20

Iris volvió a entrar en la iglesia con perfecto aplomo. Estaba segura de que no la habían seguido. Habíase librado de Grave Digger y Coffin Ed y no tenía miedo. Sabía el paradero del algodón y cómo conseguirlo. Le constaba que con aquella información podría manejar a Deke a su antojo. Y confiaba en que éste dominase a sus gorilas.

Deke y sus hombres la oyeron entrar.

—Es ella —dijo Deke, suspirando con alivio.

Freddy se levantó del sofá y cogió de nuevo la recortada escopeta. Four-Four metió un proyectil en Ta recámara de su automática «45» y echó atrás el seguro. Ambos hombres estaban en tensión, pero ninguno dijo nada.

Deke escuchaba los pasos de Iris. Por el ritmo de su andar, notó el aplomo de la mujer.

—Lo tiene —dijo, con expresión confiada.

—Os conviene que así sea —replicó Freddy, amenazador.

—Estoy seguro de que sí.

No le contestaron.

Grave Digger se encontraba echado boca abajo entre dos bancos, ahogando la respiración con un pañuelo negro, y, con una mano debajo del cuerpo, aferrando la pistola. Su negro traje se confundía con las sombras, e Iris, a pasar, no lo vio. El hombre esperó a oír sus pisadas ascendiendo al estrado. Entonces, a gatas, salió al pasillo central para ir a abrirle la puerta a Coffin Ed, esperando que las pisadas de la mujer ahogasen cualquier ruido que él pudiera producir.

Pese a todo, le oyeron.

—¿A quién diablos trae con ella Iris? —preguntó Four-Four.

—Será su perro —rió Freddy.

Una mirada de Four-Four le cortó.

Oyeron el ligero golpecillo en uno de los tubos del órgano: la señal para entrar. Four-Four apretó un botón y uno de los paneles posteriores del órgano se levantó, revelando un pequeño espacio cúbico que había debajo de los tubos. Luego apretó el segundo botón y una pesada trampa de acero se abrió hacia arriba. Colocó la escalera y pronto aparecieron unos dorados zapatos de alto tacón y unas piernas embutidas en unos pantalones «Paisley». Cuando hubo aparecido la figura, Four-Four apretó de nuevo los botones, cerrando el acceso al escondite. Luego alzó la «45» y la apuntó contra la espalda de Iris.

Cuando sus pies tocaron el suelo, la mujer se volvió. Su mirada encontró fijo en ella el negro agujero del cañón de la pistola. Iris quedó petrificada. Sólo sus párpados siguieron abriéndose más y más, como si los ojos se le fueran a salir de las órbitas. Lentamente, sin respirar, dirigió su mirada al rostro de Freddy. No encontró en él ni la más mínima expresión de piedad. Luego miró a Deke. Éste la contemplaba con evidente ansiedad. El sudor bañaba aquel rostro demudado por el pánico. Al fin se fijó en la escopeta de Freddy y en el sádico rictus de su desagradable boca.

La mujer se vio acometida por unas náuseas que llegaban a ella como las olas de un océano, y tuvo que rechinar los dientes para no desmayarse. Durante toda su vida había buscado emociones, pero la actual era de una clase que nunca deseó experimentar.

—¿Quién estaba contigo? —preguntó Four-Four.

Iris tuvo que tragar saliva dos veces antes de poder articular palabra. Luego, roncamente, susurró:

—Nadie, te lo juro.

—Hemos escuchado algo extraño.

—Estoy segura de que no me han seguido —replicó la mujer con un hilo de voz. La transpiración le perlaba el labio superior y sus ojos sólo eran unas negras bolas animadas por el pánico—. No he hecho nada; creedme, por favor —suplicó—. No me matéis sin motivo.

—Díselo, preciosa, díselo en seguida —musitó Deke, presa del terror.

—En la bala de algodón —musitó Iris.

—Lo sabemos —dijo Four-Four—. ¿Dónde está?

Iris no dejaba de tragar saliva, como si estuviese asfixiándose.

—No voy a decíroslo sólo para que me matéis —susurró.

Con un repentino movimiento que la hizo estremecer, Freddy empujó la segunda silla detrás de la de Deke y ordenó:

—Siéntate.

Four-Four se metió la pistola entre la camisa y el cinturón, y del suelo, de debajo del armero, recogió una cuerda de nylon.

—Junta las manos por detrás del respaldo de la silla —ordenó.

Como Iris tardara en obedecer, Four-Four le azotó la cara con la cuerda. La mujer hizo lo que le ordenaban y el pistolero comenzó a atarla.

—Díselo —suplicó Deke.

—Nos lo dirá —aseguró Freddy.

Cuando Four-Four estaba atando las dos sillas respaldo contra respaldo, oyeron silbar a alguien en la calle. Los dos pistoleros quedaron inmóviles, a la escucha, pero el silbato cesó y volvió el silencio. Four-Four acabó su trabajo de atar juntos a Iris y O'Hara. Entonces se oyó abrirse la puerta principal. Los dos hombres respingaron nerviosamente. Oyóse un sonido amortiguado, que parecía proceder de las acolchadas patas de un animal, y la puerta se cerró suavemente.

—Será mejor que echemos un vistazo —dijo Four-Four, con voz vacilante.

El hombre no dejaba de parpadear, como presa de un tic.

La fea boca de Freddy pareció desencajarse, y los labios le comenzaron a temblar. Sacó otra «45» de debajo del sofá e introdujo una bala en la recámara. Sus movimientos eran nerviosos, pero sus manos permanecían firmes. Se metió la pistola entre el cinturón y la camisa y cogió la escopeta con la mano derecha.

—Vamos —dijo.

Grave Digger y Coffin Ed se habían desplegado, avanzando pegados a los muros laterales. Freddy apareció por detrás del órgano, moviendo en abanico su escopeta como un cazador de conejos. Coffin Ed se tiró al suelo, pero el pistolero captó el movimiento. La iglesia fue atronada por el fuerte estampido de un cartucho de perdigones del calibre doce, y las postas abrieron un enorme boquete en el respaldo del banco tras el cual se había protegido Coffin Ed. Grave Digger disparó una bala trazadora y, por la brillante estela, pudo ver cómo el proyectil rozaba el cuello de la camisa de sport de Freddy cuando éste se tiraba al suelo. Detrás de él apareció la silueta de Four-Four, moviéndose a toda velocidad y agitando la «45».

Grave Digger se echó también al suelo, e inmediatamente después los impactos de la «45» comenzaron a astillar los bancos por encima de su cabeza. Durante unos momentos, todos se movieron sigilosamente en la oscuridad, sin que se viera a nadie. Luego, comenzó a arder el lado del órgano que había sido alcanzado por la bala trazadora.

Cuando Coffin Ed asomó la cabeza, cinco filas más adelante del banco cuyo respaldo había sido destrozado por las postas, el estrado se encontraba desierto y no se veía a nadie. Pero por encima del banco delantero del pasillo central divisó la parte alta de una cabeza y disparó una bala trazadora contra ella. Vio cómo el proyectil rozaba los ensortijados cabellos e iba a dar contra la base del estrado. Cuando el detective volvió a ocultarse comenzaron a sonar los alaridos.

Una figura con el cabello ardiendo y moviendo en abanico una «45» fue iluminada por la fluctuante luz procedente del incendiado órgano. Grave Digger se asomó para mirar. La escopeta volvió a hacer fuego y destrozó el respaldo del banco que unía frente a él. Grave Digger se tiró boca abajo y comenzó a arrastrarse rápidamente, conmocionado aún por lo a punto que había estado de ser herido. Los proyectiles de la «45» llovían a su alrededor, astillando la madera de los asientos. Grave Digger no se atrevía a asomar la cabeza. Se metió debajo de uno de los bancos y miró hacia el lugar de donde procedían los disparos. Logró distinguir la vaga forma de unas piernas metidas en unos pantalones que se recortaban contra la parte del estrado que era presa de las llamas. Apuntó cuidadosamente y disparó contra una de las piernas. Vio cómo ésta se partía como una astilla por el lugar en que la bala trazadora la había alcanzado. La pernera del pantalón se incendió instantáneamente. Los enervantes aullidos rompieron el momentáneo silencio.

Al tratar de apoyarse sobre la pierna rota, la ígnea forma del cuerpo del que procedían los alaridos cayó al suelo, entre dos bancos. Grave Digger disparó contra ella otros dos proyectiles. Las llamas aumentaron. El moribundo se aferró al atril que estaba junto a él. La frágil madera se rompió y un libro de oraciones fue a caer sobre el cuerpo en llamas.

El pistolero que tenía el pelo ardiendo se encontraba tirado debajo de un banco, frotándose el aceitoso cabello con sus abrasadas manos. Mientras, Coffin Ed, guiado por el rojizo resplandor que emanaba del órgano en llamas, le buscaba con su revólver de largo cañón listo para disparar.

El humo había penetrado en el escondite de debajo del órgano y los prisioneros, atados espalda contra espalda en las dos sillas, estaban enloquecidos por el terror. Escupían blasfemias y acusaciones y trataban desesperadamente de herirse el uno al otro.

Tenían las piernas atadas, lo mismo que los brazos, pero sus pies tocaban el suelo. Con los cuerpos arqueados y en tensión, trataban de empujarse el uno al otro contra la pared. Las sillas se deslizaban de delante hacia atrás sobre el piso de cemento, en un equilibrio cada vez más inestable. En los cuellos de ambos, las arterias parecían a punto de estallar; tenían los músculos tensos como maromas, los cuerpos retorcidos, los pechos henchidos de aire y sus bocas jadeaban y babeaban como las de dos dementes ejecutando un loco acto sexual. El maquillaje de Iris estaba deshecho por el sudor y la peluca se le cayó. Apoyándose en los pies, atados a las patas de la silla, Deke se echó hacia delante y trató de hacer que Iris se diese de lado contra el armero. Su silla se elevó del suelo y de la boca de la mujer comenzaron a brotar estremecedores aullidos mientras su silla, obedeciendo al sobrehumano esfuerzo de Deke, oscilaba hacia delante de forma cada vez más acusada. Al fin, formando un grotesco arco, las dos sillas cayeron sobre el suelo. Deke se golpeó en la frente contra el suelo de cemento, e Iris, en su silla, quedó sobre él. La inercia hizo que el movimiento siguiera, hasta que la mujer se golpeó también en la cabeza y la frente en el piso y Deke fue levantado del suelo. Fueron a dar contra la pared, los pies de Iris tocándola y la silla del hombre encima de la otra, en inestable equilibrio, sostenido sólo por el ángulo de la otra sobre el suelo. Iris trataba desesperadamente de utilizar los pies para apañarse del muro. Mientras, Deke se retorcía violentamente, tratando de refregar el rostro de Iris contra el cemento. El movimiento les hizo dar una serie de bandazos hasta que ambos cayeron de lado, quedando entre el armero y la mesa, incapacitados ya para moverse. Arriba, el tronar de los disparos había cesado, y sólo se oía el rugir de las llamas. La habitación estaba ya totalmente oscurecida por el humo. Los dos prisioneros se encontraban demasiado agotados para maldecir y permanecían en silencio, jadeando en la cada vez más sofocante atmósfera.

En la iglesia, la luz procedente del hombre en llamas iluminaba la silueta del pistolero con el pelo ardiendo, agazapado detrás de un banco.

En el otro extremo del templo, Coffin Ed se encontraba en pie, con el revólver alzado y gritando:

—¡Levántate, asqueroso, y muere como un hombre!

Apuntando cuidadosamente por entre las patas de los bancos, Grave Digger disparó contra la única parte visible del pistolero y le alcanzó en el estómago. El hombre lanzó un pavoroso grito de dolor, como una bestia mortalmente, herida, y se puso en pie, con la «45» vomitando balas ciegamente. Los aullidos alcanzaron un insoportable tono que puso sabor a bilis en las bocas de ambos detectives. Coffin Ed le disparó cerca del corazón y las ropas del herido se incendiaron. Los aullidos cesaron de golpe y el pistolero cayó de rodillas sobre el banco, como si rezase entre las llamas.

Ahora, todo el estrado sobre el que se encontraba el púlpito, el coro y el órgano ardía brillantemente, iluminando las imágenes de los santos que, desde las vidrieras, contemplaban el incendio. Del exterior llegó el aullido de las sirenas de la Policía.

Descalzos, Grave Digger y Coffin Ed atravesaron las llamas y, con los pies abrasados, patearon la trasera del órgano. Pero les fue imposible levantar la trampa de acero.

Cuando llegaron los primeros policías, ambos detectives habían vuelto ya a cargar sus armas y disparaban contra el suelo, tratando de dar contra la cerradura. Se oían los aullidos procedentes de abajo y una negra nube de humo envolvía a Grave Digger y Coffin Ed. Fueron llegando más agentes y todos intentaron abrir la trampa, pero no lo consiguieron hasta ocho minutos más tarde, cuando llegaron los bomberos con hachas y palanquetas.

Grave Digger apartó a todo el mundo y bajó en primer lugar, seguido por Coffin Ed. Enderezó las sillas a las que estaban atados los dos prisioneros y se colocó frente a Iris. La mujer estaba medio asfixiada por el humo y tenía el rostro bañado en lágrimas. Antes de hacer nada por soltarla, Grave Digger se inclinó y, mirándola a los ojos, preguntó:

—Y ahora, hermanita, ¿dónde está el algodón?

A su alrededor se apelotonaban los bomberos y policías, tosiendo y gritando entre el denso humo.

—Desátelos y saquémoslos de aquí —ordenó un sargento de uniforme—. Se van a asfixiar.

Iris bajó la mirada, tratando de inventar alguna historia.

—¿Qué algodón? —inquirió, para ganar tiempo.

Grave Digger se echó hacia delante, hasta que su rostro casi tocó el de la mujer. Tenía los ojos enrojecidos y las venas de las sienes se le marcaban como cables. Su cuerpo estaba congestionado y la ira le desencajaba el rostro.

—Si no lo supieras, nunca habrías venido aquí —dijo, con voz opaca. Luego, levantó su revólver de largo cañón y lo apuntó a uno de los ojos de Iris.

Coffin Ed sacó su arma e hizo retroceder a los policías y bomberos. Su rostro, corroído por el ácido, estaba agitado por el tic, y sus ojos tenían una expresión demencial.

—Y nunca saldrás de aquí con vida si no hablas — acabó Grave Digger.

Se hizo el silencio. Nadie se movió. Nadie creía que fuese a matarla, pero tampoco nadie se atrevió a intervenir por miedo a Coffin Ed; él sí parecía capaz de cualquier cosa.

Iris miró los quemados calcetines de Grave Digger. Temerosamente, su mirada fue subiendo hasta encontrarse con los enrojecidos ojos del hombre. Creyó en la amenaza.

—Billie emplea la bala de algodón para uno de sus números —susurró.

—Llévenselos —dijo Grave Digger.

Luego, él y Coffin Ed salieron a toda prisa del escondite.