un brillo de locura.

—¡Maldita sea! ¡Te digo que el dinero no está! —gritó acusadoramente, como si toda la culpa fuera del joven.

Grave Digger abrió la puerta del armario y, con su revólver de largo cañón apuntando hacia el pecho del coronel, echó a andar hacia los dos hombres.

—Es una verdadera lástima —dijo.

Coffin Ed se encontraba a su espalda.

El coronel y el joven se quedaron paralizados. Sus ojos reflejaban la conmoción que habían sufrido. Calhoun fue el primero en recuperar la compostura.

—¿Qué significa esto? —preguntó dominando su voz.

—Que están ustedes arrestados —replicó Grave Digger.

—¿Arrestados? ¿Por preparar una bala de algodón para exhibirla en nuestra reunión de mañana?

—Cuando asaltaron el mitin del «Movimiento de Regreso a África», escondieron el dinero en esa bala de algodón. Luego la perdieron. Nos preguntábamos por qué era tan importante ese fardo. Ahora ya lo sabemos.

—¡Tonterías! —exclamó el coronel—. ¿Qué les pasa? ¿Han fumado opio, o qué? Si creen que he tenido algo que ver con ese robo, sigan adelante y deténganme. Luego les pondré un pleito a ustedes y a la ciudad por arresto ilegal.

—¿Quién ha hablado de robo? —replicó Coffin Ed—. Le detenemos por asesinato.

—¡Asesinato! ¿Qué asesinato?

—El del empleado de una trapería llamado Joshua Peavine —intervino Grave Digger—. Ahí es donde encaja el algodón. Joshua les llevó a la trapería de Goodman para recoger ese algodón y ustedes le mataron.

—Y supongo que harán que ese Goodman identifique esta bala, ¿no? —preguntó el coronel en tono sarcástico—. ¿No saben que hay tres millones de hectáreas plantadas de algodón como este?

—Siempre existen pequeñas diferencias que permiten reconocerlo —afirmó Grave Digger—. En la trapería de Goodman, donde el muchacho fue asesinado, quedaban algunas fibras de esa bala.

—¿Fibras? ¿Qué fibras?

Grave Digger se agachó y cogió del suelo unos cuantos copos de algodón. Tendiéndoselos al coronel, dijo:

—Estas fibras:

Calhoun se puso blanco. Aún tenía en las manos el cuchillo y la horquilla, y controlaba su cuerpo con enorme esfuerzo. El joven rubio estaba tembloroso y cubierto de sudor.

—Tire esos trastos, coronel —ordenó Coffin Ed, moviendo el revólver.

El coronel tiró el cuchillo y la horquilla al agujero abierto en la bala de algodón.

—Dense la vuelta y apoyen las manos en la pared —siguió Coffin Ed.

Calhoun le miró desdeñosamente.

—No tengas miedo, muchacho, vamos desarmados.

El rostro de Coffin Ed volvió a estremecerse.

—No se pase de listo ni nos tutee —advirtió.

Los dos blancos captaron la amenaza que se reflejaba en el rostro de los detectives y obedecieron. Grave Digger les cacheó.

—Nada.

—Muy bien, vuélvanse —ordenó Coffin Ed.

Calhoun y su sobrino obedecieron, impasibles.

—Y recuerden «quiénes» mandan aquí —dijo Coffin Ed.

No replicaron.

—Les vieron recoger a ese empleado, a Joshua, junto a la estación de la Calle 125 —continuó Grave Digger—. Eso fue poco antes de que el chico fuera asesinado.

Involuntariamente, el joven rubio exclamó:

—¡Imposible! ¡Allí no había más que un ciego!

Con rápida y violenta reacción, el coronel abofeteó a su sobrino.

Coffin Ed rio entre dientes. De su bolsillo interior sacó una foto y se la tendió al coronel.

—El ciego les vio… y les hizo este retrato.

Calhoun miró la foto durante largo rato y luego se la devolvió al detective. Su mano era firme, pero su palidez se había hecho más intensa.

—¿Cree que, basándose en esta prueba, algún jurado me condenaría? —preguntó.

—Esto no es Alabama, sino Nueva York —dijo Coffin Ed—. Ese hombre de color ha sido asesinado por un blanco en Harlem. Tenemos las pruebas. Se las entregaremos a la Prensa y a los grupos políticos negros. Cuando hayamos acabado, ningún jurado se atreverá a declararles inocentes y ningún gobernador sería capaz de indultarles. ¿Comprende, coronel?

Calhoun estaba blanco como una sábana. Al fin, dijo:

—Todo hombre tiene su precio. ¿Cuál es el suyo?

—Es usted muy afortunado de tener aún dientes o dentadura postiza —dijo Grave Digger—. Pero nos ha hecho usted una pregunta directa y le daré una respuesta igualmente directa. Ochenta y siete mil dólares.

El joven rubio abrió la boca de par en par y su tez adquirió un brillante tono púrpura. El coronel se limitó a mirar fijamente a Grave Digger para ver si bromeaba. Después, en su rostro se reflejó primero el asombro y luego la incredulidad.

—¡Increíble! ¿Va usted a devolverles el dinero?

—Sí, a esas ochenta y siete familias.

—¡Increíble! ¿Y sólo porque ellos son negros y ustedes también?

—Exacto.

—¡Increíble! —El coronel parecía haber recibido la mayor impresión de su vida—. Si eso es cierto, ustedes ganan —concedió—. Pero… ¿qué —conseguiré yo a cambio?

—Veinticuatro horas —respondió Grave Digger.

Calhoun siguió mirándole como si fuera un niño con cuatro cabezas.

—¿Y cumplirán ustedes lo prometido?

—Desde luego. Es un pacto entre caballeros.

En el rostro del coronel se reflejó la sombra de una sonrisa.

—Un pacto entre caballeros —repitió—. Les daré un cheque contra la cuenta del comité.

—Esperaremos aquí, con las persianas echadas, hasta que abran los Bancos, y entonces puede usted mandar a por el dinero —decidió Grave Digger.

—Tendré que enviar a mi ayudante —dijo Calhoun—. ¿Confiarán en él?

—Eso no es lo importante —replicó Grave Digger—. ¿Confiará «usted» en él? Se trata de «su» puerca vida, no de la nuestra.